CAPÍTULO IV

Detuvo el coche y miró hacia el edificio, en el que todavía se divisaban algunas ventanas iluminadas. Un policeman, las manos a la espalda y una mirada de aparente indiferencia, aunque atenta a captar cualquier cosa anormal, hacía la ronda por la acera.

Quax la cruzó, entró en el edificio y consultó el indicador en el vestíbulo. Segundos más tarde, se dirigía hacia uno de los dos ascensores.

Tomó el que conducía a los pisos reservados. La Moore vivía en el ático independiente que remataba la casa, a doce plantas sobre la calle.

El ascensor se detuvo momentos después en un rellano privado. Sólo había una puerta; la del departamento de Kitty Moore. De pronto, alguien llamó al ascensor desde abajo.

Quax se acercó a la puerta y tocó el timbre, sin recibir la menor respuesta. Durante unos momentos, permaneció indeciso. Volvió a llamar, pero nadie le contestó.

El ascensor se detuvo de nuevo en aquel rellano. Quax se volvió, pensando en que tal vez Kitty Moore regresaba a su casa.

Pero era Susan MacCord.

La muchacha se sorprendió enormemente al verle en aquel lugar.

—¿Qué hace usted aquí? —exclamó.

—¿No le parece que yo también puedo hacerle una pregunta similar? —Sonrió él.

Susan frunció el ceño.

—He venido a visitar a la ocupante de ese ático —declaró.

—Lo mismo que yo. Y, aun a riesgo de parecer descortés, no pienso cederle el turno en la visita. Si es que tiene lugar.

—¿Qué quiere decir, señor Quax?

—Sencillamente, que es muy probable que la señorita Moore se encuentre ausente en estos momentos. Al menos, no contesta a mis llamadas.

—¿Es muy urgente lo que tiene que hablar con ella?

—Sospecho que el motivo que nos ha reunido aquí es el mismo —contestó el joven—. La muerte del doctor Daniels, por supuesto.

Ella asintió.

—Sí, es cierto —admitió.

—¿Ha hablado usted con el sargento Hollander, de Northunnis?

—Desde luego, y me dio un informe muy completo de sus investigaciones. Pero sospecho que mi tío no ha muerto.

—Si el doctor Daniels está vivo aún, ¿cómo se ha erigido usted en heredera de sus bienes? —preguntó Quax.

—No he hecho aún ninguna reclamación legal al respecto —explicó Susan—. Pero puedo residir en Black Falls Manor; he estado allí más de una vez y las gentes del contorno me conocen.

—Ya entiendo. ¿Sabía usted que Kitty Moore tuvo relaciones, digamos financieras, con su tío?

—¡Claro! Por eso estoy aquí.

—¿Cómo lo supo?

—Encontré la documentación de mi tío intacta. En determinado documento se mencionaba a ocho personas que habían aportado fondos para sus investigaciones. Una de ellas es Kitty Moore.

—Una explicación muy lógica —admitió Quax—. Pero ¿qué piensa preguntarle, señorita MacCord?

—Tal vez lo mismo que usted —contestó Susan maliciosamente.

Quax meneó la cabeza.

—Si Kitty no está en casa, habremos perdido el tiempo —dijo.

—¿Por qué no prueba a llamar otra vez? —sugirió la muchacha.

Pero antes de que Quax pusiera su índice sobre el timbre, ella, impulsivamente, asió el pomo de la puerta y lo hizo girar.

—¡Está abierta! —exclamó un segundo después.

* * *

Un extraño olor, nada agradable, aunque tampoco absolutamente insoportable, se hizo sentir apenas cruzaron el umbral. Susan arrugó la nariz, en señal de desagrado.

—Esa mujer podrá tener mucho dinero, pero no se lo gasta ciertamente en perfumería —comentó con acritud.

—No la critique —dijo él—. Tal vez está ausente desde hace tiempo. Las casas sin ventilar acaban oliendo mal.

Avanzaron unos pasos más. La decoración era moderna y lujosa, aunque tal vez un tanto falta de gusto, estimó Quax. El salón principal era de grandes dimensiones y hacía una especie de L, cuyo palo vertical quedaba oculto a los ojos de los intrusos, al menos, desde las proximidades de la entrada.

Pero pronto pudieron ver todo el ámbito del salón. Y, apenas llegaron a su centro, Susan lanzó un chillido horroroso.

Quax sintió como una especie de puñetazo en el estómago. Había visto algo, pero lo que tenía ante sus ojos superaba a todo lo imaginable.

Kitty estaba sentada en un diván…, sus restos, porque apenas sí quedaban de ella unos huesos y la parte superior del tórax.

Había una bata en el suelo. Era indudable que Kitty se había sentido mal y se había quitado la prenda en busca de alivio, quedándose completamente desnuda. Pero la muerte le había sobrevenido en aquel lugar, sin el alivio que había buscado.

El brazo derecho, sin carne a partir del codo, estaba apoyado en un cojín, situado en el borde del diván. Las facciones eran prácticamente irreconocibles.

Susan temblaba convulsivamente. Quax procuró hacer de tripas corazón y se acercó al cadáver.

Los senos, que antiguamente habían sido el orgullo de Kitty, eran apenas dos montones de polvo gris. Las costillas, blancas, asomaban a partir de aquel lugar. El pelo se había caído a mechones.

De repente, el antebrazo apoyado en el cojín se desprendió y cayó al suelo, con fúnebre tableteo. Susan lanzó otro terrible chillido.

La leve sacudida agitó el cadáver, que empezó a inclinarse lentamente a un lado. Nubes de polvo se elevaron del pecho y el cráneo.

Mechones de cabello revolotearon lentamente hasta caer sobre la alfombra. Se oyó un aterrador chasquido y la cabeza, desprendida del tronco, cayó dando botes. Se oían fúnebres choques cada vez que la cabeza rebotaba en el suelo. Rodaba y rodaba y a cada vuelta dejaba en suspensión una nubecilla de polvo gris. De repente, se oyó un terrible castañeteo.

El resto del cuerpo había caído también, pero los huesos se soltaron y entrechocaron, golpeándose como siniestras castañuelas. Una nube gris, de fétido olor, se desprendió de aquellos restos, esparciéndose lentamente por la estancia.

Susan estaba a punto de desmayarse. A Quax le habría gustado ofrecerle una copa, pero no se atrevía a hacerlo. Alguna de las botellas que allí había podía contener los malignos gérmenes del C-400.

—¿Qué es esto? ¿Qué pasa aquí? —gimió la muchacha.

—Probablemente, lo que acabamos de ver es una prueba de que su tío sigue vivo —contestó Quax.

Ella se volvió para mirarle, con expresión sobresaltada.

—¿Cómo? ¿Él ha hecho…?

Quax asintió.

—Según todos los indicios, esto que hemos visto es obra del doctor Daniels —aseguró.

* * *

Con paso vacilante, Susan buscó un asiento, en las inmediaciones de la puerta. Quax sacó cigarrillos y le ofreció uno.

—Mejor una copa —pidió la muchacha.

—No conviene probar una sola gota de cualquier líquido que pueda haber en esta casa —dijo él.

—¿Por qué?

—Tengo que explicárselo, pero no aquí ni en estos momentos. Usted vino a ver a Kitty Moore porque sospechaba que su tío está vivo…

—Eso no es cierto; yo vine a verla, porque le prestó dinero y quería obtener detalles que me permitieran dar con el asesino.

—Como quiera, aunque, de todas formas, usted no estaba muy convencida de su muerte.

—Recuerde la sima del barranco —dijo Susan.

—No la echo en olvido. Pero ahora estamos discutiendo casi sin motivo. Tenemos algo más urgente que hacer.

—Bien, usted dirá.

—Hay que pegar fuego al ático.

Susan dio un salto en el asiento.

—¿Se ha vuelto loco? —gritó.

Quax meneó la cabeza.

—Estoy perfectamente cuerdo —contestó—. Pero no podemos avisar a la policía para que venga y se encuentre con semejante cuadro. Kitty Moore ha muerto de una enfermedad producida por un virus descubierto por su tío. ¿Ha oído hablar del C-400?

—No. ¿Qué es eso?

—La fórmula que inventó el doctor Daniels… Bueno, yo he hablado de virus, pero puede que sea una composición química, que… Lo mismo da, señorita MacCord. Quien recibe una dosis del C-400 empieza a descomponerse en vida, como le ha sucedido a Kitty Moore… ¡y como le sucede en estos momentos a una persona a quien aprecio infinitamente!

Susan se quedó con la boca abierta.

—¿Eso… es consecuencia… de los descubrimientos de mi tío…? —tartamudeó, a punto de llorar.

—Así es. Y puede creerme, no hay la menor exageración en mis palabras. Ahora, imagínese lo que sucedería si llegase la policía, si apareciesen periodistas, fotógrafos…

—Se organizaría un escándalo terrible —admitió ella.

—Exacto. Pero más aún todavía: alguien podría contraer esa terrible enfermedad. Podría ocasionar una epidemia y el fuego lo evitará. ¿Comprende ahora?

—Sí, pero nos tomarán por incendiarios.

Quax sonrió.

—Haré bien las cosas, para que no sospechen de nosotros.

Acto seguido, empezó a trabajar con rapidez y eficiencia. Susan le contemplaba intrigada, pero también con temor y aprensión.

Un cuarto de hora más tarde, Quax dio la señal de partida.

—¡Vámonos!

Mientras bajaban en el ascensor, Quax le preguntó si había traído coche.

—No —contestó Susan—. El mío se estropeó a la entrada de Londres y tuve que dejarlo en un taller. Vine en taxi hasta cerca de la casa de Kitty; no quería que si sucedía algo, me relacionasen con ella.

—Excelente precaución —alabó Quax.

Media hora más tarde, sentados en un pub, ante sendas tazas de té, oyeron los estridentes timbrazos de los coches de bomberos. Quax y Susan cambiaron una mirada de inteligencia.

—Sí, quizá así haya sido mejor —convino ella, a la vez que lanzaba un hondo suspiro.