3
El Ática apareció entre la calima del mar, una neblina tan fina que un campesino no habría reparado en lo limitada que era la visibilidad. Sátiro veía las montañas, pero la costa seguía sin verse.
—Tengo un favor que pedirte —murmuró Policrates, que apareció de súbito a su lado.
Sátiro estaba junto a la borda. Su timonel, Thrassos, llevaba los remos de gobierno, a una estocada de él.
Se volvió hacia el sacerdote ateniense.
—Somos amigos de hospitalidad —dijo Sátiro—. Si puedo hacer algo por ti, lo haré.
Policrates se ruborizó.
—Siendo así, estoy en deuda contigo. Necesito que desembarques a mi esclavo en el templo de Poseidón. En Sunion. Se trata de un asunto religioso, el asunto que me llevó a Delos. Y él es… muy bueno llevando mensajes.
Sátiro apenas se había fijado en el joven, un muchacho desgarbado con la cara llena de granos y espinillas. Ahora que Sátiro lo miraba, era bastante musculoso en relación con su osamenta. Tenía el pelo negro. Era mayor de lo que parecía a primera vista.
—Parece griego —dijo Sátiro. Asintió mirando al joven. Su aspecto le gustaba a pesar de las espinillas.
—Sus padres eran tebanos. —Policrates miró a lo lejos—. Amigos míos, de hecho. Lo que Alejandro hizo allí… fue brutal. Horrible. En realidad Jasón no es esclavo, sino más bien una especie de protegido. Y me presta sus servicios. —Policrates miró en derredor—. Me sirve políticamente, si entiendes lo que quiero decir.
Sátiro pensó que era notable la poca información que Policrates acababa de transmitir, dado que había bajado la voz hasta un tono prácticamente inaudible.
Sonrió al muchacho. Era de la edad de Cármides o un poco más joven, iba muy erguido pero lo envolvía ese aire indefinible propio de la esclavitud. Su actitud hizo que Sátiro viera a Policrates de un modo distinto.
Se puede juzgar a un hombre por sus perros, o por sus esclavos. Sátiro esperó que ninguno de sus esclavos presentara alguna vez el mismo aspecto que aquel muchacho. «Estoy buscando motivos para tomar antipatía a Policrates —pensó—. Porque es capaz de vencerme en la disciplina deportiva que se me da mejor».
—Será un placer desembarcarlo en Sunion. —Sátiro se volvió hacia Thrassos—. Avísame cuando veas el templo de Poseidón con claridad —le dijo.
Thrassos enarcó una ceja. Sátiro tuvo ganas de preguntar a los dioses por qué todos lo timoneles eran unos capullos arrogantes, discutidores y engreídos, pero ya sabía la respuesta.
—Cuidado con tu estela —le advirtió, injustamente.
«Qué desabrido que estoy esta mañana», pensó.
Sátiro hizo que el Medea sirviera de guía, adentrándose en la cala que se abría a los pies del templo. Con su escudo emitió destellos a las demás naves, izó una bandera roja en popa y esperó que lo entendieran; sus capitanes de guerra conocían casi todas las señales, pero no tan bien como los hombres que habían servido en los mares de Egipto el año anterior, como Aekes, y los capitanes mercantes las desconocían por completo.
El Medea avanzaba raudo hacia la playa a remo, y Policrates estaba en la proa con el joven Jasón, susurrándole con apremio.
—Es un jodido espía —espetó Thrassos, señalando con el mentón a Policrates.
Cármides asintió, mostrando su parecer.
—No es un buen hombre, por más diestro que sea en pancracio.
—Habló el paradigma de la hombría griega —dijo Sátiro.
Cármides se sonrojó y apartó la mirada.
—Un jodido espía —insistió Thrassos.
—El propio Apolo me dijo que lo hiciera mi amigo de hospitalidad —dijo Sátiro.
—Nunca he sido un gran seguidor del Dios de la Luz —respondió Thrassos—. No es exactamente un dios para hombres.
Anaxágoras estaba terminando sus ejercicios. Dio una patada seca, un ataque a la espinilla, con el pie izquierdo, un puñetazo con la derecha, y volvió ligeramente la cabeza.
—¿Quién no es dios para hombres, Thrassos? ¿Y quién te curó cuando tuviste cierta, hmmm, dolencia? —preguntó.
Thrassos se puso rojo como un tomate; una llamarada de color desde el medio del pecho hasta su cabeza pelirroja, que hizo que sus oscuros tatuajes resaltaran como marcas de ganado.
—No pretendía ofender —dijo—. Solo que no es mi favorito.
Anaxágoras enarcó una ceja.
—Tú, amigo bárbaro, adoras a un dios de la tormenta que ni siquiera está incluido en los panteones más civilizados y crees que el amuleto que llevas al cuello te protegerá mejor de ahogarte que aprender a nadar, ¿eh? Ten más respeto por nuestros dioses.
—Alguien está de mal humor —murmuró Thrassos.
—No has sido demasiado respetuoso con sus creencias, que digamos —dijo Sátiro. En la proa, Jasón ya había recibido sus instrucciones.
—No vararemos la nave en la playa —dijo Sátiro—. Daremos media vuelta en cuanto veas la arena debajo del agua.
—Sí, señor. En la barra de arena.
Thrassos envió a un chico a proa para que voceara la profundidad que hubiere bajo el espolón.
Policrates fue a la popa.
—¿Puedo darte las gracias de nuevo, mi señor? Toda tu flota demorada; esto es verdadera amistad, desde luego. Pero mi chico sabe nadar. Está preparado.
Sátiro vio que el muchacho estaba desnudo en la proa, con toda su ropa en un petate de cuero. Saludó como un atleta al inicio de una competición, gesto que le hizo ganar puntos en la estima de Sátiro, y saltó al agua desde la barandilla de la plataforma de combate, desapareciendo bajo la superficie un buen rato, un rato verdaderamente sorprendente, tanto así que Sátiro comenzó a escrutar el mar, preguntándose dónde había emergido la cabeza oscura, y al cabo comenzó a temer por la suerte del muchacho.
—Es un nadador de primera —dijo Policrates—. Y un buen luchador. Un buen hombre en todos los sentidos. —Suspiró—. La verdad es que no podría vivir sin él.
El muchacho emergió lejos, más lejos de donde a Sátiro se le habría ocurrido mirar, a medio camino de la playa.
—Listos para virar —dijo Sátiro.
Thrassos sonrió. Ya habían iniciado la virada.
—Muy bien, sabelotodo. Abarlóame al Miranda. —A Policrates le dijo—: Tu Jasón me ha hecho recordar que quería comprar un esclavo personal en Delos.
—Estaré encantado de prestarte uno de mi casa —dijo Policrates—. Si te gusta, puedes comprarlo. ¿Qué tipo de cuerpo te gusta?
Sátiro se rio.
—No me refería a esa clase de esclavo personal, amigo mío. Me refería a un sirviente, un hombre que cuide de mi ropa, me trence el pelo, limpie mis armas y no se separe de mí en los combates.
Policrates negó con la cabeza.
—¿Un esclavo? ¿En un combate?
—Oh, lo liberaría si me sirviera bien.
Sátiro notó que había impreso cierta causticidad a su voz.
Eso pareció acallar a Policrates, cosa bien desafortunada puesto que todavía les quedaban unas cuantas horas de navegación. Los remeros se estaban empleando a fondo, y Sátiro recorrió la sección central del Medea, hablando con sus hombres de la cubierta superior para asegurarse de que supieran que estaría fuera unos días pero que regresaría.
Notó el cambio cuando la nave efectuó una virada cerrada y subió la escalera de popa desde la cubierta de los tranitas en un abrir y cerrar de ojos. Sacó su petate de debajo del banco del timonel, abrazó a Thrassos y se despidió de Anaxágoras y de Cármides con un gesto de la mano.
—No dejes que te maten —dijo Anaxágoras—. Y llévate la lira. Nada mejor que un rato en una celda para practicar.
—Que te den —respondió Sátiro, pero cogió la lira y abrazó a aquel hombre, a aquel cabrón deslenguado que se había convertido en amigo. Después abrazó a Cármides y a Apolodoro.
—Creo que deberías llevarme contigo —dijo Apolodoro—. A mí, como mínimo.
—Estáis poniendo demasiado énfasis en esto —dijo Sátiro—. Y, Apolodoro, eres mi comandante en funciones. Te necesito con la flota.
Le dio otro abrazo, recogió su equipaje y salió de la borda del Medea a la sección media, mucho más alta, del Miranda. Policrates lo siguió, y luego Fileo, su cómitre, lanzó el equipaje de Policrates a bordo, las bolsas impulsadas por sus músculos volaron por los aires antes de caer con estrépito sobre el liso entarimado de la nave mercante.
Y de pronto sus amigos se mantuvieron a una eslora de distancia durante dos horas mientras recorrían la costa del Ática, Anaxágoras claramente visible tocando la lira en la proa, y luego la cítara, y después cantando para los remeros. Durante todo el tiempo que estuvo tocando música, los remeros trabajaron impecablemente; el tempo era preciso, y el hincapié de Anaxágoras en el ritmo y el metro al tocar surtían un efecto patente en el manejo de los remos. También oyó cantar a Cármides, tomando lecciones de Anaxágoras. Y la risa de Thrassos. Y la voz de Apolodoro castigando a un epíbata[4] por lo que llamó terquedad, un delito que Apolodoro sabía manipular a su conveniencia.
—Por lo general no me parece apropiado… liberar esclavos —dijo Policrates, al cabo de un rato—. Pero deduzco que tú eres de la opinión contraria, y no pretendo discutir contigo.
Sátiro encontró bastante interesante la maniobra de la nave mercante. Tenían veinte remos en el agua, pero también manipulaban la gran vela mayor cuadrada izada en el mástil con mucha más delicadeza; el mástil salía de un casco mucho mayor, y tenía muchos más cabos para rizar, permitiendo reducir el velamen a distintos tamaños y girar medio círculo la inmensa botavara. Ningún aparejo era muy distinto de su equivalente en una nave de guerra, pero el conjunto era más fácil de maniobrar y permitía navegar con unos pocos más ángulos de viento. Sátiro estaba tratando de dilucidar cómo podría aparejarse de la misma manera una nave de guerra cuando Policrates interrumpió sus pensamientos.
—¿Perdón? —preguntó.
—Piensas que debería liberar a Jasón —dijo Policrates.
Sátiro puso mala cara.
—No es asunto mío —respondió.
—Lo has dejado bastante claro. Y tu timonel se tomó su tiempo para informarme de que liberas a casi todos los esclavos que compras.
El ateniense había cuadrado los hombros como un hombre preparándose para luchar.
—Lo hago, es verdad. Cuando éramos niños, mi hermana y yo juramos tener tan pocos esclavos como pudiéramos. Soy consciente de que ninguna sociedad puede vivir sin ellos pero me parece un gesto de areté[5] mejorar su situación cuando me lo puedo permitir.
Sátiro avistó Egina claramente por la amura de babor. Volvió la cabeza. Tal como esperaba, el Medea ya estaba haciendo señales, y todas las naves de la escuadra de guerra viraron a la vez, y de pronto estuvieron en línea de combate, con los remos resplandecientes bajo el sol.
—Apolodoro nos está dedicando una demostración —dijo Sátiro.
—Tus hombres temen que te apresen en Atenas.
No fue un pregunta. Sátiro se encogió de hombros.
—Sí —contestó.
Policrates negó con la cabeza.
—Me cuesta imaginarlo —dijo—. Demetrio te tiene en gran consideración, tal como lo hace con cualquier hombre en el círculo del mundo.
Sátiro sonrió.
—No tengo palabras para decirte cuánto me tranquilizas —dijo. En su fuero interno se preguntó, de repente, si todo aquello era un montaje: el sacerdote, Delos, una estratagema para atraerlo…
Tonterías. Nadie más que los dioses sabía que iba a ir a Delos. Y de todos modos se dirigía a Atenas; su corazón le decía que era Miriam, y solo Miriam, lo que lo conducía en persona a Atenas; era inconcebible que le hubiesen tendido una trampa. No necesitaba otro aliciente. Y nadie podía saber en qué medida se sentía atraído por Miriam, salvo que…
—¿Por qué no te quedas conmigo, amigo de hospitalidad? —preguntó Policrates—. En mi casa no tienes nada que temer. Tengo guardias y hombres y todo eso, y además, todo el mundo me conoce.
—Estaría encantado —respondió Sátiro—, pero soy ciudadano, tengo casa propia.
Policrates asintió, con la mirada ausente.
—Lo había olvidado. Pero debo insistir en que eres bienvenido. ¿Tal vez hasta que te instales y contrates personal?
Sátiro se rio.
—Tengo planeado quedarme solo tres días, y ahora que lo pienso sería una tontería dormir en una casa que huele a moho cuando puedo estar cómodo en la casa bien amueblada de un amigo. De modo que sí, acepto gustoso tu invitación.
—¿Tienes otros asuntos que atender, aparte de descargar tu grano? Estoy convencido de que el rey Demetrio estaría encantado si lo visitaras, pero sospecho que ahora mismo está en Corinto. Ha sitiado el Acrocorinto.
Sátiro no lo sabía. El lugar más inexpugnable de Grecia. «No pudiste tomar Rodas y ahora pruebas suerte allí. Tal como yo tenía que ganar con la espada lo que había perdido en el pancracio».
—Creo que no tendré tiempo en este viaje —dijo—. Además, mis aliados probablemente no verían con buenos ojos que hiciera una visita social a Demetrio.
Policrates asintió.
—Me había preguntado…
—¿Preguntado? —preguntó Sátiro.
—Hmm. —Policrates esbozó una sonrisa—. Todo esto de tener asuntos que atender en Atenas. Me había preguntado qué te traías entre manos. —El ateniense levantó la mano—. Por favor, no te estoy pidiendo que me confíes tus secretos, pero la gente hablará.
Sátiro negó con la cabeza.
—Son asuntos personales. Mi amigo Abraham Ben Zion, un ciudadano de Rodas, está aquí como rehén. Necesito verle.
—Por supuesto —respondió, en un tono de voz que daba a entender que no se creía una sola palabra.
Sátiro no tenía la menor intención de hablar con alguien acerca de Miriam. Las complicaciones de su relación solo se multiplicarían si la hacía pública. Y para un animal político como Policrates, pese al juramento de hospitalidad, tal conocimiento le arrogaría un inmenso poder… y el dominio sobre Sátiro.
Una vez más pensó que lo que estaba haciendo era una estupidez. Si en efecto conseguía verla, no sería en privado. Tampoco sería fácil. Y para cualquier observador atento resultaría en extremo patente que había ido a Atenas para verla.
Por descontado, lo más seguro sería no verla.
Sátiro sonrió. No iba a hacer lo más seguro. Desde el sitio de Rodas se había familiarizado con su propia mortalidad. La vida era, de hecho, muy corta.
«La quiero ahora —pensó—. Quizá no haya un mañana».
—El Pireo —dijo Policrates—. Atenas.
Y allí estaba el puerto, y el Partenón resplandeciente bajo el sol, lejos, en lo alto de la acrópolis, uno de los panoramas más nobles del mundo.
El Miranda fue la última nave en entrar. Cleóstenes, su capitán, era el oficial mercante de más alto rango de Olbia, y quería ver todos los cargamentos a salvo antes de atracar, con lo cual aumentó la estima que le profesaba Sátiro. Las naves de guerra se habían marchado, perdidas en la bruma de las costas de Egina, y Sátiro sabía que, para entonces, Apolodoro y todos los demás tierarcas estarían pagando a los remeros, que pronto estarían bebiendo, fornicando o, solo posiblemente, visitando a familiares en tierra. Le constaba que Egina proporcionaba un buen número de remeros.
El Pireo tenía más embarcaderos que cualquier otra ciudad del mundo excepto quizás Alejandría, y se esperaba la llegada de la flota de grano, anunciada por todas las barcas de pesca que la habían avistado a primera hora de la mañana. Había dos embarcaderos despejados de punta a punta, y todo estaba dispuesto; doscientos esclavos de la ciudad aguardaban en pelotones para ayudar a los estibadores a descargar las vasijas de grano, carretas, asnos… y casi a los pies de Sátiro, mientras el Miranda se abarloaba, estaba el factor de León en Atenas, Harmonio, un liberto de Alejandría. Sátiro lo conocía desde que era niño. No era alto ni tenía un físico imponente, pero tenía una cabeza para el cálculo sin paragón en la casa de contabilidad de León, y sus hombres lo utilizaban en todas las transacciones comerciales. Tenía una piel morena que recordaba el cuero lustrado, buen cuero caro, y pelo oscuro rizado, y a pesar de haber llevado vida de esclavo, o quizá porque ahora era un hombre libre, lucía una sonrisa perpetua que hacía fácil hablar y aprender cosas con él. Sátiro había aprendido geometría con Harmonio en Tanais y en Atenas, antes de que Filocles regresara de una campaña con Diodoro para convertirse en su preceptor.
Sátiro saludó con la mano y Harmonio correspondió a su saludo y señaló a otro hombre.
—¡Aguarda donde estás, mi señor! —gritó Harmonio.
Sátiro tuvo ganas de reír. Harmonio le había desollado la espalda con una vara cuando no prestaba la debida atención; que lo llamara «señor» parecía un tanto incorrecto.
El hombre que lo acompañaba llevaba armadura. Subió por la pasarela y él y Harmonio hicieron respetuosas reverencias a Sátiro.
—Señor, permíteme presentarte a un oficial de la ciudadela: Lisandro, hijo de Nicomedes de Atenas. Se encarga de recaudar el impuesto naval que pagan las naves extranjeras. Le he explicado que no adeudamos impuesto alguno y que así lo garantizó el propio Demetrio. Tengo una carta a tal efecto.
Sátiro se encogió de hombros.
—¿Cuál es el supuesto problema, Lisandro? Este grano es mío y soy ciudadano de Atenas. Puedes ver por ti mismo que la mitad de estas naves son atenienses con tripulaciones atenienses.
El joven se quitó el yelmo y se secó la frente. Sátiro lo miró de arriba abajo, y resultó no ser tan joven como había supuesto. Tenía una cicatriz ancha que le cruzaba el puente de la nariz, casi como la que tenía Estratocles. Fue un extraña idea al azar.
—Lo siento, mi señor, pero órdenes son órdenes. La ley ha cambiado, o mi capitán ha cometido un error. Nos han ordenado cobrarte el impuesto naval.
Se encogió de hombros a modo de disculpa.
Sátiro notó que arrugaba la frente y combatió esa expresión, esforzándose en mantenerse sereno y de buen talante.
—Muchacho, con toda la buena voluntad del mundo, ruego que le digas a tu capitán que si persiste, Harmonio, aquí presente, lo llevará ante un tribunal. No soy un hombre difícil pero tampoco un mercader cualquiera al que la ciudadela pueda emplazar.
Sátiro miró a Policrates, que asintió.
—Tal vez pueda ayudar —dijo Policrates, interviniendo por primera vez—. ¿Me conoces, señor?
El soldado negó con la cabeza.
—Me temo que no, señor.
Policrates enarcó una ceja.
—Asistes a la asamblea, ¿verdad? Muy bien. Soy Policrates, sacerdote de Heracles. Serviré de fiador de estos cargamentos hasta que sea posible ponerse en contacto con el señor Demetrio.
El soldado no cambió de opinión.
—Eso serían… no menos de sesenta talentos de oro —dijo.
Policrates se encogió de hombros, ahora abiertamente displicente.
—Habla con mi administrador, entonces. Te los mostrará. Y eso es lo más cerca que estarás de ellos hasta que haya hablado con ciertas personas.
El soldado negó con la cabeza.
—Lo siento, pero no voy a permitir esto. Tienes que dejar de descargar.
Policrates negó con la cabeza.
—Perdona, hijo, pero eres un idiota. Estos hombres son importantes, este grano es importante para la ciudad. Ve a decirle a tu capitán… Es mi amigo Isocles, ¿no? Ve a decirle a Isocles que se equivoca de medio a medio, y que si viene a mi casa esta noche a tomar una copa de buen vino, podrá discutirlo con nosotros. ¿Lo has entendido, muchacho?
—Nadie me llama muchacho —dijo el soldado.
—Yo sí. —Policrates no cedió terreno—. ¿Quién coño eres y a qué viene esa actitud?
Sátiro se interpuso entre ambos.
—Está claro que hay un malentendido. Ve a comprobarlo con tu capitán. Aguardaré.
El soldado dio media vuelta y se marchó, las tachuelas de sus sandalias crepitaron sobre la pasarela.
—Soldados de la ciudad; efebos y mercenarios desplazados. Me disculpo en nombre de la ciudad —dijo Policrates.
Sátiro se volvió hacia Harmonio y lo abrazó.
—Viejo maestro… ¡Tienes todo el pelo blanco!
Harmonio se rio. Luego miró al soldado, que ya estaba en la otra punta del embarcadero con su pelotón.
—Ni siquiera cuando Atenas estaba técnicamente en guerra con Alejandría tuve este tipo de problemas con un cargamento. —Negó con la cabeza—. Me mantengo al día sobre los cambios legales pero solo soy un meteco y no me ha querido hacer caso.
Sátiro sonrió.
—No hay de qué preocuparse. Tal como dice Policrates, no es más que un mercenario a quien se la han subido los humos. Bajemos nuestras cosas a tierra. Después practicaré con la lira mientras aguardo a que regrese.
—No lo dirás en serio —dijo Policrates—. No debemos aguardar ni un momento. Conozco a su capitán. Por Heracles nuestro ancestro común, conozco a todos los hombres de esta ciudad. No hay necesidad alguna de que el rey Bósforo aguarde como un mercader cualquiera. Subiremos a mi casa a caballo, y si Isocles necesita algo de ti, que venga a vernos. ¡Eres un rey!
Sátiro sonrió con ironía.
—Aquí, en Atenas, solo soy un ciudadano más —dijo. Luego asintió—. Pero gracias. Tienes razón. Vayámonos.
Alquilaron una carreta tirada por dos asnos y también dos caballos, monturas mediocres desde el punto de vista de un jinete de caballería pero buenos animales para un ateniense. Su propietario estaba justo en el embarcadero, ansioso por servir y encantado de cobrar la tarifa completa.
—¡Déjamelo a mí! —protestó Policrates—. Eres demasiado cortés. Lástima que no trajeras contigo a Cármides o Anaxágoras, son hombres cabales.
Sátiro miró hacia el embarcadero con los ojos entrecerrados por el brillo del sol.
—Tuve que tomar algunas precauciones.
—Tendrías que haberme abierto tu mente —dijo Policrates—. Te habría tranquilizado.
Sátiro montó, su cuerpo pasó del transporte acuático al equino con un solo movimiento, y a pesar de la tendencia del caballo a respingar hacia la derecha, encontró que respondía bastante bien; una montura decente, siendo una bestia alquilada en el puerto.
Había pagado al granjero para que llevara sus pertenencias a casa de Policrates, y ambos montaban sin trabas por el muelle, sorteando a los estibadores.
Los soldados de la muralla los miraron con severidad, y Policrates desmontó para hablar con el filarco de la puerta. Cuando la hubieron cruzado, se encogió de hombros.
—Saben quién eres, y no sabían nada de que Isocles te exigiera el impuesto naval —dijo—. Todo esto es un desatino, Sátiro. Si Isocles tiene tantas ganas de hablar contigo, ¿por qué no nos han detenido en la puerta?
Sátiro negó con la cabeza.
—Ni idea —respondió. Siguieron su camino al trote, adelantando carretas, una docena de carretas que ya iban cargadas con vasijas de grano del Euxino.
—¿Hay alguien que pudiera intentar robarme el grano? —preguntó Sátiro.
Policrates negó con la cabeza.
—Cualquiera que te atacara tendría que estar loco —contestó—. La venganza de Demetrio sería terrible.
Siguieron cabalgando. El verano comenzaba a agostar la hierba y había flores por doquier, tanto así que la tierra parecía estar particularmente llena de vida para un hombre que había pasado varias semanas enteras en el mar. Sátiro estaba sonriendo a un macizo de jazmines cuando Policrates dio un grito y se cayó del caballo.
Sátiro tardó demasiado en percatarse de que su amigo y anfitrión había recibido una pedrada lanzada con honda en la cabeza y que se tapaba la frente; le manaba sangre entre los dedos de las manos y abría y cerraba la boca como un pez. Un puñado de hombres lo rodeó. Y dos de ellos agarraron su brida. Todos portaban espadas y algunos, lanzas.
Un soldado dio una patada brutal a Policrates.
—Eso te enseñará a no replicarme con insolencia, culocoño —dijo el oficial con la cicatriz en el rostro. Y dio otra patada a Policrates.
Sátiro levantó las manos.
—No sé qué quieres, pero estás matando a un hombre importante. —Miró a su alrededor—. ¡Para de inmediato!
Tal fue la fuerza de su voz que todos los soldados dieron un paso atrás, incluso el de la cicatriz. Pero entonces adoptó un aire despectivo.
—Que te jodan —espetó, y clavó su lanza en el corazón de Policrates.
Sátiro se paralizó, el mundo pareció detenerse, solo por un instante. Acto seguido saltó del caballo, quería pensar que podría salvar a aquel hombre que le había jurado amistad y hospitalidad.
No tenía salvación.
Sátiro se dio media vuelta rápidamente.
—Has matado a un amigo de Demetrio. ¿Cómo se puede ser tan estúpido?
Pero el hechizo se había roto. Caracortada se aproximó.
—Quieto ahí —ordenó.
Varios brazos agarraron a Sátiro por detrás. No podía hacer nada que resultara productivo, no contra diez hombres. Ni siquiera portaba espada; no estaba permitido en los confines de Atenas. Su espada estaba con sus cosas en la carreta, en algún lugar del camino.
El oficial sí que llevaba espada. La desenvainó, se agachó y cortó el cuello de Policrates.
—Culocoño —dijo. Soltó una risa nerviosa—. Y ahora tú, supuesto rey, puedes venir conmigo…
Sátiro arremetió. Agarró el codo de un soldado y le puso un pie debajo; forcejeó, y alguien lo golpeó, y se encontró trastabillando pero libre del brazo que lo retenía… libre del otro, y el entrenamiento hizo lo demás.
Alcanzó el brazo de un hombre y lo rompió, el hueso cedió con un chasquido sordo como el de una rama verde de olivo al partirse. El soldado chilló, y Sátiro lo empujó de una patada contra otros dos soldados que se tambalearon hacia atrás. Sátiro se agachó, por puro instinto, y un garrote le tocó en el hombro en lugar de la cabeza. Dolor, pero ningún daño irreparable. Rodó por el suelo hacia su derecha, ignorando otro golpe en el muslo, y lanzó otra patada mientras cambiaba de postura; alcanzó la rodilla derecha de su oponente con tanta fuerza que la pierna se le dobló al revés, giró sobre el pie que tenía en el suelo, no había tiempo para forcejeos, y se lio a puñetazos: izquierda, derecha, encajaba la mitad de los golpes por pura velocidad.
Ahora llevaba libre el tiempo suficiente para trazar un plan, que consistió en volver a montar a un caballo y largarse al galope. Los hombres que no vivían con caballos no sabían lo rápido que era capaz de montar alguien entrenado por los sakje. Agarró a un soldado por el cogote, giró la cadera y lo tiró de bruces al suelo.
El oficial, a quien Sátiro había bautizado Culocoño, gritó a sus hombres.
—¡Todos juntos! —vociferó.
Su grito les dio un respiro y, mientras hacían una pausa, Sátiro dio un golpe con la palma abierta al mentón de otro soldado y le rompió la mandíbula; el pelotón ya iba siendo menos numeroso.
«Puedo hacerlo», pensó.
Golpeó con la frente la nariz de otro hombre, notó el satisfactorio crujido, recibió un golpe muy fuerte en los hombros y pasó por encima de su oponente, pisándole con saña la entrepierna. Había dejado a unos cuantos fuera de combate.
Apoyó la espalda contra su caballo pero el animal, falto de entrenamiento, se apartó, cuando un caballo sakje se habría apretado contra su espalda, o incluso habría coceado a un agresor.
Dio un traspié, se volvió para montar y el fuste de una lanza le dio en el costado. No tenía más elección que abandonar el intento de montar, y rodó por debajo del caballo. Ningún golpe de los que había recibido hasta entonces bastaba para detenerlo, al fin y al cabo, era un luchador de pancracio bien entrenado, pero la suma de la paliza había empezado a pesarle como un buey sobre los hombros. Se puso de pie pero fue lento, y allí estaba Culocoño, que le dio un mandoblazo con notable destreza. Eso limitó sus opciones. Sátiro dio un salto a la izquierda, y por pura mala suerte su caballo fue en la misma dirección, resoplando y retrocediendo, y cayó debajo de su cascos; se levantó, despacio después de haber sido pateado, pero ahora tenía al caballo entre él y la espada.
Culocoño mató al caballo de un tajo, la cuchilla de su espada cortó limpiamente la arteria de la base del cuello del animal; Sátiro vio el ascenso de la espada y el juego de caderas del oficial, y supo que era un luchador bien entrenado. Había sangre de caballo por doquier.
El otro caballo se desbocó, y las opciones de Sátiro se redujeron drásticamente.
Estaba jadeando, y el oponente más cercano lo tomó por una señal de que estaba acabado y fue a por él, con su garrote en alto. Sátiro se abalanzó hacia el golpe, agarró el codo del soldado y le clavó el pulgar en el ojo izquierdo, matándolo en el acto.
Solo quedaban cinco soldados de pie, pero ya no había caballos, y esos cinco que quedaban sin duda eran los mejores del pelotón, y se movieron para rodearlo. Sátiro se obligó a sonreír porque los adversarios sonrientes dan miedo. Y decidió ir a por Culocoño porque si lograba hacerse con la espada, estaba razonablemente seguro de que podría matar a los demás. Tomó aire…
Un garrote silbó tan cerca de su oreja que notó la brisa y el tirón de pelo al saltar adelante; pie derecho, pie izquierdo, equilibrio, postura; una finta de cadera y tuvo en su mano la muñeca de Culocoño; lo hizo girar sobre sus caderas y le arrebató la espada de la mano, pero Culocoño le dio un puñetazo en el vientre en lugar de quedarse atontado por la sorpresa, y otro golpe funesto de uno de los demás hombres alcanzó la espada y la hizo salir rodando por los aires.
La pelea estaba perdida. Tuvo tiempo de pensar en Heracles, de esperar haber honrado al dios en su última pelea, y de preguntarse, mientras se desplomaba, cómo era posible que Demetrio hubiese ordenado aquello. Pero el tercer golpe contra la cabeza le hizo perder el mundo de vista. Fue extraño: no se desmayó enseguida sino que se demoró, como si estuviera fuera de su cuerpo, mientras Culocoño mataba a sus heridos.
«Me habría gustado matar a ese hombre», pensó, y entonces perdió el conocimiento.