5

Empapados por una llovizna incesante, los prisioneros habían tenido que seguir un sendero a través de la empantanada selva hasta llegar a un barranco de gran profundidad. Los revolucionarios les empujaron por un tronco que servía de puente con la otra orilla y les indicaron que siguieran un antiguo camino de piedra que rodeaba la montaña. El líder del grupo había impuesto un ritmo muy rápido, y el doctor Miller empezaba a tener dificultades para mantenerlo. Su ropa estaba empapada, por lo que resultaba difícil distinguir el sudor de la lluvia. Por añadidura, los guardias no dejaban de propinarle empellones con las culatas de los rifles cada vez que se rezagaba. Giordino se puso a su lado y le cogió por los hombros para ayudarle, haciendo caso omiso de los sádicos golpes que le venían por detrás.

—Deja de darle con ese jodido rifle —le espetó Shannon al revolucionario en español. Cogió el otro brazo de Miller y se lo pasó por detrás del cuello para ayudar a Giordino a transportar al anciano. El criminal le contestó con una violenta patada en el trasero. Shannon se tambaleó hacia adelante con la cara desencajada de dolor, pero logró recuperar el equilibrio. Se volvió y fulminó al revolucionario con la mirada.

Giordino no pudo evitar sonreír, lleno de admiración por el valor y la fortaleza que Shannon estaba mostrando. Todavía llevaba puesto el bañador, que ahora cubría con una blusa sin mangas que los malhechores le habían permitido sacar de su tienda junto a un par de botas de montaña. Giordino era consciente de su abrumadora impotencia, de su incapacidad para proteger a la mujer del dolor y la humillación. Por si eso fuera poco, le había empezado a invadir un angustioso sentimiento de cobardía por haber abandonado a su amigo sin oponer resistencia. En varias ocasiones se le había pasado por la cabeza la posibilidad de arrebatar el arma a uno de los revolucionarios, pero sabía que eso le supondría la muerte y no resolvería nada. Mientras se mantuviese vivo, al menos le quedaría alguna esperanza, aunque no dejaba de maldecir su suerte, consciente de que la salvación de su amigo era más difícil a medida que pasaba el tiempo.

Se encontraban a una altitud de 3400 metros y cada vez resultaba más difícil respirar. Todos tenían frío. Aunque la temperatura subía durante el día, las primeras horas de la mañana resultaban espantosamente heladas. El amanecer los sorprendió ascendiendo por una avenida rodeada de muros y edificios de piedra caliza en ruinas y de varias terrazas para el cultivo. A Shannon ni se le habría ocurrido soñar con la existencia de lo que estaban viendo. Las estructuras de las diferentes construcciones no seguían un patrón determinado. Unas eran ovales, otras circulares y sólo unas pocas tenían forma rectangular. Resultaban extrañamente diferentes a lo que ella había estudiado. ¿Formaban parte de la confederación de Chachapoyas o se trataba de otro reino, de otro tipo de sociedad? El camino de piedra atravesaba una serie de muros tan altos que casi acariciaban la niebla proveniente de las cumbres andinas. Shannon no dejaba de admirarse ante la sucesión de relieves de piedra de todo tipo que se iban encontrando por el camino, relieves cuya ornamentación le era del todo desconocida. Pájaros con aspecto de dragón y peces alargados como serpientes se emparejaban con monos y panteras de gran belleza. Los relieves guardaban una cierta semejanza con algunos jeroglíficos egipcios, aunque eran de carácter más abstracto. Los desconocidos pobladores de los altiplanos y las estribaciones de los Andes peruanos estaban resultando una verdadera sorpresa para la doctora. Jamás hubiera esperado encontrarse con una cultura tan avanzada desde el punto de vista arquitectónico que pudiese erigir en la cima de las montañas estructuras tan elaboradas como las de cualquier otra civilización del mundo antiguo conocido. Habría estado dispuesta a dar la herencia de su abuelo a cambio de un poco de tiempo para estudiar estas extraordinarias ruinas. Sin embargo, en cuanto se detenía, recibía un fuerte empujón que le obligaba a continuar el camino.

El sol ya empezaba a calentar cuando el estrecho camino desembocó en un pequeño valle rodeado de una gran cordillera. Aunque afortunadamente la lluvia había cesado, los rehenes ofrecían el aspecto de un grupo de ratas que hubiera estado a punto de ahogarse. Frente a ellos se levantaba un edificio de piedra de una altura aproximada de doce pisos. A diferencia de las pirámides mayas de México, esta estructura tenía una forma más redondeada, similar a la de un cono, y estaba truncada en su parte superior. Los muros aparecían adornados con varios relieves de cabezas de animales y pájaros. Shannon pensó que se trataba de un templo funerario. La parte trasera de la estructura convergía con una cuesta de piedra arenisca repleta de tumbas excavadas, cuyas vistosas puertas daban paso a una escarpada pendiente. La estructura estaba coronada por un pequeño edificio flanqueado por dos grandes esculturas que representaban a dos jaguares alados. Shannon supuso que se trataba del palacio de los dioses de la muerte. La estructura estaba en medio de una pequeña ciudad, la cual constaba de un centenar de edificios de elaborada construcción y ricos elementos ornamentales. La variedad de los estilos arquitectónicos era asombrosa. Había varias torres que terminaban en pequeñas construcciones rodeadas por balcones de gran belleza. La mayoría de ellas eran totalmente circulares, aunque algunas descansaban sobre bases rectangulares.

Shannon se había quedado anonadada. Por un momento, la inmensidad de lo que estaba viendo la abrumó. De repente le vino a la cabeza la identidad del gran complejo de estructuras que tenía delante. Si sus ojos no le engañaban, los terroristas de Sendero Luminoso habían descubierto una ciudad perdida, el tipo de ciudad que la mayoría de los arqueólogos, ella incluida, dudaba que existiera y que los buscadores de tesoros llevaban cuatro siglos rastreando sin éxito. La ciudad perdida de los muertos, cuyas míticas riquezas superaban las acumuladas en el Valle de los Reyes del antiguo Egipto.

Shannon apretó el brazo de Rodgers.

—El pueblo perdido de los muertos —le susurró.

—¿El pueblo de qué…? —le preguntó impertérrito.

—Callaos —les espetó uno de los terroristas, incrustándole a Rodgers la culata debajo del riñón.

Rodgers dejó escapar un quejido. Se tambaleó y estuvo a punto de caer al suelo, pero Shannon le cogió con fuerza, preparada para un golpe que afortunadamente no recibió.

Tras pasar por una ancha calle de piedra, llegaron a la estructura circular que presidía el complejo ceremonial como si fuera una catedral gótica en medio de una ciudad medieval. Subieron unas escaleras llenas de relieves y mosaicos que representaban a seres humanos alados, un tipo de diseño que Shannon no había visto jamás. En la planta superior, un gran arco daba paso a una habitación de techo elevado ornamentada con motivos geométricos grabados en las paredes. El centro del piso estaba repleto de esculturas de piedra de gran complejidad y diferentes tamaños, mientras que las salas adyacentes albergaban jarras de cerámica en forma de efigie y vasijas decoradas de diversos colores. En una de las salas se veían gran cantidad de telas de los más variados colores y diseños que se conservaban en perfecto estado.

Los arqueólogos se quedaron impresionados ante el despliegue de antigüedades. Para ellos era como entrar en la tumba egipcia del rey Tut en el Valle de los Reyes antes de que el afamado investigador Howard Carter sacara todos los tesoros y los expusiera en el museo nacional de El Cairo.

No había tiempo para estudiar los hallazgos. Los terroristas empujaron a los estudiantes peruanos hasta una escalera interior y los encerraron en una celda que había en los sótanos del templo. Giordino y los demás fueron llevados de malas maneras hasta una habitación donde quedaron bajo la custodia de dos guardias malencarados. Todos excepto él se dejaron caer sobre el duro y frío suelo contentos de poder descansar tras la agotadora caminata.

El amigo de Pitt comenzó a dar puñetazos contra la pared, presa de un profundo sentimiento de frustración. Durante la marcha, no había dejado ni por un instante de buscar la oportunidad de saltar a la selva para volver al socavón. Sin embargo, la presencia de al menos tres guardias armados a sus espaldas no le había permitido ni siquiera intentarlo. No hacía falta que le convenciesen de que se trataba de un grupo bien entrenado en la tarea de vigilar rehenes y conducirlos a través de la selva. En esas circunstancias, no le había quedado otro remedio que tragarse su actitud desafiante y bajar dócilmente la cabeza. A excepción del valeroso intento por proteger al doctor Miller, no había hecho nada que pudiese dar a los rebeldes un motivo para disparar. Debía sobrevivir, puesto que, en su opinión, su muerte acarrearía la de Pitt. Sin embargo, cualquier esperanza que antes pudiera haber abrigado de volver a donde se había quedado su amigo ahora estaba a punto de desvanecerse definitivamente.

Si Giordino hubiera sabido que Pitt había logrado salir de la poza y que se encontraba en el camino de piedra con un retraso de apenas treinta minutos con respecto a ellos, seguramente habría sentido la necesidad imperiosa de acercarse en cuanto pudiera a la iglesia más cercana, o si no, al menos habría estudiado la posibilidad.

Pitt se abría camino por la oscura selva con sumo cuidado. Llevaba la linterna cubierta por arriba para que los rebeldes no pudieran ver la luz y dirigía el haz a todo hoyo o espacio que hubiera por delante. La lluvia le traía sin cuidado. La determinación que le impulsaba era la de un hombre fuera de sí. Ni una vez había consultado su reloj: se había olvidado de la hora por completo. La marcha nocturna a través de la selva le había enturbiado la mente, y sólo cuando comenzó a brillar la primera luz de la mañana y pudo apagar la linterna empezó a recobrar el ánimo.

Los terroristas se habían adentrado en la selva tres horas antes que él y, aun así, Pitt había conseguido acortar la distancia. Había subido las cuestas a buen ritmo, y en las raras ocasiones en las que el camino era llano se había lanzado hacia adelante a un trote ligero. En ningún momento se había parado a descansar. Si bien el corazón se le había empezado a resentir en el último tramo, las piernas habían respondido perfectamente y toda su musculatura no había emitido ninguna queja. Cuando llegó al viejo camino de piedra, donde el avance resultaba más fácil, aumentó el ritmo. Los horrores de la selva pertenecían ya al pasado; la noche fantasmal se le antojaba ahora algo extraño y remoto.

Apenas prestó atención a las inmensas estructuras de piedra que flanqueaban la larga avenida. Avanzaba apresuradamente, a plena luz del día y casi sin tratar de esconderse. Sólo cuando llegó al tronco de acceso al valle decidió frenar para echar un vistazo al paisaje que tenía delante. Se fijó en el enorme templo que había al lado de la pendiente. Se encontraría a medio kilómetro de él. Había una pequeña figura sentada al final de la larga escalera. Estaba como apoyada sobre la gran arcada de la entrada. A Pitt no le quedaba ninguna duda de que éste era el lugar a donde los terroristas habían llevado a los rehenes. El estrecho camino era el único acceso hasta el valle. El miedo y la ansiedad que le producía pensar en la posibilidad de encontrarse con los cuerpos de Giordino y los arqueólogos habían desaparecido para dar paso a una sensación de alivio. La búsqueda había llegado a su fin; ahora sólo restaba ir anulando una a una a todas sus presas —las cuales aún no conocían su condición como tales— hasta que las probabilidades de lograr un éxito definitivo en la cacería fueran suficientes.

Escondiéndose tras las paredes derruidas de unas antiguas casas residenciales fue acercándose poco a poco a su objetivo. Se agachaba y salía corriendo de guarida a guarida sin hacer el menor ruido. Finalmente, se arrastró debajo de una figura de piedra que exhibía un gran símbolo fálico. Se detuvo y clavó la mirada en la entrada del templo. La larga escalera que llevaba a la entrada constituía un enorme obstáculo. A menos que lograra hacerse invisible, Pitt corría el riesgo de recibir un disparo antes de que lograra subir los primeros escalones. Cualquier intento a la luz del día sería suicida. «No hay forma de entrar», pensó con amargura. No había posibilidad de rodear la escalera: las paredes laterales del templo eran demasiado escarpadas y lisas. Además, las piedras habían sido dispuestas con tal precisión que ni una hoja de cuchillo podría penetrar en cualquiera de las rendijas. La providencia vino entonces a echarle una mano. El problema de subir las escaleras quedó resuelto en el mismo momento que Pitt se dio cuenta de que el terrorista que vigilaba la entrada estaba sumido en un profundo sueño como consecuencia de la larga marcha que había realizado a través de la selva. Tragó saliva y se arrastró cautelosamente en dirección a la escalera.

Tupac Amaru era un personaje afable pero peligroso, algo que saltaba a la vista nada más verlo. Su nombre era el del último rey inca que los españoles habían torturado y asesinado. Era bajo de estatura, de espalda estrecha y piel morena; su rostro impasible, inmutable, daba la sensación de no haber mostrado nunca piedad por nadie. A diferencia de la mayoría de los pobladores de esa zona, cuyas caras eran suaves y lampiñas, Amaru lucía un gran bigote y unas largas patillas que se alargaban desde su espesa mata de pelo, el cual era de un tono tan oscuro como el de sus inexpresivos ojos. Cuando sus finos labios se arqueaban para esbozar una sonrisa, algo poco frecuente, dejaban al descubierto una dentadura que podría ser el orgullo de un dentista. Sus hombres, por el contrario, sonreían diabólicamente con unos dientes mellados, desiguales y manchados de coca.

Amaru había pasado su guadaña mortal por la región de colinas cubiertas de selva que rodeaban el Amazonas. Esa zona del noreste del Perú ya había aguantado demasiados casos de corrupción burocrática, terrorismo, pobreza y enfermedad. Su banda de asesinos era responsable de la desaparición de varios exploradores, arqueólogos gubernamentales y patrullas armadas. Todos ellos habían entrado en la zona para desaparecer sin dejar rastro. En realidad, Amaru no era el revolucionario que decía ser. No podía importarle menos la revolución o la mejora de las condiciones de vida de los pobres indios del interior del Perú, la mayoría de los cuales cultivaban unas pequeñas parcelas que les daban lo justo para sobrevivir. Las razones que impulsaban a Amaru a controlar la región y a sus supersticiosos habitantes eran otras.

En ese momento se encontraba de pie en la entrada de la sala. Su mirada estaba clavada en los tres hombres y la mujer que tenía delante como si fuera la primera vez que los veía. Resultaba evidente que estaba disfrutando con la expresión de derrota y el cansancio que mostraban los cautivos.

—Lamento las molestias… —Su voz se oyó por primera vez desde el rapto—. Fue una decisión muy inteligente no oponer resistencia. De otra manera podrían haber resultado heridos.

—Habla muy bien para ser un guerrillero de las montañas… —le concedió Rodgers—, ¿señor…?

—Tupac Amaru. Estudié en la Universidad de Texas.

—Lo que sale de Texas… —murmuró Giordino de forma ininteligible.

—¿Por qué nos ha secuestrado? —preguntó Shannon con voz cansada y temerosa.

—Por el rescate, ¿por qué iba a ser? —contestó Amaru—. El gobierno peruano pagará bien por unos conocidos científicos norteamericanos, por no mencionar a sus brillantes estudiantes de arqueología. La mayoría de ellos son de familias ricas y respetadas. El dinero nos servirá para seguir luchando contra la represión de las masas.

—Algo propio de un comunista que se dedica a ordeñar vacas muertas —masculló Giordino.

—Es posible que la versión rusa ya haya pasado a la historia, pero la filosofía de Mao Tse-Tung sigue viva —explicó Amaru con paciencia.

—Sigue viva…, ya —dijo el doctor Miller en tono de mofa—. Se han producido daños por valor de miles de millones de dólares, han muerto veintiséis mil peruanos, muchos de los cuales no eran sino los campesinos por cuya causa se supone luchan ustedes… —Sus palabras fueron atajadas por un golpe de culata en la parte baja del riñón. Miller cayó al suelo pesadamente, como si fuera un saco de patatas, con una mueca de dolor en la cara.

—No se encuentra usted precisamente en la posición más adecuada para poner en tela de juicio mi dedicación a la causa —declaró Amaru fríamente.

Giordino se agachó al lado del anciano y trató de sujetarle la cabeza.

—No acepta las críticas de buen grado, ¿verdad?

El compañero de Pitt estaba ya preparado para recibir un golpe en la cabeza, pero antes de que el guardia pudiese levantar el rifle, Shannon se interpuso clavando en Amaru unos ojos que habían pasado del miedo a la ira.

—Es usted un farsante —afirmó tajantemente.

Amaru la miró perplejo.

—¿Y en qué se basa para llegar a esa conclusión, doctora Kelsey?

—¿Cómo conoce mi nombre?

—Mi agente en los Estados Unidos me informó sobre su proyecto de explorar las montañas antes de que usted y sus amigos despegasen del aeropuerto de Phoenix.

—¿A eso le llama usted agente?

Amaru se encogió de hombros.

—La semántica no es algo que me preocupe demasiado.

—Un farsante y un charlatán, eso es lo que es —siguió Shannon—. Usted y sus hombres no son revolucionarios de Sendero Luminoso. Ni mucho menos… Lo que ustedes son en realidad es una pandilla de bandidos, unos puñeteros ladrones de tumbas.

—Es verdad —se sumó Rodgers—. Si estuviesen dando vueltas por el campo destrozando líneas eléctricas y comisarías, no tendrían tiempo suficiente para acumular el alijo de antigüedades que tienen aquí escondido. Resulta evidente: ésta es una compleja organización de ladrones que no pierde el tiempo con tonterías.

Amaru se quedó mirando a sus prisioneros con aire pensativo y expresión burlona.

—Como este asunto parece resultarles evidente a todos ustedes, no me molestaré en discutirlo.

Tras unos segundos de silencio, el doctor Miller se puso trabajosamente de pie y miró fijamente a Amaru.

—Usted es un canalla… —le espetó—, un ladrón, un saqueador de tumbas. Si estuviera en mi mano, me encargaría de que tanto usted como sus secuaces fueran exterminados igual que…

Miller dejó de hablar bruscamente. Amaru, sin mostrar la más mínima emoción, había sacado de la funda que llevaba en la cintura una Heckler Koch automática de nueve milímetros.

Con la inevitabilidad paralizadora de un sueño, apuntó tranquilamente al doctor y, sin inmutarse, le disparó al pecho. El tiro retumbó en la sala de manera ensordecedora. Un disparo había sido suficiente. El doctor Miller dio un estremecedor paso atrás, se apoyó un momento contra la pared de piedra y cayó de bruces sin hacer ruido al tiempo que torcía los brazos sobre el estómago como para recoger la sangre que le salía a borbotones del pecho.

Los prisioneros reaccionaron de distintas maneras. Rodgers se quedó petrificado, con los ojos abiertos de par en par por la conmoción y la incredulidad; Shannon lanzó instintivamente un grito de terror; Giordino, por su parte, apretó los puños. Aunque no era la primera vez que presenciaba una muerte violenta, la espantosa frialdad de ésta le llenó de una rabia salvaje que sólo pudo atemperar su enloquecedor sentimiento de impotencia. No cabía la menor duda: Amaru tenía la intención de matarles a todos. Consciente de que no había nada que perder, Giordino se preparó para lanzarse sobre el asesino y rajarle el cuello antes de que una inevitable bala le atravesara la cabeza.

—Ni lo intente —le amenazó Amaru leyéndole el pensamiento y apuntando la automática entre los ojos, que parecían salírsele de las órbitas. Hizo una señal a los guardas, que estaban a su lado con las armas preparadas, y les dio una orden en español. Uno de ellos cogió a Miller por los tobillos y arrastró su cuerpo hasta la habitación principal, dejando tras de sí un reguero de sangre.

Shannon rompió a llorar de forma incontrolada cuando vio el rastro de sangre sobre el suelo. Cayó de rodillas conmocionada y se tapó la cara con las manos.

—Era incapaz de hacer daño a nadie… ¿Cómo ha podido matar a un anciano tan bondadoso como él?

Giordino miró a Amaru sin pestañear.

—No creo que le haya supuesto un gran esfuerzo.

La fría mirada de Amaru se posó en la cara del compañero de Pitt.

—Más le valdría mantener la boca cerrada. El doctor le debería haber servido de lección, pero ya veo que no la ha aprendido.

Nadie se dio cuenta de que el guardia que se había llevado el cuerpo de Miller volvía. Nadie excepto Giordino, quien observó que su cara estaba ahora escondida por el sombrero y tenía las manos metidas en el poncho. Echó un rápido vistazo al segundo guarda: se encontraba plácidamente apoyado en la entrada y tenía el arma colgada del hombro sin apuntar a nada en concreto. Sólo había dos metros entre ellos, por lo que Giordino sospechó que podría acabar con él antes de que se diese cuenta de quién le estaba golpeando. Sin embargo, no había que olvidar la Heckler Koch que Amaru sostenía en la mano.

—Vas a morir, Amaru. Está claro…, vas a morir con la misma violencia con la que has asesinado a sangre fría a toda esa gente inocente. —Amaru no acertó a ver el levísimo gesto que Giordino había hecho al hablar, un guiño tan sutil como frías sus palabras. Su mirada pasó a expresar curiosidad. Esbozó una sonrisa y dijo:

—¿Así que piensas que voy a morir? ¿Y vas a ser tú mi ejecutor? ¿O será la orgullosa dama quien tenga el honor?

Amaru dio un paso adelante, levantó a Shannon de un tirón, y le cogió salvajemente de la coleta de forma que le pudiese mirar directamente a los ojos.

—Te prometo que después de unas horas en mi cama empezarás a suplicarme que te dé órdenes.

—No, Dios, no… —sollozó Shannon.

—Me encanta violar a las mujeres, me encanta oír cómo gritan y suplican…

Un brazo musculoso le rodeó la garganta y le hizo escupir sus palabras.

—Esto por todas las mujeres a las que has hecho sufrir —dijo Pitt con una macabra mirada en sus verdes ojos al tiempo que se quitaba el poncho, ensartaba su Colt 45 en la entrepierna de Amaru y abría fuego.