CAPÍTULO PRIMERO

—El doctor Daniels debe morir —dijo Galton Morris.

Alina Sutterland, treinta años, hermosa, muy sofisticada, se estremeció.

—¿No hay otro remedio? —inquirió.

Ford McCroyd se llevó la mano a la mejilla izquierda.

—Me parece que la señal de la bofetada no se ha ido del todo aún —contestó—. La recibí yo físicamente, es cierto, pero fue una bofetada dirigida a la sociedad, a todos nosotros, en suma.

—McCroyd tiene razón —dijo Simon Gates, grueso, calvo, con aire de candidato a la apoplejía—. El doctor Daniels ha traicionado los términos de nuestra asociación, Por tanto, debe morir.

—¿Es que no hay otra solución? —preguntó Freya Wiesser, alta y rotunda como una walkyria, aunque con más años de los que quería aparentar.

—¿Es usted capaz de dar con esa otra solución? —contestó Morris.

Freya meneó la cabeza.

—No, lo siento —admitió.

—Estamos aquí tres mujeres —dijo Kitty Moore, alta, delgada y de pelo de ala de cuervo, mientras colocaba un cigarrillo en una larga boquilla de ámbar—. No ganaríamos, probablemente, un campeonato de belleza, pero tampoco estamos como para que no se nos mire a la cara. En resumen, estamos medianamente apetecibles…

—Muy apetecibles —puntualizó Jack Kenner, comiéndose a Alina con la mirada.

—Bueno, pero ¿a qué viene todo esto? —exclamó Guy Keryac, impaciente—. Tenemos ojos en la cara, ya vemos que ustedes tres son hermosas…

—Mi observación venía a cuento, sencillamente, de que habiendo fracasado la persuasión, podríamos haber intentado, una cualquiera de nosotras, seducir al doctor Daniels. Pero es un terrible misántropo y ni ese recurso daría resultado. Por tanto, me adhiero a la propuesta de Galton Morris: el doctor Daniels debe morir.

—Somos ocho —dijo McCroyd—. Cada uno de nosotros aportó doce mil quinientas libras esterlinas, lo que, en total, hizo un capital de cien mil, que se entregaron íntegras al doctor Daniels, para financiar los experimentos, que con tan buen éxito han terminado. Esperábamos ganar, por lo menos, cien mil libras cada uno, cuando se hubiese vendido la patente de su descubrimiento, pero ahora resulta que el doctor Daniels no quiere cederla.

—A mí quien me la hace me la paga —masculló Kenner con hosquedad.

—Estoy de acuerdo contigo —dijo la Wiesser, a la vez que expulsaba el humo de su cigarrillo.

—Me gustaría saber por qué Daniels no quiere cedernos la patente de su descubrimiento, como habíamos convenido —manifestó Kitty Moore.

—Escrúpulos, absurdos escrúpulos —contestó Morris—. Dice que es un arma demasiado terrible para ponerla en manos de la gente…

—¡Tonterías! —bufó Keryac—. De repente, va y le entran ansias moralizantes. Hombre, podía haberle pasado antes de que le diésemos nuestro dinero.

—Pero le ha ido a suceder ahora —dijo McCroyd, a la vez que pegaba un fuerte puñetazo en la mesa—. Y, por tanto, hemos de poner término a este enojoso asunto.

—Si le matamos, no tendremos la patente —alegó la Sutterland, con no poca lógica.

—Es que se pueden conseguir las dos cosas a un precio mínimo —aseguró Morris.

—Eso ya está más interesante —exclamó Gates.

—¿Quién, cómo y cuánto? —preguntó la Wiesser, sin dejar de mordisquear el largo cabo de su boquilla de ámbar.

—De quién me encargaré yo personalmente —respondió Morris—. De cómo el encargado de la ejecución, por supuesto. Respecto al cuánto, lo dejaremos en mil quinientas libras cada uno.

—¡Otras mil quinientas más! —Se estremeció Keryac.

—Garantizo el éxito —dijo Morris enfáticamente.

—¿En los dos aspectos del problema? —Quiso saber la Moore.

—En los dos: liquidar a Daniels y conseguir los documentos de la patente.

—En ese caso, no se hable más —dijo Kenner—. Sometamos el asunto a votación.

—¿Bolas blancas y negras? —preguntó la Sutterland, con una risita que tenía bastante de nerviosa.

El pulgar de Kenner se puso hacia abajo.

—Así —contestó significativamente.

Siete pulgares más se colocaron en la misma postura que el de Kenner.

* * *

Los dos hombres se acercaron cautelosamente al edificio que se divisaba entre las sombras. A la izquierda se oía el ruido de la cascada del arroyo que nacía en los límites de la propiedad.

Detrás del edificio había una alta colina, cubierta de abundante bosque, donde por un extraño fenómeno de la naturaleza, brotaba aquel caudaloso arroyo que, a unos quinientos metros de distancia, se despeñaba por un barranco de considerable profundidad. Era un lugar encantador, lleno de belleza, aunque ahora, la oscuridad de la noche, impidiese apreciar los atractivos del paisaje.

Los dos hombres llegaron a la casa, una construcción antigua, de planta, primer piso y ático, con picudo techo de pizarra. Las luces estaban apagadas por completo.

Había bastantes árboles en el parque que rodeaba el edificio. El rumor de las hojas, movidas por una suave brisa, y el ruido de la cascada, situada a unos setenta u ochenta metros de distancia, eran los únicos ruidos que se percibían en la noche.

Los dos sujetos conocían bien el edificio, merced al plano que les había sido facilitado y que se habían aprendido de memoria. Además, se movían con rapidez y silencio.

El cristal de una de las ventanas del piso bajo fue cortado con un diamante y el paso quedó franqueado. Warren Hards y Tommy Keany penetraron en la casa.

—La sirvienta —dijo Keany.

Hards hizo un signo de asentimiento. Provisto de una diminuta linterna, subió al ático. Vestía enteramente de negro, incluso con un gorro de punto sobre la cabeza, y sus zapatos tenían gruesas suelas de goma.

Keany esperó en la planta. Hards bajó a los pocos momentos.

—La sirvienta está fuera de combate —anunció—. Dormirá una docena de horas, por lo menos.

—Bien, ahora el profesor —dijo Keany—. Eso es cosa tuya, Warren.

—Sí —contestó Hards escuetamente.

Y se dirigió hacia la puerta situada al fondo y en el otro lado de la cual se hallaba el laboratorio de Vinson H. Daniels.

Abrió. Daniels estaba enfrascado en su trabajo, sentado en un alto taburete, estudiando algo a través del microscopio.

Hards tenía una pistola provista de un largo silenciador. Apuntó cuidadosamente y disparó.

Daniels lanzó un ahogado gemido. Su cabeza, que empezó a sangrar en el acto, osciló a un lado y a otro. Luego, su cuerpo pareció convertirse en un fláccido montón de trapos, que se derrumbó al suelo a los pocos segundos.

Los dos hombres irrumpieron corriendo en el laboratorio.

—La caja fuerte está allí —dijo Hards—. Apresúrate, Tommy.

Keany se acercó al cofre fuerte. Hasta entonces, como su compañero, había usado guantes. Se los quitó y empezó a hacer girar la manecilla de la combinación de apertura, a la vez que escuchaba el ruido de los engranajes, con la ayuda de un fonendoscopio.

Minutos más tarde, hizo girar la puerta a un lado. Sonreía satisfecho al anunciar:

—Sus documentos, milord.

Hards escudriñó el interior de la caja, mientras Keany borraba cuidadosamente sus huellas dactilares con la ayuda de un pañuelo. Momentos después, Hards extraía un grueso sobre, en cuyo anverso se leía:

PATENTE Y DESCRIPCIÓN

DEL MÉTODO DE OBTENCIÓN

DEL PRODUCTO C-400 (CINIS)

—Muy bien, ya tengo lo que buscaba —dijo.

Y guardó el sobre bajo el pullover, sujetándolo con el cinturón de los pantalones.

—Vámonos —exclamó Keany.

—Aguarda; el profesor tiene que desaparecer. Ayúdame a llevarlo hasta el barranco.

—Muy razonable, Warren.

Momentos más tarde, los dos hombres hacían balancear el cuerpo del científico.

—Uno…, dos…, tres…

El cadáver saltó al espacio y se perdió en la negrura que había al otro lado del borde del precipicio. Keany se inclinó un poco hacia delante.

—No he oído el ruido de la caída —alegó.

—La cascada es demasiado ruidosa —dijo Hards.

—Sí, quizá tengas razón.

Y se volvió, pero entonces vio a Hards apuntándole con su pistola.

—¡Eh, tú! ¿Qué diablos…?

La pistola escupió un silencioso fogonazo. Keany sintió un vivísimo dolor en el pecho.

A pesar de todo, no cayó. Haciendo un poderoso esfuerzo de voluntad, consiguió mantenerse en pie.

Pero se debilitaba rapidísimamente. Sonriendo con supremo cinismo, Hards se le acercó y le empujó hacia atrás.

Keany lanzó un agudísimo alarido al caer al abismo. Esta vez sí se oyó el ruido de su cuerpo, estrellándose contra las rocas del fondo.

Hards ya no se entretuvo más. Giró sobre sus talones y se dirigió hacia el automóvil que les había llevado hasta allí, el cual había quedado a una distancia prudencial de la casa.

Al abrir la portezuela, vio que había dentro un individuo y se sobresaltó enormemente.

—Tranquilízate, soy yo —dijo Morris.

—Me ha asustado un poco —confesó Hards, sonriendo de mala gana.

—Lo comprendo —respondió el otro con indiferencia—. ¿El sobre?

Hards lo sacó de su escondite.

—¿El dinero? —dijo en el mismo tonillo que Morris.

—Lo tengo preparado. Te llevarás doble ración, Warren.

—Sí —contestó Hards con indiferencia—. Todo ha salido como usted lo deseaba.

—Eso mismo pienso yo —dijo Morris.

Y mientras con la mano izquierda alargaba hacia el otro el sobre que contenía la suma prometida, con la derecha empuñaba una pistolita, cuyo cañón se inflamó tres veces.

Hards cayó al suelo, aullando y pataleando. Morris se apeó y le hizo callar con el cuarto disparo, dirigido a su frente.

El sobre con el dinero estaba caído en el suelo. Morris lo recogió y se marchó a pie. Su coche estaba a cien metros, en la próxima curva del camino.

* * *

El sobre pasó de mano en mano y todos pudieron leer claramente las palabras escritas en el anverso. Morris, satisfecho, sonreía mientras contemplaba los rostros de sus consocios.

—Tus hombres hicieron una buena labor —elogió McCroyd.

—¿Son seguros? —preguntó la Sutterland.

—¿No se irán de la lengua? —dudó Gates.

—Callarán, lo aseguro —dijo Morris.

—Deben de ser dos tipos muy hábiles —opinó la Wiesser.

—¡Han pertenecido tres años a los comandos del Ejército! Sabían hacer de todo —explicó Morris.

—Me gustaría ver el contenido de ese sobre —manifestó la Moore.

—No entendería usted gran cosa, porque todo son fórmulas químicas, pero si es ese su gusto…

Kitty rasgó el sobre. Un mazo de cuartillas cayó sobre la mesa.

—¿Qué demonios es esto? —gritó—. Todos los papeles están en blanco.

Los ojos de Morris se dilataron por el asombro.

—¡Me han engañado! —aulló, ocultando el hecho de que se había quedado con las doce mil libras que iban a ser el pago de Hards y Keany.

—Esperen —exclamó Keryac—. Ahí veo unas líneas escritas…

La primera cuartilla del paquete contenía un mensaje, escrito con grandes letras mayúsculas:

A DECIR VERDAD, NO ME FIO DE USTEDES. PRESIENTO QUE QUIEREN QUITARME DE EN MEDIO, UNA VEZ HAYAN CONSEGUIDO MI FORMULA C-400. HE REFLEXIONADO LARGAMENTE Y HE LLEGADO A LA CONCLUSIÓN DE QUE ES UN ARMA DEMASIADO TERRIBLE PARA PONERLA EN MANOS DE ALGUIEN QUE PODRÍA UTILIZARLA INDISCRIMINADAMENTE, CON RESULTADOS CATASTRÓFICOS PARA LA HUMANIDAD. POR TANTO, HE DESTRUIDO CUANTAS NOTAS Y APUNTES HABÍA TOMADO DE MIS EXPERIMENTOS, DESDE EL PRINCIPIO DE LOS MISMOS, HASTA LLEGAR A LA FORMULA FINAL C-400. PERO, SI MUERO, TODOS USTEDES RECIBIRÁN UNA DOSIS DEL C-400. Y YA SABEN LO QUE ESO SIGNIFICA. EN TAL CASO, SERIA MI VENGANZA PÓSTUMA.

VINSON H. DANIELS.

Un escalofrío recorrió ocho espaldas. Durante unos momentos, todos los presentes se sintieron helados de horror.

Morris fue el primero que reaccionó. Pegó un fuerte puñetazo en la mesa y exclamó:

—¡Tonterías! El doctor Daniels está muerto y bien muerto. No puede salir de su tumba para vengarse de nosotros. Hemos perdido un montón de dinero, eso es todo.