CAPÍTULO XIV
Atardecía ya cuando llegaban a Black Falls Manor. El lugar aparecía solitario y silencioso.
Sólo se percibía el rumor de la cascada y el siseo de la brisa en los árboles. Quax se apeó y Susan le siguió en el acto.
El joven había llevado su revólver consigo, a prevención. Después de revisarlo, se lo metió en la pretina del pantalón, a fin de poder sacarlo con rapidez, en caso necesario.
Avanzaron hacia la casa. Susan tenía una llave y abrió.
—¿De dónde ha sacado esa llave? —preguntó Quax.
—Siempre tuve una. Mi tío me la dio, a fin de que pudiera venir aquí cuando me apeteciera. Es preciso reconocer que Black Falls Manor es un lugar muy pintoresco y agradable.
—Sí, si no se hubiese elaborado aquí la medicina del diablo —rezongó él.
Buscó el interruptor y encendió la luz.
—El generador funciona —comentó.
—Hay dos, uno de los cuales funciona automáticamente, si el otro se para por cualquier motivo. Además, existen unos potentes acumuladores de reserva, continuamente cargados, como la batería de un automóvil, con lo que el suministro de luz queda garantizado de un modo absoluto.
—Bien, pero me imagino que habrá algo para mover los generadores —dijo Quax.
—Por supuesto, un tanque de combustible en lo alto de la colina, con capacidad para cincuenta mil litros. Ello facilita el suministro de gas-oíl a los generadores, sin necesidad de demasiadas complicaciones.
—Cincuenta mil litros —silbó él—. Su tío era notoriamente precavido.
—Contar con una reserva semejante de combustible era tener comodidades y no se le puede reprochar que tomase tales precauciones, creo yo.
—Cree usted muy bien —sonrió el joven—. ¿Venía usted aquí con frecuencia?
—Últimamente, hacía casi dos años que no había aparecido por Black Falls Manor. Estuve muy ocupada con los niños.
Quax abrió la boca asombrado al oír aquella confesión. Fue a decir algo, pero un sentimiento de discreción le impidió solicitar más detalles a la muchacha.
«¿Quién lo hubiera dicho? Tan joven y ya tiene unos cuantos hijos», pensó, en cierto modo decepcionado por la inesperada declaración.
—Sigamos —dijo.
Cruzaron el vestíbulo. Susan, resuelta, se dirigió a la puerta del laboratorio y la abrió de golpe.
Había dos personas en aquella vasta estancia, brillantemente iluminadas, una de ellas, el hombre, vestido con una bata blanca. La otra era una pelirroja de unos cuarenta años, guapa y de exuberantes contornos.
—Hola, tío Vinson —saludó Susan.
* * *
Después de las palabras de la muchacha, hubo un instante de silencio. Daniels miraba a la pareja con cierta curiosidad. En cambio, había hostilidad en los ojos de Ann Magruder.
—Hola, sobrina —dijo Daniels al cabo.
—Tío, te presento a Tony Quax, abogado y capitán del servicio de contraespionaje.
—Vaya, no sabía yo que el MI5 hubiera tomado cartas en el asunto —dijo Daniels con acento sarcástico.
—No fue esa nuestra intención, doctor —contestó el joven—. Pero, a la vista de las circunstancias, tuvimos que intervenir.
—¿Para evitar que el C-400 salga de Inglaterra?
—Entre otras cosas, claro.
—Es un producto muy útil. En una guerra biológica, podría dar la victoria al bando que lo emplease.
—Sí, claro, untando las puntas de las bayonetas con el C-400 —dijo Susan irónicamente.
—Nada de eso. Por simple aspersión, una lluvia lanzada desde lo alto…
—Hasta ahora, todas las muertes que se han producido, lo han sido por medio de pinchazos —dijo Quax.
—Porque no empleé la combinación C-400-A.C. Estas dos últimas letras significan ácido corrosivo, que se incluye en la mezcla y produce escoriaciones y quemaduras en la piel, a través de las cuales penetra el producto en el organismo. El ácido, una mezcla de ácidos mejor dicho, lo cual, por supuesto, forma parte de mi fórmula, no perjudica ninguna de las propiedades de C-400.
—Por lo que yo sé, las personas que han muerto hasta ahora no fueron rociadas con el C-400, sino que entró en su cuerpo a través de la sangre.
—Una rociadura, tal vez con una jeringa o una pistola de agua, habría resultado espectacular y en este caso, a mí me convenía la discreción —respondió Daniels, impasible.
—Pero hemos podido apreciar que, en determinados casos, el procedimiento de descomposición del cuerpo humano es rapidísimo. Gates y Kenner están aún vivos, mientras que los otros murieron rápidamente.
—Ah, sí —contestó Daniels, con expresión llena de indiferencia—; a ellos les apliqué el C-401. Es de acción incomparablemente más rápida; observados sus efectos en una muestra a través del microscopio, la disgregación primero y posterior descomposición de las células, se produce a enorme velocidad.
—¿Por qué la diferencia, tío? —Quiso saber Susan.
—Encontraba que era un procedimiento demasiado lento. Simplemente, no podía perder tiempo, muchacha.
—Un amigo mío, biólogo, está tratando de hallar el antídoto que permita salvar las vidas de Gates y de Kenner —dijo Quax—. Tiene una parte del clavo que usted colocó en un armario, en Slander Farm.
—No lo conseguirá —dijo Daniels.
Quax sintió de pronto una terrible ira contra el científico.
—¡Usted los ha condenado a muerte! —barbotó.
—¿Y qué hicieron ellos conmigo? —gritó Daniels—. ¿Acaso no se da cuenta de que tengo motivos sobrados para mi venganza?
—Tío, tú pudiste haberte vengado de otro modo… Lo que has hecho es horripilante —gimió Susan.
—Tendrías que haber estado en mi puesto, para comprenderme —repuso el científico, inflexible—. Ciertamente, yo podría salvar a Kenner y a Gates, pero no lo haría por todo el oro del mundo.
—Tío, me avergüenzo de ti —dijo Susan llorando—. Si mi madre, que fue hermana tuya, viviese, te diría lo mismo.
—Déjelo, Susan —intervino Quax—. El doctor Daniels no hará caso de ninguna consideración. Sólo le interesa su venganza… y también, quizá, el dinero que espera obtener por la fórmula C-400. ¿Me equivoco, doctor?
—Es posible —contestó el aludido tranquilamente.
A su lado, en pie, Ann Magruder presenciaba la escena en completo silencio, inmóvil como una estatua, salvo las oscilaciones de su busto opulento. Pero sus ojos espiaban el menor de los movimientos de la pareja.
* * *
Quax fue el primero en hablar de nuevo, tras una corta pausa.
—Doctor, usted se caracterizó de Morris, cosa que está fuera de toda duda. ¿Por qué lo hizo?
—Morris fue el inspirador del plan para eliminarme, aunque los demás estuvieran también de acuerdo. Simplemente, quise que los otros pensaran que Morris tenía la fórmula y que quería suprimirlos, para quedarse él solo con los beneficios.
—Pero Morris ha muerto y no por el C-400 —dijo Quax.
Daniels se encogió de hombros.
—Está muerto y eso es lo que me interesa —respondió—. Debió de pasar un miedo horrible, pensando en que en cualquier momento, podía convertirse en ceniza. Es lo que él deseó para mí, cuando contrató a aquellos asesinos.
—Le arrojaron al barranco, después de haberle pegado un tiro. ¿Cómo pudo sobrevivir?
Daniels se llevó una mano a la nuca.
—La bala interesó solamente los músculos del cuello, aunque, por la herida, podía parecer que había entrado en el cráneo, al que, por cierto, rozó ligeramente. Y no caí al barranco por completo, sino que quedé enganchado en unas ramas a poca distancia del borde. Esta mujer que tengo al lado fue la que me salvó la vida —contestó, señalando a la señora Magruder.
—Y le ayudó a la venganza también, porque ella fue la que mató a Alina Sutterland.
—Sí —admitió Ann, rompiendo el silencio por primera vez—. Yo quería al doctor y ellos trataron de matarlo. Cuando me pidió que fuese a ver a la señora Sutterland, accedí sin vacilar.
Quax miró alternativamente a la pareja.
—¿Se han casado ustedes? —preguntó.
—No —respondió Daniels.
—¿Fue usted el que llevó el esqueleto de Freya a casa de Alina?
—Sí. Resultó una buena broma, ¿verdad? Y, al final, mi profecía se cumplió.
Quax meneó la cabeza.
—No soy sanguinario, pero me hubiera gustado tener mejor puntería con mi bala —dijo—. ¿A qué fue usted a Slander Farm?
—Digamos a hacer una visita de inspección, por si Morris volvía allí —contestó Daniels.
—¿Le herí efectivamente?
—Sí, aunque sólo es un rasguño sin importancia en el costado izquierdo. Su bala no estaba impregnada de C-400 —rió el científico.
—Pero no acabo de entender aún por qué rompió usted el compromiso que tenía con quienes habían sufragado sus investigaciones. Le entregaron cien mil libras…
—Muchacho, querían la fórmula para venderla a quien mejor les pareciese y, créame, no hubiera sido inglés el comprador. Por eso rompí el compromiso, ¿entiende?
—Sin tratar de llegar a un arreglo siquiera.
Daniels alzó los hombros.
—Ellos buscaron el arreglo a su manera —contestó—. Jugaron y perdieron, eso es todo. Ann, ¿quieres darme un cigarrillo?
—Sí, querido.
El ama de llaves sacó un paquete de tabaco, del que eligió un cigarrillo que entregó a Daniels. Éste se lo puso entre los labios, mientras la mujer buscaba unos fósforos.
De pronto, Daniels lanzó una exclamación y se quitó el cigarrillo de la boca.
—¡Diablos! ¿Qué clase de tabaco es éste? Me he pinchado en el labio inferior…
Daniels examinó la boquilla. De repente, agarró unas pinzas y extrajo del cuerpo posterior del cigarrillo una pequeña aguja.
Quax y la muchacha contemplaban atentamente la escena. Quax se sintió atacado de repente por una horrible sospecha.
Había un extraño brillo en los ojos del ama de llaves. Casi en el acto, Daniels lanzó un agudísimo chillido:
—¡Me has envenenado, Ann!
* * *
Antes de que ninguno de los presentes pudiera hacer nada, Ann sacó un revólver de uno de los bolsillos de su vestido y dio unos pasos atrás.
—¡Que nadie se mueva! —ordenó—. Mataré al que dé un solo paso.
Con la otra mano, agarró su bolso, que Quax estimó era bastante pesado.
—Sí, te he envenenado —confirmó Ann—. Tengo aquí todos tus apuntes y todas tus notas, aunque dijiste haberlos destruido. Y también tengo comprador para el C-400. ¿Creías que iba a conformarme con la miseria que nos pagaría el gobierno inglés? Ah, no, no he estado haciendo de esclava tuya, en todos los sentidos, durante todos estos años, para recibir una miseria. —El acento de la mujer rebosaba odio, pero también cierta morbosa satisfacción—. Seré inmensamente rica… y tú te convertirás en un asqueroso montón de huesos pelados y malolientes, que acabarán en cualquier vertedero…
De repente, se oyó afuera un chirrido de frenos. El ruido distrajo un momento a la mujer.
Daniels aprovechó la ocasión y le arrojó un frasco a la cara. El vidrio se rompió y el líquido que había en su interior le mojó por completo. La piel se cortó por algunos sitios y la sangre empezó a correr.
—Creo que no disfrutarás de ninguna clase de riqueza, Ann —dijo Daniels, mientras ella, aturdida todavía, intentaba limpiarse la cara. Al mismo tiempo, aprovechó para hacerse con su revólver.
—Cuidado —dijo Quax, apuntando a Daniels con el suyo—. Tire el arma o haré fuego.
Daniels se echó a reír, a la vez que lanzaba el arma al otro extremo del laboratorio.
—Ella también se va a convertir en ceniza, así que, ¿para qué consumir un cartucho?
La puerta se abrió de pronto. Kenner y Gates aparecieron en el umbral.
—¡Daniels! —gritó el primero—. ¡El antídoto! ¡Queremos vivir!
—No hay antídoto —contestó Daniels—. El proceso de descomposición es irreversible.
Hubo un momento de silencio. Susan creía desfallecer de horror.
De pronto, Kenner echó a andar hacia Daniels.
—De modo que no tenemos salvación —dijo.
—No. Ni yo, ni esta condenada que tengo al lado. Los cuatro vamos a morir, convertidos en ceniza.
Súbitamente, Gates lanzó una atronadora carcajada. Tenía su brazo izquierdo envuelto en un gran trapo y lo dejó al descubierto.
Quax retrocedió unos pasos, llevándose a Susan consigo. Con la mano sana, Gates empuñó los huesos de su propio brazo y atacó furiosamente a Daniels.
El científico chillaba como un poseído. Uno de los golpes le hizo caer al suelo y entonces agarró uno de los trozos del frasco que había contenido el funesto líquido. Todavía tendido en el suelo, rasgó la carne de la pierna de Gates, a la vez que lanzaba una estentórea carcajada.
—Ceniza, tú también serás ceniza —chilló, perdida por completo la razón.
Ann permanecía aturdida, como incapaz de comprender lo que sucedía a su alrededor. Daniels se puso en pie, con otro trozo de cristal, y se arrojó contra Kenner, al que rasgó toda una mejilla.
—Rápido, rápido, todos ceniza, todos ceniza… —aullaba como un poseído.
Quax retrocedió hasta la puerta, sin dejar de tener el revólver a punto, mientras que con la otra mano arrastraba a Susan. La muchacha creía estar padeciendo una pesadilla.
Salieron fuera. Susan se apoyó en la pared y rompió a llorar desconsoladamente.
De pronto, se oyeron unos cánticos extraños.
Asombrado, Quax, volvió a asomarse. La escena le hizo dudar de su propia estabilidad mental.
Agarrados de la mano y de los brazos, como podían, cuatro personas bailaban una macabra danza en el centro del laboratorio.
—Ceniza, ceniza, somos ceniza… —cantaban los tres hombres a voz en cuello.
Ann se resistía frenéticamente, pero no podía desasirse de aquel círculo infernal. Era evidente que la locura de la desesperación se había apoderado de los tres hombres.
Uno de ellos cayó de pronto al suelo. Los otros tropezaron y cayeron encima. Daniels tiró de Ann y la hizo unirse al montón.
—Ven, ven a la ceniza… —jadeó con voz algodonosa, que era ya preludio de la muerte.
Ann no dijo nada, ya no podía hablar.
De pronto, Quax tiró de la muchacha y la arrastró hacia afuera.
—Suba al coche y espéreme a lo lejos —ordenó.
Ella obedeció sin replicar. Quax miró a su alrededor y no vio ningún otro coche. Probablemente, Kenner había dado orden a su chófer de que se volviera a casa. «Quizá pensaba quedarse para una larga sesión de cura, junto con Gate», especuló.
Pero ya no quería perder más tiempo. Subió a la colina y abrió los grifos del gran tanque de petróleo. El combustible empezó a correr por la ladera.
Bajó a la casa y se asomó al laboratorio por última vez.
Había un gran bolso tirado en el suelo. Contenía todos los documentos relativos al C-400, pero Quax no quiso ni tocarlo.
Un poco más allá, había un gran montón gris, por el que ya empezaban a asomar los huesos blancos. Quax se dijo que la mejor solución era pegarle fuego a todo.
Al poco rato, el petróleo, desparramado, empezó a penetrar en la casa, a la vez que se extendía a su alrededor. Quax había preparado ya una antorcha y encendió un fósforo.
* * *
—Necesito saber cuánto vale su casa de Black Falls Manor —dijo el joven unos días más tarde.
—¿Por qué, Tony?
—Yo la incendié. Debo compensarle por la pérdida de una propiedad que, aparte de los fines a que fue destinada, era muy bonita. El paisaje es encantador y merece la pena edificar de nuevo allí. Cuando haya olvidado todo, por supuesto.
—¿Cree que olvidaré algún día, Tony? —dijo Susan tristemente.
—Es joven y tiene tiempo de sobra. Dentro de unos años, todo esto que le ha pasado le parecerá un sueño. El tiempo todo lo cura, se lo aseguro.
—Sí, quizá —suspiró la muchacha—. ¿Qué dice su amigo Barrow?
—Está muy enfadado conmigo porque no le di los apuntes del doctor Daniels. Y no digamos nada en mi oficina; me han obligado a dimitir. Pero, en conciencia, yo no podía permitir que se elaborase una fórmula como la del C-400 o el C-401. Los huesos han sido incinerados y…
—Ha hecho bien —aprobó Susan—. Y en cuanto a lo de la casa, no se preocupe; no es cosa que me corra demasiada prisa.
—Pero usted tiene sus niños… Si la reconstruyera, es un lugar maravilloso para los chiquillos… Claro que habría que colocar una barandilla protectora en el barranco…
—¿A qué niños se refiere, Tony?
—Usted me dijo que tenía hijos… Aunque no precisó su número.
Susan se echó a reír.
—Yo me refería a los niños de un jardín de infancia, en el que soy profesora —contestó.
—Vaya —resopló Quax—. Y yo que había creído que…
De pronto, la abrazó con fuerza.
—Susan, ¿quieres casarte conmigo? Que yo sepa, es el mejor procedimiento para que tengas tus niños propios —dijo ardientemente.
—Vistas las cosas desde esa perspectiva, no me queda otro remedio que acceder —contestó la muchacha, con sonriente expresión.
F I N