CAPÍTULO IX
Carol Mintzai se extrañó mucho de que Sheridan LeCarr viniese a buscarla a hora tan temprana.
La joven había sido hospedada en un hotel discreto, tras convencerse ambos de que no sabían nada. Unos cuantos dólares de propina habían salvado fácilmente cualquier suspicacia por parte del conserje y, a fin de mayor seguridad, Carol había sido registrada con nombre supuesto.
—¿Adónde vamos? —preguntó la muchacha, una vez se halló dentro del automóvil del abogado.
—A Down Point —respondió él sin vacilar.
—¿Allí otra vez? —se extrañó la muchacha—. ¿Qué hay en aquel paraje tan desolado?
—Eso es lo que, precisamente, tratamos de averiguar.
—No le entiendo, Sher. ¿Por qué no habla claro de una vez?
—¿Cree que no me gustaría? —masculló LeCarr—. Usted irrumpió violentamente en mi vida, alterando mis normas…
—Su rutina, dirá mejor —le atajó ella cáusticamente.
—Bueno, como quiera. El caso es que…
—¿Ama usted a Resha Foran? LeCarr frunció el ceño.
—No se meta en mis asuntos personales —prohibió.
—Ella no es mujer que le convenga. Parece una mosquita muerta y, aunque no dudo que le ame, le quiere a su modo, se lo aseguro. Ya verá cuando se hayan casado, qué pronto toma posesión de usted y lo absorbe, por completo.
—Déjese ahora de psicologías ajenas y ocúpese únicamente de la suya.
—Resha —prosiguió Carol imperturbable—, será como una especie de abeja reina. Monógama, pero abeja reina. La casa de los futuros señores LeCarr será regida por un matriarcado despótico que…
LeCarr desvió el coche súbitamente, a la vez que aplicaba los frenos. Ella le contempló con sorpresa.
—¡Eh! ¿Qué es lo que va a hacer? —exclamó, sorprendida.
LeCarr paró el coche. Luego se volvió hacia ella y la tomó en brazos, besándola furiosamente.
Carol se debatió unos instantes, pero acabó por ceder. LeCarr notó que la muchacha devolvía los besos con estallante pasión.
Se separaron al cabo de unos momentos. Carol tenía el rostro encendido y su busto subía y bajaba con rapidez.
—Es usted un demonio —manifestó, sonriendo, mientras se atusaba el revuelto cabello.
—¿No era eso lo que me estaba pidiendo a gritos? —Gruñó él, poniendo el auto nuevamente en marcha.
—¿Yo? ¿Yo le pedí que me besara como un salvaje?
—Sí. Está haciendo contrapropaganda de Resha y eso sólo significa una cosa: se ha enamorado de mí y quiere que yo rompa el compromiso. ¡Pues no lo romperé, sépalo usted!
Carol soltó una risita.
—Me parece que no será Resha quien se llame señora LeCarr —dijo—. Pero mejor será que hablemos de todo esto cuando el asunto haya terminado. Entonces veremos si yo tenía o no razón.
—Muy segura está de lo que dice, Carol.
—Espere unos días y tendrá ocasión de comprobarlo —afirmó ella con voz un tanto extraña.
LeCarr ya no quiso seguir hablando del tema, aunque en su interior hubo de reconocer que las palabras de Carol tenían cierto fundamento.
Aunque no hubiese encontrado a la muchacha, que empezaba a gustarle más de lo conveniente para su tranquilidad espiritual, había podido darse cuenta de que su amor hacia Resha Foran no era ya el de los primeros días.
Sí, Resha era joven, hermosa y rica, pero…
Era mejor dar de lado aquel asunto De momento, lo único que conseguía era aumentar sus preocupaciones.
Al cabo de un buen rato, Carol rompió el silencio con una pregunta:
—¿Por qué volvemos a Down Point, Sher?
—Estuve en su casa, Carol.
—¿Cuándo? —exclamó ella, verdaderamente sorprendida.
—No importa eso ahora. Pero sí encontré una anotación en un viejo libro de geografía que tenía usted en su biblioteca.
—¡Ah, la geografía de mi padre! La conservaba como recuerdo de sus años estudiantiles. ¿Qué decía la anotación?
—Había escritas unas coordenadas geográficas. Consulté el mapa… y el resultado fue Down Point.
Carol frunció el ceño.
—¿Está seguro? —preguntó.
—Si no fuese así, ahora estaría en mi despacho —refunfuñó él.
—¿Qué espera encontrar en la cabaña?
—Eso es lo que me gustaría saber. Pero hay allí algo que es muy importante para Myroff… tanto, que no vaciló en asesinar a dos personas por esa cosa que no acaba de encontrar y que cree tiene usted en su poder.
—Francamente, no lo comprendo —murmuró ella, muy pensativa.
—Yo tampoco, pero creo que algún día acabaremos por entenderlo. Minutos más tarde, llegaban a Down Point.
El automóvil de los bandidos había desaparecido. La cabaña continuaba en el mismo estado que después del choque que casi la había hundido.
LeCarr paró su auto.
Los dos se apearon. El abogado contempló la cabaña con aire crítico.
Todo un lado de 3a misma aparecía poco menos que arruinado. Sin embargo, el opuesto se mantenía en pie.
—Es, precisamente, el cuarto de tortura —dijo.
—Usted espera encontrar algo, pero ¿qué y dónde? —inquirió ella.
—¿Por qué no empezamos a trabajar en lugar de hablar?
—Sí, pero…
—Recuerde, chica; cuando Myroff y sus gorilas nos sorprendieron, yo me disponía a ver lo que había al otro lado de la trampilla del desván.
—Sí, es cierto. ¡Vamos allá!
Entraron en la cabaña con ciertas precauciones. La puerta se había desprendido parcialmente de sus goznes y no ofrecía ninguna seguridad.
El maderamen crujía bajo sus pies. LeCarr entró en el cuarto, seguido de la muchacha, y alzó la vista al cielo.
Buscó una silla y tocó la trampilla con las manos. Luego emitió un sordo juramento.
—¿Qué le pasa? —preguntó la muchacha.
—No se puede abrir. No tiene llave, cerradura, pestillo ni nada parecido…
—Bueno, es madera vieja, así que con un hierro podrá romperla fácilmente —alegó ella—. Voy a buscarlo.
LeCarr saltó al suelo y se acercó a la silla fija con aire preocupado.
Estudió durante unos instantes el sistema de sujeción. Ciertamente, Down Point era un lugar desolado, pero ¿qué justificaba el tener allí lo que bien podía denominarse una instalación permanente de tortura?
Carol entró a poco con aire decepcionado.
—No encuentro nada que pueda servirnos, Sher —dijo.
—Oiga, un momento —exclamó él—. ¿A quién pertenece esta cabaña?
—No lo sé, no tengo la menor idea.
LeCarr tenía la mano puesta sobre el respaldo de la silla.
—¿No sería de su amigo Hazlos?
—Hazlos era amigo de mi padre, no mío, aunque yo confiaba en él plenamente. Pero… LeCarr sacudió la silla con fuerza.
—Es posible que la cabaña pertenezca a Myroff —dijo—. Y, con toda seguridad, no fuimos nosotros, ni tampoco Hazlos, los primeros en…
El joven se interrumpió de pronto. La silla se inclinaba hacia atrás, alzando el trozo de suelo al cual estaba atornillada.
Sonó un fuerte chasquido. LeCarr y Carol alzaron la cabeza hacia el techo.
—¡Sher, la trampilla se está abriendo! —gritó ella.
—¡Diablos! —exclamó LeCarr, atónito.
Aún tenía la mano en el respaldo de la silla. De pronto, se le ocurrió una idea. Empujó la silla hacia adelante. La trampilla volvió a cerrarse.
—¿Qué le parece, Carol? —dijo, lleno de satisfacción—. Esta silla es la llave que abre la trampa de acceso al desván.
Carol estaba admirada.
—Sher, parece una película de «suspense» —dijo, de buen humor.
—«Suspense» o no, ahora mismo vamos a darnos un paseíto por el desván —afirmó él rotundamente.
Empujó la silla hasta dejarla en posición horizontal. Luego se acercó a la que había bajo el hueco y alargó los brazos.
—Yo también quiero subir —pidió Carol.
—Espere un momento, por favor.
LeCarr se izó a pulso, sintiendo los crujidos de las maderas por todas partes. «Espero que la cabaña aguante», pensó aprensivamente.
Momentos después, se hallaba en el desván. Púsose de rodillas al borde de la abertura y, apoyando una mano en el extremo opuesto, alargó la otra hacia la muchacha, izándola casi a pulso.
—Es usted un tipo fuerte —alabó Carol, una vez estuvo arriba.
LeCarr no contestó. Ya se había incorporado y miraba en torno suyo con gran atención.
El desván no tenía ninguna abertura, excepto la trampilla de acceso, por la que penetraba una luz difusa. Con gran asombro, vieron que no había allí ningún objeto.
—Ni una mesa vieja, ni una silla… Nada —exclamó él, defraudado.
—Pues…, ¿qué esperaba hallar usted, Sher? —inquirió Carol.
—Hombre…, las cosas que siempre suele haber en los desvanes: muebles y trastos viejos…
—En alguno de los cuales, sin duda, habría encontrado lo que Myroff busca con tanto ahínco, ¿no es cierto?
—Exactamente.
El suelo estaba cubierto de una espesa capa de polvo. Flotaba en el ambiente un olor a humedad y abandono nada agradable, que hizo pensar a LeCarr que debían abandonar aquel lugar cuanto antes.
Pero estaba preocupado. Sin darse cuenta de lo que hacía, sacó el paquete de tabaco y se puso un cigarrillo en la boca.
Luego prendió el encendedor y acercó la llama al cigarrillo. Súbitamente, Carol lanzó una exclamación:
—¡Eh, mire eso, Sher! LeCarr apagó el mechero.
—¿Qué es, Carol? —preguntó—. Yo no veo nada…
—Encienda otra vez ese trasto —pidió ella.
El joven obedeció. Carol señalaba con la mano un punto situado a dos o tres pasos de ella y al otro lado de la trampilla.
La llama del encendedor proporcionaba un pequeño suplemento de luz, que caía oblicuamente sobre unas letras escritas sobre el polvo, con un dedo al parecer. De no habérsele ocurrido a LeCarr encender el cigarrillo, no las habrían divisado.
El joven se arrodilló junto a las letras y leyó lo escrito en alta voz:
—Calle Dieciséis, trescientos quince, tercera, decimoséptimo. Levantó la cabeza con aire desconcertado.
—¿Qué quiere decir eso, Carol? —preguntó. La muchacha aparecía tan perpleja como él. Repitió:
—Calle Dieciséis, trescientos quince, tercera, décimo séptimo… ¡Sher, es el domicilio de Resha!
—¡Demonios!
LeCarr tenía motivos para sentirse asombrado.
—Carol, ¿qué rayos tiene que ver mi prometida con todo este asunto? —preguntó. Ella meneó la cabeza.
—No tengo la menor idea, Sher —contestó—, pero sería conveniente que hablase usted con ella acerca del particular.
—No —dijo él firmemente—. No quiero hablar de esto. Prefiero investigar por mi cuenta.
—¿Cómo lo hará?
LeCarr sacó una agenda y un lápiz y anotó las letra escritas sobre el polvo. A continuación, borró aquel mensaje con el pie.
—A estilo Fantomas —contestó al terminar.
—¿Entrando en la casa como un ladrón?
—Justamente.
—¿Cuándo?
—No lo sé. Ya buscaré el momento oportuno.
—Pero no sabe qué significa eso de «tercera, decimoséptimo» —alegó ella.
—Se me ha ocurrido una idea, Carol. Sin embargo, no podré decir si es acertada o no hasta que haya tenido ocasión de comprobarlo. ¿Vamos?
LeCarr fue el primero en descender al suelo de la habitación. Ayudó a la muchacha a que bajase y luego se volvió hacia la entrada.
—¿Lo encontraron ya? —preguntó Emil desde la puerta.
Dean se hallaba junto a su compañero. Los dos les apuntaban con las pistolas.