CAPÍTULO X
—Tuve que llevarla a casa de Kenner. Por nada del mundo hubiera querido seguir en su propio departamento.
—A cualquiera le hubiera pasado lo mismo —contestó Susan al día siguiente, mientras el coche que conducía Quax rodaba en dirección a Waterhite—. ¿Qué ha hecho usted del esqueleto, Tony?
El joven suspiró.
—Tuve que empaquetarlo y se lo llevé a mi amigo el doctor Barrow. Era lo mejor que podía hacer —contestó.
—Sí, es cierto —admitió ella—. ¿Cómo van las investigaciones de Barrow?
—Dijo tener una pequeña pista, aunque no garantizó nada todavía. Para él, lo ideal sería disponer de la fórmula; entonces, seguramente, conseguiría el antídoto que detendría el proceso de desintegración.
—No es una gran esperanza, ¿verdad?
—Kenner se ha resignado ya a lo inevitable. Incluso parece tomárselo con cierta filosofía.
—Debe de ser un hombre muy valeroso —se estremeció la muchacha—. Yo me horrorizaría sólo de ver cómo me convertía en ceniza poco a poco.
—No es agradable, en efecto. Bien, ahora esperemos nuestra suerte.
—¿Se refiere a Morris?
—Sí. Al menos, detendremos sus crímenes, porque todavía hay algunos indemnes: la Sutterland, McCroyd y Keryac.
—Es cierto —exclamó Susan de pronto—. A Keryac no le hemos visto todavía. Y sería interesante conocer lo que opina de este asunto, ¿no le parece?
—Por supuesto, pero es que estos días hemos estado demasiado ocupados para pensar en él. Después de ver si Morris está o no en Slander Farm, iremos a buscar a Keryac.
Era una propuesta sensata, se dijo la muchacha. Reclinó la cabeza en el respaldo del asiento y dejó ir la vista por el paisaje circundante.
Media hora más tarde, Quax metió su coche por un camino secundario, bordeado de gruesos castaños de Indias. El suelo estaba lleno de hojas secas.
—No parece que haya aquí mucha actividad —comentó Susan, al ver el estado general de abandono en que se hallaba el lugar.
Segundos más tarde, el coche desembocaba en una explanada, en cuyo centro se hallaba un edificio de inclinado techo de pizarra, a dos aguas, y de una sola planta. Hubiera tenido mejor aspecto, de no verse claramente que ya hacía tiempo no era habitado.
La hiedra de las paredes estaba mustia. Los cristales se veían polvorientos. Había algunos rotos. Las maderas de los marcos de las ventanas aparecían agrietadas, medio podridas en algunos sitios y, en general, perdida la pintura.
—Se ve que Morris no tenía precisamente Slander Farm como lugar de asueto —dijo la muchacha.
Quax detuvo el coche y se apeó. La puerta tenía un llamador que era una gran mano de hierro, con una bola entre los dedos. Golpeó con el llamador un par de veces y esperó.
Los golpes retumbaron con sonoros ecos en el interior de la casa, pero nadie respondió a las llamadas. Susan, más decidida, se acercó a la puerta e hizo girar el picaporte.
—Paso franco —dijo con acento de triunfo.
La puerta giró sobre unos goznes que chirriaron estridentemente. Olor a humedad asaltó inmediatamente la pituitaria de los dos jóvenes.
—No hay nadie —exclamó Susan.
—¿Está segura? —dijo Quax—. Mire al suelo, por favor.
Susan hizo lo que él le decía. Una apagada exclamación de sorpresa brotó en el acto de sus labios.
El suelo, de grandes losas de piedra, estaba cubierto de una espesa capa de polvo. Pero las huellas de pisadas de una persona aparecían marcadas con toda nitidez, dirigiéndose hacia el interior del edificio.
—Hay alguien en la casa —murmuró Susan, sintiendo un escalofrío que le recorría toda la espalda.
Quax asintió.
—Y no hace ni una hora siquiera, o quizá menos, que ha entrado en Slander Farm —aseguró.
Las huellas seguían una dirección determinada. Atravesaban el amplio vestíbulo y se dirigían hacia una puerta que aparecía cerrada al fondo.
Quax avanzó hacia la puerta y la abrió. Al otro lado había un salón con el mobiliario poco menos que en ruina.
—No hay nadie —musitó Susan.
—Se equivoca —dijo él en voz muy baja.
Al fondo había un enorme armario de madera. Susan se llevó una enorme sorpresa al ver que Quax sacaba un revólver y se acercaba al armario.
—Salga de ahí, quienquiera que sea —ordenó enérgicamente.
Susan volvió a bajar la vista al suelo. Las huellas que había visto antes terminaban justo ante la puerta del armario.
* * *
Alguien tosió con fuerza. Luego, la puerta del armario se abrió y un individuo saltó al suelo.
—No dispare —pidió, con las manos en alto.
—No lo haré, a menos que intente atacarme —contestó el joven—. Soy Quax. Ella es Susan MacCord, sobrina del doctor Daniels.
—El maldito doctor Daniels —rezongó el desconocido—. Me llamo Guy Keryac.
—Vaya, hace unos instantes hablábamos de usted —exclamó Susan.
—Qué coincidencia —dijo Keryac con sarcástico acento—. ¿Cómo han sabido que me escondía en el armario?
—El suelo está lleno de polvo —contestó Quax.
Keryac bajó la vista e, inmediatamente, emitió un gruñido de descontento.
—Debí haber pensado en ello —se lamentó.
—Se escondió en el armario para que no le viéramos, pero ¿es que tiene que esconder algo que no quiere que sepan los demás?
—No, diablos, soy inocente.
—Salvo que pagó mil quinientas libras por asesinar a mi tío —exclamó Susan, indignada.
—Yo no lo maté, señorita.
—Pero pagó para que lo mataran. ¿Qué diferencia hay entre usted y el que apretó el gatillo?
—Está bien, no discutamos ahora algo que ya no se puede remediar —intervino Quax—. Queremos saber qué hace usted en Slander Farm, señor Keryac.
El hombre emitió un gruñido.
—No parece que la pregunta sea muy de su agrado —dijo Susan.
—¿Está buscando a Morris? —inquirió el joven.
—¿Por qué no lo admite de una vez?
—Susan, por favor, no lo atosigue. Vamos, Keryac, conteste de una vez.
—Sí —dijo el otro—. Y si lo busco, ¿qué les importa a ustedes?
—¿Acaso tiene ya comprador para el C-400?
—¡Condenado C-400! —Se lamentó Keryac—. Ojalá no hubiera oído hablar nunca de esta fórmula del diablo.
—Pero oyó hablar y se gastó catorce mil libras en total, como los demás consocios en el asunto. Y ahora, le guste o no, tiene que seguir adelante hasta el final. ¿Por qué busca a Morris? —insistió Quax.
—Bueno, quiero hacer un trato con él…
—¿Qué clase de trato? —preguntó Susan.
—Dinero.
—¿Pedir o dar?
—Dar, rayos. No quiero convertirme en polvo. Tengo treinta y seis años y una salud a prueba de bombas. Me gusta vivir, ¿comprenden?
Quax miró a Keryac, un sujeto bien plantado, moreno, con un fino bigotito negro y aire realmente atractivo para las mujeres. Comprendía sus ansias de vivir.
—Es decir, quiere verle para ofrecerle una suma a cambio de que le deje en paz —adivinó.
—Exactamente. Ese tipo se ha cargado ya a dos de nosotros; Gates y Kenner están afectados también por el mal del C-400. Trate de entender mi postura.
—Es un negocio de altura. Morris no se conformará, suponiendo que acceda a su propuesta, con unos pocos miles de libras esterlinas.
Keryac se pasó una mano por la barbilla.
—Hablando se entiende la gente, ¿no? —contestó desabridamente.
De pronto, Quax se sintió acometido por una viva sospecha.
—Ponga las manos sobre la nuca —ordenó—. Voy a registrarle.
Keryac obedeció. El registro resultó fructífero. Quax se guardó la pistola calibre 25 que Keryac tenía en uno de sus bolsillos.
—Apostaría algo a que ha venido aquí para pegarle cuatro tiros a Morris —dijo.
—Han llegado demasiado pronto —rezongó el individuo—. De lo contrario, es posible que Morris ya estuviese muerto a estas horas.
—Suponiendo que esté en la casa —dijo Susan.
—¿Está? —preguntó Quax.
—No lo sé, aún no he tenido tiempo de verlo.
—Por cierto, ¿dónde ha dejado el coche?
—Está al otro lado, en la parte trasera; no quise que alguien lo viese desde el camino.
Susan tocó a Quax en un hombro.
—Creo que hablamos como loros —dijo—. ¿Por qué no registramos la casa, a ver si es cierto o no que su dueño está en ella?
—Sí, es una buena idea —aprobó el joven—. ¿Quiere acompañarnos, Keryac?
—Apoya usted sus peticiones con un argumento irresistible —dijo el otro, sarcásticamente.
—Pero yo iré delante de usted, no tema —contestó Quax.
Echaron a andar. Salieron de la habitación y atravesaron el zaguán.
Al otro lado había varias puertas más. Abrieron una y se encontraron con un dormitorio, en el que había alguien, aunque no estaba en la cama.
—¡Rayos, es McCroyd! —exclamó Keryac.
El hombre estaba sentado en un sillón, al pie del cual había un trozo de papel. Quax se estremeció al ver el horrible color de ceniza que había en la cara de McCroyd.
Keryac se acercó al individuo. Quax lanzó un fuerte grito:
—¡No lo toque!
Pero Keryac no le hizo el menor caso y golpeó a McCroyd en un hombro.
—Vamos, hombre, despierta…
El golpe fue el factor desencadenante de la descomposición del cuerpo de McCroyd. Keryac retrocedió, mientras veía a su antiguo consocio deshacerse como si fuese una estatua de ceniza.
—No…, no… —tartamudeaba, enloquecido de terror.
Las ropas que habían cubierto el cuerpo de McCroyd cayeron al suelo, con fúnebre repiqueteo de huesos que se desmoronaban en tétrico montón, mientras una apestosa nube de humo gris se elevaba a lo alto. A pesar del horror de la situación, Quax conservó la serenidad suficiente para ponerse un pañuelo ante la nariz y abalanzarse hacia el papel caído al pie del sillón.
Luego retrocedió hasta la puerta. Keryac estaba lívido, como si fuera a desmayarse. Susan se sentía asimismo muy impresionada, aunque no tanto como la primera vez.
Había algunas letras escritas en el papel, con pulso que se adivinaba inseguro. Quax supuso que McCroyd había redactado su mensaje en los últimos momentos de consciencia.
HA… SIDO… MORRI…
—Morris otra vez —exclamó.
Keryac temblaba como un azogado. Quax lo empujó hacia afuera.
—Salgamos de aquí —dijo, a la vez que le ponía la mano en un hombro.
Keryac se quejó de pronto.
—¿Qué le pasa? —preguntó el joven.
—Me he pinchado en el armario. Es más estrecho de lo que parece y había un clavo saliente en la pared del fondo…
Quax sintió que se le ponían los pelos de punta. Sin embargo, prefirió no decirle nada al individuo.
—Voy a darle un consejo, señor Keryac: véngase con nosotros a casa de Kenner. Alina Sutterland está allí también. Llamaremos a Gates y estarán todos juntos. De este modo, si Morris intenta atacar de nuevo, se le podrá rechazar con más facilidad, que si todos estuvieran separados, cada uno por su lado. ¿Le parece bien?
Keryac asintió.
—Sí, pero… llévenme en su coche… No…, no estoy en condiciones de manejar el mío —respondió, con voz insegura.