Merripit
-Pero no fue todo un problema de imaginación -respondí yo-.
¿Acaso no oyó usted durante la noche a alguien, una mujer en mi
opinión, que sollozaba?
-Es curioso, porque, cuando estaba medio dormido, me pareció
oír algo así. Esperé un buen rato, pero el ruido no se repitió, de
manera que llegué a la conclusión de que lo había
soñado.
-Yo lo oí con toda claridad y estoy seguro de que se trataba
de los sollozos de una mujer.
-Debemos informarnos inmediatamente.
Sir Henry tocó la campanilla y preguntó a Barrymore si podía
explicarnos lo sucedido. Me pareció que aumentaba un punto la
palidez del mayordomo mientras escuchaba la pregunta de su
señor.
-No hay más que dos mujeres en la casa, Sir Henry
-respondió-. Una es la fregona, que duerme en la otra ala. La
segunda es mi mujer, y puedo asegurarle personalmente que ese
sonido no procedía de ella.
Y sin embargo mentía, porque después del desayuno me crucé
por casualidad con la señora Barrymore, cuando el sol le iluminaba
de lleno el rostro, en el largo corredor al que daban los
dormitorios. La esposa del mayordomo era una mujer grande, de
aspecto impasible, facciones muy marcadas y un gesto de boca severo
y decidido. Pero sus ojos enrojecidos, que me miraron desde detrás
de unos párpados hinchados, la denunciaban. Era ella, sin duda,
quien lloraba por la noche y, aunque su marido tenía que saberlo,
había optado por correr el riesgo de verse descubierto al afirmar
que no era así. ¿Por qué lo había hecho? Y ¿por qué lloraba su
mujer tan amargamente? En torno a aquel hombre de tez pálida, bien
parecido y de barba negra, se estaba creando ya una atmósfera de
misterio y melancolía. Barrymore había encontrado el cuerpo sin
vida de Sir Charles y únicamente contábamos con su palabra para
todo lo referente a las circunstancias relacionadas con la muerte
del anciano. ¿Existía la posibilidad de que, después de todo, fuera
Barrymore a quien habíamos visto en el cabriolé de Regent Street?
Podía muy bien tratarse de la misma barba. El cochero había
descrito a un hombre algo más bajo, pero no era impensable que se
hubiera equivocado. ¿Cómo podía yo aclarar aquel extremo de una vez
por todas? Mi primera gestión consistiría en visitar al
administrador de correos de Grimpen y averiguar si a Barrymore se
le había entregado el telegrama de prueba en propia mano. Fuera
cual fuese la respuesta, al menos tendría ya algo de que informar a
Sherlock Holmes.
Sir Henry necesitaba examinar un gran número de documentos
después del desayuno, de manera que era aquél el momento propicio
para mi excursión, que resultó ser un agradable paseo de seis
kilómetros siguiendo el borde del páramo y que me llevó finalmente
a una aldehuela gris en la que dos edificios de mayor tamaño, que
resultaron ser la posada y la casa del doctor Mortimer, destacaban
considerablemente sobre el resto. El administrador de correos, que
era también el tendero del pueblo, se acordaba perfectamente del
telegrama.
-Así es, caballero -dijo-; hice que se entregara al señor
Barrymore, tal como se indicaba. -¿Quién lo
entregó?
-Mi hijo, aquí presente. James, entregaste el telegrama al
señor Barrymore en la mansión la semana pasada, ¿no es
cierto?
-Sí, padre; lo entregué yo. -¿En propia
mano?
-Bueno, el señor Barrymore se hallaba en el desván en aquel
momento, así que no pudo ser en propia mano, pero se lo di a su
esposa, que prometió entregarlo inmediatamente. -¿Viste al señor
Barrymore?
-No, señor; ya le he dicho que estaba en el desván. -Si no lo
viste, ¿cómo sabes que estaba en el desván? - Sin duda su mujer
sabía dónde estaba -dijo, de malos modos, el administrador de
correos-. ¿Es que no recibió el telegrama? Si ha habido algún
error, que presente la queja el señor Barrymore en
persona.
Parecía inútil proseguir la investigación, pero estaba claro
que, pese a la estratagema de Holmes, seguíamos sin dilucidar si
Barrymore se había trasladado a Londres. Suponiendo que fuera así,
suponiendo que la misma persona que había visto a Sir Charles con
vida por última vez hubiese sido el primero en seguir al nuevo
heredero a su regreso a Inglaterra, ¿qué consecuencias podían
sacarse? ¿Era agente de terceros o actuaba por cuenta propia con
algún propósito siniestro? ¿Qué interés podía tener en perseguir a
la familia Baskerville?
Recordé la extraña advertencia extraída del editorial del
Times. ¿Era obra suya o más bien de alguien que se proponía
desbaratar sus planes? El único motivo plausible era el sugerido
por Sir Henry: si se conseguía asustar a la familia de manera que
no volviera a la mansión, los Barrymore dispondrían de manera
permanente de un hogar muy cómodo. Pero sin duda un motivo así
resultaba insuficiente para explicar unos planes tan sutiles como
complejos que parecían estar tejiendo una red invisible en torno al
joven baronet. Holmes en persona había dicho que de todas sus
sensacionales investigaciones aquélla era la más compleja. Mientras
regresaba por el camino gris y solitario recé para que mi amigo
pudiera librarse pronto de sus ocupaciones y estuviera en
condiciones de venir a Devonshire y de retirar de mis hombros la
pesada carga de responsabilidad que había echado sobre
ellos.
De repente mis pensamientos se vieron interrumpidos por el
ruido de unos pasos veloces y de una voz que repetía mi nombre. Me
volví esperando ver al doctor Mortimer, pero, para mi sorpresa,
descubrí que me perseguía un desconocido. Se trataba de un hombre
pequeño, delgado, completamente afeitado, de aspecto remilgado,
cabello rubio y mandíbula estrecha, entre los treinta y los
cuarenta años de edad, que vestía un traje gris y llevaba sombrero
de paja. Del hombro le colgaba una caja de hojalata para
especímenes botánicos y en la mano llevaba un cazamariposas
verde.
-Estoy seguro de que sabrá excusar mi atrevimiento, doctor
Watson -me dijo al llegar jadeando a donde me encontraba-. Aquí en
el páramo somos gentes llanas y no esperamos a las presentaciones
oficiales. Quizá haya usted oído pronunciar mi apellido a nuestro
común amigo, el doctor Mortimer. Soy Stapleton y vivo en la casa
Merripit.
-El cazamariposas y la caja me hubieran bastado -dije-,
porque sabía que el señor Stapleton era
naturalista.
Pero, ¿cómo sabe usted quién soy yo?
-He ido a hacer una visita a Mortimer y, al pasar usted por
la calle, lo hemos visto desde la ventana de su consultorio. Dado
que llevamos el mismo camino, se me ha ocurrido alcanzarlo y
presentarme. Confío en que Sir Henry no esté demasiado fatigado por
el viaje.
-Se encuentra perfectamente, muchas gracias. -Todos nos
temíamos que después de la triste desaparición de Sir Charles el
nuevo baronet no quisiera vivir aquí. Es mucho pedir que un hombre
acaudalado venga a enterrarse en un sitio como éste, pero no hace
falta que le diga cuánto significa para toda la zona. ¿Hago bien en
suponer que Sir Henry no alberga miedos supersticiosos en esta
materia?
-No creo que sea probable.
-Por supuesto usted conoce la leyenda del perro diabólico que
persigue a la familia.
-La he oído. -¡Es notable lo crédulos que son los campesinos
por estos alrededores! Muchos de ellos están dispuestos a jurar que
han visto en el páramo a un animal de esas características -hablaba
con una sonrisa, pero me pareció leer en sus ojos que se tomaba
aquel asunto con más seriedad-. Esa historia llegó a apoderarse de
la imaginación de Sir Charles y estoy convencido de que provocó su
trágico fin.
-Pero, ¿cómo?
-Tenía los nervios tan desquiciados que la aparición de
cualquier perro podría haber tenido un efecto fatal sobre su
corazón enfermo. Imagino que vio en realidad algo así aquella
última noche en el paseo de los Tejos.
Yo temía que pudiera suceder un desastre, sentía por él un
gran afecto y no ignoraba la debilidad de su corazón. -¿Cómo lo
sabía?
-Me lo había dicho mi amigo Mortimer. -¿Piensa usted,
entonces, que un perro persiguió a Sir Charles y que, en
consecuencia, el anciano baronet murió de miedo? -¿Tiene usted
alguna explicación mejor?
-No he llegado a ninguna conclusión. -¿Tampoco su amigo, el
señor Sherlock Holmes? Aquellas palabras me dejaron sin respiración
por un momento, pero la placidez del rostro de mi interlocutor y su
mirada impertérrita me hicieron comprender que no se proponía
sorprenderme.
-Es inútil tratar de fingir que no le conocemos, doctor
Watson -dijo-. Nos han llegado sus relatos de las aventuras del
famoso detective y no podría usted celebrar sus éxitos sin darse
también a conocer. Cuando Mortimer me dijo su apellido, no pudo
negar su identidad. Si está usted aquí, se sigue que el señor
Sherlock Holmes se interesa también por este asunto y, como es
lógico, siento curiosidad por saber su opinión sobre el
caso.
-Me temo que no estoy en condiciones de responder a esa
pregunta. -¿Puede usted decirme si nos honrará visitándonos en
persona?
-En el momento presente sus ocupaciones no le permiten
abandonar Londres. Tiene otros casos que requieren su atención.
-¡Qué lástima! Podría arrojar alguna luz sobre algo que está muy
oscuro para nosotros. Pero por lo que se refiere a sus propias
investigaciones, doctor Watson, si puedo serle útil de alguna
manera, confío en que no vacile en servirse de mí. Y si contara ya
con alguna indicación sobre la naturaleza de sus sospechas o sobre
cómo se propone usted investigar el caso, quizá pudiera, incluso
ahora mismo, serle de ayuda o darle algún consejo.
-Siento desilusionarle, pero estoy aquí únicamente para
visitar a mi amigo Sir Henry y no necesito ayuda de ninguna clase.
-¡Excelente! -dijo Stapleton-. Tiene usted toda la razón para
mostrarse cauteloso y reservado. Me considero justamente reprendido
por lo que ha sido sin duda una intromisión injustificada y le
prometo que no volveré a mencionar este asunto.
Habíamos llegado a un punto donde un estrecho sendero
cubierto de hierba se separaba de la carretera para internarse en
el páramo. A la derecha quedaba una empinada colina salpicada de
rocas que en tiempos remotos se había utilizado como cantera de
granito. La cara que estaba vuelta hacia nosotros formaba una
sombría escarpadura, en cuyos nichos crecían helechos y zarzas. Por
encima de una distante elevación se alzaba un penacho gris de
humo.
-Un paseo no demasiado largo por esta senda del páramo nos
llevará hasta la casa Merripit -dijo mi acompañante-. Si dispone
usted de una hora, tendré el placer de presentarle a mi
hermana.
Lo primero que pensé fue que mi deber era estar al lado de
Sir Henry, pero a continuación recordé los muchos documentos y
facturas que abarrotaban la mesa de su estudio. Era indudable que
yo no podía ayudarlo en aquella tarea. Y Holmes me había pedido
expresamente que estudiara a los vecinos del baronet. Acepté la
invitación de Stapleton y torcimos juntos por el
sendero.
-El páramo es un lugar maravilloso -dijo mi interlocutor,
recorriendo con la vista las ondulantes lomas, semejantes a grandes
olas verdes, con crestas de granito dentado que formaban con su
espuma figuras fantásticas-. Nunca cansa. No es posible imaginar
los increíbles secretos que contiene. ¡Es tan vasto, tan estéril,
tan misterioso!
-Lo conoce usted bien, ¿no es cierto?
-Sólo llevo aquí dos años. Los naturales de la zona me
llamarían recién llegado. Vinimos poco después de que Sir Charles
se instalara en la mansión. Pero mis aficiones me han llevado a
explorar todos los alrededores y estoy convencido de que pocos
conocen el páramo mejor que yo. -¿Es difícil
conocerlo?
-Muy difícil. Fíjese, por ejemplo, en esa gran llanura que se
extiende hacia el norte, con las extrañas colinas que brotan de
ella. ¿Observa usted algo notable en su
superficie?
-Debe de ser un sitio excepcional para
galopar.
-Eso es lo que pensaría cualquiera, pero ya le ha costado la
vida a más de una persona. ¿Advierte usted las manchas de color
verde brillante que abundan por toda su
superficie?
-Sí, parecen más fértiles que el resto. Stapleton se echó a
reír.
-Es la gran ciénaga de Grimpen -dijo-, donde un paso en falso
significa la muerte, tanto para un hombre como para cualquier
animal. Ayer mismo vi a uno de los jacos del páramo meterse en
ella. No volvió a salir.
Durante mucho tiempo aún sobresalía la cabeza, pero el fango
terminó por tragárselo. Incluso en las estaciones secas es
peligroso cruzarla, pero aún resulta peor después de las lluvias
del otoño. Y sin embargo yo soy capaz de llegar hasta el centro de
la ciénaga y regresar vivo. ¡Vaya por Dios, allí veo a otro de esos
desgraciados jacos!
Algo marrón se agitaba entre las juncias verdes. Después, un
largo cuello atormentado se disparó hacia lo alto y un terrible
relincho resonó por todo el páramo. El horror me heló la sangre en
las venas, pero los nervios de mi acompañante parecían ser más
resistentes que los míos. -¡Desaparecido! -dijo-. La ciénaga se lo
ha tragado. Dos en cuarenta y ocho horas y quizá muchos más, porque
se acostumbran a ir allí cuando el tiempo es seco y no advierten la
diferencia hasta quedar atrapados. La gran ciénaga de Grimpen es un
sitio muy peligroso. -¿Y usted dice que penetra en su
interior?
-Sí, hay uno o dos senderos que un hombre muy ágil puede
utilizar y yo los he descubierto.
-Pero, ¿qué interés encuentra en un sitio tan espantoso? -¿Ve
usted aquellas colinas a lo lejos? Son en realidad islas separadas
del resto por la ciénaga infranqueable, que ha ido rodeándolas con
el paso de los años. Allí es donde se encuentran las plantas raras
y las mariposas, si es usted lo bastante hábil para
llegar.
-Algún día probaré suerte. Stapleton me miró sorprendido.
-¡Por el amor de Dios, ni se le ocurra pensarlo! -dijo-. Su sangre
caería sobre mi cabeza. Le aseguro que no existe la menor
posibilidad de que regrese con vida. Yo lo consigo únicamente
gracias a recordar ciertas señales de gran complejidad. -¡Caramba!
-exclamé-. ¿Qué es eso?
Un largo gemido muy profundo, indescriptiblemente triste, se
extendió por el páramo. Aunque llenaba el aire, resultaba imposible
decir de dónde procedía. De un murmullo apagado pasó a convertirse
en un hondísimo rugido, para volver de nuevo al murmullo
melancólico. Stapleton me miró con una expresión peculiar.
-¡Extraño lugar el páramo! -dijo.
-Pero, ¿qué era eso?
-Los campesinos dicen que es el sabueso de los Baskerville
reclamando su presa. Lo había oído antes una o dos veces, pero
nunca con tanta claridad.
Con el frío del miedo en el corazón contemplé la enorme
llanura salpicada por las manchas verdes de los juncos. Nada se
movía en aquella gran extensión si se exceptúa una pareja de
cuervos, que graznaron con fuerza desde un risco a nuestras
espaldas.
-Usted es un hombre educado: no me diga que da crédito a
tonterías como ésa -respondí-. ¿Cuál cree usted que es la causa de
un sonido tan extraño?
-Las ciénagas hacen a veces ruidos extraños. El barro al
moverse, o el agua al subir de nivel, o algo
parecido.
-No, no; era la voz de un ser vivo.
-Sí, quizá lo fuera. ¿Ha oído alguna vez mugir a un
avetoro?
-No, nunca.
-Es un pájaro poco común; casi extinguido en Inglaterra
actualmente, pero todo es posible en el páramo. Sí; no me
sorprendería que acabáramos de oír el grito del último de los
avetoros.
-Es la cosa más misteriosa y extraña que he oído en toda mi
vida.
-Sí, estamos en un lugar más bien extraño. Mire la falda de
esa colina. ¿Qué supone usted que son esas
formaciones?
Toda la empinada pendiente estaba cubierta de grises anillos
de piedra, una veintena al menos. -¿Qué son? ¿Apriscos para las
ovejas?
-No; son los hogares de nuestros dignos antepasados. Al
hombre prehistórico le gustaba vivir en el páramo, y como nadie lo
ha vuelto a hacer desde entonces, encontramos sus pequeñas
construcciones exactamente como él las dejó. Es el equivalente de
las tiendas indias si se les quita el techo. Podrá usted ver
incluso el sitio donde hacían fuego así como el lugar donde
dormían, si la curiosidad le empuja a entrar en uno de
ellos.
-Se trata, entonces, de toda una ciudad. ¿Cuándo estuvo
habitada?
-Se remonta al periodo neolítico, pero se desconocen las
fechas. -¿A qué se dedicaban sus pobladores?
-El ganado pastaba por esas laderas y ellos aprendían a cavar
en busca de estaño cuando la espada de bronce empezaba a desplazar
al hacha de piedra. Fíjese en la gran zanja de la colina de
enfrente. Esa es su marca.
Sí; encontrará usted cosas muy peculiares en el páramo,
doctor Watson. Ah, perdóneme un instante. Es sin duda un ejemplar
de Cyclopides.
Una mosca o mariposilla se había cruzado en nuestro camino y
Stapleton se lanzó al instante tras ella con gran energía y
rapidez. Para consternación mía el insecto voló directamente hacia
la gran ciénaga, pero mi acompañante no se detuvo ni un instante,
persiguiéndola a saltos de mata en mata, con el cazamariposas en
ristre. Su ropa gris y la manera irregular de avanzar, a saltos y
en zigzag, no le diferenciaban mucho de un gran insecto alado.
Contemplaba su carrera con una mezcla de admiración por su
extraordinario despliegue de facultades y de miedo a que perdiera
pie en la ciénaga traicionera, cuando oí ruido de pasos y, al
volverme, vi a una mujer que se acercaba hacia mí por el sendero.
Procedía de la dirección en la que, gracias al penacho de humo,
sabía ya que estaba localizada la casa Merripit, pero la
inclinación del páramo me la había ocultado hasta que estuvo muy
cerca.
No tuve ninguna duda de que se trataba de la señorita
Stapleton, puesto que en el páramo no abundan las damas, y
recordaba que alguien la había descrito como muy bella. La mujer
que avanzaba en mi dirección lo era, desde luego, y de una
hermosura muy poco corriente. No podía darse mayor contraste entre
hermanos, porque en el caso del naturalista la tonalidad era
neutra, con cabello claro y ojos grises, mientras que la señorita
Stapleton era más oscura que ninguna de las morenas que he visto en
Inglaterra y además esbelta, elegante y alta. Su rostro, altivo y
de facciones delicadas, era tan regular que hubiera podido parecer
frío de no ser por la boca y los hermosos ojos, oscuros y
vehementes. Dada la perfección y elegancia de su vestido,
resultaba, desde luego, una extraña aparición en la solitaria senda
del páramo. Seguía con los ojos las evoluciones de su hermano
cuando me di la vuelta, pero inmediatamente apresuró el paso hacia
mí. Yo me había descubierto y me disponía a explicarle mi presencia
con unas frases, cuando sus palabras hicieron que mis pensamientos
cambiaran por completo de dirección. -¡Váyase! -dijo-. Vuelva a
Londres inmediatamente. No pude hacer otra cosa que contemplarla,
estupefacto.
Sus ojos echaban fuego al mismo tiempo que su pie golpeaba el
suelo con impaciencia. -¿Por qué tendría que
marcharme?
-No se lo puedo explicar -hablaba en voz baja y apremiante y
con un curioso ceceo en la pronunciación-.
Pero, por el amor de Dios, haga lo que le pido. Váyase y no
vuelva nunca a pisar el páramo.
-Pero si acabo de llegar.
-Por favor -exclamó-. ¿No es capaz de reconocer una
advertencia que se le hace por su propio bien? ¡Vuélvase a Londres!
¡Póngase esta misma noche en camino! ¡Aléjese de este lugar a toda
costa! ¡Silencio, vuelve mi hermano! Ni una palabra de lo que le he
dicho. ¿Le importaría cortarme la orquídea que está ahí, entre las
colas de caballo? Las orquídeas abundan en el páramo, aunque, por
supuesto, llega usted en una mala estación para disfrutar con la
belleza de la zona.
Stapleton había abandonado la caza y se acercaba a nosotros
jadeante y con el rostro encendido por el esfuerzo. -¡Hola, Beryl!
-dijo; y tuve la impresión de que el tono de su saludo no era
excesivamente cordial.
-Estás muy sofocado, Jack.
-Sí. Perseguía a una Cyclopides. Es una mariposa muy poco
corriente y raras veces se la encuentra a finales del otoño. ¡Es
una pena que no haya conseguido capturarla!
Hablaba despreocupadamente, pero sus ojos claros nos
vigilaban a ambos sin descanso.
-Se han presentado ya, por lo que observo.
-Sí. Estaba explicando a Sir Henry que el otoño no es una
buena época para la verdadera belleza del páramo. -¿Cómo? ¿Con
quién crees que estás hablando? -Supongo que se trata de Sir Henry
Baskerville.
-No, no -dije yo-. Sólo soy un humilde plebeyo, aunque
Baskerville me honre con su amistad. Me llamo Watson, doctor
Watson.
El disgusto ensombreció por un momento el expresivo rostro de
la joven.
-Hemos sido víctimas de un malentendido en nuestra
conversación -dijo la señorita Stapleton.
-En realidad no habéis tenido mucho tiempo -comentó su
hermano, siempre con los mismos ojos
interrogadores.
-He hablado como si el doctor Watson fuera residente en lugar
de simple visitante -dijo la señorita Stapleton-. No puede
importarle mucho si es pronto o tarde para las orquídeas. Pero, una
vez que ha llegado hasta aquí, espero que nos acompañe para ver la
casa Merripit.
Tras un breve paseo llegamos a una triste casa del páramo,
granja de algún ganadero en los antiguos días de prosperidad,
arreglada después para convertirla en vivienda moderna. La rodeaba
un huerto, pero los árboles, como suele suceder en el páramo, eran
más pequeños de lo normal y estaban quemados por las heladas; el
lugar en conjunto daba impresión de pobreza y melancolía. Nos abrió
la puerta un viejo criado, una criatura extraña, arrugada y de
aspecto mohoso, muy en consonancia con la casa. Dentro, sin
embargo, había habitaciones amplias, amuebladas con una elegancia
en la que me pareció reconocer el gusto de la señorita Stapleton.
Al contemplar desde sus ventanas el interminable páramo salpicado
de granito que se extendía sin solución de continuidad hasta el
horizonte más remoto, no pude por menos de preguntarme qué podía
haber traído a un lugar así a aquel hombre tan instruido y a
aquella mujer tan hermosa.
-Extraña elección para vivir, ¿no es eso? -dijo Stapleton,
como si hubiera adivinado mis pensamientos-. Y sin embargo
conseguimos ser aceptablemente felices, ¿no es así,
Beryl?
-Muy felices -dijo ella, aunque faltaba el acento de la
convicción en sus palabras.
-Yo llevaba un colegio privado en el norte -dijo Stapleton-.
Para un hombre de mi temperamento el trabajo resultaba monótono y
poco interesante, pero el privilegio de vivir con jóvenes, de
ayudar a moldear sus mentes y de sembrar en ellos el propio
carácter y los propios ideales, era algo muy importante para mí.
Pero el destino se puso en contra nuestra. Se declaró una grave
epidemia en el colegio y tres de los muchachos murieron. La
institución nunca se recuperó de aquel golpe y gran parte de mi
capital se perdió sin remedio. De todos modos, si no fuera por la
pérdida de la encantadora compañía de los muchachos, podría
alegrarme de mi desgracia, porque, dada mi intensa afición a la
botánica y a la zoología, tengo aquí un campo ilimitado de trabajo,
y mi hermana está tan dedicada como yo a la naturaleza. Le explico
todo esto, doctor Watson, porque he visto su expresión mientras
contemplaba el páramo desde nuestra ventana.
-Es cierto que se me ha pasado por la cabeza la idea de que
todo esto pueda ser, quizá, un poco menos aburrido para usted que
para su hermana.
-No, no -replicó ella inmediatamente-; no me aburro
nunca.
-Disponemos de muchos libros y de nuestros estudios, y
también contamos con vecinos muy interesantes.
El doctor Mortimer es un erudito en su campo. También el
pobre Sir Charles era un compañero admirable. Lo conocíamos bien y
carezco de palabras para explicar hasta qué punto lo echamos de
menos. ¿Cree usted que sería una impertinencia por mi parte hacer
esta tarde una visita a Sir Henry para conocerlo?
-Estoy seguro de que le encantará recibirlo.
-En ese caso quizá quiera usted tener la amabilidad de
mencionarle que me propongo hacerlo. Dentro de nuestra modestia tal
vez podamos facilitarle un poco las cosas hasta que se acostumbre a
su nuevo hogar. ¿Quiere subir conmigo, doctor Watson, y ver mi
colección de Lepidoptera? Creo que es la más completa del suroeste
de Inglaterra. Para cuando haya terminado de examinarlas el
almuerzo estará casi listo.
Pero yo estaba deseoso de volver junto a la persona cuya
seguridad se me había confiado. Todo -la melancolía del páramo, la
muerte del desgraciado jaco, el extraño sonido asociado con la
sombría leyenda de los Baskerville- contribuía a teñir de tristeza
mis pensamientos. Y por si todas aquellas impresiones más o menos
vagas no me bastaran, había que añadirles la advertencia clara y
precisa de la señorita Stapleton, hecha con tanta vehemencia que
estaba convencido de que la apoyaban razones serias y profundas.
Rechacé los repetidos ruegos de los hermanos para que me quedase a
almorzar y emprendí de inmediato el camino de regreso, utilizando
el mismo sendero crecido de hierba por el que habíamos
venido.
Existe sin embargo, al parecer, algún atajo que utilizan
quienes conocen mejor la zona, porque antes de alcanzar la
carretera me quedé pasmado al ver a la señorita Stapleton sentada
en una roca al borde del camino.
El rubor del esfuerzo embellecía aún más su rostro mientras
se apretaba el costado con la mano.
-He corrido todo el camino para alcanzarlo, doctor Watson -me
dijo- y me ha faltado hasta tiempo para ponerme el sombrero. No
puedo detenerme porque de lo contrario mi hermano repararía en mi
ausencia. Quería decirle lo mucho que siento la estúpida
equivocación que he cometido al confundirle con Sir Henry. Haga el
favor de olvidar mis palabras, que no tienen ninguna aplicación en
su caso.
-Pero no puedo olvidarlas, señorita Stapleton -respondí-. Soy
amigo de Sir Henry y su bienestar es de gran importancia para mí.
Dígame por qué estaba usted tan deseosa de que Sir Henry regresara
a Londres.
-Un simple capricho de mujer, doctor Watson. Cuando me
conozca mejor comprenderá que no siempre puedo dar razón de lo que
digo o hago.
-No, no. Recuerdo el temblor de su voz. Recuerdo la expresión
de sus ojos. Por favor, sea sincera conmigo, señorita Stapleton,
porque desde que estoy aquí tengo la sensación de vivir rodeado de
sombras. Mi existencia se ha convertido en algo parecido a la gran
ciénaga de Grimpen: abundan por todas partes las manchas verdes que
ceden bajo los pies y carezco de guía que me señale el camino.
Dígame, por favor, a qué se refería usted, y le prometo transmitir
la advertencia a Sir Henry.
Por un instante apareció en su rostro una expresión de duda,
pero cuando me respondió su mirada había vuelto a
endurecerse.
-Se preocupa usted demasiado, doctor Watson -fueron sus
palabras-. A mi hermano y a mí nos impresionó mucho la muerte de
Sir Charles. Lo conocíamos muy bien, porque su paseo favorito era
atravesar el páramo hasta nuestra casa. A Sir Charles le afectaba
profundamente la maldición que pesaba sobre su familia y al
producirse la tragedia pensé, como es lógico, que debía de existir
algún fundamento para los temores que él expresaba. Me preocupa,
por lo tanto, que otro miembro de la familia venga a vivir aquí, y
creo que se le debe avisar del peligro que corre. Eso es todo lo
que me proponía transmitir con mis palabras.
-Pero, ¿cuál es el peligro? -¿Conoce usted la historia del
sabueso? -No creo en semejante tontería.
-Pues yo sí. Si tiene usted alguna influencia sobre Sir
Henry, aléjelo de un lugar que siempre ha sido funesto para su
familia. El mundo es muy grande. ¿Por qué tendría que vivir en un
lugar donde corre tanto peligro?
-Precisamente por eso. Esa es la manera de ser de Sir Henry.
Mucho me temo que si no me da usted una información más precisa, no
logrará que se marche.
-No puedo decir nada más preciso porque no lo
sé.
-Permítame que le haga una pregunta más, señorita Stapleton.
Si únicamente era eso lo que quería usted decir cuando habló
conmigo por vez primera, ¿por qué tenía tanto interés en que su
hermano no oyera lo que me decía? No hay en sus palabras nada a lo
que ni él, ni nadie, pueda poner objeciones.
-Mi hermano está deseosísimo de que la mansión de los
Baskerville siga ocupada, porque cree que eso beneficia a los
pobres que viven en el páramo. Se enojaría si supiera que he dicho
algo que pueda impulsar a Sir Henry a marcharse. Pero ya he
cumplido con mi deber y no voy a decir nada más. Tengo que volver a
casa o de lo contrario Jack me echará de menos y sospechará que he
estado con usted. ¡Hasta la vista!
Se dio la vuelta y en muy pocos minutos había desaparecido
entre los peñascos desperdigados por el páramo, mientras yo, con el
alma llena de vagos temores, proseguía mi camino hacia la mansión
de los Baskerville.