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En la fachada del pequeño almacén había una señal que decía «Se alquila». Ragsdale, que tenía un chaleco antibalas oculto bajo el mono de trabajo que llevaba puesto, se acercó despreocupadamente hasta la puerta lateral, dejó en el suelo una caja de herramientas, y abrió la puerta con una llave que había sacado de uno de los bolsillos del mono.
Dentro del almacén había un equipo de investigadores compuesto por veinte agentes del FBI y ocho del Servicio de Aduanas. En ese momento estaban discutiendo los últimos detalles del registro que se disponían a realizar en el edificio de Zolar International, justo en la acera de enfrente. Un equipo avanzado de agentes se había ocupado ya de avisar a las autoridades locales y hacer una batida por todo el complejo industrial.
Tanto las cuatro mujeres como la mayoría de los hombres que integraban el equipo iban ataviados con uniformes de asalto y llevaban armas automáticas; el resto eran especialistas en distintos campos relacionados con el arte y las antigüedades y estaban vestidos con ropa de calle. Sus maletas estaban repletas de catálogos y fotografías de todas las obras de arte desaparecidas que habían previsto incautar ese día.
Según el plan, los agentes tenían que dividirse en tres grupos nada más entrar en el edificio: el primero tenía que hacerse con el almacén y rodear a los empleados; el segundo debía confiscar todos los objetos robados que encontrasen; y el tercero había de entrar en los despachos de la administración para requisar todos los documentos que pudiesen ser prueba de robos u operaciones ilegales de compraventa. Por otra parte, una empresa comercial especializada en el transporte de obras de arte se iba a ocupar de embalar y almacenar todos los objetos confiscados. El Ministerio de Justicia había insistido en que la operación tenía que llevarse a cabo de una forma impecable, y que los objetos incautados fueran tratados como oro en paño.
El agente Gaskill se encontraba de pie al lado de un tablero de operaciones que había en el centro del puesto de mando. Cuando vio a Ragsdale, se volvió y esbozó una sonrisa:
—¿Todo tranquilo?
El agente del FBI se sentó en una silla de lona.
—Sí, si exceptuamos el jardinero que está podando el seto que rodea el edificio. Por lo demás, todo está más tranquilo que un cementerio.
—Una idea estupenda la que han tenido los Zolar al poner al jardinero de guardia de seguridad. Tal vez ni nos habríamos dado cuenta si no hubiese cortado la hierba del jardín cuatro veces esta semana —comentó Gaskill.
—Y si no hubiésemos descubierto que su Walkman es en realidad un transmisor de radio —añadió Ragsdale.
—Es una buena señal. Si no tienen nada que ocultar, ¿por qué se andan con tretas?
—Yo no sería tan optimista. Es posible que las operaciones que llevan a cabo los Zolar en el almacén resulten sospechosas, pero lo cierto es que cuando lo registramos hace un par de años, el único objeto robado que encontramos fue un bolígrafo.
—A nosotros nos pasó lo mismo cuando pedimos a Hacienda que revisara sus declaraciones de renta. No encontraron ni una sola irregularidad.
Ragsdale movió la cabeza en señal de agradecimiento a un agente que acababa de dejarle una taza de café encima de la mesa.
—Lo único que tenemos a nuestro favor en esta ocasión es el factor sorpresa. La última operación que organizamos acabó siendo un fracaso porque un policía de la localidad le dio el soplo a Zolar. Luego descubrimos que lo sobornaba.
—No nos podemos quejar. Por lo menos no tenemos que hacer el registro en una fortaleza armada y protegida con un sistema de alta segundad.
—¿Te ha dicho algo tu agente secreto? —preguntó Gaskill.
Ragsdale hizo un gesto negativo.
—Ya empieza a pensar que nos hemos equivocado de operación. No ha encontrado ni un solo indicio de actividades ilegales.
—En el edificio sólo entran empleados del almacén y durante los últimos cuatro días no se han recibido ni enviado mercancías ilegales. Empiezo a creer que vamos a tener que esperar hasta el día del juicio final.
—Yo también.
Gaskill miró fijamente al agente del FBI.
—¿Quieres que demos marcha atrás y suspendamos el registro?
—Los Zolar no son perfectos. Su sistema ha de tener algún defecto y me juego mi carrera a que lo podemos encontrar en ese edificio.
Gaskill se echó a reír.
—Estoy de acuerdo contigo, compañero, incluso si esto nos cuesta una jubilación anticipada.
Ragsdale levantó el pulgar con gesto optimista.
—Entonces la función comienza dentro de ocho minutos tal y como habíamos planeado.
—No veo por qué habríamos de suspenderla.
—Zolar y sus dos hermanos están recorriendo Baja California en busca de un tesoro, y el resto de la familia está en Europa. Nunca tendremos una ocasión mejor para registrar el edificio. Si esperamos, su ejército de abogados no tardará en enterarse de lo que está pasando, se echará sobre nosotros y nos cortará el paso.
Una camioneta del Departamento de Sanidad de Galveston se paró en la acera de enfrente del edificio de los Zolar. En ella iban dos agentes federales. El que estaba en el asiento del copiloto bajó la ventanilla y se dirigió al jardinero, que en ese momento estaba plantando un arriate a pocos metros del almacén.
—Perdone.
El jardinero se volvió y se quedó mirando interrogativamente a la camioneta.
El agente sonrió amistosamente.
—¿Podría decirme si las alcantarillas de la calle se obstruyeron la última vez que llovió?
El jardinero salió del jardín y se acercó a la camioneta picado por la curiosidad.
—No, no recuerdo que se obstruyeran —contestó.
El agente sacó un mapa de la ciudad por la ventana.
—¿Sabe si alguna de las calles de los alrededores tiene algún problema de alcantarillado?
Cuando el jardinero se inclinó para mirar el mapa, el agente le quitó rápidamente el transmisor de la cabeza y arrancó el cable del micrófono y los auriculares.
—Agentes federales. No se mueva.
—Adelante. El camino está libre —dijo el agente que estaba detrás del volante por una radio portátil.
El registro no respondía a las características de la clásica operación relámpago para capturar narcotraficantes o de los ataques masivos como el que había causado el desastre de Waco hacía unos años. El objetivo no era una fortaleza armada y protegida con un sistema de alta seguridad. Mientras un equipo rodeaba silenciosamente las salidas, otro más grande entraba con suma tranquilidad por la puerta principal.
Los empleados de las oficinas no mostraron ningún tipo de temor o preocupación. Su reacción fue más bien de perplejidad. Educadamente, los agentes los llevaron a la sala principal del almacén donde ya estaban los empleados de los departamentos de almacenaje y envíos y los especialistas del departamento de conservación. Les hicieron subir a un par de autobuses que les estaban esperando dentro del mismo almacén y los llevaron a las oficinas del FBI en Houston para ser interrogados. La primera parte de la operación había llegado a su fin en sólo cuatro minutos. El equipo encargado de la documentación, que estaba dirigido por Ragsdale e integrado fundamentalmente por agentes federales especialistas en temas fiscales, se puso a trabajar inmediatamente. Todo tipo de expedientes, carpetas y ficheros fueron objeto de escrutinio. Al mismo tiempo, Gaskill, sus compañeros del Servicio de Aduanas y los especialistas en antigüedades comenzaron a catalogar y fotografiar los miles de objetos que había almacenados en el edificio. El trabajo era lento y aburrido. Lo peor, sin embargo, era que no daba los resultados esperados.
Poco después de la una del mediodía, Gaskill y Ragsdale se sentaron en el lujoso despacho de Joseph Zolar para cambiar impresiones. El agente del FBI no parecía estar muy contento.
—Como no haya alguna sorpresa, la operación va a acabar siendo un verdadero desastre. Los medios de comunicación nos van a poner verdes y la demanda judicial va a ser de órdago —dijo Ragsdale apesadumbrado.
—¿No habéis encontrado nada en las oficinas? —preguntó Gaskill.
—No hay nada que llame la atención. Para saber algo con seguridad tendríamos que esperar un mes entero a que un auditor revisara todos los papeles. ¿Vosotros tampoco habéis encontrado nada?
—Por el momento todo lo que hemos examinado está limpio. No hay ni un solo objeto robado.
—Entonces hemos vuelto a meter la pata.
Gaskill dejó escapar un suspiro.
—No me hace ninguna gracia reconocerlo, pero he de confesar que, por lo visto, los Zolar son muchísimo más listos que el mejor equipo mixto de investigación que el gobierno de los Estados Unidos pueda formar.
Pocos segundos más tarde, Beverly Swain y Winfried Pottle, los dos agentes del Servicio de Aduanas que habían colaborado con Gaskill en el registro de la casa de Rummel, entraron en el despacho. Aunque su aspecto era serio y formal como lo requerían las circunstancias del trabajo, no podían ocultar la leve sonrisa que se dibujaba en sus labios. Como Ragsdale y Gaskill estaban inmersos en la conversación, no pudieron advertir que los dos jóvenes agentes no habían entrado por la misma puerta que ellos, sino por el lavabo particular que tenía Zolar en su despacho.
—¿Tiene un minuto, jefe? —preguntó Beverly Swain a Gaskill.
—¿Qué ocurre?
—Creo que nuestro aparato ha descubierto una especie de hueco que lleva a la parte de abajo del edificio —informó Winfried Pottle.
—¿Cómo has dicho? —preguntó Gaskill bruscamente.
Ragsdale alzó la vista.
—¿Aparato?
—El radar que nos han prestado en el Instituto de Minería de Colorado —explicó Pottle—. Ha detectado un estrecho hueco de forma vertical debajo del suelo del almacén.
Gaskill y Ragsdale cruzaron una mirada de esperanza y se pusieron de pie.
—¿Por qué habéis mirado precisamente allí? —preguntó Ragsdale.
Pottle y Swain no pudieron evitar esbozar una sonrisa triunfal. La agente hizo un gesto a Pottle y éste contestó:
—Pensamos que de haber un pasadizo que llevase hasta un lugar secreto, tendría que empezar o acabar en el despacho de Zolar para que él lo pudiera utilizar cuando quisiera sin ser visto.
—Su lavabo particular —comentó Gaskill asombrado.
—Un lugar muy a mano —añadió Swain.
Ragsdale respiró hondo.
—Enseñádnoslo.
El enorme aseo de Zolar tenía el suelo de mármol y las paredes de madera de teca, que el coleccionista había sacado de un viejo yate. El lavabo, el retrete y los accesorios constituían antigüedades. La bañera, provista de jacuzzi, era totalmente moderna, por lo que rompía con el resto de la decoración.
—El hueco está debajo de la bañera —informó Swain.
—¿Estáis completamente seguros de que es aquí? —preguntó Ragsdale con escepticismo—. La ducha me parece un lugar mucho más conveniente para instalar un ascensor.
—Eso es lo que hemos pensado en un principio, pero el radar sólo ha detectado hormigón y tierra debajo de la ducha.
El radar consistía en un ordenador compacto con una impresora incorporada. Del ordenador salía un cable que iba conectado a una larga sonda de forma tubular. Pottle conectó el aparato y empezó a mover la sonda por el fondo de la bañera. Una serie de luces parpadearon en el ordenador y al cabo de unos segundos una hoja de papel empezó a salir de la impresora. Cuando hubo terminado la impresión, Pottle cogió la hoja y se la enseñó a todos.
Sobre el fondo blanco del papel se veía la figura de una larga columna de color negro.
—No cabe duda —dijo Pottle—. Es un hueco de las mismas dimensiones que la bañera y que va hacia la parte de abajo del edificio.
—¿Estáis seguros de que este aparato es exacto? —preguntó Ragsdale.
—Gracias a un aparato igual que éste se encontraron el año pasado varios pasadizos ocultos en las pirámides de Giza.
Gaskill se metió en la bañera sin decir nada. Examinó la roseta, pero sólo servía para ajustar el pulverizador y la dirección del agua. Luego se sentó en el banco, que era lo bastante grande como para que cupieran cuatro personas, y abrió los dos grifos dorados. No salió nada de agua.
—Creo que estamos empezando a progresar —dijo con una sonrisa en los labios.
El agente probó suerte con la palanca con la que se subía y bajaba el tapón. No pasó nada.
—Intente darle la vuelta al grifo —sugirió Swain.
Gaskill cogió el grifo dorado con una de sus enormes manos y trató de darle la vuelta. Sorprendentemente, el grifo se movió y, acto seguido, la bañera empezó a hundirse en el suelo. Gaskill dio otra vuelta al grifo y la bañera volvió a su sitio. Lo sabía, lo sabía. Un simple grifo y una estúpida bañera iban a ser la clave de la caída y definitiva desaparición de todo el imperio Zolar. El agente hizo una señal a los demás y dijo alegremente:
—¿Bajamos?
El extraño ascensor tardó casi treinta segundos en pararse en otro cuarto de baño. Pottle calculó que habrían descendido unos veinte metros. Salieron del baño y aparecieron en un despacho que era casi una réplica del de arriba. Aunque las luces estaban encendidas, el lugar estaba vacío. Con Ragsdale a la cabeza, el grupo de agentes franqueó la puerta y se encontró ante un inmenso almacén repleto de antigüedades y obras de arte robadas. El tamaño del recinto y la cantidad de objetos eran asombrosos. Gaskill aventuró de buenas a primeras que allí habría unos diez mil artículos almacenados. Ragsdale se adelantó sigilosamente e hizo un rápido reconocimiento. Al cabo de cinco minutos ya había vuelto.
—En la cuarta nave hay cuatro personas trabajando con una carretilla elevadora. Están metiendo una estatua de bronce de un legionario romano en una caja de madera. En el otro lado, he visto a seis hombres y cuatro mujeres en lo que parece un laboratorio para falsificaciones. Se trata de un área cerrada. Luego hay un túnel que lleva hasta el muro sur. Supongo que comunicará al almacén con el edificio de al lado, que será la tapadera por donde entrarán todas las mercancías robadas.
—Seguro que también es el lugar que utilizan los empleados secretos para entrar y salir —sugirió Pottle.
—Dios mío —murmuró Gaskill—. Hemos dado en el blanco. Desde aquí puedo ver cuatro obras de arte que sé que han sido robadas.
—Será mejor que no hagamos nada hasta que nos puedan mandar refuerzos de arriba —aconsejó Ragsdale con voz queda.
—Me ofrezco para conducir la bañera —dijo Swain con una sonrisa pícara en los labios—. ¿Qué mujer podría negarse a utilizar una elegante bañera que sube y baja de una planta a otra?
En cuanto la agente se hubo ido, Pottle se apostó en la puerta del área de almacenamiento y Gaskill y Ragsdale empezaron a registrar el despacho subterráneo de Zolar. En el escritorio no había gran cosa, así que se pusieron a buscar algo que guardase parecido con un cuarto trastero. No tardaron en encontrarlo detrás de una gran estantería que giraba sobre unas ruedecillas. Al apartarlo de la pared, el mueble daba a una habitación larga y estrecha llena de armarios de madera antiguos que cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo y en los que se guardaba una enorme cantidad de carpetas clasificadoras. En ellas estaban documentadas y ordenadas alfabéticamente todas las operaciones de compra y venta que la familia Zolar había realizado desde el año 1929.
—Aquí está —musitó Gaskill asombrado—. Aquí está todo. —El agente se acercó a un armario y empezó a sacar carpetas.
—Es increíble —añadió Ragsdale, mientras examinaba las carpetas de un armario que estaba en el centro de la habitación—. Han ido documentando todas y cada una de las operaciones de robo, contrabando y falsificación que han realizado durante los últimos sesenta y nueve años. Incluso se han preocupado de consignar los datos económicos y personales de los compradores.
—Dios mío, échale un vistazo a esto —exclamó Gaskill.
Ragsdale cogió la carpeta y leyó rápidamente las dos primeras hojas. Cuando alzó la vista, sus ojos expresaban la más pura incredulidad.
—Si lo que esto dice es verdad, la estatua de Miguel Ángel del rey Salomón que hay en el Museo Einsenstein de Arte Renacentista de Boston es una falsificación.
—Una falsificación jodidamente buena, a juzgar por el número de expertos que han afirmado que es auténtica.
—Pero el anterior director lo sabía.
—Claro —dijo Gaskill—. Los Zolar le hicieron una oferta que no pudo rechazar. Según lo que dice este informe, se llevaron el original a cambio de la falsificación y de diez esculturas etruscas rarísimas que habían sido extraídas de su yacimiento de forma ilegal e introducidas en los Estados Unidos de contrabando. Como la falsificación era realmente buena, el director aceptó y se convirtió en todo un héroe a los ojos del patronato del museo. Según la versión oficial, consiguió persuadir a un anónimo ricachón para que donase los objetos y de ese modo aumentó la colección del museo.
—Me pregunto cuántos casos más de fraude en museos nos vamos a encontrar —comentó Ragsdale pensativo.
—Me temo que esto no es más que la punta del iceberg. Estas carpetas representan miles y miles de operaciones ilegales con compradores que hicieron la vista gorda ante la procedencia de los objetos.
Ragsdale sonrió.
—Me gustaría ver por un agujero la reacción del Ministerio de Justicia cuando se entere de que acabamos de conseguirle trabajo para diez años.
—No conoces bien a los fiscales federales —comentó Gaskill—. Cuando se les da pruebas de que varios políticos, empresarios y personalidades del mundo del espectáculo y de los deportes han estado comprando obras de arte robadas, se quedan encantados.
—Tal vez deberíamos replantearnos cómo vamos a desenmascararlos —repuso Ragsdale.
—¿En qué estás pensando?
—Sabemos que Joseph Zolar y sus hermanos, Charles Oxley y Cyrus Sarason, están en México, donde para arrestarlos tendríamos que resolver un montón de problemas burocráticos, ¿cierto?
—Sí, continúa.
—Lo que deberíamos hacer es mantener esta parte del registro en secreto —explicó Ragsdale—. Según parece, los empleados de la parte de arriba no saben nada de lo que pasa en el sótano. Que vuelvan mañana a trabajar como si no hubiéramos encontrado nada. Ya sabes: aquí no ha pasado nada y el negocio sigue como de costumbre. De lo contrario, si los Zolar se enteran de que lo hemos descubierto todo y que los fiscales federales van a abrirles un sumario de aquí te espero, se esconderán en algún país y no habrá forma de cogerlos.
Gaskill se frotó la barbilla con aire pensativo.
—No será fácil evitar que se enteren. Como cualquier empresario que viaja, reciben información sobre las operaciones todos los días.
—Bueno, habrá que recurrir a todos los trucos a los que podamos echar mano —comentó Ragsdale riéndose—. Los operadores pueden decirles que las líneas de fibra óptica se han roto por culpa de unas obras. Además podemos utilizar su fax y mandarles informes falsos. Obviamente, a los empleados que hemos detenido habrá que mantenerlos al margen de todo. El objetivo es que durante cuarenta y ocho horas los Zolar no se enteren de nada, que es el tiempo que necesitamos para ponerles una trampa que les obligue a pasar la frontera.
Gaskill se quedó mirando a Ragsdale.
—Te gustan las jugadas arriesgadas, ¿verdad, compañero?
—Me juego cualquier cosa a que podemos acabar de una vez por todas con esta escoria.
—Me encantan tus apuestas —dijo Gaskill con una sonrisa en los labios—. Que empiecen los fuegos artificiales.