CAPÍTULO VI

—Estoy observando una cosa —dijo Susan al día siguiente, mientras el coche que guiaba Quax avanzaba bajo una hilera de frondosos castaños, en los que el inminente otoño ponía ya notas doradas en las hojas.

—¿Sí? ¿Qué es ello? —murmuró él con acento de indiferencia.

—Todos son gente rica, con dinero en abundancia y excelentemente bien situados. ¿Por qué, señor Quax?

—Mujer, ¿qué esperaba usted? ¿Acaso creía que el C-400, que podía convertirse en un arma de guerra de incalculables efectos, era negocio para ser realizado por los que apuestan unos pocos chelines los sábados en las carreras de caballos? De buenas a primeras, ya soltaron cada uno doce mil quinientas libras y lo menos que esperaban era recobrar centuplicada esa suma.

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Susan, asombrada.

—Me lo ha dicho Jack Kenner. Fue uno de los miembros de la sociedad.

—Entonces, no cabe la menor duda. Pero no se puede decir que fueran personas decentes.

—Nunca he pretendido sostener lo contrario, aunque su tío no es, era tampoco de los que se quedan atrás.

—¡Era un científico de relieve…!

—Los científicos decentes buscan remedios para los males que afligen a la humanidad y no se devanan los sesos buscando armas para la guerra biológica. Su tío creó una enfermedad horrible, para la que no se conoce cura. Las personas se descomponen en vida y no pueden evitarlo. ¿Es eso decencia?

Susan, abrumada y admitiendo los argumentos del joven, calló.

—La decencia no estriba solamente en no robar o no estafar o no pretender a la mujer del prójimo —siguió Quax—. Hay muchas formas de ser decentes y su tío no lo era, aunque no robase ni estafase a nadie.

—Está bien, está bien, pero yo no soy culpable de lo que hizo. Bastante afligida me siento al pensar en esa condenada fórmula. ¿Cree que, vivo o muerto, no se lo reprocho, siquiera sea mentalmente, que es lo único que puedo hacer?

—Me parece que he sido un poco injusto con usted —sonrió el joven—. Le ruego me dispense, Susan. Ah, ahí está la casa del buen Gates.

El edificio apareció súbitamente ante ellos, al terminar una curva del camino. Una pequeña desviación conducía a la verja que permitía franquear la alta tapia que circundaba la posesión.

Había un guarda armado en una caseta junto a la verja. El hombre salió de su refugio al ver a los dos jóvenes que se apeaban del coche.

—Deseo hablar con el señor Gates —manifestó Quax, a la vez que entregaba al individuo una tarjeta de visita—. Dígale que vengo de parte del señor Kenner.

—Está bien. Aguarden unos momentos —pidió el vigilante.

Entró en la caseta y telefoneó. A los pocos segundos, volvió a salir con la respuesta:

—Lo siento. El señor Gates no desea recibirles.

* * *

El coche estaba parado al final de la curva que accedía a la residencia de Gates. Quax permanecía tras el volante, mientras que Susan se hallaba en el otro extremo, vigilando la verja desde un punto en que podía ver sin ser vista.

De pronto, Susan agitó una mano. Quax divisó el gesto y dio media vuelta a la llave de contacto.

La muchacha se escondió tras un grueso tronco. Un coche pasó por allí a los pocos segundos.

Instantes después, Quax atravesaba el suyo en el camino. El «Rolls» de Gates tuvo que detenerse a la fuerza.

Su conductor saltó al suelo. Era un hombre alto, de anchos hombros, tremendamente fornido.

—¿Es un asalto? —preguntó.

—Sólo deseo hablar con el señor Gates…

El puño del chófer se disparó velozmente. Las reacciones de Quax no eran, sin embargo, menos veloces.

Un hombre volteó por los aires y cayó al suelo, a consecuencia de una hábil presa de judo. Pero el chófer era ágil, además de robusto, y se incorporó casi en el acto.

No obstante, había perdido ya la iniciativa. Un puño se dirigió primero a su plexo solar, dejándole sin aliento. El otro puño golpeó justamente el borde de su mentón. La pérdida de conocimiento sobrevino de modo tan fulminante, que el chófer se desplomó de bruces, como si hubiera recibido el puñetazo en la nuca y no en la mandíbula.

Acto seguido, Quax se dirigió hacia el «Rolls». Una pistola, sostenida por una mano enguantada, apareció por una de las ventanillas posteriores.

—Quieto —dijo Simon Gates.

—Adelante, dispare —rió Quax—. ¿Mejorará ello su situación?

Los ojillos de Gates expresaron interés.

—¿Qué es lo que quiere usted? —preguntó.

Sonaron pasos en las inmediaciones.

—Es Susan MacCord, sobrina y heredera del doctor Daniels —presentó el joven.

—¿Qué tal, señor Gates? —dijo ella.

—Está muy pálido —observó Quax—. ¿Se ha fijado usted, Susan?

—Diríase que se halla ya bajo el influjo del C-400. ¿Por qué no se quita los guantes, señor Gates?

—¡Basta ya! —chilló el aludido, de cuya frente se desprendían gruesas gotas de sudor—. Déjenme en paz, quiero seguir mi camino…

—¿Va a buscar a un médico? No le curará —dijo Quax—. Kenner ha perdido ya todos los dedos de la mano izquierda. En cuanto a Kitty Moore, no murió en el incendio, como usted leería sin duda en los periódicos, sino que murió incinerada viva, pero en frío, sin fuego sin llama.

Gates miró a los dos jóvenes con ojos suplicantes. Quax alargó la mano y se apoderó de la pistola, sin que su dueño opusiera la menor resistencia.

—¿Ha visto a mi tío? —preguntó Susan.

—El doctor Daniels murió… —dijo Gates con acento gemebundo.

—Se cree que murió, pero no es seguro.

—Morris lo dijo.

—Ah, fue él quien se encargó del asesinato.

Gates movió la cabeza pesadamente.

—Sí —dijo con voz sorda—. Pero tengo entendido que McCroyd colaboró también con él.

—Interesante —comentó Quax—. Iremos a ver a los dos. Entretanto, un consejo, señor Gates: vuelva a su casa y quédese allí. Repito, ningún médico curará los progresos de la enfermedad causada por el C-400.

—Aún es tiempo —gimió el individuo—. Sólo he perdido la primera falange del meñique izquierdo…

Quax frunció el ceño.

—Se pinchó, sin duda —dijo.

—Sí… Fue algo casual, yo estaba cuidando uno de los rosales y una espina…

—Ese rosal ¿está en el exterior de su casa? Quiero decir, en el jardín.

—Sí, cerca de la puerta, junto a la ventana de mi despacho. Daba unas rosas muy bellas y yo lo cuidaba personalmente.

—Vuelva a su casa, señor Gates, y queme ese rosal. Fíjese bien que he dicho quemar y no arrancar. Rodéelo de leña seca, arroje unos litros de gasolina y péguele fuego a todo. Procure que ninguno de los miembros de su servidumbre toque ese rosal, ¿ha entendido?

—Sí, pero ¿qué haré yo mientras tanto? Algún médico podría curarme —apuntó Gates.

—El asunto está en manos de un afamado biólogo —dijo Quax—. Si él no encuentra el remedio, no lo encontrará nadie.

—¿Cuándo se pinchó usted? —preguntó Susan.

—Hace cuatro días…

—Entonces, no se preocupe; tiene más de un mes de tiempo. Y en ese plazo, créame, el señor Quax y yo habremos dado con el remedio para su mal.

—Si lo consiguen, les pagaré lo que me pidan —prometió Gates.

—De momento, denos un anticipo, diciéndonos el domicilio de Morris —pidió Quax.

* * *

—Incomprensible —dijo Susan más tarde.

—¿Qué es lo que encuentra usted incomprensible? —Quiso saber el joven.

—Hombre, está claro. ¿A quién se le ocurre cuidar un rosal, sin ponerse guantes?

—¿No tiene usted un rosal en su jardín? Bueno, quizá no tenga jardín…

—Sí, tengo un pequeño jardín en mi casa, en el sur de Gales, con tres hermosos rosales, pero cada vez que tengo que hacer algo en ellos, me pongo guantes y no me pincho nunca.

—¿Seguro? —Rió Quax—. Usted, claro, no ha salido a pasear jamás por su jardín y, de pronto, ha visto en un rosal algo que no le gustaba, una rama seca, una rosa deshojada, algunas hojas mordidas por los parásitos… Entonces, instintivamente, usted, sin acordarse de los guantes ni mucho menos, ha arrancado esa ramita seca o las hojas medio comidas… Es algo que se hace de una forma maquinal, como el que se ve una mota en la solapa del traje y la sacude de un papirotazo, en lugar de buscar un cepillo.

—Es cierto —admitió Susan—. Me ha pasado más de una vez.

—Y lo mismo le sucedió a Gates.

Ella se sintió repentinamente horrorizada.

—Eso significa que todo el rosal estaba impregnado del C-400 —exclamó.

—Posiblemente, así era.

—Pero otras personas pueden también…

—A lo que parece, el que lo hizo conocía bien las costumbres de Gates. Y no olvide usted que en un caso así, los criados se abstienen de tocar el rosal favorito de su amo. A Gates no le hubiera gustado ver a ninguno de los miembros de su servidumbre haciendo cosas en su rosal, ¿comprende?

—No sé qué sucede, pero usted siempre encuentra argumentos para todo —exclamó Susan.

—Empleo el sentido común, simplemente.

—Y los puños. Oiga, ha sido un combate muy breve, pero de los que se pagan veinticinco libras por un asiento en primera fila de ring.

Quax se echó a reír.

—Es que hubo una época en que tenía muchos acreedores y tuve que aprender a defenderme —contestó jovialmente.

Susan le miró con sorpresa. ¿Hablaba en serio o solamente pretendía tomarle el pelo?

Aquella misma tarde, llegaron a la casa de Morris.

Se llevaron una decepción: Morris no estaba ni tampoco había en la casa nadie que pudiera informarles de su paradero.