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Pitt no tenía tiempo ni para tomarse un respiro. Hasta el momento, ya se había encontrado con cuatro cascadas, aunque por suerte, ninguna de ellas resultó ser tan alta como la que estuvo a punto de matarles a él y a Giordino horas atrás. La más peligrosa tenía dos metros. El Quebrantaolas flotante saltó valientemente al vacío para ir a caer en un remolino de espuma y rocas que finalmente logró sortear sin mucha dificultad.

Lo peor eran los rápidos. Pitt luchó denonadamente contra sus violentas sacudidas y ahora que se encontraba por fin en aguas tranquilas, podía notar las secuelas del esfuerzo en sus heridas. Parecía como si un ejército de enanos se hubiera dedicado a clavarle horquillas donde más pudiera lastimarle. El dolor, sin embargo, había conseguido despabilarle. Dirk empezó a maldecir al río; era evidente que se había propuesto que no saliera con vida del pasadizo y le guardaba lo más duro para el final.

Aunque la corriente le había arrebatado el remo de las manos, no lo echaba en falta. El maltrecho hovercraft ya tenía bastante con su peso y los cincuenta kilos de material, por lo que tratar de cambiar el rumbo cada vez que aparecía una roca le acabó pareciendo un esfuerzo prácticamente inútil, más aún cuando sólo contaba con un brazo para remar. Se sentía tan débil que todo lo que podía hacer era agarrarse como pudiera a las correas que había en el interior del casco y dejar que la corriente le arrastrara hasta donde fuera.

De pronto, el hovercraft chocó contra varias rocas afiladas; el casco se agrietó por un lado y dos cámaras de aire empezaron a desinflarse rápidamente. Pocos segundos más tarde, Pitt estaba cubierto de agua hasta la cintura. La situación era desesperada. Ya había consumido tres bombonas de oxígeno y la mayor parte de la cuarta al pasar por varias galerías inundadas.

El tenebroso pasadizo parecía no tener fin. Cualquier persona hubiera sufrido un ataque de claustrofobia en esas condiciones. Pitt, sin embargo, seguía adelante, cantando y hablando consigo mismo para ahuyentar cualquier pensamiento agorero y evitar que le atenazase el miedo. Iluminó sus pies y manos con la linterna y vio que estaban tan arrugados como cuatro ciruelas pasas.

—Con tanta agua, al menos sé que no voy a deshidratarme —murmuró dirigiéndose a las inmutables rocas.

Pasó entonces por varias grutas en las que la corriente se remansaba y el agua se volvía transparente. Las paredes eran de roca sólida y se perdían en las profundidades del río. A Pitt le dio por pensar en la posibilidad de atraer turistas a esos lugares. Tal vez se pudiera abrir un túnel desde arriba que permitiera la entrada a los visitantes, se dijo. Sería una lástima que nadie tuviera la ocasión de admirar esas maravillas de la naturaleza, esas cavernas góticas de cristal.

Una a una las pilas de las tres linternas se habían ido consumiendo. Calculó que la que tenía en la mano aguantaría sólo unos veinte minutos. En cuanto se apagase, la negrura estigia de las profundidades lo envolvería definitivamente.

Le resultaba imposible imaginarse en otro lugar que no fuera ese tortuoso laberinto de grutas y cavernas. La brújula se le había estropeado hacía ya tiempo como consecuencia de la gran cantidad de hierro existente en la roca, por lo que ya no sabía ni dónde estaba ni la dirección que llevaba. La palabra «orientación» había perdido todo significado. Se sentía tan perdido y tan lejos del exterior que empezó a preguntarse si no habría cruzado el umbral de la locura. Mantenía la poca cordura que le quedaba contemplando el maravilloso espectáculo de las grutas que la luz de su linterna le iba mostrando conforme avanzaba.

Entonces se obligó a hacer ejercicios mentales para no perder el control del todo. A partir de ese momento, trató de memorizar los detalles de todas las grutas y recodos con que se encontraba a lo largo del río para que cuando saliese pudiera describirlos. Sin embargo, al cabo de unos minutos, notó que su aturdida cabeza no daba para más: los accidentes se sucedían de manera interminable y no lograba retener más que unas pocas imágenes en su memoria. Además, tenía cosas más importantes en las que pensar; una cámara de aire se había pinchado y cada vez resultaba más difícil mantener el hovercraft a flote.

«¿Hasta dónde habré llegado?», se preguntó. «¿Cuánto faltará hasta la desembocadura?». Había empezado a divagar. Tenía que conseguir dominarse. Afortunadamente, el hambre no le acuciaba y aún no había sufrido ningún delirio que le hiciese imaginar un buen filete y una jarra de cerveza fresca. Además, el cuerpo parecía estar respondiendo mucho mejor de lo que hubiera podido esperarse.

El casco del hovercraft chocó entonces contra el techo del pasadizo. La embarcación se puso a dar vueltas sobre sí misma, moviéndose a lo largo de la pared y golpeándola de vez en cuando, hasta que finalmente entró en aguas someras y fue a parar a un banco de arena. Pitt se había quedado tumbado y tenía las piernas colgando por uno de los lados del Quebrantaolas flotante. Estaba tan cansado que se sentía incapaz de ponerse la bombona de oxígeno, desinflar el hovercraft y llevarlo a cuestas hasta la siguiente bolsa de aire.

Pero no podía quedarse ahí y arriesgarse a perder el sentido; no debía permitírselo; aún le quedaba mucho por recorrer. Respiró hondo un par de veces y bebió un poco de agua. Cogió el termo del gancho al que estaba sujeto, lo abrió y se acabó el café que quedaba. La cafeína le reanimó un poco. Tiró el termo al río y se quedó mirando cómo lo arrastraba la corriente y finalmente se quedaba pegado a la roca.

Las pilas de la linterna estaban en las últimas, así que la apagó para cuando le hiciera falta de verdad y se quedó echado sobre el agua, rodeado de una abrumadora oscuridad.

Ya no sentía ningún tipo de dolor. El cuerpo apenas le respondía ya; notaba como si el sistema nervioso estuviera dormido. Debía de haber perdido casi un litro de sangre, pensó. Entonces le asaltó el temor de no regresar jamás al mundo de fuera. Le repugnaba pensar en la posibilidad del fracaso. Tenía que volver. Pitt sabía que su fiel Quebrantaolas flotante le había permitido llegar muy lejos, pero que si perdía una cámara de aire más, tendría que abandonarlo y seguir por su cuenta. Sacando fuerzas de flaqueza, trató de concentrarse en lo que le quedaba por recorrer.

Algo le refrescó la memoria en ese momento. Se trataba de un olor. «¿Qué se suele decir sobre los olores?», se preguntó. «Pueden recordarte acontecimientos ya olvidados de tu pasado». Respiró hondo para que no se le escapara. ¿Qué era lo que le resultaba tan familiar? Se pasó la lengua por los labios y reconoció un sabor que no había notado antes. Sal, era sal. Entonces, súbitamente, lo comprendió.

El olor a mar.

Había llegado por fin al punto en el que el río subterráneo desembocaba en el golfo.

Pitt abrió los ojos y se puso la mano delante de la nariz. No pudo verla. Sin embargo, sí pudo adivinar una levísima sombra que le habría sido imposible de apreciar minutos antes. Volvió la mirada hacia el agua y vislumbró una especie de reflejo turbio. La luz del día se filtraba por el conducto que había bajo la roca.

El descubrimiento le levantó enormemente el ánimo. Aún tenía posibilidades de sobrevivir.

Salió del Quebrantaolas flotante y se puso a pensar en los dos grandes peligros a los que tenía que hacer frente: el tiempo que debía permanecer debajo del agua y la descompresión. Echó un vistazo al manómetro de la bombona: tenía aire suficiente para unos trescientos metros siempre que nadara relajado, respirara tranquilamente y no realizara un esfuerzo excesivo. Si la superficie quedaba mucho más lejos, no tendría que preocuparse de la descompresión, porque se ahogaría antes de que pudiera pensar en ella.

Durante la larga travesía se había dado cuenta de que la presión en la mayoría de las grutas con bolsas de aire era sólo ligeramente más alta que la atmosférica. Eso era un motivo de inquietud, aunque no tan grave como para asustarse. Por otro lado, rara vez había llegado a superar los treinta metros de profundidad cuando había pasado por una galería inundada. Si tuviera que volverlo a hacer, se vería obligado a ascender dieciocho metros por minuto para prevenir una apoplejía.

Cualesquiera que fuesen los obstáculos que se encontrara, no podría ni volver atrás ni quedarse parado. Tendría que seguir adelante. No tenía más alternativa. Era la última prueba y tenía que superarla con la poca fuerza y determinación que aún le quedaran.

Aún no estaba muerto. No lo estaría hasta que no aspirara la última bocanada de oxígeno de su bombona. Entonces seguiría hasta que le explotasen los pulmones.

Comprobó en primer lugar si las válvulas estaban abiertas y si el tubo de baja presión se hallaba conectado al compensador de flotación. Luego se puso las bombonas, se abrochó las correas y respiró por el regulador para asegurarse de que funcionaba bien. Ya estaba listo.

El hecho de no llevar gafas no le preocupaba; todo lo que tenía que hacer era nadar en dirección a la luz. Apretó los dientes contra la boquilla del regulador de aire, se concentró un momento y contó hasta tres.

Había llegado el momento. Dio unos cuantos pasos y se sumergió en el río por última vez.

Habría dado cualquier cosa por sus aletas. Treinta, cuarenta metros. Siguió nadando. Tras los primeros cincuenta metros, empezó a preocuparse. Cuando se bucea con aire comprimido, entre los sesenta y los ochenta metros hay una especie de barrera invisible. Cuando la supera, el submarinista empieza a sentirse como si estuviera borracho y no tarda en perder el control de sus facultades mentales.

De pronto, oyó un ruido chirriante. Acababa de rozar con la bombona en el techo de roca. Su nivel de flotación era excesivo. Tomó impulso y ganó profundidad para compensar el peso que le habría proporcionado el cinturón de lastre perdido en la primera catarata.

La galería parecía interminable. Echó un vistazo al batómetro y vio que estaba a sesenta y cinco metros de profundidad. La roca empezó entonces a curvarse gradualmente hacia arriba. Eso complicaba las cosas. Habría preferido subir directamente a la superficie para ahorrar oxígeno.

Poco a poco fue iluminándose el pasadizo hasta que llegó el momento en el que pudo ver la hora que marcaba su reloj sin necesidad de utilizar la linterna. Eran las cinco y diez. ¿De la mañana o de la tarde? ¿Cuánto hacía que se había sumergido en el agua? Podían ser tanto diez minutos como cincuenta. Hizo un esfuerzo por acordarse, pero su mente respondía con pereza a todas sus preguntas.

El verde esmeralda del río fue adquiriendo paulatinamente un tono azul oscuro. El ascenso era cada vez más lento. Apenas notaba ya el tirón de la corriente. Entonces vio un destello en la distancia y al cabo de unos segundos distinguió la superficie.

Se encontraba en el golfo. Había salido del pasadizo y estaba por fin nadando en el mar de Cortés. Pitt alzó la vista y vio una sombra que se iba agrandando por momentos. Miró entonces el manómetro: la aguja estaba temblando sobre el cero. Se le estaba acabando el aire.

En vez de aspirarlo todo, decidió utilizarlo para inflar el compensador de flotación. De esa manera, incluso si perdía el sentido, podría llegar hasta la superficie.

Chupó de la boquilla para aprovechar lo que pudiera quedar de oxígeno en la bombona e intentó relajarse. Siguió subiendo tratando de expulsar aire poco a poco para compensar la disminución de presión. A los pocos segundos, sin embargo, se dio cuenta de que las burbujas que salían del regulador habían empezado a perder tamaño.

Volvió a levantar la mirada: la superficie parecía estar tan cerca que tal vez si estirara el brazo conseguiría por fin llegar a ella. Sin embargo, no era más que una desdichada ilusión óptica. Las olas se encontraban todavía a veinte metros de distancia. Entonces sintió como si le estuviesen apretando los pulmones con una gran goma. Hizo un último esfuerzo y trató de darse impulso para subir con más rapidez. En ese preciso instante notó cómo se le empezaban a nublar los ojos.

Pitt se quedó atrapado en algo que le impedía seguir subiendo. No podía ver lo que era. Instintivamente, se puso a mover los brazos y las piernas para liberarse, pero era inútil: oyó un estruendo en su cerebro y supo que no le quedaban fuerzas para más. Justo antes de desvanecerse, sintió cómo algo tiraba de su cuerpo hacia arriba.

—¡Ha picado uno grande! —gritó Joe Hagen entusiasmado.

—¿Qué es? ¿Un espetón? —preguntó Claire emocionada al ver lo combada que estaba la caña.

—No, un espetón opondría más resistencia —contestó Joe mientras daba trabajosamente vueltas al carrete—. Parece más bien un peso muerto.

—Tal vez lo hayas matado.

—Alcánzame el arpón, que ya lo tengo.

Claire cogió un arpón de mango largo y apuntó con él a la superficie del agua.

—Veo algo —exclamó—. Es grande y de color negro.

La señora Hagen soltó entonces un grito de terror.

Pitt estaba a un milímetro de la inconsciencia cuando su cabeza apareció entre las olas. Escupió la boquilla del regulador y respiró profundamente. El reflejo del sol en el agua le resultó cegador: llevaba casi dos días bajo tierra. Cuando vio el caleidoscopio de colores, parpadeó y sintió una alegría inmensa.

Alivio, alegría de vivir, satisfacción por lo que acababa de conseguir… El gozo que sentía era desbordante.

El grito de una mujer le atravesó el oído. Alzó la vista y se sorprendió de ver el casco de un yate y dos personas que le miraban fijamente. Fue entonces cuando se dio cuenta de que se había quedado enredado en un hilo de pescar. Algo le golpeó entonces una pierna. Tiró del hilo y sacó del agua un atún que no sería más largo que su pie. El pobre pez colgaba de un anzuelo enorme.

Pitt se pasó el atún bajo el brazo y suavemente le sacó el anzuelo de la boca con la mano derecha. Entonces le miró fijamente a los ojillos y le dijo alegremente:

—¡Mira, muchacho, ya estamos de nuevo en casa!