CAPÍTULO VI
A la entrada de la ciudad, LeCarr detuvo el auto.
—Carol, usted deberá apearse, tomar un taxi y regresar a mi apartamiento. Espéreme allí y no se mueva en absoluto. —Le entregó las llaves—. No responda al teléfono tampoco, ¿estamos?
—De acuerdo, pero ¿por qué no me lleva a su casa en el coche? LeCarr suspiró.
—Olvida que sigo estando prometido a Resha Foran —contestó.
—Es verdad —dijo ella casi melancólicamente—. Ya no me acordaba. Procuraré ser discreta, Sher.
—Gracias, Carol. Créame que trato de ayudarla lo más posible, pero…
—No se excuse; le comprendo perfectamente. ¿Tardará mucho en volver, Sher?
—No lo sé todavía. Pero tiene libros, discos, radio, televisión… Le aseguro que no se aburrirá.
—De acuerdo. Hasta la vista, Sher.
—Adiós, Carol.
LeCarr regresó a su despacho. Hízose traer unos bocadillos y café y repuso sus fuerzas, mientras examinaba los asuntos más urgentes.
Al terminar, sacó la libreta de Myroff y empezó a examinarla. Unas iniciales le chocaron en una de las anotaciones:
«R. F. Contactar y observar reacciones», leyó. Se pellizcó el labio inferior.
—Debe de tratarse de una mera coincidencia —se dijo. Y siguió pasando páginas. Otra anotación decía:
«O. D. Curioso y, como tal, inútil».
Se preguntó quién podría ser aquel O. D.
—Curioso, y, como tal, inútil —repitió a media voz. Meditó unos momentos.
—¡Hum! No me extrañaría en absoluto que se tratase del sujeto apuñalado en casa de Hazlos.
Luego encontró una tercera anotación:
«Visitar domicilio C. M., 336 Geary Place».
—¡Hombre, ahí debe vivir Carol! —exclamó—. Sería interesante visitar su casa. Consultó su reloj. Era demasiado pronto. Tendría que ir a una hora más conveniente. No encontró ningún apunte más que mereciera la pena, aunque se dijo que debía conservar el librito como un objeto precioso. Copió las anotaciones que le habían llamado la atención y luego escondió la agenda.
Continuó su trabajo. Al terminar, se dijo que le convendría hacer una vida normal.
Visitó a Resha y pasó un rato en su compañía. A las diez de la noche regresó a su domicilio.
Carol le acogió en un estado lindante con el histerismo.
—¡Creí que ya no iba a volver! —exclamó, al verle.
—Tuve que hacer vida normal —contestó él—. Trabajar, visitar a mi prometida…
—Comprendo —suspiró la muchacha—. ¿Ha averiguado algo más?
—No, nada de importancia. ¿Quiere una copa?
—Bueno. Ah, ¿han descubierto ya el asesinato?
—Sí. Los periódicos de la noche dieron la noticia.
—¿Se sabe quién es el muerto?
—No. La policía está tratando de identificarlo; es todo lo que se sabe. Carol tomó la copa que le ofrecía el joven.
—Me preguntó qué haría aquel muchacho en casa de Hazlos —murmuró pensativamente.
—La policía también lo ignora. Según los periódicos, parece como si Hazlos hubiera sido el asesino y luego se hubiese fugado.
—¡Stephen era incapaz de matar una mosca!
—Eso lo sabe usted, pero no la policía. En fin, ¿ha cenado ya?
—Sí. Tomé algo hace un par de horas.
—Entonces, le conviene descansar. Voy a prepararle todo para que pueda dormir cómodamente.
—Un momento —le detuvo ella, cuando LeCarr se dirigía ya hacia el dormitorio.
—Dígame, Carol.
—¿Qué piensa hacer mañana? El joven sonrió.
—Esta noche tengo que sostener una conferencia muy interesante. Tal vez de ella surja alguna buena idea.
—¿Conferencia? ¿Con quién?
—Con la almohada —respondió LeCarr con brillante sonrisa.
—¡Oh! —exclamó Carol, decepcionada.
* * *
Procurando no hacer ruido alguno, LeCarr abrió la puerta de su dormitorio y asomó la cabeza.
Carol dormía sosegadamente en el diván. LeCarr salió de la habitación y, pisando de puntillas, se acercó a la mesita donde ella había dejado su bolso.
La luz de la calle entraba por la ventaría. LeCarr abrió el bolso con infinitas precauciones y lo registró a tientas.
Momentos después, tenía en la mano un manojito de llaves. Cerró el monedero y se dirigió hacia la puerta del apartamiento.
Un minuto más tarde, se hallaba en su automóvil, en el que se dirigió a Geary Place.
Buscó el número 336 y entró en la casa sin vacilación.
Miró en el indicador de inquilinos. Carol residía en el cuarto piso, letra C.
El conserje nocturno no se hallaba a la vista. A fin de no dar motivo a preguntas indiscretas, tomó la escalera.
Poco después, se detenía ante la puerta C. Probó un par de llaves, antes de dar con la verdadera.
Entró y cerró a su espalda. Tanteó la pared, hasta hallar el interruptor de la luz.
—Bueno, si Myroff buscaba a Carol con tanto ahínco, no sé cómo tuvo necesidad de raptar a Hazlos para averiguar su domicilio.
Momentos más tarde, tenía una explicación de aquella aparente incongruencia.
No había teléfono en el apartamiento Pero, entonces, ¿dónde recibía Carol las llamadas diarias de Hazlos?
—En algún lugar convenido de antemano, una cafetería o una cabina pública —resolvió al cabo.
El apartamiento estaba decorado modestamente. Constaba de salita, dormitorio, baño y cocina. Sin saber a ciencia cierta lo que buscaba, LeCarr emprendió un metódico registro de todas las habitaciones.
Una hora más tarde, se detenía, sin haber encontrado nada que pudiera ayudarle en sus pesquisas. Echándose el sombrero hacia atrás, se rascó la cabeza con gran perplejidad.
—¿Por qué diablos buscaría Myroff a Carol con tanto interés?
Había en un lado de la salita una estantería con libros. LeCarr los había examinado superficialmente y, de pronto, se le ocurrió que debía hacerlo con más detenimiento.
Armándose de paciencia, empezó a hojear los libros, uno por uno. Pasaron segundos minutos más, antes de que en una vieja geografía encontrase algo que le pareció de interés.
En la contratapa anterior había escritas unas palabras y unas cifras a lápiz.
75º12”9’Lat. N. 39º21”6’Long. E.
Era un punto geográfico, no cabía la menor duda, y aquellas palabras y cifras constituían las coordenadas. Pero ¿dónde se hallaba aquel lugar?
Los mapas de la geografía eran poco detallados. LeCarr devolvió el libro a su emplazamiento, tras haber copiado la anotación en su propia libreta y, por medio de un bolígrafo, borrado y tachado concienzudamente, a fin de que nadie más pudiera conocer aquel detalle.
Al terminar, se dijo que era hora ya de regresar a casa. Apagó las luces y se dirigió hacia la puerta.
En aquel instante, sintió que alguien insertaba una llave en la cerradura. Se echó a un lado y apagó el interruptor de la luz del techo.
Esperó unos segundos. La puerta se abrió cautelosamente.
Una cabeza humana asomó por el hueco. Era un hombre, pero las tinieblas impedían a LeCarr distinguir sus facciones.
Sin embargo, veía lo suficiente para lo que pretendía hacer. Bajó la mano derecha con todas sus fuerzas y golpeó la nuca del intruso.
El recién llegado se desplomó al suelo como una masa inerte. LeCarr encendió la luz y se arrodilló a su lado.
Empezó a registrarle. Momentos después, fruncía el ceño.
El individuo era un hombre del F. B. I. Lance Latimer era su nombre.
—¿Qué diablos tienen que hacer los federales en este asunto? —masculló, devolviendo la documentación a su sitio.
El agente continuaba desmayado. LeCarr juzgó que lo más prudente era desaparecer sin ser visto.
Apagó la luz definitivamente y salió del apartamiento.
Media hora después, devolvía las llaves al bolso. Se desnudó rápidamente y se metió en la cama, sin que Carol se hubiese apercibido de su salida.
A los pocos momentos, dormía como un bendito.
Despertó cuando alguien empezó a aporrear la puerta de su dormitorio.
—¡Arriba, perezoso! —gritó Carol desde afuera—. ¡Son las nueve y media de la mañana!
LeCarr se sentó en el lecho de golpe.
—¡Demonios, sí que es tarde! —Alzó la voz—. ¡Ahora mismo saldré, Carol!
Se vistió y aseó con la mayor rapidez posible. Cuando salió, Carol le tenía ya dispuesto el desayuno.
—Esto huele magníficamente —alabó.
—Modestia aparte, guiso bastante bien —sonrió ella.
—En cambio, Resha no sabe ni acercar una cerilla al hornillo de gas —rezongó él, descontento.
—Otros lo han hecho por ella durante toda su vida —contestó Carol sarcásticamente—. Bien, ¿qué le ha dicho la almohada?
—Estaba afónica —sonrió LeCarr. La muchacha se sentó frente a él.
—Entonces, ¿no ha pensado nada bueno? —dijo desanimadamente.
—Si por bueno se refiere usted a la resolución de su problema, le diré que no. —LeCarr pensó que Carol no debería saber nada de lo que había hecho durante la noche—. Pero, me imagino, que aquí, en mi apartamiento, usted está segura y no tiene motivos de sentirse alarmada.
—Desde luego, pero no tengo ropa para mudarme.
—Si me dice dónde vive, yo se la traeré a la tarde.
—De acuerdo.
Poco después, LeCarr se ponía en pie.
—He de ir a trabajar —dijo—. Siga observando las mismas precauciones, Carol.
—Se lo prometo, Sher. ¿Por qué me ayuda? —preguntó ella de repente. El joven se extrañó de aquellas palabras.
—¿Por qué me lo pregunta? —dijo.
—Verá…, yo soy una desconocida para usted, no tiene medios de comprobar si lo que digo es cierto…
—Pasamos ayer juntos un mal rato, ¿no es verdad?
—Sí, pero antes de estar en la cabaña de Down Point, usted me ayudó desinteresadamente.
—Tal vez lo hice por esos ojos tan bonitos que tiene —contestó él, sonriendo.
LeCarr dejó escapar un gruñido.
—Dejemos a Resha en paz por ahora —dijo—. Bien, he de irme. Hasta la noche, Carol. Salió precipitadamente, porque la mirada de aquellos ojos tan profundos le estaba alterando la paz interior más de lo que hubiera deseado para su tranquilidad de espíritu.
Cuando llegó a su despacho, la secretaria le dio una noticia:
—Tiene usted un visitante, señor LeCarr.
—¿Quién es, Louise? —preguntó el joven.
—No ha querido dar su nombre, pero ha dicho que era un gran amigo suyo y que tenía la suficiente confianza como para esperarle en su propio despacho. Ah, los periódicos de la mañana están sobre su mesa.
—Gracias, Louise —contestó LeCarr preocupadamente.
Abrió la puerta y cruzó el umbral. Su visitante le miró con amplia sonrisa.
—¿Qué tal, abogado LeCarr? —preguntó amablemente Carven Myroff.