CAPÍTULO II

El hombre que subió ágilmente los seis escalones que separaban la entrada de la casa del suelo del jardín, era joven, tenía unos treinta años y estaba físicamente bien constituido. Leigh Quax no tenía la menor idea de los motivos que le habían impulsado a Jack Kenner para hacerle acudir a su lujosa residencia, situada en el campo, a ciento veinte kilómetros de Londres.

Hacía bastantes años que no veía a Kenner. Quax había llegado a pensar que Kenner se había olvidado de él por completo. Los negocios le absorbían demasiado tiempo. Eso no era bueno, pensaba el joven; Kenner tenía ya suficiente dinero como para no ambicionar más y dedicarse a la buena vida. Pero, por lo visto, suficiente dinero resultaba poco para según qué clases de tipos.

El alto y estirado mayordomo que abrió la puerta resultaba desconocido para Quax. Claro que también hacía años que no pisaba aquella casa…

—Soy Leigh Quax —se anunció—. El señor Kenner me espera.

—Es cierto —admitió el mayordomo—. Tenga la bondad de pasar, señor Quax.

Los dos hombres atravesaron el ancho y espacioso vestíbulo. El mayordomo abrió una puerta.

—Señor, el señor Quax —anunció.

Una voz gruesa, blanda, como emitida a través de unos algodones, llegó a oídos del joven.

—Entra, entra —dijo Kenner—. Simmons —se dirigió al mayordomo—, el señor Quax y yo tenemos que hablar reservadamente. Que nadie nos moleste bajo ningún concepto. No contestaré a ninguna llamada telefónica. ¿Entendido?

—Bien, señor.

Quax entró en el despacho. Vio a Kenner y se asombró extraordinariamente del aspecto que presentaba el dueño de la casa.

Siete u ocho años antes, Jack Kenner era un sujeto tremendamente robusto y que, a sus cuarenta años, atraía a las mujeres como la miel a las moscas, y no sólo por su dinero. Ahora estaba convertido en una sombra de sí mismo, con el rostro ceniciento y los ojos sin el brillo de audacia y decisión que siempre le había caracterizado.

—Señor… —dijo el joven, irresoluto.

Kenner sonrió tristemente.

—Te extraña verme así, ¿no es cierto? —contestó—. Bien, anda, sírvete una copa. Tengo que contarte muchas cosas; para eso te he llamado. Y también para que me ayudes. Te necesito, Tony, te necesito desesperadamente.

Quax asintió. Tony era el apelativo familiar que Kenner había usado siempre para dirigirse a él.

—Pero ¿qué le sucede, señor? ¿Es que padece alguna enfermedad muy grave?

—Sí, padezco la incurable enfermedad de la muerte —contestó Kenner.

* * *

Tratando de coordinar sus pensamientos, Quax se acercó a un aparador con servicio de licores. Mientras llenaba una copa, pudo fijarse que Kenner tenía constantemente las manos bajo la mesa de despacho.

Después de tomar un sorbo de Jerez, se sentó frente a la mesa.

—¿Y bien, señor? —dijo.

—Tony, tú y yo tuvimos diferencias en el pasado. Quizá yo era demasiado rígido contigo, pero cuando murieron tus padres, prometí cuidar de ti…

—Y lo hizo muy bien, señor. Nunca agradeceré bastante sus desvelos. Gracias a usted, soy lo que soy, aunque también he de reconocer que tengo el genio bastante vivo.

—En el fondo, me agradó que tratases de crearte una posición por ti mismo. La verdad, yo era un solterón y no tenía quien me sucediera; por eso quería tenerte a mi lado, para encomendarte algún día la dirección de mis negocios. Pero las finanzas es algo que no te atrae, me parece.

—En absoluto, señor. No obstante, si usted necesita mi ayuda, haré lo que sea, sinceramente, sin imponerle ninguna condición.

—Gracias, Tony —dijo Kenner, sonriendo tristemente—. Y ahora, dime, ¿has oído hablar alguna vez del doctor Daniels?

—No tengo la menor idea. ¿Quién es ese tipo, señor?

—Ya no existe. Nosotros lo hicimos asesinar.

Quax perdió el aliento unos instantes.

—¿Nosotros? ¿Quiénes? —exclamó al recobrar el habla.

—Éramos ocho. Formamos una sociedad para explotar el descubrimiento del doctor Daniels. Cada uno de los socios aportamos doce mil quinientas libras, a fin de constituir un fondo de cien mil, que se entregaron íntegramente a Daniels. Con esa suma, pudo proseguir sus investigaciones, pues él había agotado ya todo su capital. Sólo le quedaba su propiedad de Black Falls Manor, pero no quería venderla a ningún precio, ni tan siquiera hipotecarla. Bien, el caso es que un día nos anunció que sus investigaciones hablan terminado con un éxito rotundo. Pero también nos enteramos de que no quería cedernos la patente, como estaba convenido. Entonces fue cuando acordamos matarlo y apoderarnos de la documentación referente al C-400, el nuevo producto que él había descubierto.

Kenner se interrumpió unos segundos. Quax empezó a ponerse en pie.

—Le traeré una copa, señor; creo que la necesit…

—¡No, no quiero beber! —dijo Kenner casi con violencia—. Déjame seguir hablando, Tony. Bien…, después de tomar ese acuerdo, aceptamos que uno de los socios se encargase de ponerlo en ejecución. Daniels murió, no sé cómo, creo que ninguno nos preocupamos de la forma en que había sido asesinado, y el sobre con los documentos relativos al C-400 llegó a nuestro poder.

»Pero sólo había una cuartilla escrita; todos los demás papeles estaban en blanco. No sé cómo, Daniels había sospechado lo que le podía suceder, después de su negativa, y escondió toda la documentación del C-400, poniendo en su lugar un paquete de cuartillas en blanco. El mensaje decía que su producto era demasiado terrible para ponerlo en nuestras manos y que lo hacía por el bien de la humanidad. Igualmente decía que si moría, cada uno de nosotros recibiría una dosis del C-400, como su venganza póstuma.

—¿Qué significa esa cifra clave, señor? —preguntó Quax.

—El número cuatrocientos es el ordinal de las pruebas que realizó con su producto, hasta conseguir el resultado definitivo. En cuanto a la letra es la inicial de la palabra latina cinis. Ceniza, ¿comprendes?

Quax miró una vez más el ceniciento rostro de su interlocutor y asintió. Si alguna vez había visto color de ceniza en una cara, era en aquella ocasión, en el hombre que tenía frente a sí.

—¿Es que se trata de un producto nocivo? —preguntó.

Kenner rió amargamente.

—Letal —contestó—. Y, además, no existe el menor remedio para evitar la muerte que produce. Si hay algún remedio, lo tiene Daniels.

—¡Pero Daniels ha muerto, señor!

—Nos dijeron que había muerto, aunque no tenemos la plena seguridad de ello. Yo no he visto su cadáver, ni siquiera su tumba.

—Entonces, usted sospecha que Daniels vive.

—Sí, y quiero que des con él y que te entregue algún remedio para la enfermedad que produce el C-400. De lo contrario, antes de un mes habré muerto.

—Señor, hay médicos…

Kenner meneó la cabeza.

—Para lo mío, no hay más médico que Daniels —contestó.

De pronto, sacó las manos que, hasta entonces, había tenido escondidas bajo la mesa.

La derecha ofrecía un aspecto normal. A la izquierda, en cambio, le faltaban varias falanges de los dedos.

En el anular, se veía un hueso blanco, completamente al descubierto. Era la segunda falange y, a partir de la articulación, la carne tenía un horrible color gris.

Con los pelos de punta, Quax pudo ver el leve polvillo que se desprendía de la mano de Kenner, como si fuese de auténtica ceniza, agitada por una ligera brisa. Quax sintió que se mareaba.

De repente, el hueso de la falange se desprendió. Cayó sobre la mesa, rebotó un poco, rodó hasta el borde y acabó en la alfombra.

—Y no siento el menor dolor, pero vivo, me estoy convirtiendo en ceniza.

* * *

Quax se levantó y corrió al aparador. Llenó una copa y la vació de un trago.

Luego se volvió hacia Kenner. Sus manos habían desaparecido de nuevo bajo la mesa, pero el huesecillo, tétricamente blanco, seguía sobre la alfombra.

—Hay que llamar a un médico…

—No —contradijo Kenner—. No quiero médicos. Nadie más que Daniels me curará. Tienes que buscarlo, Tony, por lo que más quieras.

—Aparte de mí, ¿quién más está al corriente de su… enfermedad?

—Sólo tú. Ni siquiera lo sabe mi mayordomo. Uso la mano derecha únicamente y tengo la izquierda constantemente metida en un guante o en el bolsillo de mi traje.

—¿Es contagiosa esa enfermedad? —preguntó Quax, súbitamente aprensivo.

—Según Daniels, sólo por inoculación directa; un pinchazo, los alimentos, las bebidas…

Quax estuvo a punto de vomitar, al pensar en las dos copas que había ingerido. Pero si había sido intoxicado, nada podría parar ya la enfermedad en su cuerpo.

Procuró rehacerse. A fin de cuentas, el miedo no le serviría de ayuda.

—¿Por qué aceptaron colaborar económicamente con Daniels? —inquirió.

—El C-400 es un producto que cualquier nación hubiese pagado sumas fabulosas.

—Para una guerra química.

—Sí.

—Y cuando Daniels se negó a cederles la patente, ustedes acordaron asesinarle, para obtener provecho de la fórmula.

—Exacto.

—Daniels debía de ser un tipo muy astuto, porque se olió la conspiración —observó Quax—. ¿Qué sabe usted de sus consocios?

—Nada. Después de aquello, rompí con todos. A decir verdad, era una sociedad que se había formado exclusivamente para la subvención y posterior explotación del C-400.

—Podrá darme una lista de sus nombres, supongo.

—Sí, cuando quieras.

—Dígame, entre esos socios, ¿había alguno que pudiera considerarse, en cierto modo, como dirigente del grupo?

—Morris. Y también McCroyd.

Con la mano derecha, Kenner sacó un papel y se lo tendió al joven.

—No temas —dijo, al ver el gesto de repugnancia que hacía Quax—. El C-400 es sólo nocivo si entra en el cuerpo humano en la forma que ya te he dicho.

—Me gustaría saber una cosa, señor —dijo Quax, después de haber echado un rápido vistazo al papel.

—¿Sí, Tony?

—¿Cómo sospecha usted que se produjo la enfermedad?

Kenner hizo un gesto de desánimo.

—Eso mismo quisiera saber yo también —respondió—. Empezó hace cuatro días en la mano izquierda…

—¿Notó dolor?

—En absoluto. Simplemente, insensibilidad. Me levanté una mañana y vi color gris en uno de mis dedos. De momento, no le di importancia, pero a la noche la uña y la yema empezaron a convertirse en polvo. Eso ocurrió hace cuatro días y ya me falta la mitad superior de todos los dedos. ¡Antes de un mes, si tú no lo remedias, me habré convertido en ceniza! —clamó Kenner con infinita desesperación.

Quax procuró mantener el rostro inalterable.

Ahora sentía una viva simpatía por el hombre con quien había discutido tanto en el pasado. Bien mirado, debía a Kenner cuanto era y, dejando de lado los pecados del financiero, su deber era ayudarle con todas sus fuerzas.

Kenner lanzó un papel sobre la mesa.

—Te hará falta dinero, muchacho —dijo—. Ahí va un cheque por cinco mil libras. Rawlins, el director del Great & Miller Bank, tiene orden de facilitarte todo el dinero que precises, sin límite alguno. Pero tienes que encontrar a Daniels, ¿me entiendes? ¡Tienes que encontrarlo, Tony!

«Menudo encarguito: encontrar a un muerto», pensó el joven.

Elevó la voz:

—Señor, no puedo asegurarle nada, salvo una cosa: haré todo lo que pueda —dijo.