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Hiram Yaeger quería a su superordenador tanto como a su esposa e hijas, o quizá más. Sólo haciendo un gran esfuerzo lograba separarse de las imágenes que proyectaba el gran monitor para irse a casa con su familia. Desde el día que vio por primera vez un programa hecho por él reflejado en la pantalla, los ordenadores se habían convertido en algo esencial en su vida. La relación amorosa no se había enfriado todavía. De hecho, se podría decir que con los años se iba volviendo más apasionada, sobre todo si se tiene en cuenta lo que le supuso la posibilidad de instalar una unidad gigante de diseño propio para la base de datos sobre océanos de la ANS. El increíble poder para acumular información a su disposición no dejaba de fascinarle. Acariciaba el teclado con los dedos como si se tratara de un ser vivo y cuando unos cuantos datos dispares empezaban a cobrar sentido y le daban la solución a un problema determinado, la emoción que sentía resultaba impresionante.
El ordenador de Yaeger estaba conectado a una gran red de alta velocidad que le permitía acceder a una enorme cantidad de datos procedentes de bibliotecas, hemerotecas, laboratorios de investigación, universidades y archivos históricos de todo el mundo. La «superautopista de la información», como se la llamaba, era capaz de transmitir miles de millones de datos con sólo dar una orden a un cursor. Sirviéndose de ella, Yaeger podía obtener y ordenar toda la información necesaria para organizar una red de búsqueda que tuviera un sesenta por ciento de probabilidades de incluir el galeón del siglo XVI que estaba buscando.
El técnico se encontraba tan concentrado en la investigación sobre el Nuestra Señora de la Concepción que no se dio cuenta de que el almirante Sandecker había entrado en su sanctasanctórum y se había sentado a su lado.
El fundador y director general de la ANS era un hombre de baja estatura, pero contaba con la suficiente testosterona como para liderar un ataque de los Dallas Cowboys. Tenía cincuenta y ocho años bien llevados y era un fanático del ejercicio físico. Corría todas las mañanas los cinco kilómetros que separaban su apartamento del imponente edificio de cristal de la ANS, un complejo en el que trabajaban cinco mil personas entre ingenieros, científicos y otros empleados y que era equiparable a la NASA en el ámbito de las ciencias submarinas. El almirante tenía el pelo liso y de un color rojo vivo que había empezado a encanecer cerca de las sienes. Además, lucía una magnífica perilla acabada en punta. A pesar de su obsesión por la salud y la nutrición, era difícil no verle fumando un enorme puro que el dueño de una plantación de Jamaica se encargaba personalmente de liar para él con el mejor de sus tabacos.
Bajo su dirección, la ANS había conseguido que el campo de la oceanografía adquiriese tanta popularidad como las ciencias del espacio. Sus solicitudes de mayores subvenciones al Congreso habían dado fruto gracias a su poder de convicción y al respaldo de veinte importantes universidades dedicadas al estudio de esta especialidad y de varias empresas con inversiones en proyectos submarinos. Esto había permitido a la ANS dar un paso de gigante en geología y minería a grandes profundidades, arqueología subacuática, estudios biológicos de vida marina e investigaciones sobre el efecto de los océanos en el clima de la tierra. Una de las grandes contribuciones del director había sido apoyar el proyecto de la enorme base de datos de Hiram Yaeger, el archivo de ciencias oceanógraficas de mayor tamaño y eficiencia del mundo.
Aunque Sandecker no era precisamente la persona más admirada en los círculos burocráticos de Washington, su gran honestidad, dedicación y empuje le habían valido el respeto de muchos políticos, y su relación con la persona que ocupaba el despacho oval de la Casa Blanca era más que cordial.
—¿Haces progresos? —preguntó a Yaeger.
—Perdone, almirante. —El técnico respondió sin volverse. No le había visto entrar. Estaba concentrado recopilando datos sobre las corrientes del litoral ecuatoriano.
—No me vengas con ésas, Hiram —replicó Sandecker con ojos de lince—. Ya sé lo que te traes entre manos.
—¿Perdón?
—Estás tratando de localizar el tramo de costa que quedó devastado por un maremoto en el año 1578.
—¿Un maremoto?
—Sí, ya sabes a lo que me refiero, una inmensa masa de agua que arremetió contra un galeón español y lo arrastró hasta el interior de la selva. —El almirante soltó una bocanada de humo nocivo del puro y siguió hablando—. No sabía que hubiera dado mi autorización para dedicar el tiempo y el presupuesto de la ANS a la búsqueda de un tesoro.
Yaeger dejó lo que estaba haciendo y se dio la vuelta.
—¿Entonces ya lo sabe?
—La palabra correcta es «sabía». Desde el principio.
—¿Y sabe también, almirante, lo que usted es en realidad?
—Un puñetero zorro al que no se le escapa ni una —dijo con cierta satisfacción.
—¿Qué más le ha dicho su tablero Ouija? ¿No le habrá dicho que todo lo del maremoto y el galeón no es más que un mito?
—Si alguien es capaz de saber si hay gato encerrado en un determinado asunto, es nuestro amigo Dirk Pitt —declaró Sandecker con firmeza—. Bueno, dime, ¿qué has descubierto?
Yaeger sonrió tímidamente.
—He comenzado consultando varios sistemas de información geográfica para determinar en qué punto de las selvas entre Lima y Panamá puede haber permanecido oculto un barco durante cuatro siglos. Gracias a los satélites de posición, podemos examinar ciertas zonas de Sudamérica y Centroamérica que no se muestran en los mapas de forma pormenorizada. En segundo lugar, he estudiado los mapas de las selvas tropicales que hay a lo largo del litoral. Enseguida he desechado Perú, puesto que en sus regiones costeras sólo hay desiertos con una vegetación escasísima, si es que tienen alguna. Eso me ha dejado con más de mil kilómetros de costa selvática, es decir el norte del Ecuador y la práctica totalidad de la costa colombiana. Sin embargo, he podido eliminar los tramos de litoral que tienen una geología demasiado escarpada o adversa como para permitir que pase una ola con una fuerza capaz de levantar y arrastrar tierra adentro un buque de quinientas setenta toneladas de peso. De ese modo me he quedado con el sesenta por ciento de lo que tenía antes. El siguiente paso ha sido eliminar todas las zonas de prado abierto que no tengan el arbolado suficiente como para ocultar los restos de un barco, es decir un veinte por ciento menos.
—Eso significa que Pitt todavía tendrá que explorar una franja de unos cuatrocientos kilómetros.
—En quinientos años, la naturaleza puede alterar el medio ambiente de manera drástica —informó Yaeger—. De ahí que haya examinado los antiguos mapas obra de los españoles y los documentos que indican los cambios producidos en la geología y el paisaje de la zona. De ese modo he logrado reducir ciento cincuenta kilómetros más de la zona de exploración.
—¿Cómo te las has arreglado para comparar el terreno actual con el antiguo?
—Con superposiciones tridimensionales —explicó Yaeger—. Dependiendo de cada caso, he reducido o aumentado la escala de los antiguos mapas para hacer que coincidieran con los de los satélites. Luego los he superpuesto y he podido ver sin ningún problema cualquier variación que hayan podido sufrir las selvas litorales desde entonces. Gran parte de las selvas han ido desapareciendo con el paso de los siglos y se han convertido en terreno cultivable.
—No es suficiente —dijo Sandecker irritado—, no es ni mucho menos suficiente. Tienes que reducir la zona de búsqueda a como mucho veinte kilómetros si quieres que Pitt tenga la más mínima oportunidad de dar con el barco.
—Tenga paciencia, almirante. El siguiente paso ha sido investigar toda la documentación histórica que pueda hacer referencia a los maremotos que se produjeron en el litoral del Pacífico en el siglo XVI. Por suerte, los españoles se ocuparon de constatar claramente este tipo de fenómenos. He encontrado cuatro maremotos. Dos en Chile, en 1562 y 1575, y dos en Perú, uno en 1570 y otro en 1578, el año que Drake capturó el galeón.
—¿Dónde se produjo el de 1578? —preguntó Sandecker.
—La única referencia existente es la de un buque de abastecimiento español que iba rumbo a Callao. El buque atravesó un «mar loco» cuyas corrientes se dirigían hacia la bahía de Caráquez, Ecuador. «Mar loco» es una buena manera de describir la convulsión que sufren las aguas de la superficie del mar cuando se produce un terremoto en el fondo. No cabe duda de que se trata de un movimiento sísmico generado por la falla que corre de forma paralela al continente sudamericano. Durante el viaje de vuelta, el capitán del barco consignó en el diario de a bordo que el poblado que había en la desembocadura del río que daba a la bahía había desaparecido.
—¿No hay ninguna duda sobre la fecha?
—Coincide perfectamente. Por añadidura, la selva que hay al este del lugar parece impenetrable.
—De acuerdo, ya tenemos un lugar aproximado. Siguiente pregunta, ¿de qué tamaño era la ola que se llevó el barco?
—Se trataba de una tsunami, que puede llegar a tener dos o más kilómetros de largo —contestó Yaeger.
Sandecker se quedó pensativo durante un instante.
—¿Qué anchura tiene la bahía de Caráquez?
Yaeger obtuvo rápidamente un mapa de la zona en el monitor.
—La entrada es estrecha, no tendrá más de cuatro o cinco kilómetros.
—Y dices que el capitán del buque de abastecimiento apuntó en el diario de a bordo que un poblado que había en la desembocadura de un río había desaparecido.
—Exacto, almirante.
—¿De qué manera ha cambiado el contorno de la bahía desde entonces?
—La bahía exterior ha cambiado muy poco —informó Yaeger tras consultar un archivo en el ordenador que le permitía ver el mapa del satélite superpuesto con un color diferente sobre las viejas cartas de navegación españolas—. La bahía interior ha ganado un kilómetro al mar como consecuencia de la acumulación de sedimentos procedentes de río Chone.
Tras mirar a la pantalla durante un buen rato, Sandecker preguntó:
—¿Podría tu ordenador indicar el recorrido que hizo la ola mientras arrastraba el barco?
Yaeger asintió.
—Sí, pero antes tenemos que considerar una serie de factores.
—¿Cómo por ejemplo…?
—La altura de la ola y la velocidad que llevaba.
—Debía de tener al menos treinta metros de altura y una velocidad mínima de ciento cincuenta kilómetros por hora para poder trasladar un barco de quinientas setenta toneladas de peso hasta un punto en la selva en el que no se haya reparado todavía.
—Bueno, entonces veamos qué se puede hacer con este artilugio digital.
Yaeger tecleó una serie de órdenes y se reclinó sobre su silla para observar cómodamente las imágenes que iban formándose en la pantalla. Luego utilizó una función especial del programa que le permitía definir la imagen de tal forma que la representación de la ola en el momento de cruzar el imaginario litoral resultase lo más realista y dramática posible.
—Ahí la tenemos —anunció finalmente—. Una configuración en realidad virtual.
—Ahora añadamos el barco.
Yaeger no era un experto en la construcción de galeones del siglo XVI, pero logró crear una imagen bastante pasable de uno balanceándose suavemente sobre las olas. La reproducción no tenía nada que envidiar a las de un proyector de sesenta fotogramas por segundo. Resultaba tan viva que cualquiera que hubiera entrado en la habitación habría pensado que se trataba de una película.
—¿Qué le parece, almirante?
—Parece mentira que una máquina pueda crear algo tan natural. —Sandecker estaba claramente impresionado.
—Debería ver las últimas películas que se han hecho por ordenador. Han mezclado a las estrellas del pasado con las de hoy en día. He visto el vídeo de Atardecer en Arizona al menos una docena de veces.
—¿Quiénes son los protagonistas?
—Humphrey Bogart, Lionel Barrymore, Marilyn Monroe, Julia Roberts y Tom Cruise. Resulta tan real que uno juraría que todos han trabajado en la película al mismo tiempo.
Sandecker puso la mano en el hombro del técnico.
—Veamos si ahora puedes crear un documental que resulte mínimamente fiel.
Yaeger volvió a hacer uno de sus trucos de magia en el ordenador. De repente en la pantalla surgió un mar tan azul y claro que parecía prácticamente de verdad. Poco a poco, el agua comenzó a convulsionarse y formó una ola de gran tamaño que fue retirándose de la costa hasta dejar al galeón encallado en el fondo del mar. La pantalla cambió de imagen y mostró nuevamente a la ola aumentando de tamaño al tiempo que se acercaba a la costa y sepultaba al galeón bajo una enorme masa de espuma, arena y agua. De pronto, el barco salió disparado de entre las aguas en dirección al interior de la selva hasta que la ola perdió fuerza y el galeón se detuvo.
—Cinco kilómetros —murmuró Yaeger—. Yo diría que se ha quedado a unos cinco kilómetros de la costa.
—No es de extrañar que fuera dado por perdido —comentó Sandecker—. Te sugeriría que llamases a Pitt y le dieses las coordenadas de la zona que hemos delimitado.
Yaeger miró a su jefe con extrañeza.
—¿Entonces da su autorización para que prosigamos con la búsqueda, almirante?
Sandecker se levantó y le miró aparentando sorpresa. Se dirigió hacia la puerta y antes de salir se volvió y dijo con una sonrisa:
—Realmente no sé si debo dar mi autorización a un proyecto que puede acabar convirtiéndose en una aventura disparatada.
—¿Eso es lo que cree que tenemos entre manos, una aventura disparatada?
Sandecker se encogió de hombros.
—Tú ya has aportado tu toque mágico. Si el barco está realmente en la selva y no en el fondo del mar, les corresponde a Pitt y a Giordino adentrarse en ese infierno y tratar de encontrarlo.