CAPÍTULO IV
Sheridan LeCarr se sacó el pañuelo de pecho del bolsillo y, envolviendo el pomo de la puerta, lo hizo girar. Carol, a su lado, le contemplaba con rostro lleno de ansiedad.
—No haga ruido —murmuró él.
Carol asintió. Momentos después, la pareja se hallaba en el interior del piso de Hazlos. LeCarr cerró cuidadosamente.
—Procure dominarse —aconsejó.
—Lo intentaré —respondió la chica.
LeCarr se asomó al dormitorio. El muerto continuaba en el mismo sitio. No parecía que nadie hubiese estado en la casa después de que LeCarr hubiera descubierto el cadáver.
—Asómese, Carol.
Ella obedeció. Se mordió los labios para no gritar.
LeCarr percibió la ruidosa respiración de la muchacha. Al fin, Carol dijo:
—Le juro que nunca había visto a ese hombre antes de ahora. LeCarr aspiró el aire.
—El perfume continúa en el ambiente —dijo. Ella lo aspiró un par de veces.
—No parece muy femenino —opinó—. Oiga, ¿no sería la pulsera del muerto?
—Bien, la verdad es que no me detuve a registrar sus ropas —confesó el abogado.
—¿Y por qué no lo hace ahora? Tal vez encuentre algo de interés… LeCarr se volvió hacia la muchacha.
—¿Qué tiene que ver esta muerte con su pretendida secuestro? —exclamó.
—Pues si quiere que le diga la verdad, también a mí me gustaría saberlo. Vamos, registre las ropas del muerto; le aseguro que no le hará el menor daño.
El joven torció el gesto. Finalmente, se acercó al cadáver y empezó a hurgar en los bolsillos de su traje.
—Se han llevado su documentación —dijo al cabo de unos momentos—. ¡Espere!
En el bolsillo de pecho de la americana había notado la presencia de un papel. Lo sacó, observando que estaba bastante arrugado, como si el muerto se lo hubiera guardado allí precipitadamente.
LeCarr alisó el papel, colocándolo sobre la palma de la mano izquierda, y luego leyó las dos palabras que había escritas en el mismo.
Carol miró por encima de su hombro.
—¿Qué quiere decir Down Point? —preguntó.
—Es un lugar geográfico…, aunque ignoro dónde se encuentra.
—Tal vez sea una buena pista, ¿no cree?
—¿En qué quedamos? ¿Debo protegerla de sus secuestradores o he de meterme a detective para hallar al asesino de este pobre chico?
—Está en casa de Hazlos y el pobre Stephen no me habló nunca de ninguna persona cuyo nombre empezase con las iniciales de la pulsera que encontró aquí.
LeCarr meditó unos instantes.
—Se me ha ocurrido una idea —dijo de pronto.
—Brillante, por supuesto —sonrió Carol.
—En la Biblioteca Pública hay buenos mapas, con los índices correspondientes. ¿Qué tal si echamos un vistazo a ellos?
—Estoy plenamente de acuerdo con usted.
Salieron de la casa, con idénticas precauciones y caminaron en busca del coche del joven.
Ninguno de los dos se dio cuenta de que, a prudente distancia, había un auto negro, ocupado por tres hombres.
Uno de ellos era el hombre robusto que había estrangulado al prisionero en la cabaña de la playa. Fumaba un cigarrillo oriental, insertado en una larga boquilla, cuyo humo aspiraba con delectación.
El hombre robusto, dijo:
—Mi plan se está cumpliendo. Siga a la pareja, Emil.
—Sí, jefe.
El chófer hizo arrancar al auto con toda suavidad y se situó tras el de LeCarr, aunque procurando mantener la distancia precisa para no hacerse sospechoso.
Diez minutos después, el coche del abogado se detenía frente a un edificio de aire severo, con trazas de templo griego, aunque de un estilo modernizado. LeCarr y Carol se apearon del auto.
El hombre robusto sonrió:
—Creo que han caído en la trampa —dijo.
—¿A qué diablos van a la Biblioteca Pública? —preguntó el otro rufián.
—Es bien sencillo: quieren saber dónde se encuentra Down Point.
LeCarr tardó en encontrar lo que buscaba. Al fin, halló en un mapa la ubicación de Down Point.
—Está a veinticinco kilómetros al sur de la ciudad, cinco más allá de una pequeña aldea de pescadores llamada Fish Harbor. Según se deduce del mapa, es una costa baja y pantanosa.
—¿Qué es lo que puede haber allí? —preguntó Carol, mordiéndose el labio inferior. LeCarr consultó su reloj.
—Son las doce. Suponiendo que perdamos, como máximo, una hora en investigar, y contando otra entre la ida y la vuelta, podemos estar de regreso a las dos. O antes, quizá —concluyó.
Ella le dirigió una mirada conmovida.
—Me está ayudando desinteresadamente —dijo—. No sé cómo agradecérselo.
—Puede hacerlo de una forma —contestó él.
—Dígame y trataré de complacerte.
—No hable nunca de esto a Resha Foran.
—Se lo prometo —aseguró Carol—. ¿Vamos?
Momentos después, se hallaban de nuevo dentro del auto. El hombre robusto, desde el suyo, lanzó una suave risita.
—¡Mordieron el anzuelo! ¡Sígueles, Emil!
—Sí, jefe.
* * *
La cabaña apareció de repente a los ojos de ambos jóvenes, al remontar una duna cubierta parcialmente de hierbajos, que vegetaban precariamente.
El camino estaba apenas marcado e invadido también por las hierbas. LeCarr frenó suavemente la marcha del auto, hasta detenerlo en la parte posterior de la cabaña.
Saltó al suelo. Carol le imitó en el acto.
—Según el mapa —dijo él—, esto es Down Point. Y puesto que no hay ninguna otra vivienda en los alrededores, parece lógico pensar que la cabaña es nuestro objetivo.
—Muy bien. Vamos a ver qué hay dentro.
La cabaña aparentaba ir a caerse de un momento a otro. El lugar era solitario y desolado.
Había sol, pero el mar no presentaba la brillantez y el color característicos de otras latitudes. Las olas morían casi silenciosamente sobre la arena de la playa.
—Es deprimente —murmuró Carol, estremeciéndose—. Creo que no viviría aquí por todo el oro del mundo.
—Alguien piensa de manera distinta a usted —dijo LeCarr, ascendiendo los tres escalones que separaban el suelo de la agrietada beranda de la arena.
Llamó a la puerta.
—¿Hay alguien dentro? —gritó.
El viento silbó tenuemente. LeCarr se volvió hacia la chica.
—Entraremos sin permiso del dueño —dijo.
—¿A qué esperamos? —contestó ella.
La puerta no tenía echada la llave. LeCarr abrió y cruzó el umbral.
El olor a lugar abandonado les asaltó de inmediato. Los muebles eran viejos y, como comprobó, la madera estaba carcomida en muchos puntos.
El polvo invadía la cabaña, salvo por un punto: una habitación en la cual sólo tres sillas y una mesa medio volcada, por faltarle una pata, que yacía junto a una esquina del mueble. LeCarr observó que sobre el polvo del suelo se observaba numerosas huellas de pisadas.
—Aquí ha estado alguien hace poco —dictaminó, poniéndose en cuclillas—. Tres, cuatro días como máximo.
—El tiempo que hace que falta Hazlos —se estremeció la chica. LeCarr se incorporó.
—¿Lo trajeron aquí? —murmuró.
—Es posible. Y, seguramente, le torturaron y luego le dieron muerte.
—¿Para qué le torturaron?
—Para que les dijera dónde estaba.
—Y ellos… ¿para qué querían conocer su paradero?
—Ya le expliqué que Hazlos no me dijo nada al respecto. Es todo lo que puedo decirle.
LeCarr se tiró del labio inferior. Luego giró en redondo, examinando la habitación detenidamente.
Levantó la vista al techo. Entonces, encontró una trampilla.
—Vamos a ver qué hay arriba —dijo—. Acérqueme esa silla, por favor.
Carol agarró la silla por el respaldo. Tiró… y la silla continuó inmóvil.
—¡Eh —exclamó—, esta silla está atornillada al suelo! LeCarr se volvió hacia la muchacha. Sacudió la silla.
—¡Qué raro! —murmuró.
—A mí no me lo parece tanto —dijo Carol. El joven la contempló inquisitivamente.
—Si usted quiere torturar a una persona y la ata a una silla, ésta se moverá indefectiblemente —explicó Carol—. Sujétala al suelo y su labor se verá considerablemente facilitada.
—Es verdad —convino él.
Dábase cuenta de que Carol no le mentía. Pero ¿por qué trataban de raptarla?
—Está bien —añadió al cabo—. Usaré otra silla.
—Con tal de que no se rompa… —dudó la muchacha.
LeCarr colocó la silla directamente bajo la trampa de acceso al desván. Luego, con precauciones, se colocó encima del asiento.
Alargó los brazos hacia arriba.
—Así, muy bien —dijo entonces una voz masculina—. Su curiosidad me evita dar la orden clásica de «Levante las manos o le frío a balazos».
LeCarr se volvió lentamente. Tres hombres, armados dos de ellos con sendas pistolas, irrumpían en la habitación en aquellos instantes.
Uno de ellos, fuerte, robusto, de penetrantes ojos negros, sonrió placenteramente al ver a la muchacha.
—Estaba ansiando encontrarme con usted, Carol Mintzai —dijo.