28

Henry y Micki Moore seguían trabajando con el ordenador y la impresora bajo la atenta mirada de Joseph Zolar. Tras cuatro días de dedicación exclusiva, habían logrado reducir los símbolos de las imágenes a simples palabras y frases de carácter descriptivo.

El coleccionista, que se había colocado cerca de la cabeza de la momia para no molestar a los investigadores, estaba fascinado viendo cómo los dos profesores examinaban con emoción las hojas que iban saliendo de la impresora mientras sus vidas se apresuraban inexorablemente hacia su final. Seguían con sus asuntos como si el hombre del pasamontañas que los vigilaba no existiera.

Henry trabajaba con una dedicación absoluta. Su mundo se reducía al limitado ámbito académico. Como la mayor parte de los profesores universitarios de antropología y arqueología, lo que realmente le importaba era el prestigio, ya que el enriquecimiento personal estaba fuera de su alcance. Había dedicado su vida a recomponer unos cuantos cacharros y a escribir un sinfín de libros que rara gente había leído y menos aún comprado. Todos sus trabajos habían salido a la luz en ediciones reducidísimas, y la mayoría de las copias habían acabado acumulando polvo en las estanterías de las bibliotecas universitarias. Irónicamente, para él valía más el honor que, según creía, le supondría ser reconocido como el intérprete, y tal vez descubridor, del tesoro de Huáscar, que la compensación económica que obtendría por ello.

Al principio, los hermanos Zolar se habían sentido atraídos por Micki Moore, pero la indiferencia que había mostrado hacia ellos no había tardado en irritarles. Resultaba evidente que amaba a su marido y que sentía poco o ningún interés por cualquier otra persona. Ambos vivían y trabajaban en un mundo que se habían hecho a su medida.

Joseph Zolar no iba a sentir muchos remordimientos cuando murieran. Con el paso de los años, había tenido tratos con traficantes, coleccionistas y criminales verdaderamente despreciables, pero ninguno de ellos le había resultado tan enigmático como la pareja de profesores. Ahora ya ni siquiera le interesaba conocer el método que utilizarían sus hermanos para matarlos. Lo único que quería saber era cuándo iba a recibir consignas claras y concisas que le sirvieran para llegar hasta la cadena de oro de Huáscar.

Pese a que los pasamontañas habían acabado por no valer para nada, los tres hermanos seguían llevándolos siempre que estaban delante de los Moore. Estaba claro que no era fácil intimidarles.

Zolar miró a Henry Moore y trató de esbozar una sonrisa, pero no obtuvo la respuesta esperada.

—¿Ha acabado ya de descifrar los símbolos? —preguntó con cierto optimismo.

Moore hizo un guiño de complicidad a su esposa y le sonrió satisfecho.

—Sí, ya hemos terminado. La historia que describe el traje es de un gran dramatismo. Nuestra traducción de las imágenes, sinceramente, creemos que acertada, amplía notablemente el conocimiento que se tiene en la actualidad sobre la cultura de Chachapoyas. Por otro lado, obligará a reescribir todos los textos sobre los incas que se han editado hasta el momento.

—Modestia aparte… —comentó Zolar con sarcasmo.

—¿Han averiguado el lugar exacto en el que se encuentra el tesoro? —preguntó Charles Oxley.

Henry Moore se encogió de hombros.

—No lo podemos decir con precisión.

Sarason dio un paso adelante indignado.

—Me gustaría saber si nuestros ilustres profesores tienen la menor idea de lo que están haciendo.

—¿Y qué quieren? —respondió Moore fríamente—. ¿Una flecha y una frase que diga «el sitio está señalado con una X»?

—¡Sí, maldita sea, eso es exactamente lo que queremos!

Zolar sonrió con condescendencia.

—Vayamos al grano, profesor Moore, ¿qué es exactamente lo que nos puede decir?

—Les gustará saber —dijo Micki Moore tomándole la palabra a su marido— que, aunque resulte difícil de creer, la cadena de oro es sólo una pequeña parte del tesoro. El inventario que mi marido y yo hemos hecho a partir de la información que da el traje incluye al menos cuarenta toneladas de artículos y recipientes para fines ceremoniales, tocados, petos, collares y objetos de plata y oro puro. Además, el tesoro consta de enormes fardos de túnicas sagradas, un mínimo de veinte momias con sus correspondientes trajes de oro y más de cincuenta vasijas de cerámica llenas de piedras preciosas. Si nos dan más tiempo, podemos hacer un inventario detallado.

Zolar, Sarason y Oxley se quedaron mirando a Micki fijamente. Gracias a los pasamontañas, la expresión de profunda codicia que reflejaban sus caras permaneció oculta. Durante varios segundos, los únicos sonidos que se oyeron en la habitación fueron el de su respiración y el producido por la impresora. Incluso para unos hombres tan acostumbrados a manejar cantidades millonarias como ellos, el valor que parecía tener el tesoro de Huáscar resultaba inconcebible.

—El cuadro que nos pintan es realmente asombroso —declaró Zolar por fin—, pero seguimos sin saber el lugar en el que está enterrado.

—El tesoro no está enterrado en el sentido literal de la palabra —dijo Henry Moore. El profesor guardó silencio a la espera de que Zolar reaccionase, pero éste permaneció impasible.

—A juzgar por la historia que consigna el traje —continuó Moore—, el tesoro fue escondido en una caverna sobre un río.

Sarason hizo un instintivo gesto de decepción.

—Dudo que todavía quede por descubrir alguna caverna cerca de un río conocido. Si es cierto lo que dice, el tesoro habría sido encontrado hace tiempo.

Oxley meneó la cabeza en señal de negativa.

—Veo difícil que una cadena tan grande como la que estamos buscando haya podido desaparecer en dos ocasiones.

—Y lo mismo diría yo con respecto a todos los objetos que han enumerado los Moore —añadió Zolar—. Como especialista en obras de arte inca, no se me habría pasado por alto la presencia en el mercado de objetos pertenecientes a Huáscar. Sería imposible mantener en secreto el descubrimiento de un tesoro de esas dimensiones.

—Entonces es posible que hayamos puesto demasiada confianza en los conocimientos de la pareja de profesores —sugirió Sarason—, ¿quién nos dice que no nos están dando una pista falsa?

—¿Y quién es usted para hablar de confianza? —preguntó Moore sin alterarse—. ¿Llevamos cuatro días encerrados en una cueva de hormigón sin ventanas y todavía no se fían de nosotros? Ustedes deben de ser muy aficionados a los juegos infantiles…

—No tiene razones para quejarse con todo el dinero que usted y su mujer van a ganar —dijo Oxley.

Moore permaneció sin inmutarse.

—Como iba diciendo, cuando los incas y sus guardias chachapoyanos hubieron acabado de almacenar el tesoro de Huáscar, cerraron la entrada del pasaje que llevaba hasta la caverna con rocas y tierra y plantaron a su alrededor varias plantas autóctonas para asegurarse de que nadie pudiera encontrar la entrada jamás.

—¿Hay alguna descripción en el traje del terreno que rodea la entrada de la caverna? —preguntó Zolar.

—Sólo se indica que está en la cima erosionada de una montaña. La montaña es en realidad una isla situada en un mar interior.

—Espere un momento —saltó Oxley—. Usted ha dicho hace un momento que la caverna está cerca de un río.

Moore meneó la cabeza.

—Si me hubiese prestado atención, habría entendido que la caverna está sobre un río.

Sarason lanzó una mirada de furia al profesor.

—Pero ¿qué ridiculez de mito nos quiere vender? ¿Una caverna sobre un río en la cima de una isla situada en un mar interior? ¿No será que la traducción se le ha ido de las manos, eh, profesor?

—No hemos cometido ningún error —repuso Moore tajantemente—. Nuestro análisis es correcto.

—La utilización de la palabra «río» podría ser puramente simbólica —aventuró Micki Moore.

—Y la isla también —añadió Sarason.

—Tal vez se hagan una idea más clara si les damos una explicación completa —propuso el profesor.

—Ahórrense los detalles —advirtió Zolar—. Ya sabemos cómo consiguió Huáscar escaparse con todas las riquezas de su reino ante las mismísimas narices de Atahualpa y Pizarro. Lo único que nos interesa saber es el rumbo que tomó Naymlap con su flota y el lugar en el que escondió el tesoro.

Los Moore se cruzaron una mirada. Micki hizo un gesto afirmativo a su marido y éste se volvió a Zolar.

—Muy bien, puesto que somos socios… —Se calló un instante para examinar una hoja de la impresora—. Los pictogramas del traje dicen que el tesoro fue transportado a un puerto costero para ser cargado en una flota de barcos. La travesía, que fue rumbo norte, duró un total de ochenta y seis días. Durante los últimos doce días, la flota atravesó un mar interior y acabó fondeando en una pequeña isla formada por paredes escarpadas que salían directamente del agua y que le daban el mismo aspecto que un gran templo de piedra. Los incas descargaron el tesoro y lo llevaron hasta una caverna que había en el interior de la isla. Al llegar a este punto, y sea cual sea la interpretación que se haga de las imágenes, el traje indica que el tesoro fue guardado en la orilla de un río en la montaña.

Oxley sacó un mapa del hemisferio occidental y dibujó la ruta marítima que va del Perú hasta California pasando por Centroamérica y la costa de México.

—El mar interior debe de ser el golfo de California.

—Más conocido como el mar de Cortés —añadió Moore.

Sarason se puso asimismo a observar el mapa.

—Estoy de acuerdo. Desde el cabo de San Lucas hasta el Perú sólo hay mar abierto.

—¿Y las islas?

—Habrá unas dos docenas como mínimo —dijo Oxley.

—Tardaríamos años en recorrerlas todas.

Sarason cogió la traducción de los Moore y, tras leer la última página, lanzó una mirada inquisitiva al profesor.

—Se está guardando algo, amigo mío. Las imágenes del traje tienen que indicar con detalle la forma de llegar hasta el tesoro. Ningún mapa que valga la pena deja en el aire los últimos pasos de la búsqueda.

Zolar se quedó mirando fijamente la cara que ponía Moore.

—¿Es eso verdad, profesor? ¿Están usted y su esposa ocultándonos parte de las instrucciones?

—Micki y yo hemos descifrado todo lo que hay que descifrar. Eso es todo.

—Está mintiendo —afirmó Zolar en el mismo tono de voz.

—Claro que está mintiendo —saltó Sarason—. Cualquier idiota se daría cuenta de que están ocultando las pistas más importantes.

—Ésa no es la forma de hacer las cosas, profesor. Usted y su esposa harían bien en atenerse a las condiciones de nuestro acuerdo.

Moore se encogió de hombros.

—No soy tan tonto como piensan. El hecho de que aún no se hayan identificado me hace pensar que no tienen ninguna intención de cumplir su parte del acuerdo. ¿Qué garantías tenemos nosotros de lo que van a hacer? Nadie, ni siquiera nuestros amigos y familiares, sabe dónde estamos. La forma de traernos y de mantenernos aquí incomunicados equivale nada menos que a un secuestro. ¿Qué pensaban hacer cuando les diésemos todas las pistas para llegar hasta el tesoro? ¿Volvernos a vendar y llevarnos de vuelta a casa? Creo que no. Me atrevería a decir que Micki y yo seríamos discretamente borrados del mapa y nos convertiríamos en una carpeta más del archivo de personas desaparecidas. Corríjanme si me equivoco.

Moore era un hombre sumamente inteligente. Si no hubiera sido así, Zolar se habría echado a reír. Pero lo cierto era que el antropólogo había descubierto su plan y sabía cuáles eran sus intenciones.

—Muy bien, profesor, ¿cuánto quiere por las pistas?

—El cincuenta por ciento del total cuando lo encontremos.

A Sarason eso ya le parecía demasiado.

—El muy cabrón quiere echarlo todo a perder… —Se acercó a Moore, le agarró fuertemente y le empujó contra la pared—. Se acabaron las exigencias —gritó—. Ya estamos hartos de tanta tontería. Díganos lo que le hemos pedido o se lo sacaré de una paliza. Y créame, no me importaría nada verle sangrar un poco.

Micki Moore siguió en su sitio sin inmutarse lo más mínimo. La perturbadora frialdad que mostraba no tenía ningún sentido, pensó Zolar. Cualquier otra esposa se habría mostrado cuando menos atemorizada ante una amenaza tan violenta como la que su marido acababa de recibir.

Sorprendentemente, Moore esbozó una sonrisa.

—¡Adelante! Rómpame las piernas, máteme… Pero le aseguro que no encontrará el tesoro de Huáscar en lo que le queda de vida.

—Tiene razón —comentó Zolar mientras observaba con calma a Micki.

—Cuando acabe con él, no valdrá ni como comida para perros —exclamó Sarason al tiempo que levantaba el puño a la altura del hombro.

—¡Ya basta! —gritó Oxley—. Aunque sea por una cuestión de eficacia, será mejor que te desahogues con la señora Moore. Ningún hombre disfruta viendo cómo violan a su mujer.

Sarason dejó al profesor y empezó a acercarse lentamente a Micki Moore con la mirada de un perro hambriento.

—Será un verdadero placer persuadir a la señora Moore para que colabore.

—Están perdiendo el tiempo —dijo el profesor—. No le he permitido a mi mujer trabajar en la última parte de la traducción, por lo que no sabe nada sobre la localización del tesoro.

—¿Pero qué leches está diciendo?

—Está diciendo la verdad —intervino Micki serenamente—. Henry no me ha dejado ver sus conclusiones.

—Eso no cambia nada —repuso Sarason fríamente.

—Claro —dijo Oxley—. Ocúpate de la señora Moore tal y como ibas a hacerlo hasta que el profesor decida colaborar.

—Sea como sea, vamos a conseguir las respuestas que queremos.

Zolar miró fijamente a Henry Moore.

—Bien, profesor, ahora le toca a usted.

El antropólogo observó a los hermanos con gesto pensativo.

—Hagan con ella lo que quieran. Eso no va a cambiar nada.

Por un momento todos callaron. Sarason, el más decidido de los tres hermanos, se había quedado atónito. ¿Cómo era posible que un hombre fuese capaz de lanzar a su mujer a los leones sin mostrar un ápice de temor o vergüenza?

—¿Se va a quedar mirando sin decir ni una palabra mientras a su mujer le dan una paliza, la violan y la asesinan? —preguntó Zolar, atento a la reacción del profesor.

Moore seguía imperturbable.

—La estupidez y la barbarie no les va a llevar a ninguna parte.

—Es un farol. —Al profesor le habría ido bien un baño de ácido tras la mirada que le había lanzado Sarason—. Se vendrá abajo en cuanto empiece a oír los primeros gritos.

Zolar meneó la cabeza.

—Creo que no.

—Es verdad —añadió Oxley—. Hemos subestimado su profunda avaricia. El profesor no desea otra cosa que convertirse en toda una celebridad del mundo académico. ¿No es así, profesor?

Moore no se alteró al oír el insulto.

—El cincuenta por ciento de algo siempre es más que el cien por cien de nada, caballeros.

Zolar consultó a sus hermanos con la mirada. Oxley asintió de manera casi imperceptible. Sarason, por su parte, apretaba los puños con tal fuerza que los nudillos se le estaban poniendo marfileños. Se dio la vuelta y trató de contener las ganas que tenía de partirle la cara al profesor.

—Creo que podríamos dejar de lado las amenazas y zanjar este asunto de la forma adecuada —declaró Zolar—. Antes de aceptar su petición, hemos de tener la más absoluta seguridad de que nos va a llevar hasta el lugar del tesoro.

—He descifrado la descripción de la señal que indica la entrada de la caverna —les informó el antropólogo con voz clara y pausada—. No hay posibilidad de error. Sé las dimensiones y la forma: podría reconocerlo desde el aire.

La vehemencia de sus palabras no obtuvo respuesta en un principio. Zolar empezó a dar vueltas alrededor de la momia y a observar las imágenes que tenía grabadas en el oro.

—Treinta por ciento. Tendrá que conformarse con esa cantidad.

—Cuarenta o nada —respondió Moore con decisión.

—¿Quiere que se lo pongamos por escrito?

—¿Tendría validez ante un tribunal?

—Lo más probable es que no.

—Entonces tendremos que fiarnos de la palabra de cada parte. —Moore se volvió a su mujer—. Lo siento, querida, espero que no te haya molestado mucho, pero has de comprender que hay cosas más importantes que las promesas conyugales.

Qué mujer más extraña, pensó Zolar. En vez de parecer humillada, se había quedado tan tranquila: ni siquiera se había asustado.

—De acuerdo, entonces —concluyó—. Ya que somos socios, no veo la razón por la que tenemos que seguir ocultando nuestras caras. —Se quitó el pasamontañas y se arregló el pelo con una mano—. Tratad de descansar bien esta noche, porque mañana a primera hora saldréis rumbo a Heroica Guaymas en el avión de nuestra compañía.

—¿Por qué rumbo a Heroica Guaymas? —preguntó Micki Moore.

—Por dos razones. Se encuentra en el centro del golfo y un buen amigo y cliente mío me ha invitado a su hacienda, que está al norte de la ciudad. La hacienda tiene un aeropuerto privado, por lo que el sitio resulta perfecto como base de operaciones para la búsqueda.

—¿Y tú no vienes?

—Yo iré dentro de dos días. Tengo una reunión de negocios en Wichita.

Zolar se volvió a Sarason por si acaso éste se abalanzaba nuevamente contra Moore, pero no tenía nada que temer. Su hermano estaba sonriendo, si bien nadie podía saber lo que estaba pensando. Por su cabeza rondaba lo que Tupac Amara haría con el profesor Moore una vez hubieran encontrado el tesoro.