49
El demonio de piedra soportaba imperturbable el ajetreo que había a su alrededor. No podía ni ver ni sentir los agujeros que habían hecho en su cuerpo los soldados mexicanos durante las prácticas de tiro que habían organizado como pasatiempo cada vez que sus jefes habían desaparecido en las entrañas de la montaña. Algo en el interior de la estatua presentía que sus amenazadores ojos de serpiente seguirían vigilando las llanuras del desierto muchos siglos después de que los intrusos humanos hubiesen muerto y desaparecido para siempre.
Una sombra cubrió el demonio. Era la quinta vez esa mañana que un helicóptero lo sobrevolaba y se posaba sobre el único claro que había en toda la cima apto para un aterrizaje: el estrecho espacio comprendido entre dos helicópteros militares y un gran torno con un motor auxiliar de igual tamaño.
En el asiento trasero del helicóptero, un modelo azul y verde propiedad de la policía, se encontraba el jefe de la comandancia del norte de Baja California, el comandante Rafael Cortina, quien seguía atentamente la alborotada actividad que se desarrollaba en la cima. Sus ojos se posaron en el malévolo rostro del demonio de piedra. De pronto tuvo la impresión de que la efigie le estaba mirando.
Con sesenta y cinco años cumplidos, el comandante no estaba muy animado ante la idea de su próxima jubilación. No le hacía ninguna gracia la perspectiva de pasar el resto de sus días aburrido en una pequeña casa de la bahía de Ensenada, con una pensión que no le iba a permitir demasiados lujos. La expresión de su angulosa y morena cara reflejaba la solidez de una carrera profesional que ya duraba cuarenta y cinco años. Cortina nunca había sido una persona popular entre sus colegas. Trabajador y honrado a carta cabal, se enorgullecía de no haber cedido jamás a un soborno. En todos los años que había pasado en el cuerpo no había aceptado ni un solo peso. Aunque nunca había echado en cara a nadie que aceptara dinero negro de manos de un conocido criminal o de algún turbio empresario que estuviese tratando de evitar una investigación, tampoco lo miraba con buenos ojos cuando ocurría. Él siempre había trabajado a su aire, sin denunciar nada ni juzgar a nadie.
Recordaba ahora con amargura la cantidad de ocasiones en las que no le habían tenido en cuenta para un ascenso. Pese a todo, cada vez que sus superiores habían ido demasiado lejos y se habían visto envueltos en un escándalo, los participantes en la investigación de turno siempre habían acudido a él; Cortina era molesto a causa de su honestidad pero indispensable porque era de fiar.
Había una razón que explicaba por qué no se podía comprar a Cortina en un país en el que la corrupción y las mordidas eran tan frecuentes. Todo hombre, y también toda mujer, tiene un precio. A su pesar, Cortina había esperado pacientemente a que alguien estuviese dispuesto a pagar el que él exigía. Si iba a transigir, el precio tendría que ser alto. Los diez millones de dólares que los Zolar le habían ofrecido por su cooperación —tanto si se obtenía el visto bueno oficial como si no para la extracción del tesoro—, le aseguraban a toda su familia (mujer, cuatro hijos, cuatro nueras y ocho nietos) un futuro feliz en el nuevo y rejuvenecido México que iba a surgir bajo los auspicios del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica.
Por otro lado, Cortina sabía que la época en la que uno podía mirar a un lado mientras le llenaban el bolsillo por el otro estaba llegando a su fin. Los dos últimos presidentes del país habían declarado una guerra abierta a la corrupción burocrática.
Además, la legalización y la regulación de los precios de ciertas drogas habían supuesto un duro golpe para muchos narcotraficantes; sus beneficios habían disminuido en un 80 por ciento y el volumen de sus mortíferas transacciones en un 65 por ciento.
El comandante salió del helicóptero y fue recibido por uno de los hombres de Amaru. Cortina lo reconoció. Le había arrestado hacía tiempo por robo de armas en La Paz y había conseguido que le condenasen a cinco años de cárcel. Si el criminal le había reconocido, el policía no lo advirtió. Acompañado por el ex convicto, Cortina llegó hasta la caravana de aluminio que los Zolar habían hecho traer desde Yuma para utilizarla como oficina durante la operación.
Al entrar, se quedó sorprendido de ver que los muros estaban adornados con óleos pertenecientes a algunos de los mejores pintores modernos del Suroeste. Alrededor de una mesa de época estilo Napoleón III estaban sentados Joseph Zolar, sus dos hermanos, Fernando Matos, del Ministerio del Interior, y el coronel Roberto Campos, comandante de las fuerzas militares de la península de Baja California.
Cortina saludó con un movimiento de cabeza y una leve inclinación. Cuando se hubo sentado, una atractiva camarera le trajo una copa de champán y un plato con salmón ahumado y caviar. Zolar siguió entonces con la explicación.
—No es un trabajo fácil, en serio, atravesar el río subterráneo con todo ese oro y tener que transportarlo luego por un estrecho túnel hasta la cima del monte —afirmó al tiempo que les mostraba un plano transversal del pasadizo.
—¿Qué tal va? —preguntó Cortina.
—Aún no podemos cantar victoria —contestó Zolar—. La parte más difícil de la operación, que es transportar la cadena de Huáscar, ha dado comienzo hace poco. En cuanto la saquen a la superficie —hizo una pausa para consultar su reloj—, dentro de una media hora, la dividiremos en dos partes para facilitar el transporte. Y cuando la tengamos a buen recaudo en nuestro almacén de Marruecos, la volveremos a unir.
—¿Por qué la llevan a Marruecos y no a su almacén de Galveston o a su finca de Arizona?
—Por una cuestión de seguridad. No queremos dejar una colección tan importante como ésta en los Estados Unidos. Sería un riesgo demasiado grande. Hemos llegado a un acuerdo con el comandante militar marroquí que suele ocuparse de proteger nuestros envíos. Además, Marruecos es un país idóneo para distribuir los objetos a Europa, Sudamérica y el Extremo Oriente.
—¿Cómo tienen pensado sacar el resto de las antigüedades? —preguntó Campos.
—Primero las llevaremos hasta la orilla en balsas y luego las subiremos por el túnel utilizando unas estrechas vagonetas con patines.
—¿Entonces está siendo útil el torno que he requisado?
—El torno nos está viniendo como anillo al dedo, coronel —replicó Oxley—. Lo más seguro es que para las seis de la tarde sus hombres hayan metido ya el último cargamento en los helicópteros que usted ha tenido la amabilidad de prestarnos.
Cortina levantó la copa de champán, pero no lo probó.
—¿Hay alguna manera de calcular cuánto pesa el tesoro?
—La estimación del profesor Henry Moore y su esposa es de seis toneladas.
—Dios mío —murmuró el coronel Campos, un hombre imponente con una gran mata de pelo canoso—. No creía que fuera tan grande.
—No existe ninguna relación completa del tesoro en los testimonios de la época que nos han llegado —informó Oxley.
—¿Y su valor? —preguntó Cortina.
—Nuestra primera estimación era de doscientos cincuenta millones de dólares estadounidenses —continuó Oxley—, pero creo que sería más exacto decir trescientos millones de dólares.
La cifra era totalmente falsa. Sólo el precio del oro en el mercado ya sería de cerca de setecientos millones de dólares, según el último inventario realizado por los Moore. Sin embargo, lo realmente increíble era que el valor añadido de las antigüedades disparaba el precio total en el mercado negro por encima de mil millones de dólares.
Zolar miró a Cortina y a Campos con una sonrisa en los labios.
—Lo que esto significa, caballeros, es que podemos aumentar la cifra destinada a los habitantes del norte de Baja California.
—Habrá dinero de sobra para sufragar las obras que sus administradores tienen pensadas —añadió Sarason.
Cortina miró a Campos de soslayo y se preguntó cuánto dinero se iría a embolsar el coronel por hacer la vista gorda mientras los Zolar huían con la cadena de oro y la mayor parte del tesoro. Matos era una incógnita. El comandante no acababa de entender el papel que ese quejica profesional desempeñaba en el conjunto de la operación.
—En vista de la nueva estimación, creo que podemos esperar una prima adicional —sugirió el jefe de policía.
Como buen oportunista que era, Campos no tardó en apercibirse de las intenciones de Cortina.
—Sí, sí, mi buen amigo Rafael tiene razón. No me ha sido nada fácil conseguir que se cerrase la frontera.
A Cortina le pareció divertido que Campos utilizase su nombre de pila. Se conocían desde hacía diez años y en las pocas ocasiones que se habían reunido para discutir asuntos afines a sus respectivas competencias jamás se había dirigido a él de ese modo. Cortina sabía además que Campos se sentiría sumamente molesto si él hacía lo mismo, por lo que dijo:
—Roberto tiene razón. Los empresarios y los políticos locales ya han empezado a quejarse de las pérdidas que supone la paralización de la actividad comercial y turística de la zona. Tanto el coronel como yo nos hemos visto obligados a dar largas explicaciones a nuestros superiores.
—¿No comprenden que la decisión tiene el propósito de impedir que los agentes federales estadounidenses crucen la frontera sin autorización y confisquen el tesoro? —preguntó Oxley.
—Les puedo asegurar que el Ministerio del Interior mantiene su disposición para ayudarles en lo que sea necesario —afirmó Matos.
—Tal vez —comentó Cortina encogiéndose de hombros—. De todas formas, ¿quién sabe con seguridad si nuestro gobierno va a acabar tragándose el asunto y no va ordenar que nos detengan al coronel Campos y a mí?
—¿A cuánto se eleva la prima que tenían pensada? —preguntó Zolar a Cortina.
—Diez millones más, en efectivo —contestó el comandante sin pestañear.
Campos se quedó desconcertado durante un segundo, pero enseguida se apuntó a lo que había dicho Cortina.
—Estoy de acuerdo con lo que ha dicho el jefe de policía Cortina. Si se considera el riesgo que estamos corriendo, así como la subida del valor del tesoro, no creo que resulte excesivo añadir una prima de diez millones a lo que habíamos acordado en un principio.
Sarason se decidió a entrar en las negociaciones.
—Caballeros, ustedes comprenderán, como es lógico, que el precio que hemos calculado en absoluto se corresponde con lo que vamos a recibir a la postre. El comandante Cortina sabe que las joyas robadas rara vez se logran vender en el mercado negro por más del veinte por ciento de su verdadero precio.
—Diez millones —repitió Cortina testarudamente.
Sarason siguió fingiendo que lo que pedían le parecía excesivo.
—Eso es mucho dinero —protestó.
—Nuestra colaboración no se limita a protegerlos de las autoridades estadounidenses y mexicanas —le recordó el policía—. Sin los helicópteros de transporte que ha conseguido el coronel Campos, no habrían podido transportar el tesoro hasta el desierto de Altar y se habrían quedado sin nada.
—Y si nosotros no nos hubiésemos encargado de descubrir el tesoro, ustedes también se habrían quedado sin nada —replicó Sarason.
Cortina extendió las manos con aire de indiferencia.
—Aunque no voy a negar que las dos partes se necesitan mutuamente, creo sinceramente que les interesaría mostrarse generosos.
Sarason se volvió a sus hermanos. Al ver que Zolar asentía de forma casi imperceptible, fingió un gesto de derrota y dijo:
—Sabemos reconocer cuándo hemos perdido una partida. Sumen diez millones más a su fortuna.
El peso máximo que el torno podía soportar era cinco toneladas, por lo que los Zolar decidieron dividir la cadena de Huáscar en dos partes. Para cruzar el río, los soldados del batallón de ingenieros habían construido una balsa con unas tablas requisadas en un almacén de madera cercano. El único objeto que resultó ser demasiado pesado para la balsa fue el trono de oro, por lo que en cuanto se hubo subido la cadena a la cima, decidieron ponerle un arnés, sujetar el cable del torno a su alrededor y arrastrarlo por el fondo del río. El siguiente paso fue subir el trono a un trineo y acarrearlo por el pasadizo, para lo cual los ingenieros necesitaron la ayuda de los hombres de Amaru. La nave que finalmente cargaría con él habría resultado del todo fantástica a los artesanos incas que habían manufacturado el conjunto de obras maestras que integraba el tesoro: un pájaro que volaba sin alas llamado helicóptero.
Mientras tanto, los Moore trabajaban afanosamente en la isla del tesoro. Mientras la arqueóloga se ocupaba de describir y catalogar todos los objetos, el profesor los medía y fotografiaba. No podían perder ni un segundo. Amaru había ordenado a los soldados que sacaran todo a marchas forzadas y la pila de antigüedades había ido disminuyendo de tamaño a ojos vistas. Lo que les había ocupado seis días a los incas y los chachapoyas, iba a resolverse en diez horas gracias a la tecnología moderna.
Micki se acercó a su marido y le susurró:
—No puedo seguir haciendo esto.
Él la miró fijamente. El oro que todavía quedaba en la isla se reflejaba en los ojos de la arqueóloga.
—No quiero ni uno solo de estos objetos.
—¿Por qué no? —preguntó él dulcemente.
—No lo puedo explicar. No quiero ensuciarme más las manos y estoy segura de que tú te sientes igual que yo. Tenemos que hacer algo para evitar que los Zolar se queden con el tesoro.
—¿No era ése nuestro plan, secuestrar el avión con todo el tesoro y acabar con ellos?
—Sí, pero antes no sabíamos lo grande y maravilloso que es. Dejémoslo, Henry, esto nos sobrepasa.
Moore se quedó pensativo.
—Menudo momento para dejarse dominar por la mala conciencia.
—Esto no tiene nada que ver con la mala conciencia. Es una ridiculez pensar que podemos acarrear tal cantidad de antigüedades. Seamos realistas: no disponemos ni de los medios ni de los contactos necesarios para vender todos estos objetos en el mercado negro.
—Vender la cadena de Huáscar no sería tan difícil.
Micki le miró intensamente durante varios segundos.
—Henry, tú eres un gran antropólogo y yo soy una buena arqueóloga. Tampoco se nos da nada mal llegar a un país extraño por la noche y asesinar a unas cuantas personas. El robo de antigüedades, sin embargo, no es una de nuestras especialidades. Además, esta gente es despreciable. En mi opinión debemos intentar que no dividan el tesoro, que éste no acabe disgregado en los sótanos de una pandilla de buitres carroñeros que todo lo que quieren es tener algo de forma exclusiva.
—He de admitir —confirmó Moore cansinamente— que yo también tengo mis reservas. ¿Qué sugieres que hagamos?
—Lo que es justo —respondió ella tajantemente.
Moore reparó por fin en la mirada de compasión que reflejaban los ojos de su mujer, una mirada de una belleza desconocida para él hasta ese momento. Ella le abrazó y le miró fijamente.
—Ya no tenemos que matar a nadie. Esta vez no hará falta esconderse como un cangrejo al acabar la operación.
Moore cogió la cabeza de su mujer entre sus manos y la besó.
—Estoy orgulloso de ti, querida.
Micki se apartó de él con una expresión de alarma en los ojos.
—Los rehenes. Les prometí que haríamos lo posible por ayudarles a huir.
—¿Dónde están?
—Si no los han matado todavía, seguro que están arriba.
Moore miró a su alrededor. Amaru debía de estar en ese momento en la cripta de los guardianes supervisando el traslado de las momias. La gruta se iba a quedar igual de vacía que como la habían encontrado los incas: Zolar había ordenado que se sacaran todos los objetos de valor.
—Ya tenemos un inventario pormenorizado del tesoro. Vámonos de aquí.
Los Moore se subieron a una vagoneta llena de animales de oro. Nada más llegar a la cima, se pusieron a buscar a Loren Smith y Rudi Gunn, pero no los vieron por ninguna parte. Ya era demasiado tarde para volver al interior de la montaña.
Loren estaba temblando. Los jirones de ropa que llevaba puestos no eran abrigo suficiente para el fresco y húmedo ambiente de la caverna. Gunn la rodeó con su brazo para reconfortarla en la medida de lo posible. Les habían encerrado en una exigua grieta de paredes calizas en la que no había ni siquiera espacio para ponerse de pie. Cada vez que se movían tratando de encontrar una postura cómoda o abrigarse, el vigilante metía la automática por la grieta y les daba un culatazo.
Nada más sacar del pasadizo las dos secciones de las cadenas de oro, Amaru les obligó a bajar de la cima y a meterse en una cavidad que había justo detrás de la cripta de los guardas. Loren y Rudi habían sido encerrados antes de que los Moore salieran de la caverna.
—¿Podría traernos un poco de agua? —preguntó Loren al guarda.
El vigilante se volvió y la miró inexpresivamente. Su aspecto no podía ser más espantoso: era un hombre enorme, con una cara repulsiva, labios gruesos, nariz chata y un solo ojo. La cuenca del otro la tenía al descubierto, con lo cual conseguía ser la viva imagen de Cuasimodo.
Loren se estremeció, pero no era el frío, sino el miedo el que atenazaba su cuerpo medio desnudo. Sabía que las muestras de audacia podían acarrear una respuesta violenta, pero ya no le importaba.
—Agua, baboso estúpido. ¿Me entiendes? Agua.
El guardián la miró con desprecio y desapareció lentamente de su campo de visión. Al cabo de unos minutos, volvió y les lanzó una cantimplora militar.
—Creo que tienes un nuevo amigo —comentó Gunn.
—Si piensa que va a conseguir un beso en la primera cita —bromeó Loren mientras destapaba la cantimplora—, será mejor que se lo vaya quitando de la cabeza.
La diputada le ofreció agua, pero Rudi hizo un gesto negativo.
—Las damas primero.
Tras beber un poco, Loren le pasó la cantimplora.
—Me pregunto dónde andarán los Moore.
—Es posible que no se hayan enterado de que nos han metido en este agujero.
—Me temo que los Zolar quieren enterrarnos vivos —comentó Loren. Por primera vez desde que les habían apresado, los ojos se le llenaron de lágrimas. Ya no podía más. Ahora estaban realmente solos, y la leve esperanza que hasta ese momento le había permitido aguantar todas las palizas y los abusos había acabado por extinguirse.
—Aún podemos contar con Dirk —murmuró Gunn dulcemente.
Loren bajó la cabeza como si le diese vergüenza que la vieran enjugándose las lágrimas.
—Déjalo, por favor. No sabemos si está vivo, y si lo estuviera, no llegaría a tiempo para salvarnos, ni siquiera si viniese con una división de la infantería de marina.
—Conociéndole, no creo que le haga falta una división de la infantería de marina.
—Dirk no es un superhombre. Nadie sabe mejor que él que no puede hacer milagros.
—Mientras hay vida, hay esperanza. Eso es todo lo que importa —concluyó Gunn.
—Sí, pero ¿hasta cuándo vamos a poder decir eso? ¿Hasta dentro de un par de minutos, de un par de horas? —Loren meneó la cabeza tristemente—. La verdad es que ya nos podemos dar por muertos.
Cuando finalmente los ingenieros sacaron la primera parte de la cadena a la luz del día, todas las personas que se encontraban en la cima de la montaña se acercaron maravillados a verla. Jamás habían tenido ante sí un objeto de oro macizo de tales proporciones. A pesar de todo el polvo y los restos de calcita que había acumulado con el paso de los siglos, la inmensa cadena de oro refulgía cegadoramente bajo el sol del mediodía.
Durante todos los años que los Zolar llevaban dedicándose al robo de antigüedades, jamás habían visto una obra de arte tan esplendorosa. Era un objeto sin parangón en la historia. Los coleccionistas que podrían permitirse el lujo de comprar la cadena completa se contaban con los dedos de una mano. Cuando los ingenieros subieron la segunda parte a la cumbre del cerro y la colocaron al lado de la primera, todos los presentes se quedaron boquiabiertos.
—¡Dios mío! —exclamó el coronel Campos—. Los eslabones son tan grandes como la muñeca de un hombre.
—Es realmente increíble que la técnica metalúrgica de los incas fuera tan avanzada —murmuró Zolar.
Sarason se arrodilló y examinó los eslabones con detenimiento.
—Son de una factura y una complejidad asombrosas. Los eslabones están hechos a la perfección: no tienen ni un solo defecto.
Cortina se acercó al extremo de una de las secciones de la cadena y trató de levantar un eslabón.
—Deben de pesar unos cincuenta kilos cada uno.
—Este hallazgo no se puede comparar con el de ninguna otra obra de arte. Es algo portentoso —comentó Oxley con voz trémula.
Sarason apartó la mirada de la cadena e hizo una señal a Amaru.
—Metedla en el helicóptero. Rápido.
El asesino hizo un gesto afirmativo y empezó a dar órdenes a sus hombres y a un grupo de soldados. Cortina, Campos y Matos decidieron echar una mano. Con la ayuda de una carretilla elevadora y tras muchos sudores, lograron entre todos meter las dos secciones de la cadena en sendos helicópteros.
Zolar se quedó mirando cómo se alejaban los dos aparatos y se perdían en el horizonte.
—Ya nada puede detenernos —comentó a sus hermanos con satisfacción—. Dentro de pocas horas estaremos en casa, libres y con el mayor tesoro conocido por el hombre en nuestro poder.