CAPÍTULO IX

Alina Sutterland recibió fríamente a sus visitantes.

—El señor Kenner me ha hablado de ustedes —manifestó—. Sin embargo, creo que tengo muy poco que decirles.

Sin enojarse por el poco hospitalario recibimiento, Quax miró a la mujer de pies a cabeza.

Era hermosa y sofisticada. «Una mujer que vive únicamente pendiente de su belleza corporal», pensó.

—Lo poco, a veces, puede resultar sustancioso, señora —dijo sonriendo.

Alina se sentó en un diván, cruzó unas piernas perfectas y abrió una elegante cigarrera de plata, de la que, sin embargo, no ofreció a sus visitantes.

—Está bien —dijo con indiferencia—. Pueden empezar.

—Se trata del doctor Daniels, tío de la señorita MacCord, aquí presente.

—Ah, sí, oí su nombre hace algún tiempo… ¿Qué es lo que cura ese doctor?

—No trate de engañarse a sí misma, señora, porque, a nosotros, desde luego, no nos engaña —dijo Quax secamente—. Usted, con siete personas más, formó parte de un grupo que decidió el asesinato del doctor Daniels para quedarse con su fórmula, de la cual pensaban obtener un más que saneado beneficio.

Alina expulsó el humo con gesto burlón y miró a la pareja a través de la nube azul.

—Una historia muy interesante —comentó—. Pero enteramente imaginativa.

—¡Señora! —exclamó Susan, indignada.

Quax extendió una mano, como para calmar sus ímpetus.

—No se excite —dijo—. Señora Sutterland, usted sabe de sobra que todo lo que he dicho es cierto. ¿Por qué, pues, se empeña en negar lo que puede ser corroborado por otros miembros de la sociedad?

Alina seguía fumando y mirándole con los ojos entrecerrados.

—Nunca admitiré una cosa semejante, sea o no verdad —contestó.

Quax se dio cuenta de que la sofisticada mujer no aceptaría haber tomado parte de la conspiración para matar al doctor Daniels. A pesar de todo, quiso hacer un último esfuerzo.

—Tengo una gran amistad con Jack Kenner —manifestó—. Podría hablarse de la amistad de un padre y un hijo. Él me ha contado todo lo ocurrido en este asunto…

—Entonces, si lo sabe usted, ¿por qué ha venido a verme? —preguntó Alina.

—Porque quiero que me diga dónde está uno de los miembros del grupo: Galton Morris.

—No lo sé.

—Escuche, señora —dijo Quax malhumoradamente—. Morris ha asesinado ya a Freya Wiesser y a Kitty Moore. Kenner y Gates van a morir también, a menos que se encuentre el remedio para la enfermedad que padecen, originada por el C-400. Tengo los suficientes indicios para suponer que es Morris el que piensa eliminar a los miembros de la sociedad. Si usted me dice dónde está, yo trataré de encontrarlo y…

Alina meneó la cabeza negativamente.

—Lo siento —dijo con laconismo.

Furioso, Quax se puso en pie.

—Está bien, señora, cuando se vea que se desintegra viva, como les sucedió a Kitty y a Freya y le está pasando a Kenner y a Gates, recuerde que yo vine a ayudarla, a cambio de una mínima colaboración suya, y que usted no movió un solo dedo por salvarse de la muerte.

Agarró a Susan por un brazo y se la llevó. Alina no dijo nada. Las sombras de la preocupación, sin embargo, aparecieron en su cara.

—Tony, ¿cree usted que Alina sabe algo? —preguntó Susan, una vez en el coche.

—Es posible. Sin embargo, yo me inclino más bien a pensar que no quiere admitir haber formado parte del grupo que decretó el asesinato del doctor Daniels.

—La he visto muy elegante, quizá demasiado. ¿A qué se dedica?

Quax hizo un encogimiento de hombros.

—No lo sé. Se lo preguntaré al señor Kenner —contestó—. Pero más que la profesión de la señora Sutterland, me interesaría saber dónde está el esqueleto de la señora Wiesser.

* * *

—Quisiera tener el humor suficiente para reírme de ti —dijo Kenner aquella misma noche.

Quax estaba en el comedor, con el dueño de la casa, cuyo brazo izquierdo aparecía metido en un cabestrillo de notable amplitud, lo que le permitía mantener oculta la mano enferma. Extrañamente, Kenner parecía haber recobrado su estabilidad emocional, como si se hubiera resignado ya a lo inevitable.

—Puede reírse todo lo que quiera, señor —contestó el joven—. No siempre las cosas salen a gusto de uno…

—Yo me refería a la Sutterland, muchacho.

—¿Qué es lo que quiere decir?

—Por lo que me has contado, llegaste allí en plan de polizonte rudo y acometedor. Y, por si fuese poco, llevaste a esa chica que es la sobrina de Daniels.

—Sí, claro; a fin de cuentas, ella también está interesada…

—Un interés muy raro, pero que no pienso discutir. Hablemos de ti y de tu papel de policía brutote y poco simpático.

—No sé qué hubiera hecho usted de estar en mi lugar —refunfuñó Quax.

—Muy sencillo: aprovecharme de mi tipo y de mis treinta años.

—¿Cómo?

Kenner elevó los ojos al cielo.

—Señor, Señor —clamó—. Y este muchacho que tengo aquí es un digno oficial del MI5, con el grado de capitán. ¡Dios salve a Inglaterra si un día ponen el contraespionaje en tus manos!

—Antes dijo usted que no tenía humor para reírse de mí. Creo que se está contradiciendo, señor.

—¿Conoces la profesión de la Sutterland?

—No, ni idea —confesó Quax.

—Algunos las llaman peripatéticas; otros, cortesanas; no quien les diga call-girls, aunque la mayoría emplean la palabra justa y que yo, por decencia, no quiero pronunciar aquí.

—Vaya con la señora Sutterland —resopló el joven.

—De señora, nada, porque jamás ha estado casada. De todas formas, no vayas a creer que es una cualquiera. Siempre sabe elegir bien a sus presas, y lo corriente es que firme, digámoslo así, un contrato con un hombre por un determinado período de tiempo, a cambio, naturalmente, de un sustancioso incremento en su cuenta corriente. Y si cae alguna joya, no le hace ascos, como puedes comprender.

—Ya entiendo —dijo Quax—. Entonces, usted, lo que pretende es que yo vaya allí con un grueso fajo de billetes…

—Muchacho, eres duro de mollera. Con tu tipo y tus jóvenes treinta años, ¿para qué diablos necesitas el dinero con una fulana como la Sutterland? También las mujeres como ella tienen sus momentos de debilidad: lo que conviene es saber provocarlos y aprovecharse de ello.

Quax sonrió.

—Ahora ya le entiendo, señor —dijo—. La verdad, tiene usted toda la razón; debí haberlo pensado antes y… Perdone —añadió de pronto, muy serio—, ¿cómo va su… su brazo?

Los ojos de Kenner bajaron un instante hacia el cabestrillo.

—Ya me voy acostumbrando a perder huesos de vez en cuando —respondió fríamente—. Es probable que cuando me despierte mañana, me falten dos o tres huesecillos de la muñeca.

El joven se estremeció. ¿Era que no iban a poder detener la progresión del mal?, se preguntó, íntimamente horrorizado.

De pronto, Simmons, el mayordomo, entró con el teléfono en las manos:

—Llamada para el señor Quax —anunció—. Es la señora Sutterland.

Los ojos del joven fueron hacia Kenner.

—Caramba —murmuró—. Diríase que ha presentido que estábamos hablando de ella.

—Recuerda lo que te he dicho hace unos instantes —habló Kenner, mientras Quax se llevaba el teléfono a la oreja.

La voz de Alina sonó dulce y atractiva en sus tímpanos:

—Señor Quax, temo que me he portado descortésmente con usted y quisiera hacer algo para reparar mi falta —dijo la mujer.

* * *

Alina Sutterland vestía enteramente de negro, de los pies a la cabeza, sólo que el tejido de su indumentaria era poco más espeso que una tela de araña. Quax la encontró menos sofisticada y más natural que la víspera a pesar de la aparatosidad de su atavío.

—Venga y siéntese a mi lado —invitó cálidamente, a la vez que se colgaba de su brazo—. Tengo preparados ya dos combinados…

Quax la miró fijamente.

—Antes de seguir adelante, señora, quiero hacerle una pregunta y deseo una respuesta totalmente sincera.

—No me asuste usted, señor…

—Llámeme Tony, todos mis amigos lo hacen así. Y no trato de asustarla, sino de, aunque le parezca increíble, de salvarle la vida.

—Está bien, venga la pregunta.

—¿Se ha pinchado usted en estos últimos días? ¿Ha sufrido alguna minúscula herida, un rasguño, un arañazo, por ejemplo?

—No, y eso que suelo jugar mucho con Laid, mi gato de Angora…

—No lo toque usted siquiera. Evite que la arañe. Podría serle fatal —exclamó Quax.

—Me está asustando de veras, Tony —confesó ella.

—Hay motivos para tener miedo, créame.

—Pero yo no he hecho nada…

—Formó parte de la sociedad y eso es suficiente para quien, ahora, seguramente, posee la fórmula del C-400 y no quiere que nadie más la comparta —dijo Quax, muy serio.

—Creo que le entiendo —contestó Alina—. Y, en su opinión, es…

—A juzgar por todos los indicios que tengo, Morris.

Alina sonrió de pronto.

—Todavía estamos en pie —dijo—. Antes le hablé de dos combinados.

—Es cierto —convino Quax.

Tomaron unos sorbos. Luego, Alina se inclinó hacia él.

—Creo que ayer no me porté demasiado bien con usted, Tony —dijo.

—Olvídelo. Ha rectificado y eso es lo que importa.

—Estaba un poco nerviosa…

—No se preocupe, yo ya lo he olvidado.

—¿De veras, Tony?

La mirada de Alina encerraba una muda promesa que él no podía ignorar. Pasó un brazo por los hombros de la mujer y la atrajo hacia sí.

—Alina —murmuró, a los pocos momentos.

—¿Sí, querido? —contestó ella, con voz ensoñadora.

—¿Dónde crees tú que puede esconderse Morris?

—Sé que tenía una posesión cerca de Waterhite, hacia el Norte, a unos ciento veinte kilómetros… Slander Farm, me parece que es el nombre de la propiedad… ¿Has probado de ver a encontrarlo en casa de Londres?

—No está. He ido varias veces y no contesta. El conserje me ha dicho que se marchó de viaje.

—Entonces, no cabe duda; se ha escondido en Slander Farm.

—¿Qué te hace pensar que está allí?

—¿Y en qué otro sitio podría esconderse? Cuando vayas allí, lo comprenderás, Tony.

Quax lanzó una disimulada mirada a su reloj de pulsera. Era ya demasiado tarde para emprender el viaje hasta Waterhite. Y, por otra parte, lo más interesante estaba en el laboratorio de Barrow.

De pronto, ella le besó y se puso en pie.

—Voy a peinarme un poco —dijo—. Tengo el pelo completamente revuelto…

—A mí me gustas como estás —sonrió el joven.

Alina se dirigió a la habitación contigua. Quax podía verla desde el diván, en el que estaba repantigado, mientras consumía plácidamente un cigarrillo. De pronto, la vio abrir un armario.

Inmediatamente, ella dio un salto hacia atrás, a la vez que lanzaba un espantoso alarido. Lleno de alarma, Quax se puso en pie y corrió hacia el dormitorio.

Un escalofrío de horror recorrió su cuerpo al ver el esqueleto que pendía de uno de los colgadores de ropas. Los dientes de la calavera reían silenciosamente.

Pendiente del cuello había un cartel, pintado con letras trazadas apresuradamente en un gran cartón:

ERES COMO YO FUI.

SERÁS COMO YO SOY.

Se oyó un gran golpe.

Quax volvió la cabeza. Alina, incapaz de resistir la emoción del momento, se había desmayado.