18
Julien Perlmutter estaba sentado en la gran sala de lectura de la biblioteca del Congreso. Tras una infructuosa visita a los archivos de la biblioteca con la esperanza de encontrar alguna prueba documental sobre el Concepción, el coleccionista se puso a consultar el diario que sir Francis Drake había escrito para que la reina Isabel tuviese constancia de su épica travesía. En paradero desconocido durante siglos, el diario había sido por fin encontrado en los archivos reales de Inglaterra hacía muy poco tiempo.
Perlmutter cerró el libro, reclinó su corpachón sobre la silla y dejó escapar un suspiro. El diario no añadía gran cosa a lo que él ya sabía. Drake había enviado el Concepción a Inglaterra al mando del piloto del Golden Hind, Thomas Cuttill. Nadie había vuelto a ver el galeón, por lo que se pensó que habría desaparecido en alta mar con toda la tripulación.
Aparte de eso, la única mención a la suerte del Concepción que Perlmutter conocía no había sido probada. Se trataba de un libro sobre el Amazonas que el coleccionista recordaba haber leído. Fue publicado en 1939 por un tal Nicholas Bender, un periodista y explorador interesado en seguir las rutas de los primeros exploradores que se lanzaron a la búsqueda de El Dorado. Perlmutter pidió el libro a un encargado y volvió a examinarlo. En la sección de notas había una pequeña referencia a una expedición de reconocimiento realizada por los portugueses en el año 1594. Los expedicionarios se habían encontrado con un hombre inglés que vivía con una tribu de indígenas al lado de un río. El hombre afirmaba que había servido a las órdenes del lobo de mar sir Francis Drake y que éste le había entregado el mando de un galeón español, el cual acabó siendo arrastrado hasta el interior de la selva por un terrible maremoto. Los portugueses pensaron que el hombre estaba loco y continuaron su misión, dejándole en el poblado donde le habían encontrado.
Perlmutter apuntó los datos de la editorial y devolvió los libros de Drake y Bender al encargado de la biblioteca. Cogió un taxi y dio la dirección de su casa. Se sentía desanimado, si bien tampoco era la primera vez que no lograba seguir la pista de un enigma histórico, por mucho que tuviera a su disposición veinticinco millones de libros y cuarenta millones de manuscritos de la biblioteca. La clave que le permitiría resolver el misterio del Concepción, si es que había una, debía de estar oculta en otra parte.
El coleccionista se puso a mirar por la ventanilla sin fijarse en los coches y edificios que se iban sucediendo. La experiencia le decía que cada proyecto de investigación llevaba su propio ritmo. En algunos casos, las soluciones aparecían de repente, como un castillo de fuegos artificiales. En otros, las claves se iban enmarañando hasta que formaban un verdadero laberinto lleno de callejones sin salida. El enigma del Concepción era diferente. Parecía más bien una sombra que no dejaba de eludirle. ¿Se había basado Nicholas Bender en una fuente fidedigna para escribir esa nota, o se había dedicado a adornar un mito como tantos otros escritores de libros de ficción histórica?
La pregunta seguía reconcomiéndole cuando entró en su desordenado despacho. Sobre una repisa, un reloj de barco marcaba las cuatro menos veinticinco. Tenía tiempo de sobra para hacer unas cuantas llamadas antes de que cerrasen los negocios. Se acomodó en una bonita silla giratoria de cuero y llamó a información de la ciudad de Nueva York. La operadora le facilitó el número de la editorial de Bender sin que le diera prácticamente tiempo de acabar de formular su pregunta. Perlmutter se sirvió un trago de brandy mientras esperaba a que contestasen.
«Otro intento inútil, no me cabe duda», pensó. Bender estaría seguramente muerto, al igual que su editor.
—Falkner y Massey —respondió una voz femenina con fuerte acento neoyorkino.
—Me gustaría hablar con el editor de Nicholas Bender, por favor.
—¿Nicholas Bender?
—Es uno de los autores de la editorial.
—Lo siento, señor, pero no conozco ese nombre.
—El señor Bender escribía libros históricos de aventuras hace ya mucho tiempo. Tal vez alguna persona que lleve años trabajando en la editorial pueda ayudarme.
—Le pasaré con el señor Adams, nuestro director. Es la persona que más tiempo lleva en la editorial que yo conozca.
—Muchas gracias.
Tras más de medio minuto de espera, Perlmutter oyó la voz de un hombre.
—Frank Adams al aparato.
—Señor Adams, me llamó St Julien Perlmutter.
—Mucho gusto, señor Perlmutter. He oído hablar de usted. Me llama desde Washington, si no me equivoco.
—Sí, vivo en la capital.
—Acuérdese de nosotros si decide publicar un libro sobre historia marítima.
—Todavía tengo que acabar todos los que he comenzado —se rió Perlmutter—. Nos haremos viejos esperando a que yo termine un manuscrito.
—A los setenta y siete años de edad, yo ya puedo considerarme un viejo —comentó Adams en buen tono.
—Ésa es precisamente la razón por la que le he llamado —dijo Perlmutter—. ¿Se acuerda usted de Nicholas Bender?
—Desde luego que sí. De joven era una especie de aventurero. Le publicamos unos cuantos libros en los que describía sus viajes antes de que la clase media descubriese el concepto del trotamundos.
—Estoy intentando comprobar la fuente de una referencia que he encontrado en un libro suyo titulado Tras la pista de El Dorado.
—Ese libro ya tiene unos años. Yo diría que lo publicamos a principios de los años cuarenta.
—En 1939, para ser exactos.
—¿En qué le puedo ayudar entonces?
—Pensaba que tal vez Bender podría haber donado sus notas y sus manuscritos a la biblioteca de alguna universidad. Me gustaría estudiarlos.
—Realmente no sé qué habrá ocurrido con sus papeles —comentó Adams—. Tendré que preguntárselo.
—¿Está vivo? —preguntó Perlmutter sorprendido.
—Oh, sí, claro que sí. No hará ni tres meses que cené con él.
—Debe de andar por los noventa.
—Nicholas tiene ochenta y cuatro años. Creo que sólo tenía veinticinco años cuando escribió Tras la pista de El Dorado. Era el segundo libro que le publicamos de un total de veintiséis. El último fue en 1978, y trataba de sus excursiones por el Yukon.
—¿Mantiene el señor Bender sus facultades mentales?
—Sí, desde luego. Nicholas sigue siendo tan agudo como un lince a pesar de su mala salud.
—¿Le importaría darme su número para que pueda hablar con él?
—Dudo que coja llamadas de extraños. Desde que murió su mujer, Nicholas se ha ido convirtiendo en un ermitaño. Ahora vive en una pequeña granja en Vermont a la espera de que le llegue su hora.
—No piense que soy una persona insensible —dijo Perlmutter—, pero es urgente que hable con él.
—Dado que usted es un conocido gastrónomo y una respetada autoridad en todo lo relacionado con el mar, estoy convencido de que a Nicholas no le molestará en absoluto hablar con usted. Sin embargo, déjeme que prepare yo el camino para que no haya ningún problema. ¿Me podría dar su número por si desea llamarle directamente?
Perlmutter dio a Adams el número de la línea que utilizaba sólo con los amigos.
—Gracias, señor Adams. Si algún día me decido a escribir un libro sobre naufragios, usted será el primer editor que lo lea. El coleccionista colgó el teléfono y se fue tranquilamente a la cocina. Sacó una docena de ostras del frigorífico, las desbulló hábilmente y tras condimentarlas con un poco de Tabasco y vinagre de jerez, se las comió con una botella de cerveza Anchor Steam por todo acompañamiento. Acabó en el momento justo. En cuanto hubo dado cuenta de la última ostra y tirado la botella de cerveza al cubo de la basura, empezó a sonar el teléfono.
—Julien Perlmutter al aparato.
—Hola —dijo una voz extraordinariamente profunda—. Soy Nicholas Bender. Frank Adams me ha dicho que deseaba hablar conmigo.
—Sí, señor Bender, muchas gracias. No esperaba que me llamase tan rápido.
—Es siempre un placer hablar con alguien que ha leído mis libros —declaró el escritor alegremente—. Ya no quedan muchos como usted.
—El libro que me ha llamado la atención es Tras la pista de El Dorado.
—Sí, sí. Estuve a punto de morir en diez ocasiones durante ese viaje por el infierno.
—En el libro menciona usted una misión de reconocimiento portuguesa que fue a dar con un miembro de la tripulación de sir Francis Drake que vivía con unos indígenas cerca del Amazonas.
—Thomas Cuttill —dijo Bender sin dudar ni un instante—. Tiene usted razón, recuerdo haber incluido ese episodio en el libro.
—Me preguntaba si me podría informar sobre la fuente de la que extrajo dicho episodio —preguntó Perlmutter animado por la facilidad con la que el escritor había recordado la nota.
—Si me permite, señor Perlmutter, ¿podría preguntarle qué es exactamente lo que está buscando?
—Estoy investigando la historia de un galeón español capturado por Drake. La mayoría de los documentos indican que el barco se perdió en el mar cuando se dirigía a Inglaterra. Sin embargo, por lo que da a entender su referencia a Thomas Cuttill, el barco fue arrastrado al interior de la selva por la ola de un maremoto.
—Es cierto —comentó Bender—. Yo mismo lo habría buscado si hubiese existido la más mínima posibilidad de encontrarlo, pero la selva en la que desapareció es tan espesa que uno tendría que tropezarse literalmente con el barco para poder verlo.
—¿Está usted seguro de que el testimonio portugués sobre Cuttill no es una invención o un mito?
—Es un dato histórico. No cabe ninguna duda al respecto.
—¿Cómo puede estar usted tan seguro?
—Tengo la fuente en mi poder.
Perlmutter se quedó confuso durante un momento.
—Perdóneme, señor Bender. No he entendido lo que me ha dicho.
—Lo que le he dicho, señor Perlmutter, es que tengo en mi poder el diario de Thomas Cuttill.
—¿Pero qué dice? —soltó el coleccionista.
—Efectivamente —respondió Bender triunfalmente—. Cuttill se lo dio al jefe de la misión de reconocimiento portuguesa y le pidió que lo enviase a Londres. Los portugueses, sin embargo, se lo entregaron al virrey de Macapa, quien lo mandó a Lisboa con una serie de despachos. El diario pasó por varias manos hasta que fue a parar a una librería de viejo, que fue donde yo lo encontré. Lo compré por el equivalente a treinta y seis dólares, que en 1937 eran mucho dinero, al menos para un muchacho de veintitrés años que andaba por el mundo con cuatro cuartos.
—El diario debe de valer bastante más actualmente.
—Estoy seguro de ello. En una ocasión un tratante me ofreció diez mil dólares por él.
—¿Y lo rechazó?
—Nunca vendo los recuerdos de mis viajes a ninguna persona que pueda sacar un beneficio con ellos.
—¿Podría ir a Vermont y leer el diario? —preguntó Perlmutter con cautela.
—Me temo que no.
Perlmutter calló un instante para pensar en la manera de la que podría persuadir a Bender para que le dejase examinar el diario.
—¿Podría preguntarle por qué?
—Soy un hombre viejo y enfermo —replicó Bender— cuyo corazón se niega a detenerse.
—Oyéndole hablar resulta difícil pensar que está enfermo.
—Debería verme. Las enfermedades que contraje durante mis viajes han vivido para destrozar lo que queda de mi cuerpo. No resulta agradable verme, por lo que no suelo recibir prácticamente a nadie. Pero le diré lo que puedo hacer, señor Perlmutter: le puedo enviar el libro. Se lo regalo.
—Dios mío, señor Bender, no tiene por qué…
—No, no insista. Frank Adams me ha hablado sobre su magnífica biblioteca naval. Prefiero que sea una persona como usted, que sabrá valorar el diario, la que se quede con ese libro y no un coleccionista que lo ponga en la estantería para impresionar a sus amigos.
—Es usted muy amable —dijo Perlmutter con franqueza—. Le agradezco sinceramente su generosidad.
—Acéptelo y disfrute de él —insistió Bender afablemente—. Supongo que querrá estudiar el diario lo antes posible.
—No querría causarle inconvenientes.
—En absoluto. Lo mandaré por correo urgente para que lo tenga en sus manos mañana por la mañana.
—Muchas gracias, señor Bender. Muchísimas gracias. Trataré el diario con todo el respeto que se merece.
—Bien. Espero que encuentre lo que está buscando.
—Yo también —repuso Perlmutter, que se sentía cada vez más confiado—. Créame, yo también.
A las diez y cuarto de la mañana siguiente, Perlmutter abrió la puerta al cartero antes de que éste tuviera tiempo de llamar a la puerta.
—Creo que estaba esperando este paquete, señor Perlmutter —comentó el muchacho negro con una sonrisa en la boca.
—Como un niño espera a los Reyes Magos —replicó Perlmutter riéndose mientras firmaba el acuse de recibo.
El coleccionista quitó el envoltorio mientras corría hacia su estudio. Se sentó detrás de su escritorio, se puso las gafas y observó el diario de Thomas Cuttill como si se tratara del Santo Grial. La cubierta estaba hecha con la piel de un animal difícil de identificar. Las hojas, por su parte, eran de un pergamino amarillento que se encontraba en excelente estado de conservación. La tinta era de color marrón. Cuttill la habría extraído seguramente de la raíz de algún árbol. No tenía más de veinte páginas. La letra parecía muy elaborada y sólo mostraba unas cuantas faltas de ortografía, lo cual indicaba que Cuttill era un hombre bastante culto para la época. El texto estaba escrito en la singular prosa de la época isabelina. La primera anotación databa de marzo de 1578, pero había sido escrita mucho más tarde:
«La extraña historia de lo que me ha pasado durante los últimos dieciséis años, por Thomas Cuttill, antiguamente de Devonshire».
Se trataba del relato de un náufrago, quien, después de sobrevivir a la violenta furia del mar, había tenido que hacer frente a enormes dificultades en una tierra salvaje tratando infructuosamente de volver a casa. A medida que iba leyendo las anotaciones, empezando por la primera, que describía la salida de Inglaterra con Drake, Perlmutter se fue dando cuenta de que el diario había sido escrito de una manera mucho más honesta que las narraciones que dejarían los siglos venideros, repletas de sermones, tópicos y exageraciones de corte romántico. La perseverancia de Cuttill, su afán por sobrevivir y su ingenio a la hora de afrontar los terribles obstáculos que se había ido encontrando sin que en ningún momento se le ocurriera pedir ayuda a Dios, causaron una profunda impresión en Perlmutter. Cuttill era un hombre al que le hubiera gustado conocer.
Al comprobar que era el único tripulante del galeón que había sobrevivido al maremoto, Cuttill prefirió enfrentarse al horror de una selva y unas montañas desconocidas que a la prisión y tortura a manos de los vengativos españoles, quienes estarían realmente enfurecidos por la audaz captura que el odiado inglés, Drake, había hecho de su galeón. Todo lo que Cuttill sabía era que el océano Atlántico quedaba en algún lugar rumbo este, aunque no tenía ni la más remota idea sobre la distancia que le separaba de la costa. Llegar hasta el mar y arreglárselas para encontrar un barco amigo que le pudiera llevar hasta Inglaterra parecía poco menos que un milagro. Así y todo, era la única alternativa que le quedaba.
En la vertiente occidental de los Andes, los españoles ya habían logrado organizar varias colonias de grandes haciendas. Eran, sin embargo, los otrora orgullosos incas los que se ocupaban de hacer todo el trabajo, esclavizados y mermados en número a consecuencia del trato inhumano que recibían y del azote del sarampión y la viruela. Cuttill atravesó las haciendas al abrigo de la oscuridad, robando comida en cada oportunidad que se le ofrecía. El piloto pasó dos meses caminando unos pocos kilómetros cada noche y tratando de eludir a los españoles y a los indios que le pudieran delatar. A continuación atravesó varios valles apartados y logró franquear la gran divisoria continental de los Andes. Había llegado al infierno verde de la cuenca del río Amazonas.
A partir de ese momento, la vida de Cuttill se convirtió en una verdadera pesadilla. Avanzó penosamente por pantanos que le cubrían hasta la cintura y que no parecían acabarse nunca; cruzó selvas tan espesas que a cada paso tenía que recurrir a su cuchillo para abrirse camino. Los ejércitos de insectos y cocodrilos que le acechaban por todos lados suponían un peligro continuo; las serpientes le atacaban sin mediar aviso. A pesar de la disentería y la fiebre, que no le abandonaban, siguió avanzando como buenamente pudo, cubriendo sólo cien metros durante el día. Al cabo de unos meses, fue a parar a un poblado de indígenas hostiles, quienes le capturaron y ataron sólo verlo. Cuttill pasó cinco años como prisionero y esclavo.
El piloto logró escapar una noche de cuarto menguante tras robar una canoa. Cuando bajaba por el Amazonas, contrajo malaria y estuvo a punto de fallecer. Sin embargo, una tribu de mujeres de larga cabellera lo encontraron cuando se encontraba a la deriva y le cuidaron hasta que se restableció. Se trataba de la misma tribu de mujeres que el explorador español Francisco de Orellana había descubierto durante su infructuosa búsqueda de El Dorado. Fue él quien llamó al río el Amazonas en honor a las mujeres guerreras de la leyenda griega, capaces de tomar las armas contra cualquier hombre.
Cuttill enseñó una serie de técnicas de trabajo a las mujeres y a los pocos hombres que vivían con ellas. Fabricó una rueda de alfarero y les explicó cómo hacer diferentes tipos de vasijas para el agua y elaborados cuencos de gran capacidad. Construyó carretillas y norias para irrigación e instruyó a sus salvadores en el empleo de poleas para levantar grandes pesos. Al poco tiempo, Cuttill empezó a ser considerado como un dios y su vida en el seno de la tribu se hizo muy apacible. Eligió a tres de las mujeres más bellas como esposas y no tardó mucho en tener hijos.
Su deseo por volver a casa fue desapareciendo poco a poco. Todavía era soltero cuando salió de Inglaterra, y estaba convencido de que si volvía, ya no quedaría ningún familiar o viejo compañero para darle la bienvenida. Además, cabía la posibilidad de que Drake, un hombre estricto en cuestiones de disciplina, exigiese que se le castigase por la pérdida del Concepción.
Cuttill ya no creía tener las condiciones físicas necesarias para afrontar una larga travesía, por lo que decidió, aunque de mala gana, que pasaría los años que le quedaban de vida en la ribera del Amazonas. Cuando los expedicionarios portugueses pasaron por el poblado, les entregó su diario y les rogó que buscasen la manera de que llegara a las manos de sir Francis Drake. Cuando terminó de leer el diario, Perlmutter se recostó sobre la silla giratoria y se quitó las gafas para frotarse los ojos. Cualquier duda que pudiera haber abrigado sobre la autenticidad del diario se había evaporado en un momento. Los vigorosos trazos que mostraba el pergamino eran obra de un hombre audaz y decidido, no la de un loco moribundo. Las descripciones de Cuttill no parecían ser fruto de la imaginación ni habían sido adornadas de ninguna manera. Perlmutter estaba convencido de que las experiencias y los infortunios narrados por el piloto de Drake habían ocurrido de veras, y que el relato había sido escrito con sinceridad por alguien que había vivido realmente lo que contaba.
Perlmutter se concentró en el objeto de su búsqueda, la somera mención que hacía el náufrago a los tesoros que Drake había dejado a bordo del Concepción. Se puso nuevamente las gafas sobre su imponente nariz roja y abrió el diario por la última página.
«Mi mente tiene la misma determinación que un sólido barco ante el viento del norte. Nunca más volveré a mi patria.
Temo que el capitán Drake se habrá enfadado porque no he podido llevar a Inglaterra los tesoros y el estuche de jade con la cuerda anudada y porque su majestad la reina Isabel no ha recibido sus regalos. Todo se encuentra en el barco perdido. Moriré en este lugar rodeado por las personas que han acabado convirtiéndose en mi familia.
Escrito por Thomas Cuttill, piloto del Golden Hind este día de fecha desconocida del año 1594».
Perlmutter levantó lentamente la vista y la posó sobre el cuadro español del siglo XVII que tenía colgado en la pared de enfrente. La pintura mostraba una flota de galeones españoles surcando los mares a la luz dorada de un sol crepuscular. Lo había encontrado en un bazar de Sevilla y lo había comprado por una décima parte de su precio real. El coleccionista cerró suavemente el frágil diario y se puso a pasear por la habitación con las manos detrás de la espalda.
No cabía duda: uno de los marineros de Francis Drake había vivido y muerto en algún lugar de la ribera del río Amazonas. Un galeón español había sido realmente arrastrado por un gran maremoto hasta el interior de una selva costera. Además, era verdad que existía un estuche de jade que contenía una cuerda anudada. ¿Estaría todavía oculto en medio de una espesa selva tropical entre los putrefactos maderos del galeón? Las brumas del tiempo habían decidido levantarse para revelar una tentadora pista sobre un enigma que durante cuatrocientos años había resultado impenetrable. Perlmutter estaba satisfecho por su labor investigadora, pero era consciente de que la confirmación de un hecho que hasta ese momento no había sido más que un mito suponía sólo el primer paso en la búsqueda del tesoro.
El siguiente paso, y el más complicado, era tratar de fijar el área que había que explorar a las dimensiones más reducidas que fuese posible.