23

Seleuco se erigió en comandante en jefe y ni Lisímaco ni Prepalao se lo refutaron, de modo que cuando convocó a los strategoi al amanecer, acudieron, todavía impregnados del buen compañerismo de la noche anterior.

Seleuco volvía a ser tan reservado, cauto y circunspecto como de costumbre. Saludó a Sátiro inclinando la cabeza y distribuyó vasos de agua.

—Si esperáis un plan de batalla complejo —dijo—, os habéis equivocado de tienda.

Mientras se reían por lo bajo, los condujo al espacio abierto de enfrente de su pabellón y después colina arriba hasta el punto más alto del collado, desde donde se divisaba la amplia extensión de la planicie entre los cerros del este y el río en el oeste, un mosaico de campos que con los primeros rayos del sol naciente lucían los colores del verano.

Lisímaco asintió con la cabeza sin que se hubiera pronunciado una sola palabra.

Prepalao frunció el ceño.

—Nos enfrentamos a una de las mentes más agudas y capaces de nuestro tiempo —dijo.

—Tenemos más caballería y más elefantes, y con tantos hombres de tantos lugares distintos, lo mejor que nos cabe esperar es que avancemos todos juntos y que no combatamos en entre nosotros —respondió Seleuco—. Quiero poner a toda la infantería en el centro; Prepalao y todos los mercenarios de a pie; Prepalao a la derecha, junto al olivo aislado. Allí es donde formará tu hilera del extremo derecho; alejada del pueblo y de cara al campo abierto.

Prepalao asintió, reservándose su opinión.

—Tengo la impresión de que nuestra falange es menor —prosiguió Seleuco—. Solo llenaremos la planicie hasta la granja tapiada… No, allí, más a la izquierda.

Señalaba con un bastón de mando, y Sátiro negó con la cabeza.

—Eso son diez estadios —dijo.

Seleuco asintió.

Antíoco sonrió.

—Doce estadios y unos cuantos pasos, Sátiro. Yo mismo lo medí. Suficiente para una falange en formación de dieciséis en fondo y tres mil cuatrocientas hileras de anchura en orden normal de combate.

Sátiro pensó en la mayor batalla que había conocido, la de Gaza, y en la única en que había asumido el mando de un ejército, la del río Tanais. En el Tanais, ambos bandos habrían desaparecido en medio de cincuenta mil hombres, y aquello era solo una falange.

—Nos atacará por un flanco o por los dos —dijo Seleuco—. Anticipar qué hará Antígono es una pérdida de tiempo. Por tanto, supongamos que serán ambos. Lisímaco, quiero que tomes el mando de la caballería del flanco derecho. Quiero a todos los sakje y los saka allí. Mi propia caballería formará en la izquierda, a las órdenes de mi hijo. Diodoro ocupará el extremo izquierdo de la línea, con sus hileras de más a la izquierda en el río.

Seleuco se volvió hacia Sátiro.

—Lamento que, de hecho, haya repartido tu contingente entre los distintos mandos. Tu caballería irá con Lisímaco, tu infantería, con Prepalao, y los Exiliados irán con mi hijo.

Sátiro asintió. Estaba molesto; no era un comandante falto de experiencia, y acababan de privarlo de un mando.

Todos los ojos estaba puestos en él.

Pensó: «Ninguno de ellos está satisfecho. Lisímaco quiere más caballería. Prepalao quiere el mando de todo el centro. Y si expreso mis quejas, no ayudo a la alianza. Así pues, ¿por qué estoy aquí?

»Y, comparado con esto hombres, soy el menos experimentado».

Asintió.

—Siendo así, me mantendré en la reserva —dijo—. ¿Tú dónde estarás?

—Me quedaré con mil jinetes y cincuenta elefantes en la reserva —contestó Seleuco.

—¡Cincuenta elefantes! —exclamó Prepalao—. Podríamos tenerlos en la línea de frente.

Seleuco asintió.

—Tal vez, pero son míos, y creo que una batalla de estas dimensiones solo puede ganarse con un golpe masivo, un golpe demoledor. Esta no será una victoria fácil, caballeros. Mi plan, si puede llamársele plan, consiste en resistir. Parar el mejor golpe que Antígono y Demetrio puedan darnos, y tener otro golpe a punto para contraatacar. Escalonaré la falange; Prepalao y sus macedonios en el extremo derecho, y ocho filas entre cada taxeis, como un tramo de peldaños.

Todos asintieron. Aquella información la conocían desde los tiempos de Filipo.

—La caballería de la derecha, delante; la caballería de la izquierda, detrás de la falange del extremo izquierdo; los hombres de Nicéforo, creo. Pueden defender la izquierda del frente.

—¿Dejamos que se nos acerquen? —preguntó Lisímaco.

Seleuco negó con la cabeza.

—No, sería malo para la moral. No, cuando hayamos formado, avanzaremos. Pero quiero que vosotros, la caballería del flanco izquierdo, os retraséis. Aguardad a que os dé la señal.

Sátiro se inclinó hacia delante.

—¿Dónde tienes previsto dar tu golpe demoledor? —preguntó.

Seleuco negó con la cabeza.

—No tengo ni idea —contestó—. Si la batalla se desarrolla con arreglo a mi plan, cosa con la que no cuento, arremeteré contra la intersección de la caballería de su flanco derecho con el extremo izquierdo de su falange. —Enarcó una ceja—. Pero esto es puro hubris. Los atacaré donde sea preciso.

Un esclavo, o quizás un liberto, pero en cualquier caso el secretario de Seleuco, paseaba en torno al grupo, repartiendo tablillas de cera encuadernadas en madera.

—Este es el orden en que deseo que forméis —dijo—, con el nombre de cada contingente. Todos los psiloi y todos los peltastoi en el centro. Dudo que su orden importe demasiado; no durarán mucho.

—No dejes que esos inútiles desordenen mi falange —dijo Prepalao.

Lisímaco no fue tan desdeñoso con sus tracios.

—Formad con aberturas —dijo—. Poned hileras en las filas de atrás para que los peltastas puedan atravesar la falange. Es una insensatez pedirles que vayan a hostigar a la falange enemiga sin tomar alguna precaución para su salida desde el centro.

Prepalao se encogió de hombros, a todas luces indiferente.

Sátiro se inclinó hacia delante una vez más.

—Quisiera apoyar al rey de Tracia en esta cuestión —dijo—. Si hay aberturas, la caballería puede encargarse de la escaramuza en el centro. Y cuando los peltastoi se retiren, podrán reagruparse y sumarse a la reserva.

Prepalao dio un resoplido, pero Antíoco estuvo de acuerdo y Seleuco se dejó influenciar.

—Es cierto —concedió— que parece un desperdicio abandonar a los peltastoi a su suerte puesto que morirán, pero no hay sitio para ellos en los flancos. Muy bien. Si cada taxeis saca cuatro hileras del centro de su línea, tenemos una abertura de dos caballos de anchura a cada estadio.

Prepalao negó con la cabeza.

—Esas aberturas se cerrarán cada vez que perdamos, y esos hombres están perdidos fuera de la línea —dijo.

Seleuco cruzó una mirada con el viejo veterano macedonio. Finalmente, Prepalao se encogió de hombros.

—La responsabilidad será tuya —dijo—. Pero escucha, rey de Babilonia, vas a enfrentarte cara a cara con Antígono el Tuerto en igualdad de condiciones. Preferiría que intentáramos hacer algo; una retirada fingida, una marcha nocturna, un combate bajo la lluvia. Cualquier cosa. Ninguno de nosotros lo ha derrotado nunca, ¿eh? Y tu plan consiste en aceptar lo que sea que haga y después atacar.

Sátiro asintió.

—Así es como se ganan los combates a espada —dijo—. O de pancracio.

—Vaya. —Prepalao sonrió forzadamente—. ¿Acaso eres experto?

Sátiro asintió.

—Sí —contestó.

Antíoco se rio.

—¿Seguro que no eres macedonio? —preguntó.

Hicieron libaciones, primero a Zeus Sóter, después a Atenea y, finalmente, a Alejandro.

—Caballeros —dijo Seleuco—. Que Tiké esté junto a un hombro de cada hombre mientras Atenea le guarda el otro con Niké a su lado, y que el Águila de Zeus vuele encima de todos.

Incluso Prepalao sonrió.

—Id con los dioses. Vayamos a formar. Una buena formación es media batalla ganada.

Lisímaco saludó y fue al encuentro de su estado mayor, que aguardaba en un aparte, y comenzó a dar órdenes. Prepalao estaba con su hijo y envió al muchacho corriendo al campamento macedonio.

Antíoco dio una palmada a Sátiro en la espalda.

—No dejes que el comportamiento del viejo te afecte —dijo.

Sátiro negó con la cabeza.

—Creía que sería Lisímaco quien se negaría a bailarle el agua. Me preocupaba que alguien nos traicionara. No me esperaba que el general de Casandro fuese un viejo chocho.

Seleuco negó con la cabeza.

—No tiene un pelo de tonto, Rey del Norte. Y cuento con que tenga la firmeza suficiente cuando se crucen los bronces. Y su empecinamiento me dice que está planeando luchar. Si hubiese guardado silencio, aceptando mis órdenes…

No dijo más, pero no fue necesario.

Todos temían una traición, incluso ahora.

Antígono había dormido mal y maldijo en respuesta al saludo de su hijo.

—Los llamados aliados están formando —informó Demetrio.

Antígono estaba quieto, de pie, mientras un esclavo le ayudaba a beber zumo de granada y otros dos le ponían la armadura. Llevaba un pesado thorax de bronce macizo.

—No quiero esta cosa —protestó—. Voy a ir a pie con la falange. Si esos capullos no me ven allí, no defenderán su terreno.

Demetrio hizo señas a los esclavos.

—Pues ponte uno de escamas, si quieres, o de cuero.

—¿Eres tonto de remate? —preguntó Antígono, malhumorado, a un esclavo, y asestó tal golpe al muchacho que lo tiró al suelo. Ni siquiera gimió—. Me encuentro fatal —dijo Antígono—. Me pasa algo en el vientre. ¿Has tenido algún sueño?

Demetrio negó con la cabeza.

—Lo cierto es que no.

—Yo sí; he soñado con un montón de buenos muchachos de Pella que han muerto siguiéndome por ahí. —El anciano se encogió de hombros, una vez libre de la pesada armadura—. Algo ligero me irá mejor —dijo al mismo esclavo al que acababa de pegar.

Tenían un thorax de cuero blanco y lino grueso, cuidadosamente acolchado.

—Eso es lo que quiero —dijo el anciano—. Y grebas.

—¿No tendrás intención de ir en la fila de frente, verdad? —preguntó Demetrio.

—Soy el puto rey —contestó Antígono—. ¿Qué clase de rey se esconde de una lucha que ha empezado él mismo? ¿Eh? Creía haberte enseñado mejor. Cuando los reyes se escondan de sus propios combates, el mundo se habrá ido al Hades.

Demetrio abrazó a su padre, bastante espontáneamente.

—Ganemos esto y gobernemos el mundo —dijo.

Antígono sonrió.

—Eres un buen muchacho —dijo con brusquedad y la voz ronca—. Por los dioses…

Dio una palmada en la espalda a Demetrio.

Fueron juntos hasta la entrada del pabellón. Los esclavos encargados de armar a Antígono se estaban haciendo con un par de sarisas para que el rey pudiera elegir. La saurauter más cercana quedó apoyada en la alfombra cuando el esclavo la descolgó de las gazas de la pared de la tienda, a espaldas del anciano. La saurauter le dio un golpe en el tobillo y Antígono cayó cuan largo era, con la muñeca izquierda mal doblada bajo su cuerpo. Chilló de dolor, y todas las cabezas en un estadio a la redonda se volvieron para ver a su rey tumbado de bruces.

Demetrio corrió a su lado y en seguida lo puso de pie, y los hombres lo vitorearon aunque muchos hablaron entre dientes con sus camaradas.

—Bobos supersticiosos —gruño Antígono—. La muñeca me duele como…

Fulminó con los ojos a un hombre que lo estaba mirando.

—¿Qué pasa contigo? ¿Nunca has visto a un hombre tan feo como yo?

El hombre farfulló algo y se retiró hacia donde estaban sus amigos, y Demetrio se rio.

—Nadie puede decir que esta mañana no eres tú mismo —dijo.

Antígono se dirigió al entoldado donde daba sus órdenes.

—No soy yo mismo —replicó—. Si Seleuco me ofreciera una tregua de tres años, la aceptaría. Nunca pensé que fuese capaz de reunir un ejército tan grande.

Demetrio negó con la cabeza.

—No es mayor que el nuestro. Y tú eres el mejor general de nuestro tiempo.

Antígono torció el gesto.

—Y una mierda —espetó—. Al mayor general de nuestro tiempo le gusta tener una buena ventaja en hombres y elefantes. —Negó con la cabeza—. Aunque conozco unos cuantos trucos, eso sí.

Todos los oficiales macedonios se pusieron de pie en cuanto Antígono entró. Saludaron. Antígono inclinó la cabeza secamente.

—Hagámoslo simple —dijo—. Formad tal como estáis acampados; exactamente como estáis acampados. Formad la falange de a veinte en fondo; aun así tendrá la misma anchura que su línea de frente, y será mucho más sólida.

—Podríamos trasladar sus extremos… —dijo Filipo con cautela.

—Cuando seas el puñetero señor de Asia podrás ordenar tu falange como te venga en gana, Filipo —dijo Antígono.

—Alguien está picajoso esta mañana —respondió Filipo, y el anciano sonrió.

—Lo estoy —admitió Antígono—. De manera que no me contrariéis. Lakshapur, llévate todos los elefantes y sitúalos a lo largo del centro tal como comentamos ayer. Cinco largos de caballo entre cada bestia deberían bastar. Las bestias aplastarán a sus bárbaros y a sus psiloi del centro y entonces, espero, la falange se cagará de miedo. Algunos de sus hombres valen menos que un pedo… Al fin y al cabo, nosotros tenemos a todos los viejos veteranos.

Filipo enarcó una ceja.

—Demetrio, tú irás al mando de la caballería del flanco derecho. Filipo, tú al de la caballería del flanco izquierdo. —Ambos hombres asintieron—. A mi señal, los elefantes avanzarán. Tambores y clarines, ¿eh?

Lakshapur, uno de los últimos indios que había entrado al servicio de Alejandro veinticinco años antes, asintió con determinación.

—Y entonces —dijo Antígono con rotundidad—, Filipo se llevará a todos los de la izquierda excepto a los reclutas y cabalgará detrás de la falange hacia la derecha. Toda la caballería; un gran ataque contra la izquierda enemiga. Hacéis pedazos a su caballería y arremetéis contra la parte más débil de su falange antes de que tengan tiempo de recuperarse.

—Eso nos deja con nuestra izquierda desprotegida —terció Filipo.

Antígono sonrió.

—¿Eres el único que tiene los huevos de discutir conmigo? —preguntó.

—¿Huevos? —Filipo se encogió de hombros—. Las esposas lo hacen constantemente —contestó, y todo el mundo se rio.

Antígono asintió.

—Sé que corremos peligro. Por eso pongo a los compañeros de a pie y a los argiráspidas allí. Y, además —prosiguió—, sabemos que vamos a ir por la derecha. Ellos no se lo esperarán. ¿Quién ataca el flanco protegido del enemigo? Y no lo sabrán. Apuesto un talento de plata contra una tortuga a que Seleuco tiene al inútil de su hijo o a Lisímaco allí, con órdenes de quedarse atrás. —Antígono se rio—. Si se demoran una hora, son nuestros. Demetrio atravesará su caballería, rodeará su flanco y asunto resuelto.

—Por supuesto —dijo Demetrio. Estaba orgulloso, encantado de que le asignaran una posición de honor y de máxima responsabilidad. Juagaba a ser Alejandro mientras su padre jugaba a ser Filipo. La diferencia era que su padre lo amaba—. Pasaré entre ellos como un alfiler caliente cortando cera.

Antígono sonrió rebosante de orgullo.

—Encárgate de que así sea, hijo —dijo—. Todo depende de ti.

Demetrio estuvo atareado durante dos horas, organizando la caballería del flanco derecho a su satisfacción, cabalgando de un lado a otro a lo largo de la línea, observando mientras las filas del extremo derecho de la caballería de élite de su padre formaban, haciendo un ajuste tras otro. Al final se decidió por la fuerza bruta en lugar de la sorpresa. Dispuso sus mejores escuadrones en cuñas a lo largo de todo su frente, con los hombres que llevaban mejor armadura en las puntas de las cuñas, ocho profundos triángulos de su mejor caballería pesada; el resto, los reclutas lidios, hombres responsables pero con poca instrucción, junto con los misios y los frigios, en rectángulos compactos, de a seis en fondo, en ángulo hacia la derecha para cubrirle el flanco; y una larga barrera de bárbaros, los tracios de Asia Menor, a modo de pantalla protectora. Los lidios y los frigios dejaron aberturas amplias entre los escuadrones; allí sería donde Filipo introduciría a sus lanceros.

El enemigo también estaba formando. Justo enfrente, vio formar a las capas azules. Eran buenos escuadrones, y formaron tan deprisa que su comandante de barba cana les ordenó desmontar, y aguardaron con las riendas en la mano.

Demetrio deseaba ordenar lo mismo pero no estaba seguro de que fuera una idea práctica. Cualquier retraso a la hora de montar desordenaría el frente entero.

Haciendo visera con la mano, estuvo observando mientras el sol ascendía y empezaba a hacer calor. Se enfrentaba a Antíoco, estaba convencido; el comandante enemigo tenía un niceno gris, en absoluto un caballo macedonio. Y era joven. Demetrio se puso contento; contento porque no dudaba de su capacidad para vencer a Antíoco. Entonces buscó a Sátiro, sobre todo entre las capas azules; eran sus hombres, pero él y su yelmo de plata no se veían en parte alguna.

Demetrio no se preocupó. Encontraría a Sátiro y lo derrotaría, hombre a hombre. Así era como se hacían aquellas cosas, y aquel era su día.

Cuando estuvo seguro de sus preparativos, fue a ver a su padre.

—¿No tienes una unidad de caballería que mandar? —preguntó su padre, a modo de saludo.

—Está todo listo —contestó Demetrio. Él y su padre se abrazaron—. Me enfrento a Antíoco —agregó.

—Sí, y Filipo a Lisímaco. —Antígono estaba apoyado en su lanza—. Tengo más de ochenta años, soy demasiado viejo para portar una espada todo el día, así que acabemos con esto de una vez. —Pero sonrió—. Creo… Creo que ya son nuestros —dijo con prudencia, evitando afirmarlo con un hubris descarado.

Ambos ejércitos formaron más o menos con la misma rapidez, aunque los oficiales de alto rango de ambos bandos podían hacerse una idea bastante útil de la calidad de sus oponentes inmediatos por la rapidez y la manera en que formaban. Antígono envió un mensajero a Filipo para preguntarle si estaba listo, y padre e hijo vieron formar a una falange particularmente inepta cerca de la granja tapiada del extremo de la línea enemiga.

—¡Me muero de ganas de arremeter contra ellos! —dijo Demetrio. Había hombres que llegaban rezagados a líneas mal formadas, algunos incluso arrastraban sus lanzas. Parecía que ya estuvieran derrotados.

—En cuanto Filipo esté listo —dijo Antígono. Entre sus elefantes y los del enemigo solo mediaban dos estadios, y ellos y los destacamentos de escaramuzadores, también una línea de diez estadios de longitud, estaban levantando polvo. En una hora ambos bandos serían invisibles el uno para el otro, salvo que iniciaran el avance antes.

Pero, por supuesto, eso lo sabía todo el mundo.

—Ve con los dioses —dijo Antígono a su hijo. Hizo una pausa—. Me parece que esta será la mayor batalla que el mundo haya visto alguna vez.

—Qué maravilla —dijo Demetrio, encantado.

Volvieron a abrazarse y Demetrio se fue a su puesto.

Junto a la granja, Apolodoro, Nicéforo y una docena de taxiarcas arengaban a sus hombres, que deambulaban por los campos, dirigiéndose sin ninguna prisa hacia una línea absolutamente defectuosa.

—¡Parecen milicianos! —dijo Nicéforo por decimoquinta vez, viendo otra fila cuya idea de formar sin premura consistía en marchar más despacio.

Apolodoro pensó que los hombres que arrastraban las lanzas a sus espaldas estaban sobreactuando, pero la farsa daba la impresión de levantar sobremanera la moral de la tropa, fuera cual fuese el efecto que causara sobre enemigo. Pocas cosas gustan más a un soldado que la sensación de estar siendo ingenioso ante el enemigo, y el esfuerzo distraía a los hombres del caos que los esperaba.

En realidad, Apolodoro había plantado una hilera de estacas de fresno para marcar el frente verdadero y otra para marcar el frente profundamente arqueado que formarían unos aficionados. Había dedicado las primeras horas de la mañana en hacerlo, y estaba bastante contento con el resultado. Sus infantes parecían especialmente vulnerables en el extremo anejo a la granja; una unidad mal formada, demasiado apartada para recibir apoyo, cuyas últimas filas alcanzaban la cresta de la colina que tenían detrás.

Era indudable que la caballería enemiga estaba avanzando, y lo hacía con ímpetu. Tenían ocho grandes cuñas apuntando a Diodoro y a Antíoco, y Apolodoro albergaba sus dudas sobre la calidad de los reclutas de las satrapías de Seleuco. Puesto que ellos constituían el extremo izquierdo del ejército y serían los últimos en arremeter una vez que el grueso central hubiese formado, envió criados de regreso al campamento para que las mujeres de los infantes y los criados les llevaran jabalinas y arcos. Y también envió a otro mensajero al frente, hacia la nube de polvo, para que ordenara a sus arqueros de infantería que salieran de la línea de los psiloi.

Nicéforo entornó los ojos.

—No tenemos autoridad para hacer esto —dijo, pero miró los escuadrones de caballería enemiga y asintió con la cabeza—. Aunque… estoy de acuerdo.

Sátiro salió de la reserva, casi un estadio detrás de la falange, donde tanto su caballo de batalla como el de viaje estaban igualmente ofendidos con el gran escuadrón de elefantes. De hecho, los olbianos que servían como su escolta habían tenido problemas toda la mañana, y Eumenes había convencido a uno de los mahouts[17] indios para que sacara a un elefante de la formación, de modo que pudiera conducir a sus caballos en torno a la bestia; uno por uno, primero con los ojos vendados y después ya no, con sus jinetes caminando junto a sus cabezas, murmurándoles cosas. Era un truco sakje; los escitas tenían mucha experiencia con los elefantes; y los caballos se habían calmado considerablemente cuando Eumenes hubo terminado y le daba las gracias al mahout.

Primero vio a Estratocles, y se dirigió hacia el ateniense. Heracles estaba pálido bajo su yelmo, aunque sonriente, y se reía de algo que Lucio acababa de decirle al oído. Estratocles llevaba el yelmo debajo del brazo.

—Detesto aguardar —dijo Estratocles—. Y detesto no tener el control de la situación.

Frunció el ceño.

Sátiro se encogió de hombros.

—Al menos tienes mil hombres a los que mandar —dijo—. Yo no soy más que un soldado bien vestido a las órdenes de Eumenes, un hombre que ya estaba al frente de unidades de caballería cuando mi padre estaba vivo.

—Te lo cambio —dijo Estratocles.

A la izquierda de Estratocles, Nicéforo y Apolodoro compartían una cantimplora.

—¡Ares! —exclamó Sátiro—. ¿Cuándo vais a formar?

Como pagador que era, le indignó ver a sus tropas desordenadas a lo largo y ancho de un estadio. Unos cuantos infantes de Apolodoro roncaban a pierna suelta en el porche de la granja tapiada.

Ambos hombres sonrieron.

—Te he pillado —dijo Apolodoro. Le dio las explicaciones pertinentes y Sátiro se marchó mucho más contento, salvo por la visión de las cuñas de la caballería de Demetrio, juntas como nubes de tormenta sobre el horizonte un día de siega.

Recorrió todo el frente hacia la izquierda, hasta donde Diodoro estaba sentado debajo de un árbol mientras un esclavo le guardaba el caballo.

—Se avecina una tormenta —dijo Diodoro. Señaló las cuñas que avanzaban en la planicie—. Cuando regreses junto a Seleuco, dile que Antíoco y yo no podremos oponernos a eso mucho tiempo.

—Apolodoro ha llenado de arqueros el patio de la granja —dijo Sátiro, señalando la granja que hacía de eje entre la infantería y la caballería del flanco izquierdo.

Diodoro asintió.

—Eso quizá salve a muchos de nosotros. Escucha, Sátiro —dijo, secándose el sudor de la frente—. Safo se lleva el tren de equipaje. Ya se ha puesto en marcha.

—¿Qué? —dijo Sátiro.

Diodoro asintió.

—No me fío de las tropas de las satrapías de Antíoco; me fío de Darío, pero el resto son unos borregos. Y algunos mercenarios… En fin, es una precaución que he tomado durante años. Envía a todos tus seguidores, a Fobos y tu gente con ella. Hemos quedado en que aguardará en Akroinos.

—¡Eso es una parasanga! —exclamó Sátiro—. ¡Treinta estadios!

Miró a su alrededor. La reserva de Crax y Diodoro, cien soldados de caballería con armamento pesado y armadura de escamas, montados en sus grandes caballos nicenos como nobles persas o sármatas. De hecho, Sátiro vio que, en efecto, los había en las filas. Había desmontado, miró a Diodoro y le guiñó el ojo.

Andrónico estaba tumbado a la sombra de un árbol. Sátiro no lo había visto, pero él levantó la cabeza.

—Si este ejército se desmorona, no queremos que nuestras chicas estén al alcance de esos cabrones —dijo el galo.

—Di a Nicéforo que se prepare para formar un redondel —dijo Diodoro. Sátiro lo abrazó, y también a Crax, a Andrónico y a una docena de otros hombres, y después saludó al hiparco.

—Tu padre estaría orgulloso de ti —dijo Diodoro—. Eres todo un rey.

Sátiro sonrió ante el cumplido.

—Pues me siento inútil —respondió.

Entonces montó y cabalgó hacia la posición de Nicéforo, a quien dijo que se preparase para formar un redondel.

Melita no cuestionó la ubicación de sus sakje; estaban en la izquierda del flanco derecho de la caballería, de modo que quedaban estrujados entre la falange macedonia y los nobles getones que tenía a su derecha. Su gente habría estado mejor en las planicies abiertas del extremo derecho, pero Lisímaco no se había fiado de ellos, o de ella, y había enviado allí a sus Compañeros.

El enemigo había enviado tropas de choque contra su izquierda. Melita observaba las filas de piqueros avanzar y retroceder para volver a formar su línea de frente, una maniobra compleja, efectuada con desdeñosa eficiencia. Comía una manzana tranquilamente, le dio el corazón a su caballo y asintió para sí misma.

Sus caballeros llevaban armadura completa; una cuña de oro a sus espaldas. Aguardaban desmontados, y detrás de ellos había otro grupo de caballos con un puñado de guerreros agarrándolos por las bridas. Ningún sakje noble participaba en una batalla sin una montura de refresco a mano. Sus escaramuzadores estaban en la retaguardia. Poco podrían hacer en un combate frontal. Por eso los había ubicado donde se mantendrían con vida. Y como sus hombres, y también mujeres, llevaban las mejores armaduras de toda la caballería de la derecha, era posible que su emplazamiento fuese el mejor, después de todo. Aun así, Melita añoraba el campo abierto, donde habría tenido más espacio para maniobrar.

De pronto sintió, más que vio, que algo iba mal en las disposiciones enemigas. Había demasiado movimiento; no podía describirlo mejor. Deseó tener cerca de su hermano para comentárselo; Sátiro tenía un enfoque más intelectual de la guerra que ella. O a Coeno.

Scopasis estaba detrás de ella, hablándole a su caballo, con Thyrsis a su derecha. Se planteó si hablar con ellos sobre lo que veía pero estaban demasiado atareados preparándose para combatir, para matar. Para rivalizar entre ellos.

Qué estúpidos, pensó. Los amaba a ambos.

Y como en respuesta a una plegaria, Anaxágoras apareció de entre la polvareda. No la abrazó; sabía que en ese momento era la Reina de los Masagetas. En su lugar, le hizo el saludo militar.

—Sátiro dice que puedo cabalgar contigo —dijo.

Melita sonrió tan abiertamente que casi le dolieron los labios.

—Tal vez —respondió—. Pero si me amas, antes me harás un recado.

Anaxágoras asintió.

—Lo que mandes —dijo, con una llamativa ausencia de bravuconería masculina.

—Busca a Lisímaco y pregúntale por qué el enemigo se está moviendo tanto, y después le dices que, en mi opinión, deberíamos atacar. Después, como no te hará caso, ve a decirle lo mismo a Sátiro. Y después regresa aquí.

Anaxágoras se marchó al galope.

Melita lo vio llegar a la posición de Lisímaco, que estaba con su grupo de mando en el centro de la caballería. Y entonces, a su izquierda, los elefantes enemigos barritaron mientras avanzaban pesadamente.

Anaxágoras era un hombre paciente, pero Lisímaco no dio señales de ir a permitir que se le aproximara. De hecho, no se dio por aludido porque todo su ser estaba concentrado en vigilar el centro. Los oficiales macedonios que lo rodeaban miraron a Anaxágoras con velado desdén; era un griego montando un caballo sakje y ya iba cubierto de polvo.

Aguardó el rato que consideró cortés, dadas las circunstancias, y luego cruzó la línea de edecanes, derecho hacia el rey de Tracia. Una mano intentó agarrarle la brida pero Anaxágoras ya lo había previsto y llegó a su objetivo.

—Melita de Tanais desea que te fijes en la caballería que tenemos enfrente. Dice que ve mucho movimiento y opina que debería atacar.

Habló demasiado deprisa, pensó, pero el rey de Tracia se volvió y lo escuchó hasta el final.

Entonces sorprendió a Anaxágoras, a quien tenía catalogado como macedonio charlatán y arrogante, y observó un buen rato la formación de caballería que tenían enfrente.

—Por la minúscula verga de Eros —maldijo Lisímaco—. O se están retirando o cambiando los flancos. Ve a decir a Seleuco que quiero atacar, y si da su aprobación, que toque sus trompetas.

Anaxágoras cambió de caballo y galopó raudo hacia el centro, a seis estadios de allí. Los elefantes del centro estaban a menos de un estadio. Lisímaco envió a tres de sus macedonios con el mimo mensaje; las nubes de polvo estaban empezando a oscurecerlo todo, y quería asegurarse de que el mensaje llegara a su destinatario. Como de mutuo acuerdo, los cuatro hombres se dispersaron por la llanura, dirigiéndose hacia donde creían que podría estar el grupo de mando.

Anaxágoras se equivocó y, desde cierta distancia, demasiado cerca del frente que ya había comenzado a avanzar cuando se percató de su error, oyó que los elefantes barritaban. Una ráfaga de brisa, una abertura en la polvareda… y vio a otro de los mensajeros y a quien tenía que ser Seleuco, y dirigió a su caballo en aquella dirección.

Seleuco no estaba en el altozano donde Anaxágoras había supuesto que estaría; estaba más a la izquierda, desde donde podía observar a la caballería de Demetrio. Anaxágoras cabalgó al galope y al llegar desmontó para que su caballo descansara.

Seleuco lo miró.

—Ah, el músico —dijo—. Eres el mismísimo vástago de Apolo.

—Hoy hago las veces de Hermes —respondió Anaxágoras—. Señor Rey, Lisímaco envía…

Seleuco miraba más allá de Anaxágoras, hacia su derecha.

—Ya me han informado —dijo secamente.

—Melita también quería que lo supieras. Deseaba atacar.

Fue un poco exagerado, en realidad, y Anaxágoras se sorprendió de su propio atrevimiento.

—¿Tiene experiencia como comandante de caballería? —preguntó Seleuco. No pareció una pregunta retórica.

Sátiro asintió.

—Cincuenta combates en las llanuras y varias batallas con los helenos.

Seleuco no quitaba el ojo a la caballería de Demetrio.

—En un día entero de batalla, un comandante suele tomar dos o tres decisiones —dijo. Observó a Demetrio un rato más, y el ruido de los elefantes les llegaba desde la planicie; los chillidos, los barritos, los alaridos de los hombres atrapados entre las bestias. Los mejores psiloi de ambos bandos estarían internándose con ímpetu en la nube de polvo. Los peores ya estarían huyendo.

Sátiro asintió.

—Lo sé bien —dijo.

—¿Antígono me está leyendo el pensamiento y atrae a mi temerario Lisímaco hacia una trampa? ¿O ha decidido retirar a su flanco de caballería por considerarlo inferior? ¿O son de poco fiar? ¿O Lisímaco se equivoca y simplemente se están retrasando al formar? —Suspiró—. ¡Ares, qué calor! Imagina cómo debe de ser en la falange. Ni siquiera llevo puesto el yelmo.

Bebió un trago de agua, al menos Anaxágoras esperó que fuese agua, escupió y volvió a mirar a Demetrio.

—Sátiro, di a la reserva que estas trompetas no suenan para ellos. ¡Deprisa! —agregó.

Sátiro, el mensajero de más alto rango de todo el campo de batalla, se fue al galope. Su caballo de viaje seguía teniendo pánico a los elefantes, y le costó lo suyo entenderse con el príncipe indio que los conducía. Tardó varios minutos en informar personalmente a la reserva. Para cuando lo hubo hecho, su caballo de viaje estaba exhausto. Pero aun sí regresó junto a Seleuco a tiempo de oír cómo tocaban las trompetas, todas a la vez, con un estruendo que sonó a música de los dioses.

Lisímaco no entendía qué estaba demorando tanto al rey de Babilonia; sobre todo habida cuenta de que cada vez era más obvio que había unidades de caballería separándose del grueso del ejército que tenía enfrente. La caballería de la izquierda enemiga que iba detrás se desplegó en destacamentos que arremetieron, listos para iniciar escaramuzas con jabalinas y arcos.

Temblaba con una mezcla de inquietud y excitación cuando a lo lejos sonaron las trompetas y otros tres de sus jóvenes oficiales montaron en sus caballos de inmediato y se dirigieron a las posiciones que tenían asignadas para ordenar a sus escuadrones de caballería que emprendieran la marcha hacia la polvareda.

Aguardó hasta que vio que el mensajero alcanzaba a Melita, con mucho la más guapa de sus oficiales de caballería, y confió en que conociera bien su trabajo. Entonces cogió el yelmo, se lo puso y abrochó las mentoneras. Un esclavo le pasó una lanza pesada y la agarró. La levantó por encima de su cabeza y fue a situarse al frente de sus compañeros.

—¡A la carga! —gritó Lisímaco.

Filipo se detuvo junto a Demetrio mientras el resto de su caballería griega seguía trotando hacia el extremo derecho.

—Creo que Lisímaco se huele algo —dijo Filipo—. Veo polvo y he oído trompetas.

—No seas quisquilloso —respondió Demetrio—. Este es nuestro momento.

Agarró un par de lanzas que sostenía un esclavo y cabalgó hacia el frente de su propia cuña de Compañeros.

—¡Llegó la hora de la victoria! —gritó Demetrio, y emprendió el avance.

Sátiro tuvo una visión casi perfecta de la primera carga de Demetrio. La brisa se había llevado el polvo del extremo occidental del campo de batalla y pudo ver cómo Diodoro hacía montar a sus soldados mientras Demetrio iniciaba su avance.

Buena parte de los reclutas de las satrapías se vinieron debajo de inmediato. En cuestión de segundos, miles de jinetes corrieron hacia la retaguardia.

Y Demetrio todavía no había alcanzado a sus enemigos.

El contraataque de Seleuco fue poco contundente y demasiado tardío; incluso los Compañeros más expertos se pusieron nerviosos con la deserción de la mitad de la caballería de las satrapías, y los persas más dignos de confianza corrieron al oeste, con intención de flanquear y hostigar, en lugar de cargar derechos hacia una muerte segura.

Mientras Sátiro observaba el desarrollo de la batalla, solo los Exiliados de Diodoro y los Compañeros de Antíoco opusieron resistencia a la carga. No eran suficientes para enfrentarse a todas las cuñas.

En los últimos segundos anteriores al impacto, Andrónico hizo sonar su trompeta de plata y las capas azules respondieron como bailarines en las Pírricas, y sus filas fluyeron a izquierda y derecha; sus caballos estaban descansados y su disciplina era inquebrantable. Formaron de a tres en fondo amplias filas contra las cuñas, tan deprisa como un banco de peces cambia de dirección, con las puntas apuntando a las aberturas que mediaban entre las cuñas antigónidas.

Antíoco y su cuña de Compañeros chocaron de frente contra la cuarta cuña antigónida y el impacto, los relinchos de pavor de caballos sin jinete y los gritos de los hombres se oyeron por toda la planicie: el grito de guerra de Ares. A su izquierda, Darío y su caballería intentaron enfrentarse con la quinta cuña de los hombres de Demetrio; Darío murió allí al intentar abrirse paso hasta el propio Demetrio, el primero de los hombres que Kineas había entrenado para que muriera aquel día, rodeado de sus parientes, y la quinta columna quedó despuntada y descalabrada tras el enfrentamiento.

No obstante, el resto de las cuñas, así como los lidios y la caballería del flanco oriental, prácticamente no se toparon con resistencia alguna y avanzaron despiadadamente, interceptando a los rezagados de las tropas persas y de las satrapías. Los persas tuvieron que replegarse una y otra vez, y los antigónidas victoriosos prosiguieron su avance, matando a los rezagados y persiguiendo a los soldados que huían tan deprisa como se lo permitían sus agotados caballos.

Y así, sin más, en un soplo, el día se ganó y se perdió.

Ahora bien, Diodoro, el viejo zorro astuto, no se perdió. Sus unidades penetraron por las aberturas que el enemigo había dejado entre sus cuñas, abriéndose paso de tal manera que las formaciones se desmoronaron y terminaron la carga en largas columnas enfrentadas a la nada; los antigónidas insistieron en su avance, persiguiendo a los persas que huían, o giraron hacia el centro de la lucha, donde estaba su joven rey.

Diodoro rehízo sus columnas, dio media vuelta y regresó trotando a la granja. Sátiro sintió un gran alivio al ver que todavía estaba con sus hombres, y entonces la brisa cesó y el polvo lo inundó todo otra vez.

Los escaramuzadores regresaban por las aberturas que habían dejado algunos taxeis de piqueros. Eran como hormigas que salieran disparadas de sus hormigueros, como agua filtrándose en un dique.

Nadie parecía ocuparse de ellos, de modo que Sátiro cambió de caballo, dejó su yelmo y su caballo de batalla con los olbianos y fue en su busca con Cármides y sus infantes de caballería.

Si a los peltastoi los sorprendió ser recibidos con nuevas órdenes, no fueron desobedientes. Solo estaban cansados e impresionados con los elefantes.

—Hacia la izquierda. Formad en la loma. ¿La veis? —dijo Sátiro una y otra vez. Para cuando su décimo o duodécimo grupo de hombres se puso en marcha, el primer grupo ya estaba en la loma; había soldados sentados, algunos tendidos, pero su posición era obvia. Los hombres comenzaron a dirigirse allí antes de que los alcanzara, y trazó un amplio círculo para subir por el cerro hasta donde había estado su campamento la noche anterior, a fin de tener visión hacia el oeste, donde Melita y los sakje relucían al sol.

Las fuerzas aliadas superaban en número a la caballería enemiga, o lo que de ella quedaba, pero aquellos jinetes eran resistentes y no tenían intención de emprender una carga frontal de caballería y perderla. En lugar de eso, se dispersaron a lo largo del frente como buenos profesionales y entonces probaron a hostigar con escaramuzas, acercándose para lanzar jabalinas contra los Compañeros de Lisímaco y los mercenarios griegos.

Mas cuando hicieron lo mismo contra los caballeros de Melita en el extremo izquierdo del combate que se libraba en el ala derecha, descubrieron que todos y cada uno de los sakje tenían un arco.

En dos descargas cerradas, la caballería lidia que tenían enfrente quedó hecha pedazos, diezmada, y los sakje acabaron con los supervivientes, aniquilándolos sin que tuvieran ocasión de reaccionar.

Melita acometió con ímpetu, ampliando su cuña para cubrir más terreno. Las falanges enemigas estaban escalonadas lejos de ella; una larga línea de polvo y brillantes picas. El otro extremo, a doce estadios, quedó a la altura de su nueva posición después de la carga; el extremo más cercano estaba a dos estadios, y sus disciplinados soldados profesionales ya estaban formando un redondel perfecto y prácticamente impenetrable.

Miró a su izquierda, donde los elefantes antigónidas y, en menor cuantía, los elefantes seléucidas estaban enzarzados con todos los psiloi. La línea seléucida se estaba llevando la peor parte, pero la infantería ligera antigónida y sus elefantes estaban a más de un estadio por delante de sus propias picas; más bien a dos.

Todo esto en un vistazo, con polvo o sin polvo.

—¡Thyrsis! —gritó.

Su Aquiles acudió desde su posición.

—De vuelta con los chicos y las chicas; todos los escaramuzadores. A la izquierda, justo ahí, contra sus escaramuzadores, y abrís un pliegue tan profundo como podáis. No luchéis contra los elefantes; luchad contra los hombres.

Thyrsis le hizo el saludo militar. Los ojos le brillaban.

—¡A la orden! —gritó, y se fue galopando hacia donde los adolescentes aguardaban en la retaguardia. Había más de quinientos jinetes de la caballería ligera de Melita; descansados, impacientes, demasiado jóvenes para saber que no podían enfrentarse a los elefantes.

Entonces hizo girar a sus caballeros en el sentido contrario, hacia la derecha, y avanzó sirviéndose de sus arcos para ahuyentar a los lidios, como la esposa de un granjero espantando moscas con una escoba.

Sátiro vio que la avanzadilla sakje penetraba en la abertura del flanco occidental antigónida, y montó el segundo caballo del día hasta agotarlo para ir a decírselo al rey de Babilonia.

Seleuco asintió. Toda su atención estaba puesta en Demetrio y su caballería. Antíoco estaba destrozado, el joven había desaparecido y no llegaban mensajes desde aquel flanco. El yelmo dorado de Demetrio y la trompeta dorada de su trompetero ya estaban dos estadios por detrás del frente seléucida, amenazando con aplastar a los aliados como una alfombra al desenrollarse. Y Demetrio no vacilaba en saborear su victoria. Sus hombres se estaban reagrupando como profesionales… como mínimo, los profesionales lo hacían. Los lidios, los misios y los frigios ya estaban a tres o cuatro estadios, montando caballos marrones, persiguiendo a los reclutas de las satrapías.

Pero su caballería de élite y la de Filipo habían girado hacia el este.

Seleuco siguió observando un minuto más. Se volvió, barriendo con la mirada todo el campo de batalla.

—¿Lisímaco está venciendo? —preguntó.

Sátiro asintió.

—Está dispersando la caballería enemiga.

Seleuco gruñó.

—Espero que se acuerde de arremeter contra la retaguardia de su falange —dijo—. Las batallas no las gana la caballería.

Siguió contemplando la batalla el tiempo que un hombre tardaba en regatear el precio de una salchicha en el ágora. Después asintió secamente.

Sonrió a Sátiro.

—Bien, allá vamos. Enviaré la reserva de elefantes contra Demetrio. Si tú atacas por la derecha con tus Compañeros, yo atacaré por la izquierda con los míos.

Sátiro hizo una reverencia sin desmontar.

—Será un honor.

Seleuco se encogió de hombros.

—Es donde están apostados. Adelante.

La reserva cambió de frente hacia la izquierda con una fluidez sorprendente. Los elefantes eran rápidos; bien abrevados, bien conducidos y descansados, hicieron la conversión pesadamente, pero a Sátiro le sorprendió su velocidad. Llevó su caballería a lo alto de la loma donde los peltastoi aguardaban reagrupados.

—Quedaos aquí —les dijo. Identificó a un oficial griego; al menos hablaba buen griego aunque fuese vestido como un tracio. Sátiro frenó y cambió de montura, montando a su hermoso caballo de batalla mientras le daba instrucciones.

—Organízalos tan bien como puedas. ¿Cómo te llamas? —preguntó.

El oficial sonrió.

—Alejandro —contestó. Le faltaban muchos dientes y parecía tan grande como un elefante, y Sátiro no tuvo claro si aquel gigantón le estaba tomado el pelo o no.

—Bien. Eres el strategos de los peltastoi. Forma una línea aquí mismo; de a cuatro en fondo o como tú prefieras. ¿Ves el patio de la granja? —preguntó.

Alejandro sonrió.

—Me crié en una granja, jefe —contestó—. Sé cómo es una granja.

—Cuando te dé la señal, bajáis allí y ayudáis a los hombres del patio de la granja a combatir contra la infantería ligera —dijo Sátiro.

—De acuerdo, jefe —respondió el tracio. Sonrió otra vez, y Sátiro no tuvo ni idea de si aquel hombre lo había entendido o si tenía otras intenciones.

Sátiro montó de un salto a la silla sakje con respaldo de su magnífico caballo de batalla persa.

El desdentado Alejandro saludó con presteza.

Sátiro empuñó el hacha sakje que llevaba colgada en la silla y correspondió al saludo.

—Quédate aquí y estad preparados para cuando regrese —le dijo, y salió al trote hacia donde estaban Eumenes y sus olbianos formados en romboide, medio estadio adelante y a medio estadio de los elefantes, lo más cerca que la caballería podía estar, incluso después de toda una mañana acostumbrándose a las enormes bestias.

—¿Listo? —preguntó Sátiro a Eumenes.

A modo de respuesta, Eumenes señaló el frente, donde Demetrio ya estaba avanzando, con o sin elefantes. Había hecho girar por completo al flanco seléucida, y su segunda carga iba contra Diodoro y los Exiliados, que estaban contraatacando en el borde de los campos de labranza, protegiendo el flanco de la infantería.

Sátiro se dio cuenta de que si aguardaba a los elefantes, Diodoro saldría muy mal parado. Era probable que Seleuco estuviera dispuesto a sacrificar a un mercenario a cambio de un premio tan grande.

Sátiro, no.

Hacía calor.

Aquello se había convertido en el rasgo definitorio de la existencia de Estratocles; el calor, el peso de la panoplia, el sudor que le corría por la espalda y entre los músculos pectorales hasta la entrepierna, hasta los muslos. El thorax de bronce se le apoyaba bien en las caderas pero, a lo largo del último año, había perdido peso y ganado musculatura, y la armadura, tan cuidadosamente ajustada en una tienda situada debajo del Hefestión de Atenas, ahora tenía que ir acolchada bajo los cierres de los hombros así como en el vientre; acolchado que estaba hecho de lana de oveja, material que daba calor, picaba y enseguida se empapaba en sudor.

Debajo del yelmo llevaba un gorro frigio que se le ajustaba bastante bien, pero era de lana y también esa prenda estaba embebida del agua de su cuerpo. El yelmo pesaba el doble que cuando se lo había puesto una hora antes, al iniciarse la acción de los peltastas; maldijo el ostentoso penacho de crin por el peso que añadía.

Llevaba grebas en las piernas, de bronce reluciente con hebillas de plata, cada una con una figura de Atenea labrada en plata, sosteniendo a Niké en el aire. Forradas de cuero, acolchadas con fieltro de lana.

Portaba un aspis forrado de bronce, de un diámetro similar a media estatura de un hombre, con el porpax[18] y las hebillas también de bronce y la estructura de madera de sauce. Cada hora pesaba más.

Colgado al hombro, el cinto de una espada de acero calcedonio, regalo de Sátiro, y en la mano, mojada de sudor, el astil de una pica tan larga como la estatura de tres hombres. No era una sarisa macedonia propiamente dicha. Los mercenarios de Estratocles preferían una pica menos larga, más ligera, más fácil de manejar en las distancias cortas.

Le constaba que presentaba un aspecto espléndido, pero no se había movido ni un palmo y ya estaba bañado en sudor, castigado por un sol que parecía subir cada vez más alto en el cielo para mortificarlo solo a él, a quien la brisa intermitente no refrescaba en absoluto.

Y Estratocles no era un muchacho novato. Era un viejo veterano. Aquella sería su tercera vez en la fila de frente, y sabía que los hombres de en medio de la formación pasaban mucho más calor y no tenían la más remota posibilidad de recibir un soplo de brisa.

—Eso no puede ser bueno —dijo Lucio.

Estratocles volvió la cabeza, no sin un considerable esfuerzo, y vio un elefante sin mahout que vagaba de aquí para allá a su derecha. La bestia se detuvo para barritar y acto seguido se dirigió hacia el norte, desapareciendo en una nube de polvo.

Heracles bebió de su cantimplora. Después miró a su alrededor.

—Supongo que si tengo que mear, tengo que hacerlo aquí mismo —dijo.

—Y después todos los hombres de tu hilera pisarán tus meados —agregó Lucio. Los hombres se rieron. Todos los mercenarios apreciaban a Lucio.

—Les ayudará a refrescarse los pies —repuso Heracles, y se puso a orinar. El hombre que tenía detrás soltó una risotada con toda naturalidad. Otros hombres de la hilera captaron el chiste y también se echaron a reír.

—¿Tus meados son fresquitos? —gritó un bromista.

—Solo bebo vino helado —replicó Heracles.

—A la mierda con pisarlos, me los beberé —gritó un hombre que había perdido la juventud en la Guerra Lamiaca.

Estratocles se sorprendió sonriendo. Aquellos hombres eran como los hombres con quienes había crecido hasta ser adulto. Muchos de ellos era atenienses o jonios; también había unos cuantos espartanos, algunos de ellos marginados de Esparta, y otros tantos corintios. Griegos. Hombres que sabían para qué servía un gimnasio; hombres que sabían leer y luchar.

Un chico, desnudo salvo por una capa roja, llegó corriendo por la línea de frente.

—¡Señor Estratocles! —gritaba.

Estratocles levantó su escudo; Atenea en oro sobre fondo rojo. El chico corrió hacia él.

—Vamos a arremeter, señor. Toda la línea. Tú tienes que escalonarte —el chico puso especial cuidado al pronunciar aquella palabra—, escalonarte sobre el taxeis de tu derecha.

Estratocles se desabrochó las mentoneras y se echó el yelmo para atrás. Hizo un molinete con su pica, un recuerdo de los músculos de la juventud, una exhibición de la destreza que todavía conservaba, y la puso paralela al suelo a la altura de su cabeza, como si quisiera abrazar toda la línea de frente. De espaldas al enemigo, gritó:

—¡Listos para marchar!

Los hombres miraron a derecha a izquierda, midieron distancias, algunos juntaron sus escudos haciéndolos entrechocar. Algunos soldados de la línea de frente portaban el aspis antiguo; entre ellos Estratocles, Lucio, Heracles y un par de Exiliados atenienses que se hacían llamar Platón y Gorgias. Los demás portaban el aspis macedonio, más pequeño y ligero.

Invento, cómo no, de un ateniense.

—¡A la carga! —gritó Estratocles, retrocediendo delante de su taxeis. No había sido taxiarca hasta entonces, en Antenas nunca lo hubiese sido, pero conocía la instrucción y los movimientos tan bien como los inútiles políticos electos que habían conducido a los muchachos a Queronea y a lo largo de toda la Guerra Lamiaca.

En realidad, Estratocles estaba aterrorizado. Ahora bien, como casi todos los hombres de su edad, había estado aterrorizado tantas veces que el terror era un viejo adversario, un adversario al que podía superar más fácilmente de lo que superaba la falta de sueño, el calor o las picaduras de los insectos.

Paso a paso, adelante. Su auleta captó el ritmo de sus pasos y se puso a marcar el compás con su aulós; un chaval competente. Estratocles volvió la vista hacia la falange que tenían a su derecha; seguía avanzando, un poco adelantada, con una abertura cada vez más ancha en el crítico punto de unión entre ambas unidades, pero intentar arreglar eso ahora desordenaría a sus hombres.

Después quizá sería demasiado tarde.

La política era más fácil y, en aquel momento, el asesinato parecía, con mucho, una solución más eficiente.

El golpe en la espalda fue la primera advertencia de que había un enemigo en la polvareda, y entonces, de repente, aparecieron los montañeses frigios, tan sorprendidos de que unos hoplitas los atacaran como Estratocles de que lo alcanzara una segunda jabalina por la espalda. Afortunadamente, su bronce era el mejor que pudiera comprarse con dinero y la única consecuencia de aquellos lanzamientos fueron dos hendiduras profundas en la superficie del espaldar.

Estratocles tardó un instante larguísimo en comprender que estaba en combate.

Lucio, no. Hincó su lanza por encima del hombro del ateniense, alcanzando el escudo en forma de media luna del peltasta, y lo derribó.

Heracles le clavó su pica; tras girarla y cambiar el punto de agarre con dos movimientos bien practicados, lo hirió de muerte y saltó por encima del cadáver.

Estratocles lo vio todo a cámara lenta, como en un sueño, y tuvo tiempo de pensar: «Ya no es un chico. Tiene veintisiete años y esta tendría que haber sido su vida. Y ahora quiero que se aleje de todo esto y viva su vida, no que muera aquí tratando de emular a Alejandro.

»Pero cada día se parece más a Alejandro».

Los frigios desaparecieron de delante de ellos tan deprisa como habían aparecido. Hubo una descarga cerrada de jabalinas, golpes como puñetazos contra su escudo, y su Atenea de oro dejó de estar intacta.

El taxeis había avivado el paso; cualquier veterano sabía que la manera de librarse de los peltastas consistía en arrollarlos. No solo habían cerrado la abertura con el taxeis de la derecha, ahora lo estaban rebasando; las líneas de frente eran prácticamente contiguas.

A Estratocles se le ocurrió pensar que no solo había elefantes ocultos en la polvareda, sino que su taxeis y el de Nicéforo iban a medirse contra los mejores soldados del mundo… a saber, contra quien el Tuerto decidiera situar a la derecha de su línea.

Estratocles se arriesgó a mirar a la izquierda… y allí no había nada en absoluto.

—Atenea —dijo en voz alta. Demasiado tarde para preguntarse en qué rincón del Hades estaba Nicéforo.

Sus hombres iban a paso ligero, en formación cerrada pero avanzando a toda velocidad. Se sintió orgulloso de ellos; preocupado, aterrorizado; pero sospechaba que arremeter con semejante ímpetu supondría una ventaja, salvo si se topaban con los elefantes, e incluso en tal caso; tuvo una idea a pesar del sudor y la mugre; los elefantes quizá se asustaran ante la pared de puntas de lanza, si esta avanzaba tan rápido.

—Has perdido el juicio —jadeó Lucio.

—Es bueno saberlo —gruñó Estratocles.

Ahora su fila de frente estaba perdiendo cohesión.

El taxeis que tenía al lado también avanzaba a paso ligero.

—¡Lanzas! ¡Abajo! —ordenó Estratocles a voz en cuello, y a lo largo de todo el frente las picas bajaron a la altura del pecho, del cuello, y los hoplitas se echaron a correr, y en lugar del Peán, los atenienses habían iniciado su grito de guerra: eleu eleu eleu eleu, primero gutural, ascendiendo hasta un chillido.

Una insinuación de brisa, como el lametón de un gato en una parte sucia de su pelaje; un lametón de brisa y ahí estaba el frente del taxeis enemigo, el último de la derecha de la línea. No, el penúltimo de la derecha. Había otro bastante más alejado en la polvareda. Y llevaban la estrella de Macedonia en sus escudos, y el grito de guerra jonio sonó con estridencia.

Ningún hombre del bando de Estratocles sentía el menor amor por Macedonia.

Demasiado tarde para detenerse y alinearse. Demasiado tarde para poner orden, para plantearse otras opciones aunque estas se le agolparan en la mente.

El enemigo también cometía equivocaciones. Como hacer una pausa en su avance para descansar con las sarauters clavadas en la tierra mullida de los campos de labranza. Los mercenarios jonios surgieron de la pared de polvo dando alaridos. Justo enfrente de Estratocles, un elefante solitario salió disparado ante los alaridos; dio media vuelta, sin mahout que lo montara, y corrió derecho hacia los macedonios que tenía detrás. Los costados del animal estaban teñidos de escarlata, la sangre manaba a borbotones de sus heridas.

Justo a la izquierda había dos elefantes muertos; meros montones de carne que parecían formar parte del terreno y le cubrieron el flanco, aunque solo fuese por unos instantes.

Muchos antigónidas arrancaron sus lanzas del suelo y las bajaron. Una punta dio de lleno en el escudo de Estratocles, que dio un traspié, giró y hubiese perdido el equilibrio de no ser porque otras tres o cuatro lanzas golpearon su aspis y lo mantuvieron en pie. Levantó el aspis hasta que las puntas de las lanzas le pasaron rozando la cabeza y arremetió por debajo de sus astiles con la cólera de Ares. Gritaba eleu eleu eleu eleu a pleno pulmón, y el mundo, el universo entero de Aristóteles, solo tenía la amplitud de la visera de su yelmo ático.

La punta de su lanza rebotó en un escudo, la levantó con un giro de las caderas y la clavó en el cuello de un hombre indefenso.

Y rugió.

Diodoro ya estaba herido. Algo se había introducido en el hueco del faldón de su peto, lacerándole el muslo; le dolía y, peor todavía, la sangre le chorreaba por la pierna y ensuciaba su caballo blanco.

Tenía a casi todos sus hombres juntos. Había perdido a Crax y al escuadrón de caballería pesada durante el primer enfrentamiento, y solo Ares sabía dónde estaban, si no habían muerto todos. Pero sus tres escuadrones estaban bien alineados, abrevando a sus caballos por turnos en el patio de la granja, y sus prodromoi acechaban al borde de la nube de polvo del otro lado de la granja mientras él descansaba sentado, sangraba y contemplaba cómo Demetrio ganaba la batalla.

El muy cabrón.

Diodoro se volvió hacia Andrónico, técnicamente su hyperetes, cargo que en la caballería equivalía al de hipaspista, aunque no podía decirse que el galo rubio fuese un subordinado en toda regla.

—Ha movido todo su flanco izquierdo hacia la derecha, para enfrentarse a nosotros —dijo Diodoro, con la admiración de un profesional.

—No los necesitaba —respondió el galo Andrónico—. Los persas eran hombres hechos y derechos, los demás eran como niños. —Escupió, bebió de su cantimplora—. ¿Retirada? —preguntó, después de observar como volvía a formar Demetrio, con sus escuadrones prácticamente intactos.

Diodoro volvió la vista atrás, hacia donde Apolodoro, el amigo de Sátiro, guarnecía la granja, el patio tapiado y los establos, y un poco más allá, donde Nicéforo, un mercenario, aunque llevaba muchos años al servicio de Sátiro y Melita, había avanzado cautamente, manteniendo un flanco de su taxeis doble anclado a la granja. Estaba claro que intentaba llenar un vacío; ya había efectuado una conversión de noventa grados hacia la derecha y luego había extendido su derecha, reduciendo a la mitad la profundidad de su falange; un movimiento desesperado, en realidad.

Diodoro se quitó el yelmo y se lo lanzó a Justo, su esclavo de campaña. Aceptó el agua que este le ofreció y se mojó la cabeza. Envalentonado, levantó el borde de su coselete, aterrorizado ante la idea de ver un pedazo de intestino. Le temblaban las manos.

Tenía una herida, como la de una mujer después de dar a luz, en el sitio donde la punta de lanza había atravesado la armadura, deslizándose pegada al bronce del peto en lugar de clavarse en su cuerpo.

—Bendita Atenea —dijo, sintiéndose mejor de inmediato. Aquella herida distaba mucho de ser mortal, no revestía la menor importancia. Dolía a rabiar, eso sí. Pero poco importaba—. Si ahora nos largamos, todo el flanco se hunde —dijo. De pronto era un hombre mucho más seguro de sí mismo que unos momentos antes.

Andrónico se encogió de hombros.

—La batalla está perdida —dijo con la agudeza propia de un profesional.

Diodoro dobló con cuidado una rodilla debajo de su trasero y se irguió sobre el lomo de su caballo. El animal se mostró paciente; habían hecho aquello cientos de veces.

En el oeste, Demetrio estaba preparando su segundo ataque: el golpe definitivo para acabar con Seleuco.

En el este, Prepalao había dado a la falange la orden de avanzar. Probablemente no estaba enterado del desastre que había sufrido su flanco occidental. O sí lo estaba y, al avanzar, ponía las cosas más difíciles a Demetrio y de paso impedía que sus hombres se enterasen.

En el sur, de repente, una gruesa columna de elefantes surgió de la polvareda, había no menos de cincuenta animales, cada uno con pesados arreos de batalla y una dotación de cuatro o cinco hombres; picas y arcos, jabalinas. Iban abriendo la columna para formar una línea de combate mientras Diodoro los observaba. En ambos lados de las enormes bestias estaban formando sendos escuadrones de caballería.

Diodoro señaló el más cercano con su lanza.

—Mira —dijo—. Son de los nuestros.

Se rio, y Andrónico también. Todos los olbianos, más jóvenes y guapos, llevaban la misma capa azul encima de hermosas armaduras, y una fortuna en monturas.

—Ay, cuando éramos jóvenes y apuestos —dijo Andrónico.

Diodoro no supo si aquello era una muestra de sarcasmo galo o un lamento sincero.

Diodoro asintió, flexionó la mano con la que sostenía el astil de su lanza y oteó el campo de batalla, protegiéndose los ojos con la palma de la mano, tratando de interpretar lo que veía. En medio de la polvareda, más allá de Nicéforo, oyó el grito de guerra de Atenas: eleu eleu eleu eleu. Sonrió.

—Ha llegado la hora de combatir, amigo mío.

Diodoro había tomado una decisión.

Andrónico sacaba brillo a su trompeta con un trapo.

—O, mejor dicho, esos de ahí son nuestros amigos y por eso vamos a combatir —respondió.

Diodoro echó un último vistazo. Los escuadrones de Demetrio estaban comenzando a avanzar; ocho cuñas, con compactas formaciones de caballería en cada flanco.

—Sucederá aquí —dijo Diodoro—. Si perdemos la granja, el día habrá terminado.

Andrónico se rio.

—El día ya está terminado. Eres como un luchador de pancracio que se niega a aceptar la llave que lo asfixia hasta que cae al suelo, inconsciente o muerto.

Diodoro se sentó de nuevo con mucho cuidado y tomó el yelmo que le alcanzó Justo.

—Tal vez. Toca «atención».

Ahora la caballería de Demetrio avanzaba a un trote rápido. Diodoro fue a medio galope a reunirse con sus jefes de escuadrón.

—Ese flanco de caballería; lidios. Los caballos, agotados. Dejad que se acerquen al linde de los campos de labranza; que los arqueros de la granja los hostiguen. Después cargad. ¿Entendido?

Acto seguido se fueron de regreso a sus puestos de mando y Diodoro se quedó solo.

Una vez que los enviara, no habría vuelta atrás.

Pensó en Kineas.

Sátiro condujo a los olbianos adelante, vigilando a Demetrio, cuya caballería de élite se extendía hacia el norte y el sur, solapándose en ambos extremos con la línea de reserva de Seleuco. Tenía grandes unidades de caballería lidia y frigia en cada extremo de su línea de cuñas, un poco ladeadas hacia el interior, como las astas de una gran bestia equina, a fin de rodear la reserva.

Sátiro sonrió al admitir que Demetrio estaba reaccionando con brillantez a la treta que Seleuco había urdido con la reserva.

Diodoro iba a enviar a los Exiliados contra los lidios del extremo norte de la nueva línea de Demetrio.

Sátiro apuntó su romboide hacia la punta de la cuña antigónida situada más al norte.

Deseó contar con más hombre, pero no los había.

Bajó la lanza, la agarró con ambas manos y apoyó los riñones contra el respaldo acolchado de su silla sakje.

—¡Al trote! —ordenó.

Los olbianos, jinetes natos medio sakje medio griegos, avanzaron. Tenían probada experiencia; casi todos habían servido como parte de la escolta en el río Tanais, nueve años antes. Los hombres del centro del romboide estarían sacando sus arcos de los gorytoi, lanzas en ristre. Incluso unas pocas flechas tiradas por lo alto momentos antes del choque causarían estragos en una formación enemiga, hiriendo a los caballos en los cuartos traseros. Kineas, su padre, Eumenes, Urvara y Srayanka, su madre, habían perfeccionado aquella táctica en el Mar de Hierba antes de que él naciera.

El cordón que mantenía juntas las mentoneras de su yelmo se había aflojado y se le clavaba debajo del mentón a cada salto del trote, pero su caballo de batalla trotaba con una ligereza y finura incomparables.

—¡Cerrad filas! —ordenó Eumenes a voz en cuello.

Sátiro logró echar la vista atrás; el romboide era como un ente con vida propia.

Un estadio.

Veía al hombre que sería su primer oponente; la punta de la cuña antigónida. Un aristócrata, un hombre nacido para la guerra.

A través de la estrecha visera de su yelmo, lo que Sátiro vio fue a un hombre que no montaba bien, a lomos de un caballo de menor talla que el suyo.

Flechas sueltas comenzaron a pasarle silbando junto a la cabeza puesto que los arqueros ya estaban tirando. Difícil fallar, incluso a aquella distancia y desde un caballo en movimiento, contra un objetivo que llenaba el horizonte.

Los antigónidas no tenían arcos.

La lluvia de flechas arreció; medio estadio, y la vida entera se reducía al ritmo del trote, el ruido de las flechas desgarrando el aire, el hombre con el que se iba a enfrentar.

Cincuenta largos de caballo.

Veinte largos de caballo.

—¡Ahora! —gritó a Artajerjes, su trompetero.

Las llamadas resonaron, y la punta de la cuña dio rienda suelta a sus monturas, y de una zancada su caballo de batalla se puso al galope; una descarga cerrada de flechas de señales pasó volando sobre sus cabezas, asustando a los caballos menos entrenados. Había caballos cayendo a lo largo de todo el frente antigónida, su cuña se hacía trizas porque las filas traseras intentaban cabalgar por encima de los muertos o, peor todavía, los heridos y las monturas fustigadas. La lanza de Sátiro atravesó al oponente que había elegido, la punta de la cuña enemiga; le perforó el peto y le salió por detrás como lo haría un punzón en un trozo de cuero, arrastrando consigo al jinete, que cayó del caballo…

Sátiro soltó la lanza, pues la punta nunca saldría de aquella herida, y desenvainó la espada mientras su caballo se empinaba y daba coces con las manos; dos golpes rápidos y un semental enemigo cayó muerto, dejando a su jinete atrapado bajo los cascos. Sátiro iba agarrado al cuello de su caballo, tajando con la espada; golpes fuertes que alcanzaban yelmos y espaldas con armadura, pero los soldados enemigos estaban hechos polvo y sus hombres los derribaron.

Los caballos de los lidios estaban cansados, eran de menor talla, habían recorrido un trecho de planicie más largo, y las flechas que caían del cielo los pillaron por sorpresa; las flechas de señales asustaban a sus caballos, y ya eran hombres muertos.

Pánico, su caballo de batalla, lo llevaba sin esfuerzo aparente a pesar de su armadura, como si apenas rozara el suelo. La sensación era de euforia, como el daimon del combate magnificado por el daimon de la velocidad.

«Pero preferiría estar en la cubierta de una nave», pensó Sátiro, no sin cierta incongruencia. Se preguntó dónde estaría Abraham; dónde estaría Miriam. Conservaba en la memoria la imagen nítida del prado de Tanais donde había montado de niño; donde había matado a la niña sármata.

Se había alejado de la cola de la cuña antigónida. En lugar de atravesarla directamente por el medio, vio que su romboide había desmoronado la cuña para luego situarse a un lado. Miró para atrás; los caballos enemigos no tenían forma huir, atrapados contra las monturas mayores que descendían hacia las polvareda.

Incluso siendo vencedor, resultaba horripilante.

A su izquierda los hombres de Demetrio arrojaban lanzas contra los elefantes, liquidando a sus dotaciones. Tampoco era que fuese un enfrentamiento desigual; solo los antigónidas más valientes se atrevían a enfrentarse a las bestias, y muchos caballos eran reacios o huían, pero a las dotaciones de los elefantes también les costaba lo suyo causar bajas entre los jinetes.

Sátiro no conseguía ver a Seleuco en el otro extremo de la línea.

Más cerca, a su derecha, Diodoro cargó contra los lidios, y el combate se extendió hasta el recinto tapiado en torno a la casa; los hombres luchaban en distancias cortas, pecho de caballo contra pecho de caballo, el ardor de los Exiliados contra la superioridad numérica de los lidios. Los arqueros de la infantería de marina apostados en la granja descargaron sus flechas contra los caballos desprotegidos de los lidios desde el flanco.

Y entonces algo cedió. Los lidios se desplazaron. A pesar del polvo, Sátiro reparó en el movimiento. Había estado a punto de ordenar a Artajerjes que reagrupara a sus caballeros en el sector derecho, para ayudar a los Exiliados, pero los lidios se abombaron, y algunos hombres comenzaron a volver la vista atrás; hombres aterrorizados.

Crax había atacado la retaguardia de los lidios desde el olivar anejo a la granja donde había estado escondido; un truco sakje. Eran cien hombres contra dos mil, pero sus centelleantes armaduras de escamas y su súbita aparición en la retaguardia enemiga invirtieron la batalla, y de repente los lidios estaban instando a sus caballos a retroceder.

Igual que Diodoro, ubicado a menos de un estadio de allí, Sátiro había llegado a la conclusión de que ahora la granja era la cave de la batalla. Diodoro y Apolodoro la defendían.

Sátiro revoleó su espada y señaló el sur, hacia el flanco de la cuña siguiente.

—Toca reunión; reunión en la izquierda —ordenó a Artajerjes.

Nicéforo había extendido su derecha tan lejos como pudo permitírselo sin poner en entredicho la esperanza de que sus hombres resistieran cuando los atacaran. A pesar de su esfuerzo, había una abertura tan ancha como un taxeis entre su hilera de más a la derecha y la de más a la izquierda de Estratocles, y el ateniense había cargado, adentrándose en el campo de batalla con su flanco al descubierto, y había desaparecido en la polvareda.

De la polvareda salieron elefantes, en su mayoría solos, algunos con sus dotaciones. La abertura tenía aquella ventaja: los elefantes y los peltastas podían pasar sin riesgo; una calle entre puntas de lanza.

Dos elefantes aparecieron juntos tan solo a unos pocos largos de lanza al oeste de su posición, ambos con sus dotaciones intactas, y los dos animales se empinaron y barritaron, emitiendo sonidos más aterradores que su brutalidad. Raudas como centellas, las bestias parecían sudar sangre; colmillos arrancados o rotos. Los piqueros de las houdas[19] adversarias se hostigaban entre sí y contra el animal enemigo, y el arquero de la houda seléucida tiró furiosamente con un arco largo de caña, liquidando a los soldados de la dotación antigónida de uno en uno, hasta que el elefante antigónida dejó de luchar, a pesar de la sangre, a pesar de los continuos esfuerzos de su adversario, para aplastar con delicadeza la carne muerta de su mahout, caído desde su posición entre sus orejas. Después dio media vuelta emitiendo un lamento como el de una madre llorando a su hijo muerto y huyó.

Los hombres de Nicéforo rugieron su aprobación.

Y entonces Antígono salió de la nube de polvo.

Venían despacio, precavidos, con las lanzas bajas, marchando al paso más lento. Nicéforo vio a Antígono de inmediato, cerca de la hilera más a la derecha; todo un caballero.

El taxeis de Nicéforo solo tenía media profundidad en la sección derecha, de modo que si no quería arriesgarse a verlo descalabrado, tenía que avanzar. Nicéforo salió de la formación.

—¡Lanzas abajo! —rugió.

Y mientras las puntas relumbraron al moverse, bajó la suya.

—¡Niké! —rugió.

Tres mil voces le contestaron:

—¡Niké!

—¡Adelante! —bramó.

Y entonces el elefante, herido y furioso, se echó a correr a trompicones entre las dos falanges. Hombres de ambos bandos retrocedieron y, en cuestión de segundos, ambos bandos fueron como una maraña de madejas de lana, con filas en todas las direcciones, sin orden ni concierto mientras el elefante enloquecido de dolor chocaba por delante y por detrás, sufriendo profundas heridas de las lanzas de los hombres más valientes; aun así el elefante las rompía, agitaba la trompa, los colmillos con capuchones de bronce chorreaban sangre y excrementos mientras daba muerte a cuantos hombres alcanzaba hasta que ninguno se atrevió a tocarlo. Era la pesadilla de todo soldado: un elefante enloquecido atrapado en una falange. Los hombres murieron como trigo o cebada segados en época de cosecha.

Nicéforo resistió, clavó su lanza en el costado del elefante, pues las bestias enloquecidas no tienen aliados, y desenvainó la espada.

—¡Cerrad filas! —gritó—. ¡Formad otra vez!

Sus hombres empezaban a ceder terreno.

Apobatai! —chilló—. ¡Mantened la formación!

Sus mejores hombres murieron allí, apoyando los hombros contra sus escudos, intentando empujar a los mejores hombres de Antígono mientras se defendían de los miles de golpes que asestaba el elefante enloquecido. Hincaron los talones y empujaron, dieron tajos por arriba y por abajo cuando sus lanzas se rompieron, dieron puñetazos y mordiscos cuando perdieron las espadas.

Nicéforo apuntaba a Antígono y se abría camino matando, avanzando paso a paso, con un ojo puesto en el elefante que seguía causando estragos a su derecha, pero en el caos de la melé, donde no había filas ni hileras, solo el torbellino de muerte del elefante y la visión del yelmo dorado con penacho rojo de Antígono, sacó fuerzas de flaqueza hasta el límite; tajar, un paso, levantar el escudo, otro paso…

Estaba a seis hombres de Antígono cuando perdió el mundo de vista.

—¡Id por su retaguardia! —gritó Melita a Lisímaco—. ¡Nosotros no ocupamos de esto!

Señaló con el hacha la pared maciza que formaban los piqueros antigónidas, formados en un cuadrado completamente erizado de puntas de bronce y acero.

Lisímaco, o bien lo entendió o bien tomó su propia decisión, y su lanza se alzó por encima de la derrota aplastante de la caballería enemiga y señaló primero al norte y luego al oeste. Sus Compañeros cabalgaron con él, así como Calicles y los tracios.

Pasaron con gran estruendo por detrás de los dos mil piqueros que resistían la ofensiva del sector izquierdo de la infantería antigónida; hombres que se habían enfrentado a unidades de caballería en Iso y en Arabela, para quienes las lanzas, las jabalinas y los cascos de caballo no eran motivo de espanto.

Melita se alejó hacia su gente, llamó a sus jefes, alzó el arco con el puño y señaló bruscamente a los piqueros.

Antes de que frenara, las flechas habían comenzado a volar.

Incapaces de responder, los piqueros cerraron filas, solaparon sus escudos y resistieron.

Pero los sakje no tenían amenaza alguna que combatir y se acercaron más, tirando a los pies, las espinillas y los rostros; los hombres y mujeres más jóvenes comenzaron a desafiarse entre sí. Una chica apenas adolescente, con trenzas rubias enrolladas en la cabeza, cabalgó a lo largo del frente de la falange, a un palmo del alcance de las sarisas, tirando contra las filas desde arriba, entre los vítores de los masagetas. Y detrás de ella, un muchacho, más audaz o enloquecido con la batalla, cabalgó derecho hacia la brecha que había abierto una flecha, una brecha que duró segundos, y metió a su poni en la brecha y los cascos del caballo y su espada corta hicieron estragos hasta que lo mataron; diez sarisas en el pecho y en su caballo. En un rincón de la melé, otra chica le echó el lazo a un filarco y lo sacó a rastras de entre las filas; el filarco cortó la cuerda y la mató de dos tajos de espada, pero quedó asaetado como un acerico. Antes de que su cuerpo cayera al suelo, Thyrsis saltó de su caballo a la espalda del filarco, le rebanó el cuello y le arrancó la cabellera a la vista de sus hombres. Levantó la ondeante cabellera y gritó, y todos los sakje gritaron.

Desesperados, los argiráspidas cargaron, dispersando a los sakje, que huyeron como moscas de un matamoscas, pero los falangistas no consiguieron alcanzar a un solo jinete. Y los sakje se daban la vuelta y tiraban mientras cabalgaban libres, y murieron ancianos, hombres que había sobrevivido a cincuenta batallas.

Melita se detuvo con su estandarte junto a un pozo.

—Cambiad de caballo —ordenó.

Estratocles llevaba tanto rato luchando que ya no podía pensar. El brazo con el que manejaba la espada subía y bajaba por su cuenta; se agachó, con el escudo sacudiéndole el hombro; tenía la boca seca como el pergamino; y aun así seguían empujando.

Estaba desorientado, ya no sabía en qué dirección estaban el frente o la retaguardia.

Había perdido a Lucio y a Heracles, y solo los agudos alaridos del eleu le indicaban que los hombres que tenía detrás eran los suyos.

Quería desplomarse.

Tenía la mano roja de sangre de otros hombres, y también de la suya, y los dedos pegados a la empuñadura, y le parecía que tenía la mandíbula rota.

El brazo de la espada subía y bajaba.

Alguien gritaba como un cerdo asustado.

Sátiro tenía a sus caballeros a mano. Tuvo un momento para beber un trago de agua, para palmear el cuello de su caballo.

—Buen trabajo —dijo a su trompetero. El muchacho persa era valiente como un león.

Artajerjes sonrió de oreja a oreja.

Señaló más allá de Sátiro, que al volverse vio que otro escuadrón antigónida estaba formando para atacarlo. Otra cuña. Formaban tan deprisa que Sátiro sospechó que debían de ser los Compañeros antes de divisar el yelmo dorado, el penacho púrpura y el caballo blanco.

Demetrio en persona.

Sátiro señaló a Eumeles.

Eumeles asintió.

—Por eso estamos aquí —dijo.

Sátiro envainó de nuevo la espada. Alguna superstición, alguna devoción le dijo que no luchara contra Demetrio con el regalo de su anfitrión. Agarró el hacha sakje de mango largo que llevaba en la silla. La levantó con esfuerzo.

—Demetrio es mío —dijo. Respiró profundamente para aliviar el peso del peto y sus temores, y su nariz percibió olor a gato mojado.

A Demetrio lo fastidiaba que su caballería pareciese incapaz de penetrar la línea de elefantes, pero estos solo deslucieron su ataque sin mayores consecuencias. Casi ninguno de sus hombres murió; sus caballos simplemente se negaban a avanzar.

Fue la mayor frustración que hubiese conocido jamás, aquella victoria podía tocarse con las puntas de los dedos, las espaldas de las falanges enemigas estaban justo al otro lado de los elefantes…

… o de la caballería que cubría su flanco. Veía la falange de su padre, los Compañeros de a pie, avanzando hacia el este de la granja.

Era el momento.

Levantó la lanza.

—Toca a reagruparse —ordenó. Señaló a la derecha, hacia el flanco de las capas azules que se divisaban junto a la granja. Para cuando los hubiese hecho pedazos, los elefantes habrían sido eludidos. Olvidados.

La caballería enemiga comenzó a salir de la melé que tenía justo al sur.

Se rio, pues él era el Rey de la Tierra, y lanzó su reluciente espada al sol y la agarró al vuelo por la empuñadura, y sus Compañeros lo vitorearon.

Allí estaba Sátiro de Tanais, a un estadio, al frente de sus caballeros, y nada, nada en absoluto, podría haber dado más placer a Demetrio en aquel momento que cabalgar hacia la victoria sobre su selecto adversario.

Sus hombres, tan conscientes de la victoria como él mismo, entonaron el Peán.

Encima de la polvareda, el cielo era azul y, a los lejos, en los confines occidentales de la planicie, las montañas se elevaban pintadas de púrpura y lavanda; las más distantes, doradas bajo el sol del mediodía. Allí arriba, en el reino del éter, todo era paz. Un águila, el mejor de los augurios, trazaba un perezoso círculo a su derecha. O tal vez era un cuervo.

Sátiro escupió agua y levantó el hacha.

—Adelante —dijo. Se volvió en la silla, satisfecho con sus últimos planes. A Eumenes le dijo—: Cuando vaya a por Demetrio, quedaos quietos. No me sigáis.

Eumenes se sorprendió. Detrás de él, unas voces entonaron la Canción de Atenea que los hippeis de Olbia cantaban desde que Kineas fue su caudillo.

¡Ven, Atenea, ahora más que nunca!

¡Permítenos conocer tu Gloria!

¡Ahora, oh Señora y Reina, a ti oramos,

concede a tus siervos la victoria!

Sátiro estaba a cincuenta largos de caballo de Demetrio cuando hincó bruscamente los talones en los ijares de Pánico y salió disparado como una flecha. Demetrio llevaba armadura completa.

Su caballo, no.

Los actos de Sátiro eran apresurados, pero disponía de todo el tiempo del mundo porque eso era lo que Srayanka les había hecho practicar desde que aprendieron a montar. Y porque tenía la batalla en la palma de la mano. Su mano izquierda. La mano del arco.

No era preciso que matara a Demetrio pero tenía que detenerlo. Tenía que detenerlo completamente. A toda costa.

Llevaba el hacha sujeta a la muñeca, el mango se prolongaba por su brazo derecho hasta casi tocar el astil de la saeta que ya tenía preparada, y el arco apareció en su mano como si estuviera practicando con los chicos y chicas en el Mar de Hierba, y una flecha se alojó por sí misma en la cuerda, con el culatín bien encajado y la cuerda cada vez más tensa; el pulgar de tirar en la comisura de los labios…

La conmoción de Demetrio cuando su caballo se desmoronó, la saeta de Sátiro hundida hasta las remeras en el cuello del corcel. El arco de nuevo en el gorytos porque si no su madre gritaría, el hacha en alto y el juego de muñeca que envió al Hades al segundo hombre de la cuña, y Pánico hizo honor a su nombre y se abrió paso entre caballos menores como si fueran briznas de hierba.

Sátiro tiró a otro enemigo de su montura y tuvo tiempo de pensar «he derribado a Demetrio» antes de que un golpe lo pillara desprevenido. Lo vio venir… Supo que no lo pararía a tiempo… Levantó el mango del hacha…

Estratocles luchaba contra un adversario, le dio un golpe con el borde del escudo, después un puñetazo y, cuando se desplomaba, intentó arrebatarle la lanza pero ya no lograba cerrar la mano. La lanza cayó al suelo y Estratocles se quedó mirándola, como atontado.

Hasta donde le alcanzaba la vista en medio de la polvareda, solo había hombres matando a otros hombres.

Levantó el escudo guiado por el mero instinto, apoyó la mano agarrotada en el porpax para así hacer más fuerza. Le hirieron en el muslo pero se mantuvo de pie.

—¡Agáchate! —gritó Lucio, y Estratocles se dejó caer.

Se metió como una tortuga debajo del escudo y por tanto no vio a Platón y Gorgias atacar a los hombres con los que se había enfrentado, matando a dos. Tampoco vio a Lucio decapitar a otro hombre de un solo revés de su kopis.

Entonces Lucio le tendió una mano.

—No sabía que fueras un héroe —dijo.

Estratocles no tuvo claro si se lo había dicho con ironía, de modo que se limitó a sonreír. Le faltaba energía para decir… cualquier cosa.

Incluso beber de su cantimplora era casi demasiado.

Se oían gritos por la izquierda.

Y vítores por la derecha.

—No estamos combatiendo —aventuró Estratocles.

Lucio se detuvo y escuchó.

—Ares, llevas razón.

—¿Dónde está Heracles? —preguntó Estratocles.

—Caído. Muerto o herido, no lo sé. —Lucio se encogió de hombros—. Te he seguido a ti.

Conservaba parte de su taxeis; era difícil saberlo con certeza, pero casi todos los hombres que tenía alrededor habían estado en la primera o la segunda fila. Los vítores que oía a su derecha podían ser de cualquiera, pero si eran vítores antigónidas, significaba que toda la línea estaba destrozada. Por otra parte, si eran vítores seléucidas…

Al fin y al cabo, habían derrotado a sus adversarios, ¿no?

Saberse tan ignorante de su propia situación le hizo tener ganas de reír. Estratocles el Informante, el gran espía, perdido en un campo de batalla en el que era incapaz de distinguir a los amigos de los enemigos.

—¿De qué te ríes? —preguntó Lucio.

—De mí —contestó Estratocles—. ¡Conversión a la izquierda! ¡Reagrupaos, cabrones! ¡Atenea! ¡Atenea!

Apolodoro dirigió su tercera carga desde la granja contra el flanco de la falange enemiga. Se había percatado de que lo único que mantenía unidos a los hombres de Nicéforo eran precisamente aquellos ataques relámpago.

Todos y cada uno de los soldados apostados en la granja luchaban por su vida. Andrónico había situado en la tapia a su taxeis de élite y a cuantos hombres logró reunir.

Apolodoro sabía que estaba defendiendo el eje de la alianza. Sabía que los Exiliados estaban muriendo en los campos del suroeste para mantenerlo con vida, e hizo cuanto estuvo en su mano por darles apoyo con flechas y jabalinas; pero seguían muriendo.

—¡Nicéforo ha muerto! —se oyó gritar a un soldado por la derecha, presa del pánico.

Apolodoro deseó que hubiera alguien que le dijera qué debía hacer, pero no era un hombre dado a perder el tiempo.

Se echó a correr a lo largo de la tapia, saltó junto a lo que quedaba de la hilera del flanco de los lanceros de Nicéforo y arrebató una sarisa a un hombre asustado.

—¡Nicéforo vivirá para siempre! ¡Y nosotros también! ¡Adelante! —gritó, y el eco de la tapia de piedra, o la voz de Atenea a su lado, pareció amplificarle la voz para convertirla en la voz de un dios.

Tal vez nunca avanzaron, pero resistieron el tiempo que tarda en latir cincuenta veces el corazón de un hombre.

Y entonces oyeron los gritos:

—¡Atenea, Atenea!

Los soldados tienen su propia manera, ajena a la comprensión racional de la carnicería, el caos y el miedo, de abrirse camino en lugares de los que ningún otro hombre saldría con la mente intacta, de mantenerse firmes cuando la mera razón exige huir. Igual que los marineros, los soldados son supersticiosos porque en el fondo de sus corazones saben que el mundo de la melé no está al alcance de la comprensión racional.

Los hombres de Nicéforo, horrorizados por el elefante y desmoralizados por la muerte de su comandante, habían resistido. Y en cuanto oyeron el grito de Atenea supieron que no habían perdido.

Habían vencido.

No fue una decisión racional, pues el lugar donde estaban quedaba encajonado entre la mejor infantería de Antígono y la avanzadilla de la caballería de Demetrio, unos cuantos jinetes desperdigados que iban cruzando las líneas de los Exiliados y de los olbianos de Sátiro, y que dos minutos antes habrían bastado para hacerlos huir despavoridos.

Ahora, en cambio, irguieron la espalda, afianzaron los pies, se pusieron de cara al enemigo y acometieron.

En su segundo avance, Melita condujo a sus caballeros en torno a la formación enemiga, disparando mientras cabalgaban; convirtió la larga línea de tiro de sus caballeros en una alineación de a tres en fondo, enfrentada a la esquina más occidental del rectángulo macedonio; y empezaron a llover flechas a cántaros.

En el lado contrario, los jóvenes de las tribus sakje se aproximaron demasiado y fueron ensartados como peces en espetones, pero tiraban una y otra vez, tan de cerca que una pesada flecha de guerra podía atravesar un aspis y clavarse en el brazo de un anciano, o rebotar en el borde y romperle la nariz. Y los escudos de los ancianos comenzaron a desplomarse; ¿quién es capaz de sostener un escudo a la altura de la nariz durante una hora?

Los macedonios cargaron de nuevo.

Esta vez, los caballeros de Melita no huyeron tan lejos… y en seguida dieron la vuelta a sus caballos. Melita empinó a su yegua, peligrosamente cerca de perder el equilibrio y caerse, y salió como una exhalación. Los macedonios se habían dispersado al cargar y Melita estaba en medio de ellos, matando con el hacha, y de pronto volvieron a cerrar a filas, dejando una alfombra de cadáveres y un rectángulo más reducido.

Eran unos guerreros espléndidos.

Melita tenía intención de matarlos a todos.

Un muchacho, un muchacho entusiasta, disparó a un filarco encima de la rodilla, dio un chillido y metió a su poni en la brecha. Un macedonio todavía más osado clavó su lanza en el caballo del muchacho; el caballo se estremeció y cayó, arrojando contra el frente del rectángulo al muchacho, que fue a caer sobre seis hombres y veinte puntas de lanza…

Tan rápido como una trucha pica un señuelo en un arroyo de montaña, una par de muchachas se metieron en la brecha, disparando mientras cabalgaban; una murió en el acto, partida en dos por un kopis, pero el caballo de la otra arrolló a los hombres prácticamente desarmados de las filas sexta y séptima y murió allí, mientras su amazona cortaba con el puñal pies de enemigos calzados con sandalias. Otro muchacho se precipitó por la brecha ensanchada, echó todo su peso para delante y murió, al alcanzarlo por la espalda la pica de un veterano con veinte años de experiencia…

Thyrsis cabalgó derecho a la brecha, mató a un filarco con el hacha y, cuando su caballo comenzó a hundirse sobre la grupa, el Aquiles sakje lo apremió con su voz y el caballo se levantó, impulsado por unas ancas del tamaño de postes de vallado, y dio un salto, y Thyrsis se vio en medio del rectángulo de los argiráspidas.

Y entonces, más deprisa de lo que incluso Melita pudo comprender, su pueblo los cercó, la nube de polvo creció y después…

Solo había sakje.

Sátiro volvió en sí con Eumenes en un lado y su trompetero persa en el otro. Estaba tendido en la loma de encima del patio de la granja, y el fragor de la batalla, los pulmones de Ares, hacían casi imposible oír lo que Eumenes estaba diciendo.

La cabeza le retumbaba y le dolía… todo.

—Tu yelmo. ¡Estás en deuda con el herrero! —dijo Eumenes. Sostenía un trapo húmedo sobre la cabeza de Sátiro—. Me parece que no tienes el cráneo roto.

Fue recuperando la memoria poco a poco.

—¡Derribé a Demetrio! —dijo.

Eumenes asintió.

—Hemos intentado hacernos con su cuerpo. Sus hombres han luchado como leones. —El arconte de Olbia sonrió—. Nosotros, también. Hemos recuperado tu cadáver, y ellos, el suyo. Nos ha parecido un buen trueque cuando hemos descubierto que estabas vivo.

Sátiro se incorporó y deseó no haberlo hecho. Era como si llevara una corona de espinas en la cabeza.

—¡Heracles! —dijo, levantando la voz.

Eumenes le puso una mano en el hombro.

—Ganemos o perdamos, hemos terminado. Mis caballos no volverán a cargar y las monturas de refresco están a seis estadios de aquí, detrás de los elefantes.

—Ponme de pie —dijo Sátiro.

Una mano grande y peluda apareció en su visión periférica, le agarró el brazo y tiró.

—He aguardado —dijo Alejandro—. Tienes una pinta espantosa. ¿Qué hacemos ahora?

Sátiro sonrió forzadamente.

—Heracles —rezó, agradecido.

El patio de la granja era un osario, y los Exiliados estaban cediendo ante los lidios; o tal vez frigios o misios. No tanto cediendo como muriendo.

Pero al otro lado del patio de la granja la falange de Antígono estaba en apuros.

Sátiro se obligó a volver la cabeza.

—Cármides, desmonta a la escolta. —Tomó un trago de vino, vino sin aguar que le ofreció Eumenes—. Eres mi favorito —dijo Sátiro al arconte de Olbia.

—¿Estás loco? —preguntó Eumenes con admiración. Detrás de él, Coeno negó con la cabeza.

—Alejandro, forma a tus peltastas en filas tan cerradas como puedas. Vamos a cruzar el patio de la granja para atacar a la falange enemiga.

Miró al gigantón a los ojos, y este asintió.

—Podemos hacerlo —dijo Alejandro, razonablemente.

Cármides formó a los infantes de marina supervivientes al frente de la multitud de peltastas. Los hippeis de Olbia desmontaron y se sumaron a ellos. En total, tenían bastantes hombres, encabezados por un frente poco numeroso de soldados con armadura completa; armadura de la cabeza a los pies, de hecho.

Sátiro desenvainó la espada, respiró profundamente y tragó bilis. Tuvo que refrenar las ganas de vomitar. No había tiempo.

Bebió otro trago que le ofreció su trompetero, agua esta vez, y Heracles le despejó la cabeza para que pudiera verlo todo. Vio morir a Crax debajo del árbol que había detrás de la granja, el último hombre de un puñado de valientes, y un círculo de enemigos a sus pies. Vio a Diodoro, todavía montado, todavía combatiendo, y a Carlo, el germano, con un hacha, cubriéndole la espalda. Vio a Apolodoro al frente de los falangistas de Nicéforo. Y vio a Antígono, un anciano cansado, señalando a los Exiliados casi desmoronados y gritando.

—Ahora o nunca, chaval —dijo Coeno.

—Seguidme —gritó Sátiro, y se echó a correr cuesta abajo hacia el patio de la granja.

Chocaron contra los hoplitas enemigos al intentar asaltar el patio desde el flanco, los dispersaron o mataron, y entonces los infantes de caballería y los olbianos se abalanzaron sobre el flanco abierto de los Compañeros de a pie antigónidas, hombres fuertemente armados con hachas y espadas.

Los peltastas tenían otras ideas. La desesperada melé no era de su agrado. En cuanto el patio de la granja quedó despejado y los infantes de Apolodoro que habían sobrevivido vitoreaban como héroes al tiempo que daban caza a los últimos antigónidas escondidos en los establos, los peltastas corrieron a la tapia y arrojaron todo lo que tenían, cada jabalina acaparada, cada lanza y después piedras de la tapia, contra la esquina derecha del frente de la falange antigónida.

Sátiro se encontró prácticamente solo, cara a cara con hombres mejor dispuestos, luchando por su vida. No tenía ni idea, pero a dos largos de caballo Antígono el Tuerto, el terror de Asia, el más grande estratega de su tiempo, estaba muerto, con un par de jabalinas en el pecho y el yelmo aplastado por una piedra que había lanzado un peltasta tracio. Y, con su muerte, la falange pareció morir. Una vez más, la noticia de su pérdida pareció transmitirse al instante a todos y cada uno de los hoplitas de su ejército.

Los Compañeros de a pie se vinieron abajo.

Junto al olivo de detrás de la granja, Diodoro estaba montado en su exhausto caballo de batalla, entre cuyas patas yacía el cadáver del galo Andrónico, a quien diez hombres habían matado. Había media docena de lidios cautelosos enfrente de Diodoro. Ya había matado a dos. Tenía una lanza en la mano y, puesto que aquello era el final, no tenía por qué rendirse y vivir un día de derrota.

«Vencer o morir sin conocer la derrota. ¿No era eso lo que los hombres pedían a los dioses?

»Adiós, Safo. Has sido la alegría de mi vida.

»Kineas, voy a tu encuentro, y como mínimo me llevaré a uno más de estos cabrones conmigo».

Hizo retroceder un paso a su caballo, la rienda corta, y vio que una oleada de peltastas saltaba la tapia del patio de la granja, persiguiendo a unos lidios. Su desenfreno era tal, que pensó que tenían que ser hombres muertos de miedo, hombres que huían en desbandada.

Los seis lidios volvieron la cabeza casi como un solo hombre.

Uno recibió una pedrada en la sien y cayó. Diodoro arrancó la lanza del cuerpo de un lidio y se la clavó a otro.

Diodoro alcanzó a ver hombres que conocía: el arconte de Olbia, el joven Eumenes, que ya no era un muchacho sino un adulto. Blandía un hacha en alto, y de súbito los lidios desaparecieron.

El caballo de Diodoro murió gallardamente. Dio tiempo a Diodoro para que desmontara y después se dejó caer al suelo, fiel hasta el último suspiro. Diodoro se quedó de pie a la sombra del olivo con una lanza en la mano.

Cuando Eumenes llegó para abrazarlo, tenía a cincuenta soldados de caballería en torno a él, y se las arreglaron para componer algo semejante a una formación en el lugar donde el galo Andrónico había muerto, porque, igual que Diodoro, estaban vivos. Y eso significaba que debían mantenerse a la altura de las circunstancias.

Eumenes lo abrazó.

—¡Hemos… vencido! —dijo, como si no acabara de creérselo.

Diodoro soltó un largo y profundo suspiro.

—Entonces supongo que estoy vivo —respondió. Pensó en Niceas y Graco, en Filocles, en Crax y Andrónico, en Kineas y todos los demás.

Uno de sus soldados de caballería más jóvenes, un muchacho nuevo de Atenas, estaba bebiendo.

—¿Puedo ofrecerte un trago, señor? —preguntó a Diodoro.

«Un muchacho bien educado», pensó Diodoro.

—¿Qué hay en esa cantimplora, chaval?

El muchacho sonrió.

—Vino, señor.

Diodoro cogió la cantimplora y derramó la mitad de su contenido en el suelo empapado en sangre.

—¡Niké! —dijo.