Epílogo

La familia Foran no dijo nada de lo que LeCarr temía. Por el contrario, el señor, la señora y la señorita Foran se sentían contentísimos de que un héroe ingresara muy pronto en la familia.

—La cabaña era de Myroff —explicó el joven con voz pomposa—, quien, por lo visto, no era la primera vez que la usaba para tales menesteres. Hazlos se enteró del peligro que corrían y dejó primero el mensaje en la geografía de la señorita Mintzai. Luego, cuando fue hecho prisionero, Emil y Dean lo encerraron en el desván de la cabaña, hasta que llegara su jefe. Entonces, Hazlos, que conocía la ubicación del libro en su biblioteca, escribió el mensaje en el polvo con el dedo, sabiendo que no iba a salir de allí con vida. No sabía que el señor Mintzai moriría también y…

Resha se levantó y se dirigió hacia el joven.

—Amor mío —dijo apasionadamente.

Se dispuso a abrazarle, pero no tuvo tiempo. Ginny, la doncella, abrió la puerta.

—Con permiso. El señor LeCarr tiene una visita. Sheridan se volvió hacia la puerta.

—¿Yo? ¿Quién es, Ginny?

La doncella sonreía maliciosamente.

—Perdone el señor —contestó. Y se echó a un lado.

Una mujer, aún joven y agraciada, con un chiquillo de pecho en los brazos y otro de cinco o seis años, cogido de la mano, entró en el salón.

—¡Sher! ¡Mi vida! —exclamó.

El chico echó a correr hacia LeCarr.

—¡Papá, papaíto! —gritó, agarrándose a sus piernas LeCarr se sentía aterrado. ¿Quién era aquella mujer? ¿De dónde sacaba el chico que él era su padre?

La joven se le acercó.

—Mira al pequeño Bobby. ¿Verdad que es tu vivo retrato, Sher? —dijo, enseñándole al niño que llevaba en brazos.

LeCarr volvió los ojos hacia su prometida. Tuvo que bajarlos.

Resha yacía sobre la alfombra. Sus padres contemplaban al joven con helada expresión.

—Bueno, querido —dijo la joven—, ¿nos volvemos a casita?

De repente, LeCarr comprendió lo que había sucedido. Apartó a la mujer y salió corriendo de la estancia.

Carol se hallaba sentada en la parte anterior de un coche, retocándose el maquillaje con ayuda del retrovisor.

—Hola, Sher —saludó la muchacha tranquilamente.

—Has sido tú —bramó él.

—En la guerra y en el amor… —contestó ella con sorna.

—Pero ésa no es mi esposa…, ni los chicos son mis hijos…

—Claro que no. Ella tiene un marido que la adora y está loca por sus niños. Pero es una estupenda amiga mía y se prestó de buena gana a la comedia. ¿Crees que iba a consentir que te desgraciaras para toda la vida, casándote con una alérgica al caviar?

LeCarr abrió la portezuela y se sentó al lado de Carol.

—¿Y qué sabes tú si yo iba a ser o no desgraciado con Resha como esposa? —Gruñó. Carol guardó tranquilamente la polvera y se volvió para mirarle.

—Te salvé la vida en una ocasión, ¿lo recuerdas?

—Sí; y te estoy muy agradecido, aunque eso no quiere decir…

—Significa que si tienes que casarte con alguien, lo harás conmigo. Pero no temas; la única que dirá: «Sí cielo… como quieras, vidita… desde luego, amorcito…» seré yo.

Le echó los brazos al cuello y le miró de una manera que rindió los últimos baluartes de la resistencia de LeCarr.

—Sólo quiero que me digas sí una vez, sólo una —pidió—. ¿Te casarás conmigo?

Lentamente, el ceño fruncido del abogado fue dejando paso a una ancha sonrisa de complacencia.

Carol tenía razón. Tal vez pasaran apuros e incluso calamidades, pero ella era una mujer fuerte, que sabría sobrellevar con buen ánimo cualquier adversidad. Además, le amaba; tenía a su padre fuera de la ciudad y…

—¿Te casarás conmigo? —repitió ella, acentuando la presión de sus brazos. LeCarr estaba ya decidido.

—Sí —contestó, inclinándose a besarla.

FIN