CAPÍTULO III
La propiedad era muy hermosa, reconoció Quax, aunque situada en un paraje demasiado solitario. Claro que quizá la soledad había sido conveniente para los que estimaba diabólicos experimentos del doctor Daniels.
No había ni siquiera tendido de energía eléctrica, ni tampoco telefónico. Probablemente, pensó, Daniels había dispuesto de su propia planta de fuerza. En cuanto al teléfono, más que una ventaja, habría representado para él una molestia.
Le gustó la casa, con la colina a la espalda, y el arroyo que saltaba de peña en peña, hasta ir a hundirse en la sima que era el barranco, situado a la altura de la fachada y a menos de cien metros hacia el Oeste. El jardín, era lógico, estaba bastante descuidado.
Le pareció conveniente echar un vistazo al lugar donde Daniels había elaborado su infernal producto. Así podría hacerse una composición de lugar e iniciar sus investigaciones con una base de relativa solidez.
La puerta de la casa se abrió de pronto. Una encantadora muchacha apareció en el umbral.
—¿Qué desea? —preguntó.
Quax se quitó el sombrero.
—Le ruego me dispense, señora —contestó—. Mi nombre es Leigh Quax y me dedico a las investigaciones privadas.
—Ah, un detective.
—Así es —mintió el joven. No era cierto, nunca lo había sido, al menos, en determinada medida; sólo lo iba a ser en aquel caso.
—¿Busca algo aquí, señor Quax?
—Bien, me gustaría hablar con el doctor Daniels…
—Está muerto. Murió hace tres meses. Yo soy su sobrina y heredera de sus bienes. Me llamo Susan MacCord.
—Oh, cuánto lo siento, señora…
—Señorita —corrigió ella fríamente.
Quax estudió un momento a la muchacha. Tendría poco más de veinte años y era muy esbelta, de pelo castaño claro y ojos grises. Parecía voluntariosa y enérgica.
—Bien, lamento la muerte del profesor —dijo—. ¿Podría usted decirme cómo ocurrió?
—Lo mataron a tiros. Luego arrojaron su cuerpo al barranco.
—Lastimoso. La policía, supongo, haría investigaciones.
—Sí, pero no encontraron otra cosa que manchas de sangre en el laboratorio. Los asesinos, es decir, si fueron más de uno, supieron borrar bien sus huellas.
—Es lógico —convino Quax, pensativamente—. ¿Puedo pedirle un favor, señorita MacCord?
—Depende —contestó Susan, sin querer comprometerse a nada.
—¿Dónde está enterrado el profesor? Me gustaría ver su tumba…
—Lo siento; su cadáver no apareció jamás.
Quax se sorprendió de la respuesta.
—Entonces, ¿cómo puede afirmar que el doctor Daniels ha muerto? —exclamó.
—Todos los indicios lo hacen suponer así. Y le aseguro una cosa, señor Quax; un cuerpo humano que caiga al barranco, desaparecerá para siempre y jamás será hallado.
—Una afirmación demasiado atrevida, señorita —calificó el visitante.
Susan descendió del porche.
—Venga conmigo, se lo ruego —invitó.
Quax siguió a la muchacha. Momentos más tarde, se hallaban al borde del precipicio.
Susan extendió una mano:
—Vea —indicó—. Por aquella sima, jamás explorada, y cuya profundidad se desconoce absolutamente, desaparece la mayor parte del caudal del arroyo. Hay un pequeño sobrante, que corre luego por la llanura, pero la boca de la sima tiene la suficiente anchura para admitir el cuerpo de un paquidermo.
—Un accidente geográfico realmente notable —manifestó Quax, muy impresionado por lo que estaba contemplando—. De modo que usted opina que el cuerpo de su tío desapareció por ese sumidero.
—La policía también piensa como yo. Jamás hallaremos sus restos, créame.
Quax hizo un gesto de resignación.
—Deplorable —murmuró—. Gracias por la información, señorita MacCord… ¿Dónde he oído yo su nombre antes de ahora?
—Dudo mucho de que eso haya podido suceder —contestó Susan con notoria frialdad.
Minutos más tarde, Quax regresaba a su coche. Iba ya a arrancar, cuando, de pronto, recordó algo.
Metió la mano en un bolsillo y sacó la lista que le había dado Kenner. Al cabo de unos segundos, sonrió.
—La confusión es explicable —murmuró.
El apellido de la sobrina de Daniels era MacCord y no McCroyd, perteneciente a uno de los socios en el asunto del C-400.
* * *
Mike Hollander era el sargento jefe del puesto de policía de Northunnis, la población más cercana a Black Falls Manor. Se trataba de un sujeto fornido, rubicundo y de tórax difícilmente contenido por el uniforme azul que vestía.
Hollander estudió con detenimiento las credenciales que le presentaba su visitante y, tras devolvérselas a su dueño, juntó las yemas de sus dedos en actitud expectante.
—¿Y bien, capitán Quax? —dijo.
—Sargento, en primer lugar le diré que estoy aquí de un modo estrictamente privado, de modo que si se niega a contestarme, no me quejaré, ni oficial ni particularmente. Pero tengo un vivo interés en el caso de la muerte del doctor Daniels y desearía que me diese cuantos informes tenga sobre el particular.
—No hay ningún misterio, señor —sonrió Hollander—. Al doctor Daniels le pegaron un tiro y luego lo arrojaron a la sima.
—¿Se sabe positivamente que sólo fue un tiro?
—Al menos, sólo encontramos un proyectil, señor. El estudio de laboratorio dio indicios de partículas microscópicas de hueso adheridas a la bala, lo que hace suponer que el disparo fue dirigido a la cabeza.
—Y la atravesó de parte a parte.
—Eso opinó el forense, señor.
—¿Un asesino o asesino y cómplices, sargento?
—Dos hombres. Robaron la caja fuerte, además. Se piensa que uno de ellos era experto en esta clase de asuntos, porque no había señales de fuerza en la caja. Ni siquiera huellas dactilares, lo que indica que eran profesionales.
—Indudablemente, porque, al parecer, el doctor Daniels guardaba valiosos secretos en la caja fuerte.
Hollander se encogió de hombros.
—Supongo —contestó—. Pero era un hombre muy retraído y nunca se veía aquí, en Northunnis. En suma, no se relacionaba con ninguno de los vecinos del pueblo.
—¿Vivía solo en Black Falls?
—Tenía una sirvienta, la señora Magruder, pero no vio ni oyó nada. Los asesinos la narcotizaron y estuvo durmiendo casi catorce horas.
—Debieron de ejecutar un plan muy bien meditado —apuntó Quax.
—Sin embargo, algo les falló, porque uno de ellos apareció muerto a doscientos metros de la casa.
—¿Cómo?
—Le pegaron cuatro tiros, así como suena: tres en el pecho y uno en la cabeza. Éste fue el que disparó contra el doctor, porque la pistola que se encontró sobre su cuerpo fue el arma usada para cometer el crimen, según demostraron las pruebas de balística. Ahora bien, nos ha sido imposible encontrar al autor del segundo asesinato.
—Lo mataría su cómplice —dijo Quax.
—Es de suponer, capitán. Pero si le sirve de algo, le diré que el asesino del doctor se llamaba Warren Hards. Al menos, eso decía su documentación personal.
Quax se acarició la mandíbula.
—Warren Hards —murmuró—. También ese nombre me suena.
—Luego me he enterado de que fue comando en el Ejército —dijo Hollander.
—Investigaré ese extremo, muchas gracias. —Quax se puso en pie—. Ha sido usted muy amable, sargento.
Al subir al coche, frente al puesto de policía, Quax sacó de nuevo la lista y la releyó una vez más.
Aquella Kitty Moore, ¿no era la misma con la que años atrás había sostenido un tórrido romance?
No estaba muy seguro del nombre, que ella había mencionado de pasada en alguna ocasión. De lo que sí estaba seguro era que la joven con quien había pasado largos ratos placenteros años atrás se hacía llamar Minerva Kitten y trabajaba en un cabaret, donde ejecutaba un número que era muy del agrado del respetable.
* * *
La chica era estrepitosamente rubia y de formas no menos estrepitosas. Era muy ahorradora, al menos, en lo que se refería a ropa, pensó Quax, cuando se enfrentó con ella.
—¿Minerva? ¡Huy, hace años que no se le ve el pelo por aquí! —contestó Betty Duncan.
—Ganaba bastante dinero. ¿Por qué dejó el local?
—Alguien se encaprichó de ella y le ofreció mucho más de lo que le daba el dueño de este tugurio. Antes de un año, el tipo murió y ella se encontró con casi doscientas mil libras de herencia.
—Tuvo suerte —sonrió Quax.
—Imagínate —Nancy suspiró y Quax pudo percibir un peligroso crujido en la tela del vestido—. Yo, en cambio, tan desgraciada…
—No lo creas; eres muy hermosa y, ¿quién sabe?, quizá un día alguien se fije en ti.
Betty se echó a reír.
—Oh, si fijarse en mí ya se fijan muchos —exclamó—. Pero ninguno de ellos es como yo quiero. Excepto tú, buen mozo —añadió, apoderándose posesivamente de uno de los brazos del joven.
Quax sonrió.
—Yo no podría dejarte doscientas mil libras de herencia —dijo.
—Los tipos como tú gustan incluso siendo pobres. ¡Y hay tan pocos!
—Eres un poco exagerada, Betty. He venido a pedirte un favor.
—Si está en mi mano…
—Así lo creo. ¿Dónde vive Kitty Moore? O Minerva Kitten, como prefieras.
El rostro de la rubia expresó desilusión.
—De modo que eso es lo que buscas —dijo.
—Necesito hablar con ella, Betty.
—Claro, ahora es una ricachona… En cambio, a nosotras, las pobres, que nos parta un rayo —exclamó Betty, despechada.
—Te aseguro que no es cosa de dinero ni tampoco la busco porque sea una mujer bonita, aunque menos que tú, desde luego. Es… un asunto privado; siento no poder decírtelo. Pero aguarda un momento.
Quax sacó cinco billetes de cinco libras, hizo un rollito y lo introdujo por el centro del vasto escote de la chica.
—Desearía hacerte un regalo, pero así, tú podrás comprártelo a tu gusto —manifestó.
El dinero, como esperaba él, ablandó a la rubia.
—Te diré lo que deseas saber —accedió.