CAPÍTULO VII

LeCarr cerró la puerta, procurando mantener la calma. Luego avanzó hacia su mesa y tomó asiento en el sillón.

—¿Visita profesional? —preguntó lacónicamente.

—Quizá —sonrió Myroff.

LeCarr estudió durante unos momentos el rostro de su antagonista. Luego, su visita recayó de modo maquinal sobre los periódicos que estaban encima de la mesa.

Los titulares atrajeron su atención durante unos segundos. El asesinado en casa de Hazlos había sido identificado.

Su nombre era Owen Dull. LeCarr recordó en el acto una de las anotaciones de la agenda de Myroff.

«O. D. Curioso y, como tal, inútil».

La curiosidad había provocado su inutilidad, dedujo. Consecuencia, el puñal había suprimido de golpe ambos defectos.

—¿Y bien, señor Myroff? —preguntó al cabo.

—He venido en busca de dos cosas, abogado LeCarr —contestó el hombre robusto—. Espero que me las dará sin más inconveniente, a fin de que usted se libre de los daños que podría acarrearle una acción negativa.

—Terrible problema —comentó el joven cáusticamente—. Y, ¿qué he de entregarle, señor Myroff?

—Primero, una agenda que usted me quitó aprovechándose de mi inconsciencia.

—Fue un golpe terrible, ¿verdad?

—Confieso humildemente que me equivoqué con usted. Debí haber ordenado que le matasen en el primer momento —declaró Myroff tranquilamente—. De este modo, me habría evitado muchos disgustos y ahora tendría en mi poder las dos cosas que le he solicitado.

—¿Por qué no me mató? —quiso saber LeCarr, curioso.

—Carol Mintzai despertó en aquel momento. Ella distrajo momentáneamente mi atención.

—Ah, también la golpeó.

—Sí, pero con menos fuerza que usted.

—¡Simpática Carol! Le debo la vida.

—Estrictamente, así es —concordó Myroff—. En cambio, yo le debo un pequeño fracaso.

—Hay modos de calificar las cosas, pero no vamos a discutir por ello, señor Myroff.

Dígame qué debo entregarle y se lo daré o no, según proceda.

Myroff no se inmutó. Sacó un cigarrillo, lo insertó en la larga boquilla que usaba habitualmente, y luego le prendió fuego con un encendedor de oro.

—Primero —dijo— la agenda que me quitó. LeCarr alzó uno de los periódicos.

—«O. D. Curioso y, como tal, inútil» —recitó—. ¿Quién era Owen Dull?

—Un estorbo —contestó Myroff fríamente.

—Luego confiesa haberle apuñalado.

—No admiro nada. Solamente he respondido a su pregunta.

—Pero yo quiero saber más datos de O. D.

—No adelantaría nada. Deme la agenda, por favor. LeCarr encendió un cigarrillo.

—Pídame la otra cosa, por favor —dijo, imperturbable.

—Carol Mintzai.

—Olvídela.

Los negros ojos de Myroff chispearon agudamente.

—¿No sabe dónde se ha metido, abogado LeCarr? —amenazó.

—Parece ser que usted está olvidando muchas cosas buenas de este país: libertad, justicia, orden, paz… y silla eléctrica para los asesinos —respondió el joven—. Si no tiene más que pedir, ya puede empezar a ponerse en pie.

—Estoy en condiciones de causarle graves daños —dijo Myroff.

—No lo dudo. Y he tenido pruebas contundentes de ello. Pero usted habrá sabido apreciar también que sé defenderme, y no mal del todo.

—Contra lo que yo proyecto, no tendrá defensa posible.

—¿Se refiere a sus pistoleros? Myroff sonrió.

—Ésa sería la segunda etapa, si, a pesar de todo, no claudicase usted. Pero para la primera parte de mí contraataque no usaría balas, sino tinta de imprenta.

—Difamación.

—No. Exposición clara de los hechos.

—¿A qué hechos se refiere usted?

—A cierto enredo que un joven y eminente abogado mantiene con una muchacha de dudosa reputación. Los periodistas se lanzarían sobre usted como cuervos y… ¿qué dirían en casa de los Foran?

—Parece ser que me ha investigado detenidamente, señor Myroff.

—En efecto. ¿Qué me contesta usted?

LeCarr contempló detenidamente el rostro de su visitante.

—Sería un rudo golpe para mí, en efecto —convino—. Pero dudo que pudiera demostrar mis… «relaciones» con Carol Mintzai.

Myroff sonrió.

—Que lo lograré, está fuera de toda duda —respondió—. Desoiga mis intimaciones y verá si lo hago o no.

—De modo que quiere que le entregue a Carol sólo para torturarla y luego asesinarla.

Myroff, especie de perro sarnoso, ¿qué clase de hombre se ha creído que soy yo?

Las facciones del hombre robusto se contrajeron.

—¿Es su última palabra? —preguntó.

—No. La última palabra es: ¡Fuera! Pero Myroff continuó sentado.

—Sé dónde está Carol —dijo.

—¿De veras? —se burló LeCarr—. No será por el tiempo que la ha estado buscando sin encontrarla. En cambio, ya ve, yo hallé su domicilio a la primera.

—Yo también sé dónde vive, pero ello no quiere decir que esté en su casa. Hacía ya días que faltaba.

—Ah, ya. Y, ¿dónde está ahora?

—En su propio apartamiento, abogado LeCarr.

El joven sonrió. Metió las manos en el bolsillo y arrojó un manojo de llaves sobre la mesa.

—Ahí tiene —indicó—. Le dejo paso libre para que pueda registrar mi apartamiento. Si encuentra a Carol, avíseme; se lo agradeceré.

Myroff pareció sorprendido por aquel gesto de audacia del joven.

—¡Tiene que estar allí! —exclamó, rabioso.

—Estuvo hasta la noche pasada. Cuando me levanté esta mañana, ella se había ido, aprovechando mi sueño, supongo. Si no rae cree, ahí tiene los medios suficientes para comprobarlo.

—No es necesario. Pero le aseguro que acabaré por encontrarla. Y a usted, le doy veinticuatro horas para que me devuelva la agenda. Pasado ese plazo, si no ha accedido a mi petición, aténgase a las consecuencias.

Myroff se puso en pie y se encaminó hacia la puerta. LeCarr pronunció su nombre.

—¿Ha cambiado de modo de pensar, abogado? —preguntó Myroff.

—No. Sólo iba a decirle una cosa. El F. B. I, ha tomado cartas en el asunto. El rostro de Myroff palideció espantosamente.

—¡Es una inmunda calumnia! —gritó. LeCarr se encogió de hombros.

—Yo no soy el delincuente, sino usted. Si su conciencia está sucia, el problema es suyo, no mío. —LeCarr hizo una corta pausa—. Y cuando el F. B. I, mete sus narices en un caso, los que están implicados en él lo pasan muy mal, créame.

—Usted no lo pasará mejor, se lo aseguro —barbotó Myroff. Al salir, cerró de un portazo.

LeCarr se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo. Luego recogió las llaves y las volvió a su bolsillo.

—¡Uf! —exclamó con alivio—. ¡Si se llega a dar cuenta de que era un farol! Meneó la cabeza.

—Me habría visto obligado a romperle una silla en el cráneo —murmuró—. Porque, por nada del mundo, pienso permitir que Carol caiga en manos de ese asesino.

Y luego, preocupado, se preguntó si Myroff sería capaz de llevar a cabo su amenaza de difamarle.

La conclusión a la que llegó fue afirmativa. Pero ello no le hizo desistir de sus propósitos.

Estaba dispuesto a impedir que Carol volviese nuevamente a poder de Myroff, cualquiera que fuese el precio que tuviera que pagar por ello.

A mediodía, salió de su despacho y se encaminó a la Biblioteca Pública.

Media hora después, había averiguado a qué lugar correspondían las ordenadas geográficas que había encontrado en casa de Carol.

Se quedó perplejo.

—Es Down Point —musitó—. ¿Qué habrá allí?

Pensó en emprender una nueva expedición para investigar en la cabaña de la playa, pero desistió en el acto. Tenía más cosas que hacer.

Cuando salió de la Biblioteca Pública, se dio cuenta de que había un coche parado al otro lado de la calle.

El vehículo estaba ocupado por dos sujetos a los cuales ya conocía.

—Ese Myroff está dispuesto a no perderme de vista —se dijo.

Subió en su auto y arrancó. El coche de los rufianes le siguió inmediatamente.

LeCarr salió de la ciudad. Los esbirros de Myroff no le perdían de vista un solo momento. Poco a poco, fue aumentando la velocidad de su automóvil. De vez en cuando, arrojaba un vistazo por el retrovisor.

El coche perseguidor mantenía la distancia invariablemente. Al cabo de veinte kilómetros, el joven divisó una estación de servicio.

Detuvo el auto frente a la cafetería y se apeó. Entró en el local y pidió una taza de café. Los forajidos estaban repostando su coche. LeCarr sonrió.

Al terminar, el joven hizo una petición al barman.

—¿Cuántas, señor? —preguntó el individuo.

—Oh, media docena, más o menos. Póngalas en un par de bolsas de papel fuerte, por favor.

La cuenta le resultó un tanto cara, pero LeCarr pensó que bien valía la pena invertir unos dólares en despegarse de sus perseguidores.

Emil y su compinche se quedaron atónitos al ver salir al joven de la cafetería cargado con dos grandes bolsas de papel. LeCarr las depositó en el asiento anterior y luego, situándose tras el volante, emprendió el regreso a la ciudad.

Los pandilleros partieron tras él.

—Lo hacen muy mal —se dijo LeCarr—, porque me he dado cuenta de su maniobra. Pero también puede ocurrir que lo hagan así, precisamente para que sepa que no me van a dejar a sol ni a sombra.

Sonrió.

—Se van a llevar un buen chasco.

Mientras conducía con la izquierda, rasgó el papel de las bolsas, dejando al descubierto las botellas, que contenían petróleo. Luego, abriendo la ventanilla derecha, empezó a lanzarlas hacia la carretera, con el menor intervalo posible.

Segundos después, vio a través del retrovisor que el coche de los forajidos empezaba a zigzaguear. Los vidrios de las botellas, combinados con la viscosidad del petróleo, habían causado el efecto apetecido.

El coche de los pandilleros, lanzado a ochenta kilómetros a la hora, se salió violentamente de la carretera, rodó treinta metros por un prado cercano y acabó hundiendo el morro en una zanja.

LeCarr sonrió satisfecho.

—Fuera estorbos —se dijo.

Media hora más tarde, abría la puerta de su piso. Carol corrió hacia él ávidamente.

—¿Algo nuevo? —preguntó.

—Bastante —respondió él—. Tiene que abandonar mi casa.

—¿Me echa? —Respingó la muchacha.

—No, pero he sido seguido hasta hace poco. Sin embargo, he conseguido librarme de mis perseguidores, pero es de suponer que no tarden mucho en correr tras mis huellas. Recoja su bolso, Carol; nos vamos inmediatamente.

—No me ha traído ropas —le reprochó ella.

—No he tenido tiempo de ocuparme de su indumentaria —refunfuñó LeCarr—, aunque si me promete portarse rápida y moderadamente, la llevaré a un sitio donde podrá reponer parcialmente su vestuario.

—Le aseguro que sólo compraré lo más indispensable, Sher.

—Muy bien. Entonces, no se hable más. ¡Vamos!

Antes de salir de la casa a la calle, LeCarr, prudentemente, exploró el terreno.

—¿Qué hace? ¿Espera a alguien? —preguntó Carol.

—No, sólo trataba de asegurarme que el tuerto con barba no tenía a nadie vigilándonos. Bien, parece que no hay moros en la costa, así que…

Al atardecer, como tenía por costumbre, LeCarr fue a visitar a su prometida. Una doncella le acompañó hasta la sala.

—La señorita Resha tiene una visita ahora, señor LeCarr —informó la muchacha.

—Estorbaré, supongo.

—Creo que no, señor. No dijo nada en contra de que los dejáramos solos. Pase, señor LeCarr.

El joven franqueó el umbral. Resha se puso en pie de un salto al verle.

—¡Sher, querido! —exclamó—. ¡Pensé que ya no vendrías a verme hoy!

LeCarr no contestó. Ni siquiera supo corresponder al beso que Resha le dio en una mejilla.

Toda su atención estaba centrada en el hombre tuerto y con barba, que se hallaba sentado en uno de los cómodos butacones de la sala.