56
—No deberíamos irnos sin Cyrus. —Oxley no dejaba de mirar hacia el suroeste.
—Nuestro hermano ha salido de situaciones mucho más apuradas que ésta —replicó Zolar sin inmutarse—. Un puñado de indios de un pueblo del desierto no debería constituir ningún tipo de amenaza para los matones de Amaru.
—Tenía que haber vuelto hace rato.
—No te preocupes. Ya verás cómo Cyrus acaba apareciendo en Marruecos abrazado a un par de chicas.
Los dos hermanos se encontraban en el punto de salida de la pista de aterrizaje del desierto de Altar que las fuerzas aéreas mexicanas utilizaban para hacer sus prácticas a pesar de la precariedad de las condiciones que ofrecía el lugar. Detrás de ellos había un Boeing 747-400 pintado con los colores de una de las grandes líneas aéreas de México. El avión estaba en posición de despegue.
Zolar se puso a la sombra del ala de estribor y echó una ojeada al conjunto de objetos que Henry y Micki Moore habían inventariado. Un grupo de ingenieros del ejército mexicano subían en ese momento a bordo el mono de oro con una carretilla elevadora. El ladrón sonrió, se trataba del último objeto que faltaba por cargar.
—Ya hemos acabado.
Oxley se fijó en las solitarias dunas que rodeaban la pista de aterrizaje.
—No podías haber elegido un lugar más solitario para hacer el transbordo.
—Hemos de agradecerle la idea al coronel Campos.
—¿Han causado sus hombres algún problema tras su prematura muerte? —preguntó Oxley con más cinismo que lástima.
Zolar se echó a reír.
—Les he dado un lingote de oro de cien onzas a cada uno y no han vuelto a abrir el pico.
—Has sido muy generoso.
—Es difícil no serlo cuando uno se ve rodeado de tanta riqueza.
—Matos ya no va a poder gastarse su parte. Es una pena —comentó Oxley.
—Sí, no he dejado de llorar desde que salimos del cerro el Capirote.
El piloto de Zolar se acercó a ellos y saludó sin mucha formalidad.
—Mi tripulación está lista, caballeros. Podemos salir cuando lo deseen, aunque sería conveniente que despegáramos antes de que se ponga el sol.
—¿Han asegurado bien el cargamento? —preguntó Zolar.
—No han hecho un trabajo redondo, pero creo que el cargamento aguantará hasta que lleguemos a Nador, siempre, eso sí, que no tengamos turbulencias.
—¿Crees que tendremos alguna?
—No, señor. Según la previsión del tiempo, el cielo va a estar tranquilo durante todo el trayecto.
—Bien, así podremos disfrutar de un viaje en calma —concluyó Zolar satisfecho—. Acuérdate de que en ningún momento debemos cruzar la frontera estadounidense.
—Según el plan de vuelo que tengo pensado, podemos llegar al Atlántico sin ningún problema si nos mantenemos al sur de Laredo y Brownsville, atravesamos el golfo de México y pasamos justo por debajo de Key West.
—¿Cuánto tardaremos hasta Marruecos? —preguntó Oxley.
—Hemos previsto que unas diez horas y cincuenta y cinco minutos. Como vamos con exceso de peso y debemos desviarnos hacia el sur, he añadido una hora, pero espero poder recuperarla si tenemos el viento a favor.
Zolar se volvió al sol, que estaba a punto de ponerse.
—Si tenemos en cuenta el cambio horario, estaremos en Nador mañana a primera hora de la tarde.
El piloto asintió.
—Despegaremos en cuanto suban a bordo. —Volvió al avión y subió por una escalerilla que había apoyada contra la puerta delantera.
Zolar le hizo una señal a su hermano para que subiera.
—Vamos: no hay razón por la que tengamos que quedarnos aquí más tiempo, a no ser que le hayas cogido gusto al desierto.
Oxley le hizo una reverencia en plan de broma.
—Usted primero. —Cuando estaba a punto de entrar al avión, se dio la vuelta y miró por última vez al suroeste—. Sigo pensando que deberíamos esperar.
—Si estuviera en nuestro lugar, Cyrus no dudaría en irse. Hay demasiadas cosas en juego como para andar titubeando. Además, nuestro hermano tiene madera de superviviente, así que no te preocupes.
Movieron las manos en señal de despedida y los ingenieros mexicanos respondieron con una ovación a sus benefactores.
Pocos minutos más tarde el gran 747-400 se elevaba por encima de las dunas del desierto en medio de un estruendo ensordecedor. El avión se inclinó ligeramente hacia estribor y viró rumbo sureste. Zolar y Oxley se acomodaron en un pequeño compartimiento para pasajeros que había en la cubierta superior detrás de la cabina del piloto.
—Me preguntó dónde se habrán metido los Moore —comentó Oxley mientras miraba por la ventanilla cómo se iban alejando del mar de Cortés—. La última vez que los he visto ha sido en la gruta, poco antes de que los ingenieros subieran el último cargamento en una de las vagonetas.
—Apostaría cualquier cosa a que Cyrus ha hecho con ellos lo mismo que con la diputada Smith y Rudi Gunn —contestó Zolar. Por primera vez en muchos días se sentía tranquilo. Alzó la vista y esbozó una sonrisa a su sirvienta personal, quien traía un par de vasos de vino en una bandeja.
—Aunque te parezca extraño, estaba preocupado. Pensaba que nos sería difícil deshacernos de ellos.
—¿Sabes qué? Cyrus pensaba lo mismo. De hecho, según él eran un par de asesinos.
Oxley se volvió a su hermano.
—¿Ella también? Vamos, hombre, pero qué dices…
—No, de veras. Estoy convencido de que lo decía en serio. —Zolar bebió un poco de vino y asintió satisfecho—. Excelente. Un cabernet californiano de Chateau Montelena. Tienes que probarlo.
Oxley cogió el vaso y lo miró fijamente.
—Hasta que el tesoro no esté en Marruecos y Cyrus no haya salido de México no me apetece celebrar nada.
En cuanto los hermanos creyeron que el avión ya había alcanzado la altitud de crucero, se quitaron los cinturones y pasaron a la bodega para contemplar la increíble colección de antigüedades. Al cabo de poco menos de una hora, Zolar se puso rígido y miró a su hermano extrañado.
—¿No tienes la sensación de que estamos descendiendo? Oxley estaba admirando una figura de oro de una mariposa posada en una flor.
—No, no he notado nada.
Zolar seguía intranquilo, por lo que se acercó a una ventanilla y miró hacia abajo. Estaban a menos de mil metros de altura.
—¡Estamos descendiendo! —exclamó—. Algo va mal.
Oxley le miró con inquietud y se acercó a su vez a la ventana.
—Es verdad. El piloto ha bajado los alerones. Parece que vamos a aterrizar. Debe de ser una emergencia.
—¿Y por qué no nos ha advertido?
Acto seguido oyeron que se abría la compuerta del tren de aterrizaje. Estaban perdiendo altura rápidamente. Sobrevolaron varias casas y carreteras y, al cabo de unos segundos, entraron en un aeropuerto. Tras una sacudida, el avión empezó a perder velocidad y poco después viró y entró en una pista de rodaje.
En una terminal cercana había un cartel que rezaba: «Bienvenidos a El Paso».
Oxley no daba crédito a sus ojos.
—Dios mío, hemos aterrizado en los Estados Unidos —exclamó Zolar.
Fue corriendo hasta la cabina del piloto y empezó a golpear la puerta frenéticamente. No obtuvo respuesta. El avión continuó frenando hasta que se paró en el otro extremo del aeropuerto ante un hangar de la Guardia Nacional de Aviación. Entonces se abrió la puerta.
—¿Qué leches estáis haciendo? Os ordeno que volváis a despegar ahora mismo… —Zolar se quedó callado súbitamente. Alguien le acababa de poner el cañón de una pistola entre ceja y ceja.
Tanto el piloto como el copiloto y el mecánico de vuelo seguían sentados en sus butacas. Henry Moore se encontraba al lado de la puerta empuñando una extraña automática de nueve milímetros de fabricación casera, mientras Micki Moore hablaba por la radio y apuntaba al cuello del piloto con una Liliputiense automática de calibre 25.
—Nuestros ex amigos nos perdonarán porque hayamos tenido que realizar una parada imprevista —comenzó a decir Moore con una voz prepotente que jamás habían oído antes—, pero como podrán ver ha habido un cambio de planes.
La expresión de Zolar pasó rápidamente de la estupefacción a la rabia.
—Pero ¿está usted ciego o es idiota? ¿Tiene la menor idea de lo que acaba de hacer? —le increpó.
—Claro, faltaría más —contestó Moore con toda naturalidad—. Micki y yo hemos secuestrado el avión con todo su cargamento. Supongo que conocerán el viejo dicho: el que roba al ladrón tiene cien años de perdón.
—Tenemos que despegar —anunció Oxley en tono suplicante—, los agentes del Servicio de Aduanas estarán aquí en un abrir y cerrar de ojos.
—Ya que los menciona, Micki y yo hemos pensado en entregar los objetos a las autoridades.
—No sabe lo que está diciendo.
—Oh, sí que lo sé, querido Charley. Le diré además que los agentes federales tienen más interés en ustedes que en el tesoro de Huáscar.
—¿Pero de dónde han salido? —preguntó Zolar.
—Ha sido muy sencillo. Hemos llegado a la pista en uno de los helicópteros que transportaban el tesoro. Como los ingenieros estaban tan acostumbrados a vernos, no nos han puesto ninguna pega cuando hemos subido al avión. Nos hemos escondido en los servicios y cuando el piloto ha salido a la pista para hablar con ustedes, hemos entrado en la cabina.
—¿Por qué habrían de creerles los federales? —preguntó Oxley.
—Por decirlo de alguna manera, Micki y yo también fuimos agentes —explicó brevemente Moore—. Nada más entrar en la cabina, Micki ha llamado a unos viejos amigos que tiene en Washington, y ellos se han encargado de organizar la recepción.
Zolar miró a Moore como si fuera a descuartizarlo.
—Usted y su mentirosa mujer han llegado a un acuerdo con los federales. Se van a llevar una parte del tesoro, ¿verdad? —Zolar se quedó esperando una respuesta, pero el antropólogo no abrió la boca—. ¿Cuánto van a quedarse? ¿Un diez, un veinte, o tal vez un cincuenta por ciento?
—No hemos llegado a ningún acuerdo con el gobierno —confesó Moore lentamente—. Sabíamos que no iban a cumplir su parte del trato y que tenían pensado matarnos. En un principio, nuestro propósito era quedarnos con el tesoro, pero como podrán ver, al final hemos cambiado de planes.
—Fíjate en cómo manejan las armas —observó Oxley—. Cyrus tiene razón. Son un par de asesinos.
En ese momento sonó un golpe en la puerta delantera del compartimiento de pasajeros de la cubierta inferior. Moore hizo una señal a los hermanos para que bajaran por la escalera.
—Bajen y abran la puerta —ordenó.
Los dos criminales obedecieron de mala gana. Dos hombres trajeados subieron por la escalerilla que había apoyada contra el avión. Uno era negro y corpulento, y tenía el mismo aspecto que un jugador de fútbol americano. El otro era blanco e iba impecablemente vestido. Nada más verlos, Zolar pensó que eran agentes federales.
—Joseph Zolar y Charles Oxley, soy David Gaskill, agente del Servicio de Aduanas. Me acompaña el agente Francis Ragsdale, del FBI. Caballeros, quedan arrestados por contrabando de objetos ilegales en los Estados Unidos, robo de obras de arte de museos tanto públicos como privados y falsificación y venta no autorizada de antigüedades.
—¿De qué me está hablando? —saltó Zolar.
Gaskill no le hizo caso. Se volvió a Ragsdale y esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Te gustaría hacer los honores?
Ragsdale asintió encantado.
—Sí, cómo no. Muchas gracias.
Mientras Gaskill les ponía las esposas, Ragsdale les leyó sus derechos.
—Han venido muy rápido —comentó Moore—. Nos dijeron que estaban en Calexico.
—Hemos salido en un avión militar un cuarto de hora después de que el FBI nos llamara desde Washington —informó Ragsdale.
Oxley se volvió entonces a Gaskill con una mirada que ya no expresaba sorpresa sino desafío.
—Jamás encontrarán pruebas para sentenciarnos.
Ragsdale señaló la bodega con la cabeza.
—¿Y eso qué es entonces?
—No somos más que pasajeros —repuso Zolar con serenidad—. El profesor Moore y su mujer nos han invitado a hacer un viaje con ellos.
—Ya. ¿Y me puede decir entonces de dónde han salido todas las obras de arte que tienen en su almacén de Galveston?
Oxley sonrió burlonamente.
—Nuestro almacén de Galveston es legal. Ya lo han registrado varias veces y nunca han encontrado nada.
—En ese caso —continuó Ragsdale astutamente—, ¿cómo explican la existencia de un túnel que comunica el edificio de la empresa de almacenamiento Logan con un sótano lleno de objetos robados propiedad de Zolar International?
Los hermanos se miraron el uno al otro y empalidecieron.
—Eso se lo acaba de inventar usted. —La voz de Zolar revelaba alarma.
—¿Que me lo acabo de inventar? ¿Quiere que le describa el túnel y le haga un resumen de las obras maestras que hemos encontrado?
—Es imposible que hayan encontrado el túnel.
—Zolar International y la organización clandestina Solpemachaco llevan cerradas día y medio. El cierre es indefinido —le informó Gaskill.
—Una pena que su padre, Mansfield Zolar, más conocido como el Espectro, no esté todavía vivo, porque si lo estuviera también le arrestaríamos.
Zolar parecía estar a punto de sufrir un ataque al corazón. Oxley se había quedado petrificado.
—Cuando ustedes, su familia, sus socios y sus compradores salgan de la cárcel, serán tan viejos como las obras de arte que han robado durante todos estos años.
El avión empezó a llenarse de federales. Mientras el FBI se hacía cargo de la tripulación y de la sirvienta de Zolar, los agentes del Servicio de Aduanas empezaron a sacar el tesoro de la bodega. Ragsdale hizo una señal a su equipo.
—Llevadlos al juzgado.
Los dos ladrones se habían venido abajo. Los agentes los metieron en un par de coches y se los llevaron a la ciudad. Gaskill y Ragsdale se volvieron entonces a los Moore.
—No se pueden imaginar lo agradecidos que les estamos por su colaboración —dijo Gaskill—. La captura de la familia Zolar va a asestar un duro golpe al mercado negro del arte.
—No somos tan altruistas como usted se piensa —confesó Micki con una sonrisa de alivio en los labios—. Henry está seguro de que el gobierno peruano va a dar una recompensa por la captura.
Gaskill hizo un gesto afirmativo.
—Seguro que se la dan a ustedes.
—El prestigio que supone haber sido los primeros en catalogar y fotografiar el tesoro va a mejorar mucho nuestra reputación en los círculos universitarios —comentó Henry Moore mientras se guardaba la pistola.
—El Servicio de Aduanas necesitaría un inventario de los objetos que integran el tesoro —comentó Gaskill.
Moore asintió con firmeza.
—Micki y yo estaremos encantados de colaborar con ustedes. El inventario ya está hecho, así que podremos entregarles un informe completo antes de que el tesoro sea devuelto formalmente al Perú.
—¿Dónde van a guardarlo mientras tanto? —preguntó Micki.
—En un almacén del gobierno, pero no estamos autorizados para decirles dónde se encuentra —respondió Gaskill.
—¿Saben algo de la diputada Loren Smith y del miembro de la ANS?
Gaskill movió la cabeza afirmativamente.
—Hace sólo unos minutos que nos han informado de que fueron liberados por una tribu de indios y que ahora se encuentran camino del hospital.
Micki se sentó en una butaca y dejó escapar un suspiro.
—Entonces, todo ha acabado solucionándose.
Henry se sentó a su lado y le cogió de la mano.
—Al menos para nosotros —añadió dulcemente—. De ahora en adelante seremos un par de viejos profesores más y viviremos en una universidad con los muros cubiertos de hiedra.
—¿Tan mal te parece?
—No —contestó él mientras la besaba en la frente—. Creo que podremos soportarlo.