CAPÍTULO VIII

El tuerto se puso en pie.

Era un sujeto hercúleo, de anchos hombros, vestido con una chaqueta de estrepitoso colorido y que llevaba una bufanda roja de seda en lugar de corbata. Aunque limpio, su aspecto era de cierto elegante desaliño.

—¡Sher! —dijo Resha—. Habla, no te quedes ahí parado como un poste. Aún no me has saludado como corresponde…

LeCarr besó a la joven en una mejilla.

—Dispensa, Resha; estaba un poco preocupado.

—Ah, algún caso importante, sin duda. Bien, trata de olvidarlo, mientras estés a mi lado. Perdona, Sher; yo también me distraje. Te presento al señor Coutts Maynand. Señor Maynand, Sheridan LeCarr, mi prometido.

Los dos hombres se saludaron cortésmente. Resha añadió:

—El señor Maynand es un gran poeta…

—¡Por favor, señorita Foran! —dijo el tuerto modestamente.

—…Y nos va a hacer el gran favor de recitarnos sus últimas composiciones en la gran fiesta anual a beneficio de los Huérfanos Pobres de la ciudad —continuó la joven sin hacer caso de la interrupción de su visitante.

—No cabe la menor duda de que el recitar constituirá un éxito sin precedentes —alabó LeCarr.

—Es usted muy amable, señor —respondió Maynand—. Uno, dentro de su modestia, trata de hacer todo lo que puede en favor de esos desdichados.

—Su espíritu caritativo es altamente encomiable.

—Por supuesto —terció Resha—, la intervención de nuestro gran poeta es totalmente desinteresada.

Maynand hizo un gesto con la mano, como queriendo decir que el dinero no le importaba en absoluto. Luego dijo:

—Mi querida señorita Foran, lamento tener que suspender la admiración de su rutilante belleza, pero imagino que usted se sentirá impaciente por hallarse a solas con su prometido.

—Oh, no importa, señor Maynand… El tuerto agitó la mano.

—Dos enamorados jóvenes, ella hermosa y él apuesto, lo son también de la soledad.

Volveré en otro momento para terminar de concretar mi intervención en la fiesta.

—Le acompañaré —se ofreció la muchacha.

LeCarr quedó solo, sumamente preocupado. ¿A qué había venido el tuerto a casa de los Foran?

Carol le había hablado del sujeto. El había hablado con Myroff.

Myroff le había amenazado con organizar un buen escándalo. Resultaba patente que los dos hombres, Myroff y Maynand, eran componentes de una misma banda… de la cual ignoraba, por cierto, sus verdaderos propósitos.

De repente, se le ocurrió una idea que casi le dejó sin aliento.

¡Las iniciales de la pulsera! Carven Myroff. Coutts Maynand.

Los dos hombres eran terriblemente robustos y con una frondosa cabellera negra.

¿No podía tratarse el parche negro y la barba de un disfraz?

Resha entró en aquel momento, interrumpiendo sus pensamientos.

—Hola, cariño —saludó la muchacha, ofreciéndole sus labios—. Al fin nos ha dejado solos ese pelma. Es un buen hombre, pero latoso como él solo.

LeCarr besó maquinalmente a su prometida. Sus pensamientos estaban muy lejos de aquel lugar.

La velada se le hizo inaguantablemente larga. Por fin, con gran alivio, llegó la hora de despedirse.

—Resha, ¿podría pedirte un favor? —dijo, casi en la puerta de la mansión.

—Lo que quieras, amorcito —contestó la chica.

—Se trata de Maynand. ¿Es tan buen poeta como aseguras?

—Yo no entiendo de poesía, si te he de ser franca. Pero ya sabes que mi madre es la presidenta del Comité de Ayuda a los Huérfanos Pobres y es ella la que solicitó la colaboración de Maynand.

—¿Y bien?

—Hoy tuve que atenderle yo, porque mamá estaba fuera. ¿A qué vienen todas esas preguntas, Sher?

—Bueno —sonrió el joven—, me gustaría hablar con él, para que compusiera y recitara algunas poesías originales en el baile anual de la Asociación de Abogados.

Ello daría un tono más elevado a la fiesta, ¿no te parece?

—Pero, Sher, ¡si faltan más de cuatro meses para esa fiesta! —se extrañó Resha. LeCarr demostró que no en balde era un abogado listo.

—Bueno, si queremos que las poesías que recite sean originales, es preciso pedírselo con tiempo, ¿no te parece? Un poeta puede componer una poesía en minutos, si está inspirado, pero otras veces, su musa se resiste y… Así, teniendo tiempo de sobra, contaremos con la garantía de sus composiciones poéticas.

—Bien, es una actitud muy razonable. Y, ¿qué es lo que quieres, Sher?

—El domicilio de esa gloria de las letras patrias —contestó él, muy serio. Media hora más tarde, LeCarr llamaba a la puerta de un apartamiento. Maynand en persona salió a recibirle.

—¡Señor LeCarr! —dijo, muy sorprendido—. ¿Qué le trae a usted por aquí? El joven llevaba en el bolsillo el revólver que había quitado a Myroff.

—Hablar con usted unos minutos, señor Maynand —contestó secamente—. ¿Puedo pasar?

El tuerto frunció el ceño al observar el gesto adusto de su visitante.

—Claro —contestó—. Entre, por favor.

—¿Una copa? —ofreció.

—Yo no bebo con asesinos.

Maynand se volvió, como picado por un áspid.

—¿Qué diablos está diciendo? —Gruñó.

—Lo que oye —respondió el joven, avanzando resueltamente hacia él—. Que, a pesar de su disfraz, muy hábil por cierto, no ha conseguido engañarme. Usted es Carven Myroff, asesino de Stephan Hazlos y Owen Bull, aunque, para pasar desapercibido, emplea la pomposa personalidad de un poeta.

—Está loco —dijo Maynand—. Loco de remate.

—¿Loco yo? —bramó el joven—. ¡Ahora lo verá!

Inmediatamente, saltó hacia el sujeto y le agarró la barba, pegando un fuerte tirón a continuación.

Maynand soltó un aullido de dolor. Luego, con la mano izquierda, de revés, asestó al joven un tremendo mamporro, que lo hizo girar dos veces sobre sí mismo antes de caer sobre una mesita baja, que estalló con gran crujido de maderas.

LeCarr quedó en el suelo, aturdido y dolorido, aunque todavía con conocimiento. Maynand le dirigió una colección de escogidos improperios y luego se dispuso a servirse una copa.

—¡Quieto ahí! —ordenó el joven, apuntándole con el revólver—. Levante las manos y no se mueva. De lo contrario, le meteré un balazo en el estómago.

Maynand palideció terriblemente. La copa que sostenía en una mano se rompió contra el suelo con gran estrépito.

—No… no tire… —balbució, espantado. LeCarr se puso en pie y avanzó hacia él.

—Quédese quieto y no le pasará nada —dijo.

Alzó la mano izquierda y, con gesto rápido, arrancó el parche negro.

—¡Rayos! —exclamó.

Dio dos pasos atrás, tremendamente desconcertado.

—Su… su ojo izquierdo… está sano… —balbució.

Maynand se rehízo parcialmente y le arrebató el parche, que volvió a colocar en su sitio.

—¡Pues claro que está sano! —gruñó—. Siempre digo que lo perdí en la guerra, en el Pacífico. Una esquirla de metralla…, no es verdad, pero ¿qué diablos puede importarle a usted eso? —añadió de mal talante.

LeCarr guardó el revólver.

—No sé qué pensar —dijo.

—A mí me pasa igual, aunque conservo la serenidad suficiente para decirle que, si no se marcha inmediatamente, llamaré a la policía. ¡Acusarme de asesinato! —rugió Maynand coléricamente—. ¿De dónde ha sacado semejante insensatez?

—Es que…

LeCarr se dio cuenta que dar explicaciones al poeta no conduciría a ninguna parte. Había sido una increíble coincidencia: un tuerto, con barba… y con las iniciales de su nombre análogas a las grabadas en la pulsera de plata.

—Lo siento —dijo envaradamente—. Estoy dispuesto a ofrecerle todas las disculpas que desee.

—Me gustaría mucho más que se fuese de mi casa inmediatamente —rezongó Maynand.

—Sí, claro, desde luego. Una vez más le pido perdón y…

LeCarr abandonó el apartamiento como perro con el rabo entre piernas.

Se hubiera sorprendido mucho de ver aparecer a otro hombre en la habitación, apenas hubo abandonado la casa.

Myroff soltó la carcajada al observar el aspecto colérico del tuerto.

—Divertido, ¿eh, Coutts? —exclamó. Maynand soltó una gruesa imprecación.

—Será para ti. Para mí, no lo es en absoluto.

Aún le dolía la barba, después del tirón que le había propinado el abogado.

—Vamos, vamos —dijo Myroff, con aire bonachón—, no te lo tomes tan a pecho. Sólo es cuestión de unos días…

—Nunca me gustó que me metieras en tus trapacerías, Carven.

—Y no te estoy enredando; sólo suplanto tu personalidad, en ocasiones. Maynand frunció el ceño.

—¿Para qué haces todo esto, Carven? —preguntó.

Myroff se acercó al aparador de los licores y se sirvió una copa.

—Eso no debe preocuparte, Coutts —respondió—. Haga lo que haga, tú vas a recibir un buen puñado de dólares que, a juzgar por lo que he podido observar, te están haciendo mucha falta.

—Aún puedo pasarme sin tu dinero.

—Pero yo no puedo prescindir de tu ayuda, al menos, en esta ocasión.

—¿Cuánto tiempo vas a tardar? Myroff hizo un gesto voluble.

—Depende.

—¿De quién?

—De las circunstancias, claro. Pero te aseguro que estoy tratando de ser lo más rápido posible.

—¡Ojalá terminases hoy mismo! ¡Ahora, en el acto! —exclamó Maynand, rabiosamente.

—Mi querido Coutts, pides demasiado. ¿Qué más quisiera yo que poder complacerte?

—Pero, bueno, ¿puede saberse al menos, por qué diablos haces esto? Myroff apuró su copa de un golpe.

—Por dinero —respondió crudamente.

—¿No podrías explicarme de qué asunto se trata?

—Coutts, cuando termine, vas a recibir mil dólares, aparte de los mil que ya te he entregado y que han servido para que tapes los boquetes más grandes que tenías abiertos en tu economía. Eso es todo cuanto puedes saber…, aparte de que mañana, bajo ningún concepto, deberás salir de casa, ni recibir visitas, ni contestar al teléfono ni una sola vez. Como si el apartamiento estuviera deshabitado, ¿comprendes?

—No, pero lo haré —rezongó el poeta.

Myroff dejó la copa sobre el aparador y se acercó al teléfono. Marcó un número y esperó.

—¿Emil? ¿Alguna noticia de la chica? —inquirió segundos más tarde—. ¿No…?

Lanzó una obscena maldición.

—¡Ese condenado abogado la ha escondido! —bramó—. ¡Es preciso buscarla! ¿Me habéis entendido?

Colgó con fuerte golpe. Maynand le contemplaba especulativamente.

—Parece que te interesa mucho la chica —comentó.

—Sí —reconoció Myroff, con un brillo de cólera en los ojos.

—¿Algún secuestro? —preguntó el poeta en tono intrascendente.

—No. Una herencia… Es un poco complicado de explicar y estoy cansado. Myroff se dirigió hacia la puerta.

—Ya lo has oído: mañana, encerrado en casa, sin salir, ni recibir visitas, ni contestar al teléfono —repitió secamente.

Al quedarse solo, Maynand estuvo tentado de ponerse en contacto con el abogado.

Sospechaba que Myroff planeaba algo mucho más turbio de lo que había dado a entender. Pero, por fin, con un encogimiento de hombros, decidió que las cosas siguieran su curso.