4

Estratocles había tenido intención de hacer todo el camino hasta Hircania a caballo, pero los acontecimientos conspiraron para hacerle más fácil el viaje, y llegó al poblado de Námaste en una barca de pesca que los llevó a él, a Lucio y a sus seis caballos tan apiñados que Estratocles dormía con la cabeza apoyada en la grupa de su caballo.

Sin embargo, el viento era fresco y el mar estaba en calma, y estuvo cabalgando colina arriba hacia la ciudadela tan solo once días después de huir de Heraclea. Su monedero estaba casi vacío. Habría estado plano como un pan ácimo si él y Lucio no hubiesen tenido la buena suerte de toparse con unos bandidos que eran más ricos y tenían mejores monturas que ellos. Sus caballos y sus daricos habían resuelto casi todos los problemas de su viaje.

—No has dicho gran cosa sobre el sitio al que vamos —dijo Lucio, mientras cabalgaban cuesta arriba, hacia la ciudadela de lo alto de la colina.

—Kineas de Tanais tomó por asalto este lugar —dijo Estratocles—. Quizá sí que era un dios. ¿Cómo es posible, por todos los dioses, que tomara este lugar por asalto?

Lucio miró la empinada pendiente y se encogió de hombros.

—Una mierda de defensores, magníficos asaltadores; la historia de siempre. Como la mayoría, cuento con que ganó el contraataque mientras estaba entrenando a su legión, no aquí durante el combate.

Estratocles sonrió.

—No eres solo una cara bonita —dijo.

Lucio negó con la cabeza.

—Si nos dejáramos de puñaladas traperas y combatiéramos en una guerra, tú yo quizá prosperaríamos —contestó.

Estratocles asintió.

—Justo lo que yo pienso. La cuestión es, ¿con qué bando? Y la respuesta… Establezcamos el nuestro.

Banugul ya no era joven. A diferencia de muchas mujeres guapas, no se molestaba en ocultar su edad. No se pintaba los labios de rojo ni se ponía demasiado khol u otros cosméticos para suavizar las minúsculas arrugas ni disimular los años.

De hecho, a pesar de, o incluso debido a las patas de gallo de las comisuras de los ojos y los labios, la piel del mentón y la levísima insinuación de un papada, seguía siendo Banugul de la cabeza a los pies; pies esbeltos y arqueados que calzaban sandalias ligeras de oro porque a su dueña no le daba miedo hacerlos resaltar sino todo lo contrario. Bajo su quitón de matrona griega, su cuerpo era duro y musculoso, los pechos proporcionados a las caderas y los hombros, y cuando se movía, ninguna bailarina del templo de Heraclea podría haber rivalizado con ella.

—Estratocles —dijo Bangul, levantándose de su trono tallado para darle la mano.

—Mi señora —respondió él, formalmente.

—¿Y quién es este amigo tuyo tan guapo? —preguntó Banugul.

Estratocles hizo una reverencia.

—Es Lucio, un latino de la remota Italia. Lleva varios años a mi servicio; de hecho, estaba conmigo cuando rescatamos a tu hijo.

Banugul sonrió, y su sonrisa adornó la habitación. Incluso desde un lado, Estratocles captó su fuerza, y Lucio, que era a quien iba dirigida, faltó poco para que se quedara estupefacto.

Banugul bajó de la tarima y le tomó ambas manos.

—Según tengo entendido, Estratocles y tú, señor, os llevasteis a mi hijo para vuestros propios fines. Y, sin embargo, como madre que soy, me consta que vuestras acciones le salvaron la vida. Demetrio lo habría ejecutado; o lo habría hecho Casandro, o incluso Tolomeo.

Se volvió hacia Estratocles como el haz de una lámpara girada hacia una polilla, y Estratocles se sorprendió sonriendo como un tonto.

—He venido para hablar de tu hijo —dijo Estratocles.

—La respuesta es no. —Banugul sonrió de un modo muy distinto—. Lo quieres para alguna intriga. Ya no estoy para intrigas, Estratocles. Una vez, en esta misma habitación, Kineas de Olbia me dijo que me conformara con lo que tenía. Y así lo hice. ¿Y sabes qué? Me he montado una vida aquí, querido. He matado a casi todos mis enemigos y gobierno un buen trecho de costa, el sátrapa y yo somos viejos amigos y tanto Antígono como Seleuco me cortejan.

Estratocles torció los labios.

Lucio estaba traspasado por su mirada cual mariposa clavada en un trozo de pergamino, como espécimen para la colección de un hombre rico. O quizás una mujer rica.

Estratocles, al llegar, se había fijado en que en el mosaico de la sala del trono había una mirilla detrás del sitial; una mirilla en la que había reparado en visitas anteriores. En otros tiempos, parecía una imperfección en el pelo negro de una ninfa desnuda que estaba disfrutando, o siendo disfrutada por un Sátiro bien dotado y particularmente ardiente, pero el mosaico había cambiado con arreglo al gusto de su propietaria, y la mirilla ahora estaba en la piel oscura de una regocijada pantera. Estratocles sonrió para sí, buscando algo ingenioso que decir a propósito del cambio de decoración.

Las esclavas llevaban ropa, además.

Pero había un ojo en la mirilla, y aquel ojo solo podría ser de una persona.

Estratocles se volvió hacia donde Banugul estaba atareada conquistando a Lucio sin mediar palabra. El latino se la comía con los ojos y ella se limitaba a aceptar su homenaje sin prometer ni rehusar, alentando una mayor entrega.

—Ya tiene edad suficiente para tomar sus propias decisiones, ¿no, tu hijo? —dijo Estratocles.

—¡Así contraigas la sífilis, ateniense intrigante! —respondió Banugul sin aspereza—. ¿Por qué no puedes extasiarte con mis encantos como cualquier otro hombre?

—Despoina, estoy embelesado como el que más. Solo busco formas más prácticas de encontrar el camino hasta tu lecho.

Sonrió. Banugul sonrió a su vez. Lucio se quedó atónito.

En un aparte, Estratocles dijo:

—Nada de lo que prometen esos ojos llega a cumplirse, Lucio.

—Contigo, tal vez sea cierto, pero no lo es con todos los hombres —dijo Banugul.

Estratocles se encogió de hombros.

El silencio se prolongaba demasiado.

—Tiene veintitrés años, ¿no? Ya es mayor para hacerse un nombre por su cuenta.

—No —respondió Banugul. Nerviosa, desvió la mirada hacia la pared, y Estratocles supo que sus sospechas, todas ellas, se confirmaban.

—Heracles debe ser el último vástago de Alejandro que quede en el tablero —caviló Estratocles en voz alta—. Me pregunto si posee alguno de los talentos de su padre. ¿La destreza? ¿El pensamiento estratégico?

—¿Las borracheras? —replicó Banugul—. ¿Puedes parar de una vez? Ambos sabemos que está escuchando. Estás jugando con él.

De hecho, tras una pausa, el joven en cuestión entró por una puerta escondida detrás de un tapiz.

Era bajo, para ser griego, pero estaba bien formado, con una cabeza una pizca demasiado grande para sus hombros pero con una abundante mata de pelo rubio y un rostro agraciado; mandíbula fuerte, buena nariz. Su porte no era tan erguido como le habría gustado a Estratocles; demasiado cabalgar y poco entrenamiento en el gimnasio.

Inclinó la cabeza ante Estratocles.

—Os recuerdo a los dos —dijo—. Me salvasteis de Demetrio.

Estratocles asintió.

—Así es, muchacho, y ahora hemos regresado. Quiero que pidas a tu madre que te deje salir de aquí para ponerte en el tablero de juego. Llevarte a ver mundo, mandar tropas, combatir. Los jugadores principales se encaminan hacia una gran batalla, tal vez la última. Antígono es viejo. Demetrio sufrió una derrota aplastante en Rodas, tanto si lo sabe como si no. Si deseas vivir en el gran mundo, ha llegado el momento. Dentro de uno o dos años, es posible que el tablero esté despejado y entonces… bueno, el vencedor solo te querrá muerto, muchacho. Porque cualquier necio es capaz de ver que eres el vivo retrato de tu padre.

Heracles sonrió.

—No lo hagas, hijo, te lo ruego, no caigas víctima de los certeros y mortíferos halagos de este hombre.

Procuró hacer el comentario a la ligera, pero sus palabras fueron mordaces.

—¿Tal como hiciste tú misma, madre? No obstante —Heracles negó con la cabeza—, ya tengo calado a este hombre. Me gusta. Me rescató.

—Para sus propios fines —dijo Banugul.

—¡Por supuesto! —Heracles negó con la cabeza—. ¿Si me voy contigo, caballero, seré tu señor?

A Estratocles no se le había ocurrido que el niño difícil de diez años atrás pudiera haberse convertido en un hombre tan dotado, por más que tuviera los hombros caídos. Torció los labios y se frotó el nódulo que tenía donde le habían cortado un trozo de nariz.

—Seremos compañeros —dijo Estratocles—. Seré tu preceptor y mentor y, a veces, tu primer ministro. Con el tiempo, al menos tres años y tal vez bastante más, te serviré y te llamaré señor.

Heracles asintió pensativamente.

—No me gusta que me den órdenes e instrucciones —dijo con arrogancia.

—Nunca te gustó —respondió Estratocles, sonriendo.

—Ahora soy demasiado mayor para que me pongas la mano encima —dijo el joven.

Lucio dio un resoplido.

Heracles se volvió hacia él.

—Y tú. Me acuerdo de ti. ¡Me diste una zurra!

—Y volvería a hacerlo —dijo Lucio—, pero solo si la mereces.

Sus ojos volvían a estar puestos en Banugul.

—Lo prohíbo. Estratocles, no vas a llevarte a mi hijo de este castillo. Y esta es mi palabra, como reina y como madre.

Banugul miró fijamente a Estratocles; ojos azul oscuro como el lapislázuli que eran capaces de derretir de la ética de cualquier hombre.

Estratocles fingió sostenerle la mirada con indiferencia, pues era la única arma que cabía esgrimir en tan desigual competición.

—Entonces Lucio y yo hemos efectuado un largo viaje en balde —dijo.

Entrada la noche, estaba recostado en un diván con el joven Heracles, bebiendo vino, mientras que Lucio compartía otro diván con Banugul. Estratocles nunca había visto a Lucio tan desquiciado por una mujer, y le divertía. También le daba un poco de lástima. La imperturbabilidad de Lucio era su principal ventaja; su sentido de la dignidad, gravitas, como la llamaba en su idioma, era una de sus cualidades más atractivas.

Pero resultaba entretenido, y duraría años como fuente de tomaduras de pelo. Lo mejor de todo era que a Lucio ya lo estaba incomodando su propio atolondramiento.

Después de cenar, Estratocles resistió con firmeza la tentación de hablar de política o de seducir al joven Heracles con algo tan banal como promesas de grandeza. De modo que, en cambio, habló de Sátiro de Tanais.

—¡El hijo de Kineas! —dijo Banugul von verdadero placer—. Su hermana estuvo aquí el año pasado con un grupo de asalto, de regreso al oeste. Llevaba a su hombre —agregó, solo con un toque de malicia.

—A menudo lo hace —convino Estratocles.

—Es guapísima, por supuesto —dijo Banugul.

—Ni la mitad que tú —dijo Lucio, aparentemente afligido.

Banugul giró sobre una cadera y le pegó en broma.

—Si eso es lo mejor que puedes decir, guárdatelo para ti, latino. Melita de Tanais tiene el cutis perfecto de una doncella, ojos tan bonitos como los míos, los magníficos pechos de su madre, buenos músculos y una cicatriz en la cara que demuestra que no es un juguete. —Sonrió, se estiró, rodó sobre su vientre y levantó los talones hasta su cabeza, exhibiendo su excelente musculatura—. Vosotros, los hombres, pensáis que todas somos como gatos, pero no es verdad. La mujeres de valía admiran a los hombres de valía.

—Cualquiera diría que te gusta esa mujer, madre —dijo Heracles.

—No puedo disimular que me habría gustado veros juntos —admitió Banugul—. Siendo su marido, habrías tenido un lugar y protección. Y ninguno de los bellacos que compiten por el imperio de Alejandro tiene huevos para adentrarse en el Mar de Hierba.

El vino le hacían sacar su rudeza.

A Estratocles le gustaba más así.

—Me trató como si fuese un niño —dijo Heracles.

—Es reina y guerrera —dijo Estratocles—. No es amiga mía, pero diré esto por ella: si te trató como a un niño, es porque eso fue lo que le pareciste.

Heracles saltó del diván, irguiéndose indignado.

Estratocles se encogió de hombros.

—Nunca has mandado un ejército; ella sí. Nunca has luchado cuerpo a cuerpo, ¿verdad? Ella es una luchadora notable; seguramente ha matado más hombres que su hermano. Su tiro con arco es famoso de una punta a otra de la estepa. Gobierna a los masagetas de la Puerta Occidental con mano de hierro pero también con justicia, y ellos la adoran. No podría reemplazarla con dinero ni con asesinos a sueldo. Dejas que tu madre gobierne este pequeño país de lobos mientras que ella es la señora del Mar de Hierba. En su mundo, un hombre se mide por sus logros. Tú que has logrado? Por consiguiente —concluyó Estratocles, despiadado como el ataque de una falange—, por consiguiente, para ella eres como un niño.

Heracles levantó un brazo como quien intenta parar un golpe. Distorsionaba el semblante pero sin llegar a decir nada, de pronto giró y chocó con un esclavo, derramando vino por todas partes, y salió corriendo de la habitación.

Banugul aplaudió. Se incorporó, dando palmadas. Esclavos aterrorizados se apresuraron a limpiar el suelo, y ella siguió aplaudiendo.

—Bien hecho, Estratocles. Y no creas que no adivino tus intenciones.

Estratocles negó con la cabeza.

—Como no intento disimular, no tienes nada que adivinar. Quiero que entre en razón, sacarlo de la alcoba de su madre para que salga al mundo.

Banugul se rio.

—Me parece que has empezado con demasiado ímpetu, amigo mío. Nunca te perdonará.

Lucio negó con la cabeza.

—Antes adoraba a Estratocles. Yo solía observarlos en la hoguera del campamento cuando vinimos juntos aquí. ¿Cuándo fue eso? ¿El año de Gaza?

La miró a los ojos y perdió el hilo de su discurso.

Estratocles dio un resoplido y faltó poco para que escupiera vino por la nariz.

—Vuelve, Lucio —dijo.

Aún más tarde, Estratocles estaba tendido en una cama ancha con buenas sábanas de lino, y Banugul yacía en el círculo de su brazo de la espada con la cabeza apoyada en su bíceps.

—Te he echado de menos —dijo—. ¿Por qué no vienes nunca? ¿Esa ramera de Heraclea te amaba mejor?

Estratocles sonrió al techo, a los dioses.

—Amastris de Heraclea nunca me hizo el amor —dijo—. Estuve a su servicio. Me traicionó, organizó mi muerte y falló. —Se encogió de hombros, un gesto cómodo que le hizo apreciar más si cabe el cuerpo de Banugul—. Yo también la utilice, querida. Y no puedo servir a Atenas siendo tu compañero de cama. A Atenas le trae sin cuidado Hircania.

Banugul permaneció tendida un ratito más.

—¿Tengo que volver a decirte que te he echado de menos? —preguntó.

Estratocles la besó, no apasionadamente como unos momentos antes, sino tiernamente, con amistad.

—También yo te he extrañado; no cada día pero, a veces, muchísimo.

—¿Y otras veces olvidabas que existía? ¿Tú, el hombre más feo de la creación? —espetó Banugul, pero no había malevolencia en su voz; lo hizo por pura pose, no con ánimo de herir sus sentimientos.

Estratocles se rio.

—¿Cuán a menudo has pensado en mí?

—Al menos una vez al año. Y cada vez que veo una cabra vieja particularmente fea.

Banugul sofocó la risa contra el pecho de Estratocles.

Y comenzaron a besarse de nuevo, despacio al principio, explorando territorios desconocidos, y después más deprisa y profundamente al descubrir otras cosas que habían olvidado o, simplemente, dejado a un lado; el sabor de la boca de Estratocles y lo afilados que eran sus dientes, la cálida rotundidad de los pechos de Banugul y la textura de sus pezones…

Estratocles dejó de conspirar, incluso de hacer planes, y el diván se convirtió, durante un rato, en el círculo del mundo, y el pelo de Banugul en los confines del universo.

—Si te lo llevas —dijo Banugul mucho más tarde, después de haberse sorprendido ambos haciendo el amor dos veces, como jóvenes—, si te lo llevas, no tendré nada.

No sollozó ni trató de seducir a Estratocles. Sus palabras contenían una verdad demoledora.

—Tiene que estar en el mundo —dijo Estratocles, y suspiró.

—¡No! —repuso Banugul, y se puso encima de él—. Afrodita, por la mañana estaré dolorida, y tengo las mejillas despellejadas por culpa de tu barba. Pero no, no necesita conocer el gran mundo. Eres tú quien lo necesita en el mundo. Lo necesitas como peón para tu venganza.

Estratocles la observó a la luz de la lámpara, la luz más amable para todas las mujeres, viejas o jóvenes, y la vio magnífica, y de nuevo dio las gracias a los dioses por aquello, por aquella mujer, por un descanso de su vida de lucha incesante.

—Sí —respondió—. Es verdad. Quiero arrojárselo a Casandro y verlo sudar.

Banugul volvió a tenderse.

—Eso está mejor. —Se desperezó lánguidamente—. Si consiguiéramos hacerlo una tercera vez, creo que me sentiría bastante joven.

Estratocles le acarició con un pulgar experto el pezón y le lamió la oreja.

—Serás tú quien haga todo el trabajo —dijo—. La última vez que hice el amor tres veces seguidas, estaba aquí. Y era diez años más joven.

Banugul se rio, y su risa bastó para que Estratocles comenzara a excitarse.

—Creo que es el mejor cumplido que me has hecho jamás.

—¡Cómo! ¿Mejor que «no es ni la mitad de guapa que tú»?

Estratocles se rio, hundiendo la cara en su cuello, forcejearon un poco, él tratando de sujetarla con las piernas y ella intentando ponerse encima de él, y luego Estratocles se quedó quieto mientras Banugul comenzó a acariciarlo con las manos al tiempo que le mordía el hombro.

—Vaya, vaya —dijo en voz baja Estratocles a la nube de tormenta que formaban los cabellos de Banugul.

—¿Por qué no me dijiste que era tu mujer? —preguntó Lucio con resentimiento. Estaban haciendo ejercicio en el patio. Estratocles mostraba las señales de su noche de amor; tampoco es que tuviera interés en ocultarlas. De hecho, se sentía veinte años más joven.

Estratocles paró la espada de madera con el brazo envuelto con la clámide, dio un paso a la izquierda y retrocedió, listo para dar una patada. Lucio cambió su guardia. Entrenaban tan a menudo que prácticamente lo único que hacían era mostrarse sus respectivas guardias; hacía tiempo que habían dejado de sorprenderse, como un matrimonio mayor con sus riñas.

—No es mi mujer. Más bien diría que es su propia mujer —dijo Estratocles—. Y si hubiese querido, anoche habría acudido a tu cama, sin permitirme la más ligera protesta.

—¿Es una ramera? —preguntó Lucio.

—Es la reina de este pequeño país. Es la hija de un gran noble persa. Fue amante de Alejandro y tal vez también de Antígono. Ha sobrevivido mientras que todos los suyos, su familia y sus amigos, han muerto. Su hijo es el último bastardo de Alejandro que queda en el círculo del mundo, y solo está vivo porque Banugul y yo somos unos conspiradores natos, y porque Antígono piensa que el chico no supone una amenaza. —Estratocles se encogió de hombros—. Además, creía que ya sabías que éramos… amigos.

—Así me parta un rayo, un amigo muy íntimo, ateniense. —Lucio se encogió de hombros—. Es una mujer extraordinaria. Como una gran dama de mi país; muy parecida a ellas. ¿No estás celoso?

—¿Quién estaría celoso por compartir el sol? —respondió Estratocles—. El calor nos calienta a los dos, y nuestros deseos le importan por igual.

—¡Bien hablado! —dijo Banugul. Dio una palmada—. Estáis los dos muy elegantes, así desnudos.

Lucio torció el gesto y dio media vuelta, pero en cuanto la miró a los ojos cayó cautivo de ella, y no hubo desasosiego que pudiera ocultar sus sentimientos. Aun así, se sonrojó desde el vientre hasta el pelo.

Estratocles hizo una finta y le dio una colleja.

—Presta atención, Lucio —dijo.

—Que te den —dijo Lucio en voz baja. Pero acto seguido retrocedió y saludó—. Me estoy haciendo viejo —agregó—. Y tú parece que hayas encontrado el elixir de la juventud.

—Es posible —admitió Estratocles, sonriendo. Y le dio otra colleja.

Una semana después, Estratocles cabalgaba hacia el oeste con diez guerreros que le había proporcionado la reina, todos ellos macedonios, así como con Lucio y Heracles. El joven montaba con armadura en la espalda, una buena espada en el costado, un bonito yelmo dorado y un par de alas de águila en el arzón de su silla, y cuatro sirvientes para atenderlo. Detrás de él, su madre saludó con la mano una vez desde la puerta, vio su mano alzada a modo de respuesta y luego se dirigió al interior pausadamente para ocuparse de los asuntos de su pequeño reino. Era demasiado orgullosa para llorar en público.

Estratocles no intentó besarla en público, pero ya habían tenido unas palabras. Banugul estaba enojada, y él lo comprendía, pero de todos modos se llevó a su hijo.

Sin embargo, la reina lloró, noche tras noche. Y no lloraba por haberse separado de su amante. Estratocles actuaba así; se iba a conquistar el mundo, regresaba cuando lo derrotaban y al cabo volvía a partir. Lo que Banugul más amaba en él era ser capaz de curarlo.

Ahora bien, sus sentimientos para con su hijo eran cincuenta veces más intensos, o incluso cien veces. Y tras la quinta noche de insomnio y llanto, se forzó a ir al santuario de Afrodita y se tiró al suelo, una prokinesis completa, e invocó a la diosa.

—Bendita Señora de la Costa Cipria, nacida de la espuma, diosa de los amantes, ¡que mi hijo viva y triunfe en el mundo! Y si Estratocles el ateniense lo conduce a la muerte, que él muera a su vez, así como todos los que le hayan causado la muerte, ¡mi maldición caiga sobre ellos y sobre él! Y si vive, que vaya de gloria en gloria, pero primero, Señora, ¡deja que viva! —Lloró, y fue a gatas hasta los pies de la estatua de la diosa—. ¡Deja que viva! ¡Deja que disfrute de su gloria y viva!

Se quedó allí tendida hasta que creyó haber recibido respuesta.

Artajarta, en Media Atropatene, ocho días al suroeste de Hircania, recorriendo más de diez parasangs al día. Artajarta, donde la ruta de Estratocles finalmente cruzaba el Camino Real que les permitiría avanzar más deprisa.

—¿Cuándo descansaremos? —gimoteó Heracles—. ¡Por todos los dioses, Estratocles, dame un respiro!

—Descansarás cuando seas rey del mundo occidental —dijo Estratocles—. Nos han retrasado las montañas, la niebla y la mala suerte, y ahora quiero avanzar. Con un poco de suerte, podemos estar en la costa reclutando mercenarios antes de que empiecen a circular rumores acerca de nosotros.

Lucio negó con la cabeza.

—Incluso tratándose de ti, es un lance a la desesperada. Este chico no está preparado para hacer de Alejandro en tu juego.

Estratocles negó con la cabeza.

—Te equivocas. ¡Vamos! —dijo, y se lanzaron a galope tendido por el Camino Real.

Antígono y Seleuco combatían constantemente por la posesión de las satrapías del norte, de ahí que las paradas de postas no siempre estuvieran en condiciones, pero muchas lo estaban, y mientras las hubiera, Estratocles derrocharía dinero en caballos y velocidad. Sus bonitos ropajes de la boda, su diadema y el cinturón incrustado de piedras preciosas, desaparecieron como la niebla de primavera bajo un sol veraniego.

Cada tarde, por más cansado que el príncipe asegurara estar, Lucio y Estratocles le enseñaban por turnos, mayormente manejo de espada y pancracio. Al principio, Heracles se mostraba mal dispuesto, incluso desafiante. Después, simplemente malhumorado y agresivo, hasta que Lucio le dio un puñetazo tan fuerte que lo derribó.

—La apostura y la buena cuna no derrotarán a un solo enemigo —dijo Lucio al colérico joven—, y si te echas a llorar delante de tus macedonios, puedes dar por hecho que desertarán. Ninguna cantidad de daricos de oro conseguirá que un macedonio tolere a un niño llorón. En eso, al menos, son como los romanos.

Si Heracles lloró, lo hizo a escondidas.

Al cabo de diez días en el camino, iba con la espalda más erguida y había dejado de gimotear.

El undécimo día faltó poco para que lo mataran. Ardía en deseos de probar sus recién aprendidas artes de combate, y cuando un vaquero le escupió, aires altivos sin amigos en el Camino Real, se volvió, desenvainó la espada y le asestó una estocada. Después, Lucio tuvo que admitir que había desenvainado y estocado con destreza.

Ahora bien, Heracles tuvo la mala fortuna de elegir a un noble persa caído en desgracia, un hombre mayor que llevaba treinta años luchando y que contraatacó, desarmando al ansioso príncipe, y entonces tuvo vía libre para su espada.

Heracles se paralizó.

Por suerte, Lucio lo había visto venir. Estaba detrás del persa; lo inmovilizó con una llave, lo desarmó y lo tiró al suelo, y le puso la punta de su espada en el cuello.

Esta se mantuvo a distancia, negando con la cabeza. Había faltado el canto de un darico para que se quedara sin su nuevo amo. Y el muchacho intentó disimular pero lloró, avergonzado de que lo hubieran desarmado. Cuando retomaron el camino, formaban un grupo silencioso.

Al este de Sardis, Estratocles oyó rumores de que Antígono había comenzado a marchar y que Demetrio estaba a punto de tomar Corinto.

Aquella noche, junto a la hoguera del campamento, negó con la cabeza.

—Si Tolomeo y Seleuco no actúan pronto, Casandro se verá entre la espada y la pared.

Lucio se rio.

—Te veo descontento. Querías ver a Casandro muerto.

Estratocles frunció el ceño.

—Me gustaría que recibiera un buen castigo, pero solo por mi mano. He cometido un error de cálculo. Pensaba que después del fracaso del sitio de Rodas, Demetrio se hundiría como un castillo de naipes, pero se ha remontado.

—¿Lisímaco? —preguntó Lucio.

—El mejor de todos, aunque sea quien me vendió junto al río… o quien exigió mi cabeza. Tendría que haberlo visto venir. Es artero y muy buen diplomático, pero no tiene autoridad suficiente para detener a Antígono, como tampoco tropas. Lo sitiarán en Heraclea antes de que termine el año. Quedará atrapado a no ser que algo ponga fin a la tregua que Demetrio firmó con Rodas y los rodios entren de nuevo en guerra.

—Siendo así, ¿qué estamos haciendo? —preguntó Heracles. Se había recuperado. Lo mejor que cabía decir de él era que olvidaba pronto las derrotas.

Estratocles negó con la cabeza y se frotó la nariz.

—Todavía no lo sé. Pregúntame en Sardis.

Sardis, y cualquier recuerdo del consuelo de la cama de Banugul perdido para siempre en el polvo de veinticinco días de camino.

—Ese espadero del ágora dice que Demetrio asesinó a Sátiro de Tanais en Atenas —informó Lucio después de una incursión de exploración intramuros. Habían pasado tanto tiempo en el camino que ahora Estratocles tomaba todas las precauciones, incluso la de vigilar a los guardias del joven príncipe por si desertaban.

—A Sátiro se le ha dado por muerto más veces de las que una porne toca la flauta en un simposio —bromeó Estratocles, pinchando una salchicha en un palo—. Pero si Demetrio lo ha atacado… ¿Secuestrado? Lo que sea. Ha cometido un craso error. —Se agachó y arrimó la salchicha a la lumbre, y Lucio le pasó un odre lleno de un vino bebible—. Detesto que lo grandes jugadores cometan equivocaciones estúpidas —se quejó Estratocles—. No puedo hacer planes para hombres que actúan como niños.

—No lo entiendo —dijo Heracles. Aunque no lo dijo gimoteando.

—No me extraña, muchacho. Sátiro de Tanais ayudó a romper el sitio de Rodas. Está comprometido por la tregua que se firmó al final del asedio; juró a los dioses que no atacaría a Demetrio. Y tiene una flota poderosa. Si Demetrio lo ha matado, ha invalidado la tregua, y Melita irá a por su yugular. —Estratocles negó con la cabeza—. Si reacciona deprisa, volverá a adueñarse del Bósforo, o simplemente dejará que Lisímaco y Casandro se muevan con absoluta libertad. ¿Por qué demonios haría Demetrio semejante tontería?

Se rascó el puente de la nariz.

Heracles frunció los labios.

—A lo mejor —dijo despacio, claramente temeroso de que se burlaran de él—, a lo mejor no lo hizo Demetrio.

Se sonrojó de placer, su piel clara mostró el rubor incluso a la luz de las llamas, cuando Lucio y Estratocles lo miraron con renovada atención.

—¡Caramba! —dijo Estratocles. Se puso en cuclillas y dio un mordisco a la salchicha. Luego un trago de vino. Pasó el odre a Heracles, que lo tomó con gusto—. No está mal, muchacho.

Lucio sonrió.

—¿El vino o la idea? —preguntó.

Estratocles asintió.

—Ambas cosas. Si lo organizó Casandro es… Ah, un golpe maestro. Venganza por un antiguo fracaso, todas las sospechas sobre Demetrio, y Melita corriendo a su lado aunque mi Amastris acabe de dejar plantado a su hermano. —Se rascó la nariz otra vez, y alargó la mano para que le pasaran el odre de vino—. Aunque me pregunto si hay una palabra de verdad en todo esto.

Cinco días hasta la costa. Bajaron en Mileto, que ya no era un puerto principal desde que la rada comenzó a encenagarse, pero la ciudadela todavía era fuerte, y el comandante, un capitán antigónida con cuarenta años de experiencia, era un viejo amigo suyo; o, al menos, un aliado ocasional. Mileto era el tercer mayor centro comercial para contratar mercenarios, Antígono lo permitía porque era mejor que tenerlos en otro lugar.

Estratocles iba a presentar a su pupilo y amo cuando el comandante, un Filipo más, Filipo hijo de Alejandro, enarcó una ceja.

—¿Tienes planes de quedarte mucho tiempo?

—Estaba pensando a ver qué podría contratar aquí —contestó Estratocles vagamente.

—Poca cosa, ahora mismo. ¿Te has enterado de que Demetrio arrestó a Sátiro de Tanais? —preguntó Filipo.

—Me dijeron que estaba muerto —contestó Estratocles.

—Sí, detenido o muerto, o pronto a morir. —Filipo se encogió de hombros—. Qué raro. Creía que el joven Demetrio y Sátiro eran amigos; el año pasado lo parecían, créeme. Pero su navarco tiene la flota del joven rey justo enfrente, en Lesbos. En Mitilene, para ser más exactos. Está contratando a todos los hombres. Por más de mi salario. Pero si el Niño Bonito hizo eso, se arrepentirá. Apolodoro no es idiota. Con unos cuantos miles de los mejores y veinte naves, puede causar muchos problemas.

—¿Por qué no le paras los pies? —preguntó Estratocles—. Tú eres uno de los hombres del Tuerto, ¿no?

El viejo macedonio lo miró de hito en hito.

—Antígono no pasará de este invierno. Lo sabes tan bien como yo. Y su hijo… bueno, es valiente. Pero no vale gran cosa para un tipo como yo. Corre el rumor de que Lisímaco está al otro lado del Euxino con algunos hombres, no muchos, pero que está marchando hacia aquí.

Dejó el resto en el aire.

Resultaba casi cómico. Dos meses antes, Estratocles habría comprado la lealtad de aquel hombre en el acto para Lisímaco. «Idiota», pensó. Pero no había sospechado lo realmente mal que estaba por dentro el organismo de Antígono.

—Bien —dijo—. Si todos los mercenarios están en Mitilene, supongo que tendré que ir allí.

Mitilene seguía siendo la misma ciudad pequeña que recordaba, una agradable localidad con mujeres bonitas, hombres apuestos y buen vino. Y aceitunas de primera.

—Aquí me podría retirar —dijo Estratocles.

—Te retirarás con dos palmos de acero en el torso —dijo Lucio.

—¡Ja! Seguro —dijo Estratocles—, pero hasta entonces puedo soñar despierto.

Heracles miraba Mitilene como si acabara de llegar al paraíso. Mileto había resultado demasiado grande para un hombre que había crecido hasta la edad adulta en un pueblo de cuatro mil habitantes, esclavos incluidos, pero Mitilene era ideal.

Además, Estratocles le estaba permitiendo exhibirse bien vestido. Si iban a llevar a cabo aquella tarea, la comenzarían allí.

Habían efectuado la travesía hasta Lesbos llevando caballos consigo, siempre una buena inversión, más aún tratándose de grandes y distinguidos caballos de guerra persas. De modo que cuando subieron desde el puerto parecían un príncipe y su séquito.

Heracles estaba como pez en el agua y resplandeció de manera rotundamente, igual que su madre, cuando todos tuvieron claro que los mercenarios veían un parecido en él. Se volvieron cabezas para mirarlo a lo largo del camino que subía desde la playa.

Estratocles organizó el alojamiento en casa de un amigo, el próxeno[6] ateniense, en realidad. Pero antes de que tuviera ocasión de probar el vino o las aceitunas, y mucho menos las mujeres, recibió un llamamiento de parte de alguien a quien prefirió no ignorar.

—Bien —dijo Apolodoro—. ¿Eres un cuervo que ha venido a escamondar las huesos o un aliado?

Estratocles hacía girar el vino en su copa.

—Hemos sido más veces adversarios que aliados —dijo.

Apolodoro asintió.

—Cierto.

Estratocles respiró profundamente.

—He venido aquí a contratar hombres para otro propósito —dijo—, pero…

—¿Pero podría tentarte ayudarme? —preguntó Apolodoro.

—Sí, si tú me ayudas a mí —contestó Estratocles—. Y debo advertirte que León y yo nunca hemos sido amigos.

El númida salió de detrás de un tapiz.

—Bien hablado, serpiente. Lo mismo le dije yo. Pero fui yo quien te mandó avisar para que vinieras aquí.

—¿Avisar? —preguntó Estratocles—. ¿Dónde?

—Pues en Heraclea, por supuesto. Aunque al principio me pregunté si esto había sido obra tuya.

León negó con la cabeza. Tenía casi todo el pelo blanco. Hizo que Estratocles se sintiera viejo.

Estratocles negó con la cabeza.

—Amastris…

León sonrió.

—Te despidió.

Estratocles se encogió de hombros.

—Intentó hacerme matar, en realidad.

León volvió a sonreír.

—Conozco esa sensación —dijo.

—Fracasó. Me marché al este una temporada —explicó Estratocles, enarcando una ceja.

León respiró profundamente.

—¿Estás diciendo que no has venido en respuesta a mi invitación? —preguntó.

Estratocles negó con la cabeza.

—Deduzco que no es la respuesta que esperabas —dijo—. Es una lástima, porque me parece que estoy dispuesto a ayudar. —Miró en derredor—. Seguro que la señora Melita también estará aquí, ¿no?

—Tiene el resto de la flota —dijo León. Apolodoro meneaba la cabeza. León bebió un poco de vino, se inclinó hacia delante y dijo—: Creo que puede ayudar. Tú también. ¿Por qué no se lo contamos?

—Porque todo lo que le digamos llegará directamente a oídos de Demetrio —dijo Apolodoro—. Ahora que está sentado aquí, recuerdo lo mucho que odio a este cabrón.

Estratocles apoyó ambas manos sobre la mesa.

—Apolodoro, si León y yo podemos hacer negocios, no veo que tengas derecho a pretender que tu rivalidad sea más antigua y profunda. Creo que ni siquiera hemos cruzado nuestros hierros. De hecho, me parece que fuimos camaradas… en Tanais.

—En Rodas por poco te destripo —dijo Apolodoro.

—Bah. Somos profesionales. León, cuéntame qué quieres de mí. Te juro, por los dioses que quieras, que ahora mismo no me debo a patrón alguno y que no revelaré lo que me digas hasta dentro de un mes, contando a partir de hoy.

Se levantó.

León le tomó la palabra.

—Trae la imagen de Heracles —dijo—. Jura por el señor Heracles y los heroicos caídos en Maratón, donde Atenas demostró su grandeza, y que sus espíritus vengan a rondarte si rompes tu juramento, de que guardarás para ti cualquier cosa que te digamos a partir de hoy y durante un mes lunar completo.

Estratocles miró a León a los ojos.

—Juro por el señor Heracles y los heroicos caídos en Maratón, donde Atenas demostró su grandeza, y que sus espíritus vengan a rondarme si rompo mi juramento de que guardaré para mí y mi lugarteniente Lucio, que queda sujeto al mismo juramento, cualquier cosa que me digáis a partir de hoy y durante un mes lunar completo.

Apolodoro se puso de pie de un salto.

—¿Lo has oído? ¡Ha cambiado el juramento! —dijo.

León asintió.

—Ha querido demostrarnos que es un hombre sincero. Si nos ayuda, tiene que explicárselo a sus secuaces.

Asintió de nuevo.

Estratocles pensó que era injusto que León se conservara tan guapo. La apostura le arrogaba un aire de dignidad que seguramente él nunca tendría.

—¿Y bien? —dijo—. He prestado juramento.

León le pasó una copa de vino.

—Toma. Es una larga historia.

Más tarde, ambos hombres se dieron la mano.

Aquella noche Estratocles escribió una carta muy larga a Hircania y ordenó a dos macedonios de Heracles y a seis mercenarios recién contratados que fueran a entregarla en mano. Y luego se sentó en un simposio con Lucio y todos los capitanes de Sátiro y, por raro que pareciera, lo pasó bien.