CAPÍTULO XII

—Al menos, hemos conseguido una cosa —dijo Quax a la mañana siguiente—. Morris ya sabe que vamos tras sus huellas.

—Pero eso no arreglará la situación en que me encuentro —dijo Kenner, a la vez que levantaba el brazo izquierdo, enfundado en una especie de saquete de tela hasta más arriba del codo.

Susan se estremeció y procuró no mirar a aquel hombre que se desintegraba en vida. Profundamente intrigada, se preguntó por qué unos, como Kenner y Gates, tardaban tanto en convertirse en ceniza, mientras que otros se deshacían de una forma tan rápida.

Quizá, se dijo, ni Morris supiese explicarlo. Morris se había apoderado de una fórmula de terribles efectos y estaba actuando ahora como el aprendiz de brujo: había desencadenado las misteriosas fuerzas de la naturaleza, pero no sabía cómo reprimirlas.

—Con tal que todo quede dentro de este pequeño grupo —deseó, egoístamente, para sí.

—Sin embargo, hemos obtenido un pequeño triunfo —dijo Quax.

—¿Te refieres al clavo con el que se pinchó Keryac? —preguntó Kenner.

—Sí. Hasta ahora, sólo teníamos restos humanos como base para iniciar las investigaciones. Por fin, a partir de anoche, contamos con algo en lo que debe de haber una muestra del terrible C-400.

—¿Conseguirá algo Barrow? —preguntó Susan. Pero apenas había hablado, se dio cuenta de que habían sido unas palabras imprudentes y miró consternada al dueño de la casa—. Lo siento, señor —se disculpó.

Kenner sonrió tristemente.

—No se preocupe, muchacha —contestó—. A decir verdad, empiezo ya a acostumbrarme a mi situación. Incluso empiezo a sentir curiosidad por saber el momento en que voy a morir.

Una especie de viento helado descendió sobre la estancia.

—Nunca me arrepentiré bastante de no haber acabado con Morris —se lamentó Quax.

—Al menos conseguiste herirle —dijo Susan.

—Sí, pero no fue una herida de gravedad. Pudo escapar y nosotros perdimos demasiado tiempo, cambiando la rueda agujereada por uno de sus disparos.

Alina Sutterland entró en aquel momento. Se había peinado con el pelo liso, tirante hacia atrás, y su cara estaba limpia totalmente de maquillaje. Vestía un sencillo traje de discreto color y aparecía pálida, aunque no con la palidez propia de los atacados por el virus C-400.

Era mayor de lo que había pensado, se dijo Quax. Los treinta y cinco años de la Sutterland hablan quedado atrás.

—¿Alguna novedad? —preguntó la recién llegada.

El teléfono sonó en aquel momento.

Kenner alargó la mano derecha y dio su nombre.

—Ah, hola, Simon —saludó, al reconocer a su interlocutor—. ¿Cómo estás? Perdido, ¿verdad? Lo mismo que yo, pero… ten ánimo; ya hay quien se ocupa del remedio. Sí, por supuesto, quedaremos mancos…, pero en estas circunstancias, perder un brazo es como para dar saltos de alegría… Claro, cometimos un error al enredamos en el maldito asunto del C-400… A otros les ha costado algo más que un brazo.

Kenner calló un momento. Luego, de pronto, lanzó una exclamación:

—Pero, hombre, ¿por qué diablos no has empezado por ahí? —barbotó.

De pronto, Kenner le entregó el teléfono:

—Toma, Gates quiere hablar contigo —indicó.

El joven se apoderó del auricular.

—¿Señor Gates?

—Hola, muchacho. Tengo que darte una noticia sensacional. Acabo de matar a tiros a Morris.

Quax sintió que se le cortaba la respiración.

—¿Seguro, señor? —preguntó.

Gates lanzó una extraña risita.

—Lo tengo aquí, a mis pies, con un agujero en el centro de la frente —contestó.

—¿Estaba armado, señor?

—Sí. Sólo que yo tuve más suerte y le acerté de lleno.

—Sí, tuvo usted suerte, porque, seguramente, Morris andaba algo torpe de movimientos, a consecuencia del tiro que yo le pegué anoche en Slander Farm —dijo Quax.

—¿Estaba herido? —exclamó Gates, perplejo—. Muchacho, que yo sepa, no tiene otra herida que la que le ha causado mi revólver.

* * *

Los camilleros se llevaron el cadáver y el fotógrafo policial tomó las últimas placas. Había un par de agentes uniformados en la puerta. El inspector Gardner se acercó al dueño de la casa.

—Encuentro muy extraño que no avisara a la policía inmediatamente de sucedido el hecho —dijo.

—Hace días que no me encuentro bien —manifestó Gates—. Además, después de disparar contra el señor Morris, me dio como una especie de vahído y estuve sin conocimiento bastante rato. Quizá no fue un desmayo completo, pero no podía hacer el menor movimiento. Trate de comprenderlo, inspector.

—Usted es su abogado —dijo Gardner, volviéndose hacia Quax, presente en la entrevista.

—Así es —confirmó el joven.

—¿Tiene alguna idea de los motivos de la discusión?

—No, inspector, salvo que estimo se produjo por diferencias en negocios que ambos, el señor Gates y la víctima, tuvieron en común hace tiempo. Pero estimo necesario que se fije en el detalle de que el señor Morris disparó primero contra mi cliente. Naturalmente, el señor Gates tenía pleno derecho a defenderse.

Había un agente extrayendo la bala incrustada en una de las paredes.

—También pudo ocurrir que Morris disparase por un movimiento reflejo, al ser herido por la bala del señor Gates —alegó Gardner.

—Es posible, pero, en todo caso, Morris ya tenía su pistola en la mano. Una persona que recibe un balazo en la frente, cae fulminada; no tiene ya tiempo de sacar la pistola de su bolsillo. Si el señor Morris apareció aquí, pistola en mano, estimo lógico y justo el derecho de mi cliente a defenderse de lo que estimaba una agresión. Quizá el señor Morris sólo pretendía intimidar a mi cliente, pero eso no es fácil de aclarar. Una pistola en la mano de un hombre puede dar lugar a muchas reacciones, entre las cuales figura la de defenderse también con otra pistola.

Gardner asintió.

—Unos argumentos irreprochables —calificó—. De todas formas, habrá de sostenerlos en su día ante un tribunal.

—Mi cliente acudirá al juicio, cuando sea citado para ello —aseguró el joven.

Los policías se marcharon. Gates y Quax se quedaron a solas.

—Lo ha hecho usted muy bien, señor —dijo el joven.

—He seguido sus consejos, muchacho. Pero todo ocurrió como le he dicho: Morris disparó primero y yo me defendí.

—¿Le acusó de algo?

—Dijo que era yo el que estaba matando a los demás y que no quería correr la misma suerte. Estaba como loco, yo diría que presa de un pánico insuperable. Me asusté bastante, créame…, y mi suerte fue tener el revólver al alcance de la mano.

—Sí, fue una suerte —convino el joven pensativamente—. Y no estaba herido.

—¿Por qué había de estar herido Morris? —Se sorprendió Gates.

—Anoche disparé contra él, ya se lo dije antes. Le vi tambalearse, pero quizá fue que tropezó con algo.

Quax se dijo que había hecho bien, prohibiendo a Gates avisar a la policía hasta que él llegase. De este modo, había podido examinar a conciencia el cadáver de Morris, sin encontrar en él la menor señal de herida de bala.

Salvo la que le había alcanzado en el centro de la frente.

Una sociedad trágica, se dijo. Ocho personas se habían reunido, primero para un negocio de grandes rendimientos y luego para acordar la muerte de un hombre. Sólo quedaban tres con vida y dos de ellos en inminente peligro de morir por descomposición física.

—Quiero hacerle un par de preguntas, señor Gates —dijo de pronto.

—Sí, desde luego.

—¿Habló con Morris acerca del procedimiento empleado para asesinar al doctor Daniels?

—Sí, lo confesó todo. Él fue quien contrató a Hards y a Keany. Hards era el ejecutor y Keany el especialista en cajas de caudales. Ambos habían sido comandos del Ejército…

—Por eso me sonaba a mí el nombre de Hards —musitó Quax.

—Mataron a Daniels y tiraron su cuerpo al barranco. Hards mató a Keany y también lo arrojó por el mismo sitio. Luego se reunió con Morris y entonces fue cuando éste le pegó cuatro tiros.

—Una frase tópica que, en este caso, se convirtió en real descripción de lo ocurrido —comentó Quax.

* * *

—Entonces, ¿estamos libres de amenaza? —dijo Alina.

Quax no estaba seguro de que su respuesta fuese una afirmación en la que hubiese de creerse a pies juntillas, pero no le quedaba otro remedio que contestar en tal sentido.

—Sí, claro —dijo.

Alina exhaló un hondo suspiro.

—Bien, en tal caso, no tiene sentido que yo siga en esta casa.

—A su gusto, señora Sutterland.

Ella se le acercó insinuante. Estaban solos y le dirigió una sonrisa inequívoca.

—Creo que nos tuteábamos —dijo.

—Es verdad, lo había olvidado.

—Tienes una memoria pésima, querido —rió ella—. Quizá ya ni te acuerdas de mi casa.

—¿Por qué dices eso?

—Porque me gustaría que vinieras esta noche a tomar unas copas conmigo. Deseo recompensarte lo que has hecho por mí y me parecería incorrecto hacerlo con un puñado de billetes.

—Quizá yo los aceptase, Alina —sonrió Quax.

—Tú no eres un fenicio. Aprecias otras cosas más que el dinero.

Alina le dio un palmadita en la mejilla. Luego se empinó sobre las puntas de los pies para besarle.

—Ya que no sale de ti la iniciativa…

—¿Estorbo? —Sonó de pronto la voz de Susan.

Alina se separó del joven, sonriendo indiferentemente.

—No, ya me iba —manifestó—. Recuerda lo que te debo, Tony —se despidió.

—Está muy solicitado por las mujeres, ¿eh? —dijo Susan sarcásticamente, al quedarse solos.

—Señorita MacCord —dijo él con frialdad—, la señora Sutterland trataba, simplemente, de expresarme su agradecimiento por haberle salvado la vida.

—Sí, ya sé que es usted el salvador de las mujeres en apuros. Quizá por eso una tal Betty Duncan le llama con urgencia al Three Flashes.

—¡Betty Duncan! —resopló él.

—La misma. Y con mucha, muchísima urgencia —recalcó Susan con acento burlón.