CAPÍTULO V

Kenner recibió a sus visitantes en el despacho, con las manos ocultas bajo la mesa. Los ojos del individuo expresaban una ansiedad sin límites.

—Lo siento, señor —dijo Quax.

—Todo ha acabado para mí —contestó con lúgubre acento.

—Aún hay esperanzas —exclamó el joven—. Señor permítame que le presente a Susan MacCord. Es sobrina del doctor Daniels.

Kenner miró a la muchacha con cierto interés.

—¿Qué tal, señorita? —saludó.

—Encantada —dijo Susan.

—Conocí a la señorita MacCord en Black Falls Manor —explicó el joven—. Y anoche nos encontramos en casa de Kitty Moore.

—Ha muerto abrasada en el incendio de su piso. Lo he oído en las noticias de la radio.

—Ese incendio fue provocado —manifestó Quax—. No quería que encontrasen el esqueleto de Kitty, señor.

Kenner se estremeció fuertemente.

—¡Ella había muerto ya por el C-400! —adivinó.

—Estaba muerta cuando llegamos, señor. Sólo quedaba la parte superior de su cuerpo, a la mitad del pecho, y la cabeza. Pero lo poco que quedaba, se desintegró en unos segundos, salvo los huesos, por supuesto.

—Los huesos —murmuró Kenner—. Resisten al C-400, aunque no sé si, con el tiempo, acabarán también por desintegrarse.

Susan tenía los ojos morbosamente fijos en la cara de Kenner, que aparecía de un horrible color ceniciento. Kenner se dio cuenta bruscamente de la observación de que era objeto.

—¿Vio usted los restos de Kitty Moore, señorita? —preguntó.

Ella hizo un silencioso gesto de asentimiento. Entonces, Kenner puso su mano izquierda sobre la mesa.

Susan tuvo que hacer un terrible esfuerzo sobre sí misma para no prorrumpir en alaridos de pavor. Quax frunció el ceño al darse cuenta de los progresos de la enfermedad.

Las últimas falanges estaban ya completamente descarnadas. El tono ceniciento de la mano era aún más pronunciado que el del resto del brazo o el de la cara.

—Señor —dijo Quax al cabo de unos instantes—, le sugiero una solución. Brutal, tajante si se quiere, pero la única posible en estas circunstancias.

—¿Cuál, muchacho? —inquirió Kenner.

—Amputación.

Kenner hizo un signo negativo.

—No. Una vez introducido el C-400 en el cuerpo humano, el proceso de incineración en frío es irreversible. Sigue hasta el final…, al menos eso fue lo que nos dijo el doctor Daniels.

—Pero ¿por qué quería mi tío descubrir una droga semejante? —exclamó Susan, horrorizada.

Kenner sonrió tristemente.

—Supongo que por ambición —contestó—. Por lo mismo que nosotros queríamos apoderarnos de la fórmula, para venderla al mejor postor.

—Mi tío fue siempre decente —se quejó ella—. Un gran sabio…, pero no un criminal, porque el que descubrió esa maldita fórmula tiene que ser un criminal a la fuerza.

—No hay duda, señorita: lo hizo el doctor Daniels.

De pronto, se oyó un ligero ruidito.

Algo cayó de la mano izquierda de Kenner y rebotó contra la pulida superficie de la mesa. Susan cerró los ojos para no ver aquel huesecillo blanco que acababa de desprenderse del miembro.

* * *

Quax se puso en pie.

—Perdonen un momento —dijo.

Salió del despacho y volvió a los pocos minutos, con unas pinzas que había tomado en un cuarto de baño. Buscó un sobre y, con las pinzas, puso el hueso en su interior.

—Señor, tengo un amigo de toda confianza que analizará este hueso. Quizá él pueda hallar un remedio, que permita detener los progresos de su enfermedad —dijo.

—Pero se divulgará…

—No. Mi amigo sabrá ser discreto. Quizá no consiga nada, pero no más perderemos si estamos inactivos. Por cierto, ¿cómo es que la desintegración ha atacado solamente a la mano izquierda?

—No lo sé, no sabría dar una explicación medianamente satisfactoria —contestó Kenner.

—¿Se pinchó usted? ¿Se cortó con algo? Trate de recordar; es muy importante. A mi amigo le gustará conocer la mayoría de detalles.

Kenner se concentró en si mismo durante unos minutos.

El silencio era absoluto. Susan contemplaba al hombre expectantemente.

De pronto, Kenner exclamó:

—¡Ya está! Fue hace seis…, no, siete días, exactamente. Me pinché en el dedo índice con la espina de una rosa…

—¿Dónde ocurrió eso, señor?

—Aquí, en el despacho. Simmons pone una rosa a diario en un búcaro, sobre la mesa. Aquel día me pareció que no estaba bien colocada y quise arreglarla. Entonces fue cuando me pinché.

—¿Qué fue de la rosa, señor?

—Oh, iría a parar a la basura, al día siguiente, por supuesto. O quizá al incinerador que hay en uno de los rincones del parque.

—¿Sangró usted?

—Sí, una gotita o dos, lo corriente cuando uno se pincha con la espina de una rosa. Hice también lo de costumbre: me chupé la yema del dedo y esa minúscula hemorragia se contuvo casi en el acto. Diez minutos más tarde, ya me había olvidado por completo del suceso.

Kenner suspiró.

—Hasta el día siguiente en que vi el índice de color gris —añadió.

—Siete días —murmuró Quax—. El C-400 no se propaga con demasiada rapidez en el organismo humano.

—De mi mano a la articulación del hombro tardará tres semanas, calculo. A partir de ahí, la desintegración avanzará con singular rapidez; casi podrá apreciarse a simple vista. En dos o tres días más, estaré convertido en ceniza.

Susan se estremeció.

—Como Kitty Moore —dijo en voz baja.

—Exactamente —corroboró Kenner.

* * *

El sobre quedó delante del doctor Crain Barrow, más conocido familiarmente por Crainie, aunque algunos amigos humoristas suprimían la «r» y las dos letras finales. Barrow tomó el sobre y se dispuso a abrirlo, pero Quax se lo impidió con un gesto.

—Antes debes ponerte unos guantes de goma —aconsejó.

Barrow miró a su amigo.

—¿Me traes bacilos de la peste? —preguntó, sonriendo.

—Te traigo la tercera falange del anular de una mano izquierda —contestó el visitante.

—Ah, un hueso… ¿Quién es el muerto?

—Está vivo, Crainie.

Barrow puso cara de extrañeza.

—No me tomes el pelo, Tony —dijo—. Hay cosas que no me gustan…

—Te digo que el dueño de ese hueso está vivo. Tú sabes bien quién me recogió cuando me quedé huérfano y costeó mis estudios.

—¿Te refieres a Kenner, el plutócrata?

—Hombre, llámalo de otro modo. No se le puede considerar un santo, pero los hay peores.

—Está bien, dime qué le pasa a ese devorador de papel moneda.

—Antes de empezar a hablar, prepara dos copas de ese combinado que elaboras tú especialmente y que guardas en un frasquito con la etiqueta de VENENO. Cuando termine, créeme, necesitarás triple ración.

Barrow miró a su amigo y le vio completamente serio. Hizo un gesto de asentimiento, se levantó y, acercándose a la estantería señalada, cogió el frasco y dos pequeñas probetas graduadas, que usaba solamente para tales menesteres.

—Ya puedes empezar, Tony —dijo, después de haber llenado las probetas.

* * *

Los ojos de Betty Duncan brillaron de júbilo al reconocer a un recién llegado.

—Tú aquí —dijo, colgándose de un brazo.

—Ya lo ves, preciosa —sonrió Quax—. Me acordé de ti de repente y me entró la curiosidad de saber el regalo que te habías comprado.

—No me he comprado nada aún. Estoy indecisa, ¿sabes? ¿Qué me aconsejas tú?

—De momento, una copa. A solas.

Ella le guiñó un ojo.

—Es una idea estupenda —aprobó.

Momentos después, estaban en un reservado. Betty llenó una copa y se la entregó al joven.

Luego, con la suya en la mano, se sentó a su lado y no protestó cuando el brazo de Quax se enroscó en su cintura.

—Tengo que hacerte algunas preguntas, hermosa —dijo él, después de los primeros tragos.

—Todo lo que quieras —contestó ella—. Dispara ya.

—¿Conociste a un tipo llamado Warren Hards? Tengo entendido que solía venir por aquí.

—Hards —repitió Betty—. Déjame recordar… Sí, ahora caigo. Le recuerdo bastante bien, pero, según tengo entendido, le pegaron cuatro tiros hace algunos meses.

—Nada más cierto —convino él—. Me gustaría saber si le viste reunirse con alguien en este local.

Betty meditó unos instantes.

—A veces venía con un tipo llamado Tommy Keany. No me gustaba ninguno de los dos, y eso que no tuve tratos con ellos. Pero se decía que Hards era un matón profesional. El otro creo que era un tipo con unas manos especiales para las cajas de caudales.

«Todo coincidía», pensó Quax.

—¿Estaban solos aquí, cuando venían? —preguntó.

—Bueno, a veces bebían con alguna chica… Lo normal, vamos.

—Betty, haz un esfuerzo. Trata de recordar si alguna vez les viste hablando con alguna persona que no te resulte conocida —pidió él.

La rubia se concentró de nuevo.

Esta vez, su respuesta tardó algo más, pero dijo algo que Quax estimó de innegable interés:

—A Hards le vi hablando con un tipo bastante elegante. Hará cosa de tres, quizá cuatro meses…

—Descríbeme el tipo, por favor. Es decir, si te acuerdas de él.

—Bueno, era alto, bastante delgado, aunque no huesudo… Elegante, pero discreto… Nariz ganchuda, de eso sí me acuerdo, pero ya no te puedo dar más detalles, te lo juro.

Quax sonrió.

—Eres un sol, chica —aseguró, convencido.

* * *

Quax llegó a su departamento, abrió la puerta y vio la luz encendida. También divisó a Susan MacCord, profundamente dormida en el diván.

El joven sonrió y se acercó a la joven, despertándola por el procedimiento de pellizcarla en una pantorrilla.

—¡Ay! —gritó Susan, levantándose sobresaltada.

—Esto no es la parada de autobús, señorita —dijo Quax.

—Creí que usted lo habría perdido —contestó ella con despego—. ¿Qué tal se portó la rubia?

Quax arqueó las cejas.

—¿Me ha seguido? —preguntó.

—Digamos que sentí sed de pronto, que entré en un local y que le vi a usted, en compañía de una gorda teñida. Pero, por lo visto, los tipos de Rubens no pasan de moda jamás.

—Es cierto, Rubens siempre está de moda —rió él—. ¿Qué quiere beber?

—Vitriolo.

—No sea ácida. ¿Se ha colado en mi casa sólo para reprocharme mi entrevista con una informadora hábil y competente?

—Ah, la gorda es su confidente.

—Claro, mujer. Pero no podíamos hablar en público, así que nos fuimos a un reservado.

—Muy bien. ¿Qué es lo que consiguió?

—¿Ha venido a esperarme sólo para saberlo?

—En cierto modo, sí; pero también para decirle que sé dónde vive otro de los miembros del grupo que, presumiblemente, conspiró para asesinar a mi tío.

—¿Quién es? —preguntó Quax, vivamente interesado.

—Simon Gates. ¿Le parece que vayamos a verle juntos?

—¿Ahora?

—Hombre, no, mañana por la mañana.

—Eso ya está mejor, pero antes habrá de permitirme una llamada telefónica. No puedo demorarlo más.

Susan hizo un gesto benevolente con la mano.

—Está usted en su casa —dijo.

El joven se acercó al teléfono y marcó un número. Esperó un minuto largo y al fin oyó la voz que deseaba.

—Simmons, soy Quax —manifestó—. Supongo que el señor estará acostado.

—En efecto, así es…

—Tiene que despertarle, es muy urgente… ¿Cómo, no dispone de teléfono en su dormitorio? En otro tiempo pudo ser una buena idea, pero ahora… Está bien, despiértele de todos modos y pregúntele si Galton Morris es un sujeto de media edad, alto, delgado, elegante y de nariz ganchuda. Es muy urgente, Simmons, se lo ruego.

—Bien, señor; tenga la bondad de continuar a la escucha.

Transcurrieron un par de minutos. La voz de Simmons se dejó oír de nuevo.

—En efecto, señor, la descripción que ha hecho usted del señor Morris es acertadísima.

—Gracias, Simmons, es usted la joya de los mayordomos.

Quax colgó el teléfono y se volvió hacia la muchacha.

—¿Quién es ese tal Morris? —preguntó Susan.

—El hombre que contrató a los asesinos de su tío, señorita MacCord —respondió el joven.