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—Esto se está prolongando demasiado —murmuró Sátiro. Esperó estar guardando sus pensamientos para sí; sus naves embarcaban y desembarcaban tan deprisa como podían trabajar los bien sobornados esclavos, él ya había cobrado y, sin embargo, todavía tenía la impresión de que cada tinaja de grano tardaba un siglo en trasladarse.

Anaxágoras, que estaba a su lado en el gran muelle de piedra, su tez rubicunda casi blanca bajo el resplandor del sol, hizo una expresión con la boca; sardónica, reprobatoria, cómplice, divertida, y todo ello tan solo torciendo los labios.

Sátiro reparó en la expresión y supo que era transparente.

—Sabes de sobra que es perfectamente capaz de entretenerse sola —dijo Anaxágoras. Imperdonablemente preciso, condenatoriamente exacto y acertado sobre el tema de sus pensamientos—. No es una bailarina tonta que suspirará por ti un par de días y luego se abrirá de piernas para el siguiente joven rey guapo que encuentre.

—No eres tan divertido como crees —dijo Sátiro. Procuró que su tono fuese desenfadado.

Ambos habían estado enamorados de Miriam… al mismo tiempo. En buena medida, su amistad se fundamentaba en aquella rivalidad y en la manera en que la habían superado, pero Sátiro todavía evitaba hablar de Miriam con su amigo, unas veces debido a su sentido del decoro y otras por miedo al ridículo. Anaxágoras, al parecer, había trasladado sus atenciones a Melita, la hermana de Sátiro.

—Sí que lo soy —replicó Anaxágoras—. Simplemente no estás de humor para reír. Puedo volver el puñal contra mí; tu hermana está en las llanuras ahora mismo, y como mínimo la acompañan un antiguo amante suyo y diez hombres que se quieren casar con ella, cada uno de los cuales sabe cabalgar como el viento y tirar con arco.

—Si mi hermana hubiese querido un marido sakje, lo habría tenido —dijo Sátiro.

—A eso iba precisamente —respondió Anaxágoras—. Me consta que no tengo nada que temer.

Miró a Sátiro. Su tono, su expresión, daban a entender que el caso era justo lo contrario, y se rio un tanto atribulado.

—Al menos tú verás a Miriam en Atenas.

—Suponiendo que alguna vez lleguemos —concedió Sátiro.

En la palestra hacía menos calor, la arena era gustosa entre los dedos de sus pies, la brisa marina se arremolinaba en el pórtico para refrescarle la piel bañada en sudor.

Él y Anaxágoras habían luchado, boxeado, librado dos encuentros de pancracio y ahora se enfrentaban con espadas cortas de madera y las clámides enrolladas en el brazo a modo de escudo. Sátiro tenía la sensación que produce el ejercicio intenso, unos pocos moretones, el cuerpo en plena forma física.

Anaxágoras había dispuesto de un año de sitio para convertirse en un excelente espada; había aprendido con el mismo preceptor que ayudara a Sátiro a recuperar la musculatura después de una enfermedad que lo dejó en los huesos. De ahí que ambos dieran vueltas con cautela y que Anaxágoras, antaño un espadachín agresivo pero torpe, aguardara el momento oportuno, consciente de que, siendo el combatiente inferior, si bien no por mucho, necesitaba lanzar contragolpes en lugar de intentar un ataque contra los brazos más largos de Sátiro y su mayor experiencia.

Sátiro también sabía todo eso y, además, estaba cansado; agradablemente cansado pero con suficiente fatiga en los músculos para que se contuviera. Daba vueltas, esquivaba y se aquietaba otra vez. Durante largos momentos, ambos hombres permanecían totalmente inmóviles.

—Este es el último asalto. Necesito un masaje —dijo Sátiro. Podía llegar a resultar duro ser el rey constantemente. Incluso Anaxágoras, que tenía la habilidad de los artistas para ser el igual de cualquier hombre, defería a Sátiro en cuestiones de entrenamiento. Anaxágoras entrenaba hasta caer rendido de agotamiento; siempre era Sátiro quien decidía el momento de acabar.

Anaxágoras hizo un leve gesto de asentimiento.

Se movió hacia la izquierda otra vez, tal como Sátiro esperaba, y Sátiro inició un ataque lento, tan lento que fue casi lánguido. La clámide se desenvolvió de su brazo como si tuviera vida propia, agitándose con un chasquido, y el peso de la tela la dejó lisa durante una fracción de segundo.

Anaxágoras pivotó sobre sus talones, girando la cadera para evitar que la clámide de Sátiro le diera en el rostro, y la suya restalló para golpear la espada que lo acometía, pero no encontró arma alguna y la bajó, buscándola.

El mandoble de Sátiro fue tan bajo que la parada de Anaxágoras, cegado por el remolino de tela, falló por completo, y la hoja de madera le golpeó plana en un lado del cuello… una pizca demasiado fuerte. Hincó una rodilla en tierra y se llevó la mano al cuello.

Sátiro estaba a su lado, con la espada bajada.

—¡Apolo! ¡Mil disculpas, Anaxágoras!

El músico negó con la cabeza.

—No es nada. O, mejor dicho, es un acompañamiento adecuado para mi sensación de humillación. ¿Cómo has conseguido encajar ese golpe, exactamente?

Tranquilizado a propósito de la salud de su amigo, Sátiro se hinchó de orgullo.

—Hay que calcular el tiempo. Nunca daría resultado sin la clámide; simplemente despista al adversario en cuanto a la velocidad del combate.

—¡Devastador! —dijo Anaxágoras.

—No si tu oponente golpea deprisa; ve venir el golpe, alcanza el brazo de la espada —comentó Apolodoro desde la columnata del pórtico.

—¡Mira quien se ha recobrado de sus excesos con el vino! —dijo Anaxágoras, claramente picado porque Apolodoro hubiera visto cómo le golpeaban con tanta facilidad.

Sátiro sonrió para sus adentros ante la desenvoltura con la que ambos hombres, hombres que eran amigos y camaradas, podían ofenderse mutuamente. A Sátiro casi nunca lo ofendían Apolodoro y sus abrasivos comentarios en todos los campos del arte militar; era un profesional, y dichos comentarios solo pretendían ser una crítica profesional, nada más. Pero aquel hombre menudo y de facciones angulosas nunca había dominado el arte de criticar.

—Enfréntate conmigo y a ver qué pasa —dijo Apolodoro, entrando en la arena. Se quitó la clámide y se la enrolló en el brazo, revelando un cuerpo cubierto de cicatrices que recordaban los tatuajes de los bárbaros. Sátiro nunca las había contado pero calculaba que su capitán de infantes de marina tenía no menos de cien cicatrices, una de las cuales comenzaba en el cuello, donde los poderosos músculos del hombro se encontraban con la clavícula, y proseguía, roja, brillante y profunda, cruzándole el pecho hasta la cadera.

Apolodoro era un hombre menudo pero muy bien formado, musculoso y rápido. Sátiro le lanzó su espada de prácticas y él y Anaxágoras empezaron a dar vueltas.

Anaxágoras se mantuvo cauto y a la defensiva, cosa que Sátiro interpretó como un signo de enojo. En combate, Anaxágoras era peligrosamente agresivo, casi como si supiera la hora de su muerte y nada le importara demasiado hasta que llegara. Apolodoro solía ser un contendiente precavido; un hombre solo sobrevivía a tantos combates como había conocido Apolodoro en virtud de cierta prudencia. Pero aquel día era quien estaba empeñado en atacar.

—Estamos al final de nuestro entrenamiento —dijo Sátiro—. Los bebedores deben aceptar las consecuencias de sus excesos.

—Tú serás el siguiente —respondió Apolodoro. Mientras hablaba, hizo una finta con el brazo de la clámide, a la que siguió su espada una fracción de segundo después.

Rápido como el pensamiento, Anaxágoras paró el golpe, y las espadas chocaron con fuerza.

Pero Apolodoro no mantuvo la presión. En cambio, soltó su arma, avanzó y forcejeó, agarrando expertamente la muñeca de Apolodoro con la mano libre y cubriendo la cabeza del músico con su clámide.

Anaxágoras levantó la mano izquierda, indicando que había perdido, y Apolodoro lo desenvolvió, retirando los pliegues de tela.

—Necesitaba lo de anoche —dijo Apolodoro. Las palabras no transmitían disculpa, pero el tono sí.

—Desde luego me has puesto en mi sitio —reconoció Anaxágoras—. Volveré a dedicarme a la lira y os dejaré la espada a vosotros dos.

—Tonterías —repuso Apolodoro—. Si pudieras vencerme, pobre ejemplo daría. —Asintió a Sátiro—. Tu turno.

Sátiro cogió al vuelo la espada que le lanzó Anaxágoras y se encontró con que Apolodoro arremetía contra él de inmediato, espada y clámide bamboleándose como una pareja de bailarinas. Reaccionó sin pensar, agachándose, retrocediendo; atrapó con su clámide la espada de Apolodoro, intentó encajar un mandoblazo y falló, le asestó una patada en la espinilla y acertó; le dio de refilón, pero le hizo perder el equilibrio y Apolodoro cayó de espaldas, y Sátiro retalló su clámide, con la espada escondida detrás, y retrocedió a su vez para recobrar el aliento; y la espada de Apolodoro le golpeó la muñeca con tanta fuerza que Sátiro tuvo que soltar la suya.

Anaxágoras dio una palmada. Había otros hombres debajo del pórtico, y también aplaudieron.

—¡Espléndido! —gritó un joven. Sátiro no recordaba cómo se llamaba, pero aquel hombre había sido Efebo durante el sitio. Todavía estaba flaco. Sátiro se preguntó si alguno de ellos recuperaría su peso después de un año alimentándose con raciones de hambre.

Se frotó la muñeca y sonrió a Apolodoro.

—Sigues siendo el maestro —dijo.

Apolodoro se frotó la espinilla.

—Si me hubieses dado una patada de verdad, quizá no habría podido asestar ese mandoble —respondió.

Sátiro reparó en que le temblaban las manos; fatiga muscular y el daimon del combate a la vez.

—Estoy agotado —dijo, mostrando sus manos temblorosas.

Otros hombres entraron en la arena y se pusieron a luchar y boxear, y Sátiro cayó en la cuenta de que habían estado aguardando por él; cediéndole la arena, como decían los hombres a propósito de alguien a quien respetaban. Sonrió a su alrededor, procurando interceptar las miradas de todos ellos a fin de agradecerles que lo tuvieran en tan alta estima.

Sentaba bien ser un héroe.

Se fue a por un masaje y un baño.

Más tarde, después de revisar sus cuentas con el administrador de Abraham, se encontró en el patio con Anaxágoras, que llevaba la lira bajo el brazo tal como lo haría un hombre mucho más joven.

—La venganza es dulce —dijo Anaxágoras, con una sonrisa maliciosa.

Desde luego, Anaxágoras era el mejor de los maestros; infinitamente paciente, con una voz cuidadosamente modulada, parco en elogios y difícil de enojar, de modo que cuando elogiaba, el estudiante sabía que lo había hecho verdaderamente bien, y cuando sus mejillas se teñían de rojo, el estudiante sabía que lo había hecho verdaderamente mal.

Tampoco es que aquello fuera en modo alguno el reverso de sus encuentros en la palestra. Anaxágoras era un luchador competente, un boxeador excelente, un oponente rápido en el pancracio y ahora también un brillante espadachín. Sátiro era, como mucho, un músico mediocre. Le encantaba tocar, disfrutaba con cualquier, música, en todo momento le sorprendía gratamente ser capaz de tocar algo pero rara vez practicaba en serio, de ahí que la mera digitación fuese el límite de su capacidad, y era poco frecuente que los deberes y los placeres le dejaran tiempo o ganas de tomar una lección completa.

—Toca la escala de nuevo. Esta vez, notas alternas —dijo Anaxágoras.

Sátiro hizo lo que le ordenaron.

—Otra vez, poniendo cuidado en el tempo. Que todas las notas tengan exactamente la misma duración —dijo Anaxágoras.

Su expresión contenida insinuaba que estaba disimulando una sonrisa. Sátiro tendía a tocar todas las notas de una melodía, pero sin la estricta adhesión al tiempo que era fundamental para interpretar la música correctamente.

—Una vez más —dijo Anaxágoras—. Tu costumbre de apoyar el pulgar en la caja de resonancia es parte del motivo por el que no logras hacer bien las transiciones.

Sátiro volvió la cabeza de golpe, con una réplica en la punta de la lengua. Pero cedió, pues la razón le dijo que enojarse con un profesor que intentaba ayudarlo era indigno, estúpido y pueril. Además, la expresión impostada del maestro daba a entender que aquello, en realidad, era una forma de venganza.

Tercer día en puerto. Parecía que Miriam estuviera a mil parasangas[3], y un carguero de mineral de hierro se las había ingeniado para adelantarse a sus tres últimas naves de grano en el embarcadero, y pese a que la confusión se resolvió, había perdido un día más. En su irritación, cometió un error y la punta de la espada de Anaxágoras le dio en el cuello con tanta fuerza que notó cómo se le juntaba la parte delantera de la garganta con la trasera, y le dolió todo el día.

—Cuando estamos de campaña por estos mundos, en el décimo u onceavo día seguido de lluvia, y me siento una piltrafa y no queda vino, deseo haber disfrutado más de estos días —dijo Sátiro a Anaxágoras, que estaba sentado con la lira en el regazo. Le dolía la garganta y no tenía ganas de tocar. O, mejor dicho, tenía ganas de tocar bien pero ningún interés en llevar a cabo el trabajo preciso para conseguirlo.

—Eres rey, no mercenario —dijo Anaxágoras—. Seguro que tarde o temprano dejarás de luchar.

Sátiro se encogió de hombros.

—Lo veo poco probable. A lo mejor cuando Lisímaco, Tolomeo, Seleuco, Casandro y Demetrio y todos los demás cabrones intrigantes estén muertos. Pero entonces habrá otros, dalo por hecho. Tal vez incluso peores. He oído rumores de que Lisímaco se está preparando para marchar sobre mi territorio, sosteniendo que solo pretende circundar el Euxino camino de Asia.

—¿Ahora que va a casarse con Amastris? —preguntó Anaxágoras.

Sátiro miró el mar, azul como los ojos de su antigua amante bajo el resplandor del sol.

—Ya se han casado —dijo—, salvo que haya ocurrido algo que lo impidiera.

—¿Deberíamos beber a su salud? —preguntó Anaxágoras—. ¿Por eso estás tan ausente últimamente?

Sátiro derramó una libación.

—A Hera, diosa del lecho conyugal. Bendita sea Amastris. Que ambos sean felices.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Anaxágoras.

Sátiro sonrió. Lo hizo con una sonrisa irónica, pero no mezquina.

—Eso creo. Al menos hago lo posible para que así sea.

Anaxágoras se rio por lo bajo.

—Escucha, amigo, cuando yo era joven…

—¡Mira que barba tan canosa! —dijo Sátiro.

Anaxágoras echó una ojeada a Cármides, que estaba admirando a una sirvienta que, bastante cohibida, cruzaba la calle con una vasija de agua en la cabeza.

—Cármides hace que todos no sintamos viejos —dijo, y ambos rieron. El joven los miró y sonrió.

Sátiro correspondió a su sonrisa.

—¿Alguna vez será viejo Cármides? —preguntó.

Anaxágoras negó con la cabeza, descartando el tema.

—En cualquier caso, cuando yo era joven quería casarme con una muchacha muy guapa, una muchacha libre. Hija de un granjero de la zona. Era pudorosa y lista, y tenía unas piernas… Ay, incluso ahora, cuando pienso en ella…

—¡Por Afrodita, amigo! ¿Cuánto hace de eso, seis años? ¡Deja de contarlo como si hubiesen pasado décadas!

Sátiro se rio.

—Y mi padre me lo prohibió, claro. Los hijos de hombres ricos no se casan con hijas de granjeros, por más que tengan las piernas bonitas.

Se rio, pero tenía la mirada perdida.

Sátiro sintió un ligero desasosiego.

—Y lo peor de todo fue que yo lo sabía. Supe desde el principio que mi padre llevaba razón y que nunca me casaría con ella. Pero era testarudo y romántico, y la perseguí. El tiempo suficiente para convencer a su padre de que iba en serio. —Se encogió de hombros—. Y entonces me di cuenta de que era simplemente lista, no inteligente. Que le importaban mucho el dinero y las cosas buenas.

—Resulta fácil mofarse de esos sentimientos cuando eres rico —dijo Sátiro.

—Cierto. No es una historia bonita, y tampoco es que me haga quedar demasiado bien. —Anaxágoras se sirvió más vino—. Con el tiempo, dejé de verla. Fue fácil; al fin y al cabo, era una mujer libre y pudorosa, de modo que verla había exigido enormes esfuerzos. ¿Lo entiendes?

—Por supuesto —dijo Sátiro.

—Y luego, al cabo de un año, se casó. Se casó bien; mejor, en realidad, que si lo hubiera hecho conmigo. Con el hijo de un aristócrata, un hombre poderoso, bien relacionado y de rancio abolengo. Y a fecha de hoy todavía no sé decidir cuál fue mi papel en este asunto. ¿La amé? ¿Bendigo su éxito? ¿Tendría que haberme casado con ella? —Anaxágoras se terminó el vino—. ¿Lo ves? Nada de grandes lecciones. Solo la vida real.

Sátiro asintió. El silencio se instaló entre ellos sin incomodarlos. El silencio cómodo había sido el primer indicio de su amistad, y ahora perduraba como muestra de estima.

—Me preocupa no poder casarme con Miriam —dijo Sátiro.

La conexión era obvia. Miriam era judía, no helena. Hija de uno de los mercaderes más ricos del Mediterráneo, nadie podía insinuar que casarse con ella fuera casarse con alguien inferior. Pero era bárbara, extranjera.

—Lo sé —respondió Anaxágoras—. Yo me peguntaba lo mismo. Incluso me pregunté si al hacerle la corte estaba… Bah, yo qué sé. Una idea estúpida.

Sátiro sonrió.

—¿Redimiéndote, hermano?

—Más bien demostrando que no era un presumido. Aunque Miriam está muy por encima de cualquier afectación.

Se miraron a los ojos y Sátiro sonrió.

—Mi madre era más bárbara de lo que Miriam podría llegar a serlo —dijo.

—Tu padre no era rey, por supuesto. ¿Estaban casados tus padres? —preguntó Anaxágoras.

—Ante los griegos y los sakje —contestó Sátiro—. A veces tengo la impresión de haber estado presente, de tantas veces como he oído contarlo. Mi padre estaba de campaña contra Alejandro en el mar de Hierba. —Derramó vino al espíritu de su padre—. ¿Sabes que casi todos nuestros marineros e infantes adoran a mi padre como a un dios?

Anaxágoras asintió.

—Sé que Apolodoro lleva su amuleto, y Cármides también. —Sonrió—. ¿Te molesta?

Sátiro se encogió de hombros.

—Cuando era niño, creía que me hablaba. Y cuando el año pasado estuve enfermo tenía la sensación de que él y Filocles me visitaban constantemente. Y, sin embargo, Filocles nunca me dio a entender que mi padre fuese algo más que un buen hombre. Un patrón con el que me sería difícil medirme, digno pero nada más. —Volvió a encogerse de hombros—. A medida que me hago mayor, encuentro… ¿Cómo decirlo? Encuentro la idea de divinizar a mi padre un poco ofensiva. Obscena.

Anaxágoras asintió.

—Trato de imaginar cómo me sentiría si divinizaran a mi padre. —Se rio—. Y no puedo. Un buen hombre de negocios, un hombre piadoso y un buen padre para un hijo irresponsable. Pero la bondad no habita en él y, cuando fallezca, su espíritu no alcanzará los cielos para la apoteosis. —Anaxágoras se frotó la barba—. Ni siquiera estoy seguro de que la quisiera aunque se la ofrecieran.

Sátiro respiró profundamente. Acto seguido, cambió de tercio.

—¿Mañana? —preguntó.

Anaxágoras asintió.

—¿Por qué no dejamos de ponernos serios, bajamos al embarcadero y vemos cómo van las cosas?

El terral de primera hora de la mañana los alcanzó cuando ya habían dejado a tras la bocana del puerto, la enorme vela mayor desplegada para atrapar el viento del mundo, un ligero bóreas que soplaba hacia el oeste, casi de empopada en su rumbo a Atenas una vez doblado el promontorio del norte de Rodas. Las naves que habían ido cargadas de grano para Rodas ahora iban llenas de cobre de Chipre, tablas de cedro del Líbano, esclavos cualificados que en cuestión de dos años serían hombres libres en Tanais o Pantecapea, mármol, especias e incluso una remesa de muebles egipcios para un mercader muy rico de Olbia. También cargaban con las pesadas monedas de plata que habían cobrado por la abundancia de grano. Dos días después, las envió hacia el norte desde aguas de Lesbos, bajo la escolta de la mitad de sus barcos, al mando de Diocles, su trierarca de más confianza.

Aekes, un hombre menudo y exaltado, sacó su Artemis Efesia de la playa con estilo y se alejó hacia el oeste a remo; era la nave exploradora. Sátiro lo siguió con dos penteres, dos triemiolas y seis trirremes; casi una cuarta parte de su flota completa, siendo algunas de sus mejores naves, y también de las más despiadadas.

Ya extrañaba a Diocles, pues lo había visto muy poco durante la estancia en Rodas, pero mantener a todos sus mejores capitanes a su lado era una mala estrategia y una injusticia para con ellos. Se quedó con Aekes, no obstante, porque podía confiársele cualquier cosa; había trabajado duro para ascender a trierarca desde un puesto inicial de ilota espartano, y le debía a Sátiro su posición social, su ciudadanía y su fortuna.

Gobernando su penteres, no su amado Areté, incendiado durante el sitio de Rodas, sino el Medea, un quinquerreme más ligero y pequeño construido en Olbia, Sátiro reflexionó sobre Atenas como destino y sobre lo que aquella visita significaba para él. Más que tan solo ver a Miriam, aunque tuvo que admitir que verla era uno de los aspectos más importantes. Debía decidir, antes de que su proa tocara el gran muelle del Pireo, si tenía intención de casarse con ella. Pero en Atenas había otras oportunidades, otros peligros; allí era ciudadano, y sus actividades le habían granjeado buena y mala fama; era un héroe y un monstruo. Demetrio el sitiador era el señor de la ciudad en aquel momento. Sátiro quería desembarcar en Atenas preparado para hacer frente a cualquier cosa que pudiera suceder. Quería poner punto final al conflicto bélico con Demetrio porque, entre otras cosas, estaba seguro de que pronto estaría en guerra con Lisímaco.

Mirando a Anaxágoras, que echaba un sueñecito bajo el sol, Sátiro rememoró su última conversación en Rodas y frunció el ceño. Cuesta mentirle a un amigo. Más cuesta todavía esconderte de ti mismo. La sensación de amargura, incluso de traición, debida al cambio de actitud de Amastris era más profunda de lo que nunca reconocería ante otro hombre. Se dijo a sí mismo que aquella sensación era solo consecuencia de que lo hubiese dejado plantado, como tampoco celos. Recordó que se habría acostado con Miriam cien veces, mil veces durante el sitio si ella hubiese estado dispuesta. Admitió que Amastris era gobernante, igual que él, y que se debía a su ciudad, igual que él.

A pesar de todo esto, no podía pensar en ella sin enojarse. Su decisión de casarse con el sátrapa de Tracia, un jugador principal en la guerra contra Antígono, hacía que la guerra contra Lisímaco fuese casi segura; una guerra que lo enfrentaría a Tolomeo, si no como un hecho inmediato al menos formalmente, y que tendría repercusiones en su vida personal, profesional y mercantil. Por eso había sido tan cuidadoso al elegir a los trierarcas que se llevaría a Atenas. Solo quería a sus hombres más dignos de confianza, hombres que velaran por sus intereses incluso si les ofrecían sustanciosos sobornos, incluso si los amenazaban. No sabía qué intentaría hacer la ciudad. Pero la puerta que había abierto la tregua con Demetrio debía dejarla como mínimo entornada, aunque eso significara comerciar con el enemigo. La boda de Amastris lo había puesto en aquella situación, y no tenía más opción que reaccionar de esta manera.

O al menos eso se dijo a sí mismo.

Así pues, llevaba consigo a Aekes como avanzadilla de exploración, y a Anaxilao y su hermano Gelón, aristócratas sicilianos, ricos y nada amigos de Atenas. Iban al mando del Oinoe y el Platea. Y Dédalo de Halicarnaso cerraba la formación a bordo de otro penteres pesado, el Gloria de Deméter, una nave famosa.

Sin embargo, no podía llevarse solo a sus capitanes más dignos de confianza. Ninguno de los demás eran hombres notables, y todos ellos eran nuevos para él; tenía a Ajax, el hijo de Eumenes de Olbia, un joven brillante con una nave nueva bautizada Apolo de Olbia, y otras dos naves de Pantecapea al mando gobernadas por parientes de su antiguo adversario Herón, el último tirano de Pantecapea: Likeles hijo de Draco y Eumeles hijo de Tirso, ambos demasiado jóvenes para haberse forjado una reputación. Llevaban dos trirremes ligeros, el Tanais y el Pantecapea.

Y, finalmente, tenía una pareja de triemiolas de construcción rodia, trirremes con media cubierta superior destinada a llevar velamen completo y más marineros, o infantes de marina. Sus capitanes eran hombres prósperos que había formado León: Sandokes de Lesbos, un petimetre famoso por su atrevida manera de navegar, trierarca del potente Maratón, y el etrusco Sarpax, a quien León había empleado durante veinte años. Sátiro alcanzaba a ver a Sarpax desde el timón porque el etrusco era alto y estaba de pie en la proa de su Rosa del Desierto, a pocos largos de caballo de la popa del Medea.

Había puesto a los hombres menos experimentados en medio de la escuadra, tal como un buen strategos los situaría en una falange. Contaban con la ayuda de expertos timoneles; ahora su dinero y su reputación atraían a algunos de los mejores del océano.

Todo resultaba muy satisfactorio. Volvió la vista atrás para ver la alineación de sus barcos de guerra, todos bastante escorados a estribor por la presión del viento, con las velas bien orientadas, y los cabos que las cruzaban parecían ser restricciones para la bravura del mismísimo bóreas. Y detrás de sus barcos de guerra, dieciséis mercantes pesados: seis naves de grano atenienses que descollaban sobre el resto, y diez suyas. Una fortuna en grano, cuidadosamente vigilada, que representaba la riqueza de su reino y una nueva vía diplomática. Grano para Atenas.

La ciudad a la que Estratocles le había suplicado que lo llevara. Estratocles, que había maquinado sin la ayuda de nadie la traición de Amastris, su boda con Lisímaco. En el banco construido bajo las altas tracas de la popa junto al puesto del timonel, Anaxágoras abrió los ojos.

—¿Quién podría dudar de los dioses en un día como este? —preguntó.

Sátiro sonrió y miró hacia otro lado.

—Ajá —dijo Anaxágoras, bajando los pies a los tablones de la cubierta—. Tú podrías. ¿Piensas en Miriam?

Sátiro negó con la cabeza.

—Lisímaco, Casandro, Estratocles.

El último nombre lo escupió.

—No te ha causado ningún perjuicio —dijo Anaxágoras.

—Hmmm —respondió Sátiro.

—Ninguno, amigo. Tienes que mantenerte más alejado de todos… a un brazo de distancia, creo que decía Coeno. —Anaxágoras señaló el norte con el mentón, en dirección a la remota Tanais, donde Coeno era regente—. La aparente alianza con Atenas dará un respiro a todo el mundo.

Sátiro se encogió de hombros.

—Ya lo sé.

—Y no te gusta —dijo Anaxágoras—. ¿Alguna vez has pensado que los hombres hacen la guerra porque no quieren pasar por el tedioso proceso de mantener la paz?

Sátiro se rio.

—Aciertas de pleno. Precisamente andaba pensando cuánto más simple es la guerra abierta que la paz. Intimidamos a Atenas con nuestras naves de guerra mientras le vendemos grano de nuestra espléndida flota mercante, al tiempo que se lo vendemos a Rodas y ofrecemos nuestras naves a Tolomeo. Cuando Demetrio nos lanzaba sus piedras gigantescas, al menos sabíamos dónde estaba el enemigo.

Anaxágoras negó con la cabeza.

—No es verdad. Piensa en la traición de Néstor. Piensa en todos los idiotas que habrían vendido Rodas por un poco de dinero y una garantía de supervivencia. Piensa en el maremágnum de fines contrapuestos; esclavos, mercenarios, soldados, tus hombres, los rodios, viejos contra jóvenes… todas las facciones, todos los bandos. Aquello fue la guerra. —Anaxágoras sonrió cuando su mirada se cruzó con la de Cármides, que estaba haciendo ejercicios en cubierta—. Lo que tú deseas, señor, es tener la libertad de fingir que el mundo es sencillo, cuando tú y yo sabemos que en la guerra y en la paz el mundo es muy, pero que muy complicado.

Sátiro asintió.

—¿Quién te hizo tan sabio? —preguntó.

—Dionisio —contestó Anaxágoras—. Y el viejo Aristóteles también contribuyó, me figuro.

—Podríamos ir a luchar al Liceo —dijo Sátiro—. Te aguarda la gloria.

—Ahora sí que te escucho, hermano. Luchar en el Liceo, y las mejores cortesanas del mundo. Vaya, no quería decirlo en voz alta. —Se partió de risa ante la reacción de Sátiro—. ¡Te pillé, te pillé!

Sátiro también se rio. A popa, Sarpax saludó con la mano. También estaba riendo.

Hicieron recalada en Delos bien entrada la tarde. Sátiro era un hombre piadoso, y la oportunidad de volver a visitar el complejo de templos era muy atractiva, incluso con Atenas amenazando tan solo a unos días de viaje. Además se dijo a sí mismo que necesitaba un esclavo personal.

Varó sus naves en una playa del lado de barlovento de la isla y contrató a un pescador para que lo llevara a los templos que quedaban detrás del cabo. Sandokes y Aekes lo acompañaron junto con sus respectivos timoneles, y lo mismo hicieron Apolodoro y Cármides. Anaxágoras había comido marisco en mal estado en la playa y estaba ocupado devolviéndoselo a Poseidón, o al menos eso dijo con voz ronca entre arcadas.

Esta vez, Sátiro envió primero a Apolodoro a la playa para asegurarse de que los sacerdotes supieran que aquella era una visita religiosa, no una visita oficial. Luego bajó a tierra, no sin antes pagar al pescador un darico de oro para que los aguardara en la playa. El pescador lo mordió, lo examinó detenidamente y luego le dirigió una complacida sonrisa.

—Te habría vendido la barca, por esta moneda —dijo alegremente.

—No se lo digas a los sacerdotes o encontrarán la manera de quitártela —le advirtió Sátiro, bromeando solo a medias.

El pescador se rio y se alejo remando playa abajo hacia donde hombres más pobres aguardaban en fila su turno para acceder al templo.

Por descontado, nada de esperas para los reyes, ni siquiera para aquellos cuya visita no era oficial.

Sátiro se sentó en la antesala del oráculo, procurando poner la mente en un estado receptivo al dios. Había luchado con Anaxágoras antes de la travesía, y aquel encuentro le ocupaba el pensamiento. Anaxágoras lo había derribado con un brazo extendido y lo que había parecido un golpe de lo más suave con su cadera, y Sátiro descubrió en aquel movimiento toda una nueva expresión del equilibrio en el combate. No podía quitársela de la mente, le impedía alcanzar un estado meditativo.

Tras pedir disculpas a los dos hombres que aguardaban con él, un ateniense de linaje sacerdotal y un corintio, salió al pórtico del templo, adoptó una postura de lucha y comenzó a girar el pie en ángulos extraños.

Cuando se detuvo, el hierofante lo estaba observando.

—He visto a una mujer ofreciendo su danza al dios, pero nunca a un hombre ofreciendo su juego de pies en el pancracio. Sin embargo, el tuyo es muy bueno.

Sonrió, mas en absoluto con la gravedad y dignidad propias de un sumo sacerdote sino, por un momento, como un griego que sabía apreciar el buen deporte y un buen cuerpo.

Sátiro se avergonzó, sentimiento nada frecuente en él.

—Mis disculpas, no tenía intención de ser irrespetuoso. He estado practicando con la lira…

Se calló, sintiéndose como un adolescente pillado mientras acariciaba a una esclava.

El hierofante se rio socarronamente.

—Lo más probable es que tu dedicación a la lira nunca llegue a estar a la altura de tu destreza como luchador, mi señor. ¿Tendrías la bondad de venir conmigo?

—Todavía no me toca —contestó Sátiro.

—Te he cedido mi turno —dijo el sacerdote ateniense, inclinando la cabeza—. Estoy aquí en representación de mi ciudad para resolver una asunto menor relativo a leyes religiosas. —Sonrió—. Si hubiese sabido que vería a un famoso luchador de pancracio, habría venido más temprano.

El sacerdote ateniense iba vestido con sencillez y, sin embargo, saltaba a la vista que era un hombre de inmensa valía. También tenía un buen físico, alto y robusto.

Sátiro sonrió ante el cumplido e inclinó la cabeza a su vez.

—Señor, voy de camino a Atenas, donde también yo soy ciudadano. ¿Quizá podríamos quedar en el Liceo para un combate?

—Soy Policrates, hijo de Lisandro —se presentó el ateniense, y se dieron la mano—. Estamos haciendo aguardar al hierofante.

El hierofante asintió.

—Me parece que este encuentro ha sido el motivo por el que el dios te ha traído aquí. Este podría ser el único momento que el dios exigía. —Asintió ante la expresión confundida de Sátiro y Policrates—. A menudo es así. Brasidas conoció al Rey de los Tracios aquí. Vino a preguntar con qué medios podía derrotar a los atenienses en Tracia. Tengo entendido que nunca tuvo que hacer esa pregunta.

Se llevó a Sátiro cogido de la mano al lago sagrado y rezó en voz alta a Apolo, una plegaria muy antigua al viejo estilo jónico, con los brazos abiertos en cruz. Sátiro adoptó la misma postura y aguardó.

—Haz tu pregunta —dijo el sumo sacerdote.

—¡No vayas a Atenas! —exclamó una voz ronca y grave a lo lejos. Y luego se oyó reír. Sátiro volvió la cabeza y vio a un grupo de criados, posiblemente al servicio de Policrates, jugando al lado del templo.

El presagio fue claro para Sátiro. Miró al sacerdote, que le devolvió la mirada, todavía con los brazos abiertos.

—¿Estabas considerando un viaje a Atenas? —preguntó muy gentilmente.

—Tengo una flota de naves cargadas de grano hasta arriba, en ruta hacia Atenas. Hay una mujer… Es decir, a mi mejor amiga la tienen allí como rehén. Esas naves de grano garantizan mi buena voluntad. Debo ir a Atenas sin falta.

El sacerdote asintió tajantemente.

—Ojalá me hubiesen dado un dracma cada vez que un suplicante ha recibido una orden directa del dios y luego me ha informado, y conmigo a mi señor Apolo, que no le es posible obedecerla —dijo—. Ahora sería rico.

Sátiro había tenido intención de preguntar algo solemne, preguntar cómo podía servir mejor a su pueblo, o algo igualmente vago. En su opinión, en Delos lo más apropiado eran las preguntas vagas. Pero ahora se dejó llevar por la inspiración divina.

—Señor Apolo, Señor del Arco de Plata, Dios de la Lira, ¿qué debo hacer para sobrevivir en Atenas?

La voz ronca del fondo del templo del patio flotó a través del lago del templo:

—Huésped… la amistad sigue siendo sagrada… incluso en Atenas.

Tan claro como si lo hubiese dicho el propio sacerdote. En la distancia, unos hombres rieron. Muchas conversaciones se fundieron con la voz del dios.

Sátiro se planteó salir corriendo en busca de aquellos hombres para preguntarles de qué estaban hablando, qué chiste habían contado, qué anécdota procaz daba pie a aquellas manifestaciones tan parecidas a la voz del dios. Pero solo para ver el mecanismo del aliento del dios. Pues Sátiro estaba completamente seguro de haber oído la voz del dios flotando sobre el lago sagrado.

—Estás muy cerca de los dioses —dijo el hierofante.

Sátiro enarcó una ceja.

—Alguna vez me lo han dicho —respondió.

—Conozco a hombres que matarían por una respuesta tan clara como la que has recibido —dijo el hierofante—. Ven.

Regresaron juntos a la antesala del pórtico del templo. El ateniense estaba moviendo los pies tal como Sátiro lo había estado haciendo antes. Sonrió, también como un hombre mucho más joven pillado en un renuncio.

—Ya lo tengo —dijo—. Un movimiento muy corto de la cadera puede ser tan potente como otro mucho más amplio.

Sátiro se encogió de hombros.

—Quizá no tan potente —respondió—, pero es bastante eficaz en espacios reducidos o en combates reales.

Policrates asintió.

—¿Puedo tomarte la palabra a propósito de nuestro encuentro en el Liceo?

Sátiro entornó los ojos.

—Permíteme hacerte un ofrecimiento mejor, señor. Jurémonos amistad y hospitalidad, aquí y ahora, y te llevaré de vuelta a Atenas. Podemos luchar en todas las playas del camino.

Los ojos de Policrates chispearon.

—Nada podría resultarme más grato —dijo—. Tanto más cuanto que me permitirá librarme de un aprendiz de trierarca francamente pesado que me ha amargado la vida. Ahora podré dejar que siga su derrota hacia Corinto. Si mal no recuerdo, no eres amigo de Demetrio.

Sátiro hizo una reverencia.

—No estamos en guerra, él y yo —contestó cuidadosamente.

Policrates asintió.

—Bien, más vale que lo sepas, yo soy amigo suyo. Tal vez su principal partidario en Atenas. ¿Aun así me llevarás a casa?

Sátiro le tendió la mano.

Policrates se la estrechó.

—Vayamos ante el dios.

Cogidos del brazo, con el hierofante detrás de ellos, obviamente complacido, se dirigieron a la presencia divina, donde ardía la llama. Hicieron los signos preceptivos al dios y acto seguido, obedeciendo las indicaciones del hierofante, se juraron amistad y hospitalidad. Sátiro las asumió como rey del Bósforo, con toda solemnidad, y Policrates le contestó con la misma moneda, como sumo sacerdote de Heracles en Atenas.

Cuando hubieron terminado, Sátiro miró a su nuevo amigo y asintió.

—O sea que eres el sacerdote de Heracles —dijo.

—Y tú su descendiente, ¿no? —preguntó Policrates—. Así pues, ambos somos heráclidas.

La flota del grano podría haber llegado a Atenas en dos largas y duras jornadas, pero Sátiro se permitió hacer el viaje en tres; de repente tenía menos prisa y estaba resuelto a conocer mejor a Policrates, además de recabar las noticias que pudieran darle los pescadores. La amenaza más probable procedía de Demetrio; le pareció evidente, cuando lo pensó tendido en la arena de Siros, observando la bóveda celeste sobre su cabeza, que Demetrio quisiera atraparlo y retenerlo. No había forma más segura de impedir que volviera a entrar en guerra cuando la tregua firmada al final del sitio de Rodas expirase.

Además, Policrates era un luchador maravilloso en las distancias cortas, y Sátiro descubrió que podía aprender cosas con él. Tenía una técnica para luchar desde el suelo, una técnica que Sátiro había visto usar a Terón, aunque no se la había enseñado. Policrates podía hacer palanca apoyándose en los hombros y el cuello y asir con las piernas como si fuesen las tenazas de un herrero, agarrando a su oponente y derribándolo para obligarlo a forcejear en el suelo, forcejeo que Policrates, con su recia complexión, ganaba inevitablemente.

A Cármides le fastidiaba aquella técnica.

—¿Qué me impide largarme en cuanto te tiras al suelo? —preguntó al ateniense.

Sátiro negó con la cabeza.

—No siempre luchamos por decisión propia, Cármides. ¿Y si las circunstancias o Tiké te ponen a ti en el suelo? ¿Y si te atacan después de que te hayan derribado? No siempre luchamos desde una posición ventajosa.

—En realidad —terció Apolodoro, con una pronta sonrisa—, nunca parece que luchemos desde una posición ventajosa. Nadie te ataca porque estés preparado para ser atacado, jovencito.

Cármides, avergonzado, se sonrojó.

—Claro que no. Tendría que haberme mordido la lengua.

De hecho, eran casi multitud los que querían medirse con el fornido ateniense. Era cortés, cuidadoso y muy bueno.

Tan bueno que la primera noche venció a Sátiro, con un resultado de tres asaltos a dos. Sátiro estaba acostado, contemplando las estrellas. Hacía mucho tiempo que nadie lo había vencido. Podía consolarse pensando que no se había servido de toda su destreza, pero tampoco lo había hecho el ateniense, de eso estaba seguro. Nadie lo haría en un encuentro amistoso en la playa. Y hacía mucho tiempo que no había perdido, y estaba intentando soportarlo de buena gana.

Tras permanecer despierto una hora, se quitó de encima el manto y las pieles, recorrió la playa hasta el lugar donde guardaba su equipo debajo de su aspis, y cogió su cantimplora. Estaba llena de vino. Se sentó con la espalda apoyada contra la popa, recitó unos cuantos poemas para sí mismo y luego fue a buscar su lira de viaje, se dirigió al otro lado del cabo y tocó durante media hora. Se enfrascó en la interpretación, una de las mejores que jamás hubiese ejecutado. Cuando hubo terminado sus ejercicios y el himno a Apolo le entró sueño, de modo que regresó a su manto y cayó dormido en el acto.

—¿Me estoy volviendo más arrogante? —preguntó Sátiro.

Estaba entre los dos remos de gobierno del Medea, una hora después de zarpar de Siros, pilotando en un mar picado con el viento de empopada. Todos los remeros disfrutaban haciendo de pasajeros mientras los tripulantes de cubierta se afanaban como hormigas para mantener las velas bien orientadas para aprovechar bien un viento traicionero.

Anaxágoras sonrió.

—Lo siento, pero… ¿cómo voy a saberlo? Vamos a ver, si uno tira alquitrán a una estatua negra…

Sátiro le arreó un manotazo con la palma abierta.

—Lo digo en serio —dijo.

Anaxágoras frunció el ceño.

—¿De veras? Todas las tragedias parecen contener este momento, hermano. ¿Alguna vez has conocido a una mujer que te preguntara si estaba gorda, deseando que le dieras una respuesta sincera?

Sátiro, consternado, miró hacia otro lado.

—O sea que la respuesta es que sí.

Anaxágoras se encogió de hombros.

—Sí. Es decir, el sitio endureció una parte de ti. Antes titubeabas un poco antes de dar ciertas opiniones. Ahora das por sentado que tu opinión es necesaria en todos los ámbitos. —Levantó una mano para prevenir las explicaciones de Sátiro—. Ahora bien, sin duda alguna, amigo, ahora eres rey, y también eres comandante. Pero ya que lo has preguntado, ¿puedo decir a modo de alegoría que soy un músico famoso, y que encuentro que eso no aumenta especialmente mi capacidad para dictaminar cómo navega este barco?

Sátiro intentó reír; al menos pintó una sonrisa en su semblante.

—¿Mientras que yo considero que siendo rey se justifica que exprese mi opinión sobre cualquier tema? —preguntó.

Anaxágoras negó con la cabeza.

—¿Lo ves? En realidad no te gusta mi opinión. —Puso los ojos en blanco—. Me imagino que seré ejecutado.

Sátiro miró el horizonte.

—Que te den —dijo—. He hecho una pregunta. Esperaba una respuesta menos categórica.

Anaxágoras negó con la cabeza.

—Sabías la respuesta antes de preguntar.

Sátiro suspiró.

—Estoy llevando muy mal las derrotas en los combates de pancracio.

Anaxágoras sonrió de oreja a oreja.

—¡Vaya, en eso puedes estar tranquilo! Creo que las estás llevando muy bien, no has gritado maldiciones ni insultos. ¿Cuándo perdiste por última vez?

—¿Perder rotundamente? —Sátiro reflexionó—. Hará tres o cuatro años.

Anaxágoras asintió.

—Bueno, pues te hará bien. Forja el carácter.

—Filocles, mi preceptor, decía lo mismo —dijo Sátiro asintiendo. Estaba picado, y hacia un gran esfuerzo para no demostrarlo.

—Todos los preceptores lo dicen —respondió Anaxágoras. Apoyó una mano en el hombreo de Sátiro—. ¿Puedo decir, aun a riesgo de enojarte más, que has sido valiente al preguntarlo? ¿Y que puedes remediarlo fácilmente, callando de vez en cuando?

Sátiro apartó la vista, y se le ocurrieron varias respuestas. No obstante, una vez más consiguió sonreír.

—Veré qué puedo hacer —dijo.

Policrates regresó de la proa, donde había estado tomando el fresco.

—¡Qué mañana tan perfecta! —dijo. Saludó a Anaxágoras con un gesto de asentimiento—. Mi señor, llevas muy buena compañía, buenos hombres, con buenos modales y verdadera excelencia. Ese Cármides…

Sátiro enarcó ambas cejas.

—Todo el mundo adora a Cármides —dijo.

—¿De dónde procede? —preguntó Policrates—. ¿Es de buena familia?

Apolodoro apareció en cubierta con la armadura puesta.

—Muy buena —dijo secamente—. ¿Espadas, Sátiro?

Hacía días que Sátiro no practicaba con armadura. Cármides acudió con presteza y lo ayudó a ponerse su thorax de bronce, y él y Apolodoro comenzaron a moverse arriba y abajo por la pasarela central.

Sátiro luchaba comidiéndose, resistiendo la tentación de emplearse más a fondo para compensar la derrota de la víspera. Y tras unos pocos mandobles, ya estuvo demasiado metido en faena para preocuparse de tales cosas. Apolodoro siempre lo había empujado al límite de sus posibilidades, y aquel día no era la excepción; en todo caso, luchaba mejor que de costumbre, dando grandes saltos, brincando desde un banco de remeros para asestar un golpe la mar de ingenioso en el cogote de Sátiro.

Pero Sátiro, después de comenzar despacio, se puso a su nivel. Luchó tan bien que llegó un momento en el que ambos se detuvieron, estaban en la plataforma de combate del centro de la nave, sin que ninguno de los dos hubiese empujado al otro hacia proa o popa. Cada uno dio un último mandoble sencillo y, casi como un solo hombre, se quitaron los yelmos, jadeando, y se echaron a reír.

—Buen combate —dijo Apolodoro—. Me has dejado sin aliento.

Sátiro tuvo que recurrir a la voluntad para no agacharse a fin de inhalar mayores bocanadas de aire. No se arriesgó a hablar, sino que simplemente se rio y dio una palmada en la espalda a su capitán.

Policrates aplaudió.

—¿Puedo? —preguntó—. No tengo armadura…

Sátiro se sentía mucho mejor. Sonrió.

—Puedes usar la mía si no te importa el sudor.

Policrates envió a su esclavo personal en busca de un chitoniskos.

—Debería decir algo simpático sobre el sudor de un rey —le dijo, cogiendo el thorax—, pero lo has dejado prácticamente empapado.

—Te toca medirte con Apolodoro —dijo Sátiro. En realidad, no lo hizo por rivalidad; Apolodoro era el mejor espadachín y quien estaba más en forma.

—Ah —dijo Policrates—, entonces debería aguardar hasta mañana, cuando no esté tan fatigado.

Apolodoro se molestó, tal vez porque hablaran de él en tercera persona.

—Ya me he recuperado, ateniense —dijo—. A ver qué haces.

Policrates no tuvo claro que le gustara semejante reacción, se le notó en el semblante, y Sátiro tuvo ocasión de ver el aspecto que tenía un hombre poderoso cuando estaba contrariado. Se le veía engreído y tonto, y Sátiro sabía que había tenido el mismo aspecto la noche anterior, cuando perdió el encuentro de pancracio. Asintió sin dirigirse a alguien concreto. Faltaba un día para llegar a Atenas, con todo el peligro que había anunciado la profecía mezclado con sus ansias de ver a Miriam; le pareció un buen momento para honrar a los dioses y esforzarse en la excelencia.

El esclavo de Policrates le llevó un chitoniskos de lino, una prenda de calidad con una banda roja. El ateniense se desnudó y se lo puso, y luego Sátiro lo ayudó a ponerse su thorax de escamas, que le quedaba bastante bien aunque un poco ajustado en el pecho. Sátiro ató los cordones lo menos dos dedos más flojos que cuando se lo ponía él; cuando se lo abrochaba, los ojetes se tocaban.

Policrates recogió el aspis de prácticas de Sátiro y lo movió de un lado a otro.

—Pesa —dijo, pareciendo más humano.

—Practico con un escudo más pesado… —comenzó Sátiro.

—Por supuesto. Tú combates en serio. —Policrates flexionó las rodillas, recogió la espada de madera y saludó a Apolodoro—. A tu servicio. Y no pretendía desairarte, señor, cuando he dicho que aguardaría a que hubieras descansado. Aquí me siento muy en desventaja. Vosotros sois soldados profesionales, atletas, hombres que viven como héroes de Homero, y yo soy un político rico de Atenas. Si no me he expresado bien, ruego que aceptes mis disculpas.

Apolodoro bajó la celada de su yelmo.

—No es necesario —dijo simplemente, y dio media vuelta para recorrer la pasarela de mando hasta la plataforma de mando del medio del barco.

Sátiro reparo en una mirada del ateniense que daba a entender que se sentía rechazado.

—Ha sido una disculpa cabal —dijo Anaxágoras.

—A veces actúa como un capullo —terció Sátiro.

Anaxágoras frunció los labios.

—Si estuvieras solo en esta nave, rodeado de asesinos…

Sátiro ladeó la cabeza a izquierda y derecha.

—Buena observación. No lo había visto así.

Tras unos momentos mirándose de hito en hito, ambos contendientes se aproximaron; dos golpes cautos, uno cada uno, ambos fácilmente parados con el borde del escudo, y volvieron a separarse.

Cruzaron mandobles el tiempo que la nave tardó en recorrer la longitud de un islote minúsculo, y entonces Policrates arremetió.

O, mejor dicho, intentó arremeter, empujando con la pierna de atrás y girando la cadera para golpear a su oponente con el escudo.

Apolodoro se preparó, con el escudo ladeado para amortiguar el impacto, y alargó de golpe el brazo de la espada, por encima de la cabeza del ateniense, y acto seguido su oponente se encontró tumbado de espaldas en la cubierta, con la punta de la espada de Apolodoro en la garganta.

Policrates palmeó la cubierta indicando que se rendía y se puso de pie fluidamente; una buena exhibición de fuerza, para ser un hombre mayor. Se frotó la cadera en el punto en el que se había golpeado contra el tablado de la cubierta.

Pero se puso en guardia en cuestión de segundos, y volvieron a enzarzarse y la siguiente vez en que Apolodoro intentó un mandoble simple, el ateniense lo paró y retrocedió. Ambos encajaron unos cuantos golpes, unos pocos más Apolodoro, y entonces Policrates alcanzó a Apolodoro en el antebrazo con fuerza suficiente para hacerlo sangrar.

En el tiempo que un hombre tarda en decir una sola palabra, Policrates se había quitado el yelmo y estaba disculpándose.

—Te he dado muy fuerte. Perdona, camarada. Me estabas venciendo fácilmente y me he esforzado demasiado.

Negó con la cabeza.

Apolodoro sonrió.

—Sería un pobre hombre si no pudiera aguantar el tajo de una espada de madera, Policrates. Pero creo que por hoy ya he terminado.

Se abrazaron, no obstante, y Policrates fue más humano, y mejor recibido, después del combate en cubierta.

Aquella noche volvieron a luchar, pancracio de nuevo, y esta vez Policrates ganó tres asaltos consecutivos. Otros hombres aguardaban su turno para luchar con él, y Sátiro consideró que no debía pedir un cuarto asalto. No era solo una cuestión de tamaño, aunque el alcance de aquel hombre era impresionante; también lo era el de Terón, y Sátiro era capaz de empatar con Terón.

—Eres muy bueno —dijo Policrates, acercándose para abrazarlo.

Por alguna razón el cumplido enojó a Sátiro, pero aceptó el abrazo y se fue a tocar la lira. Cantó canciones de Safo a las olas y el ocaso, y pensó en Miriam, y se preguntó qué sorpresas lo aguardaban en Atenas.

Por la mañana reunió a los capitanes de sus naves de combate y los llevó, rodeando el cabo, hasta la playa donde habían juntado las naves mercantes.

—Apolo me dijo que Atenas será peligrosa para mí —dijo—. He estado pensando seriamente en ello y he entendido las palabras del dios: Demetrio intentará atraparme en Atenas —agregó.

Si esperaba consternación, se llevó un buen chasco. Sus capitanes estaban al tanto del rumor; habían oído hablar de su visita a Delos más de lo que Sátiro hubiese querido.

—Estaremos cubriéndote las espaldas —dijo Apolodoro.

Sátiro negó con la cabeza, imaginando el castigo que Demetrio infligiría a los rehenes si desembarcaba a sus infantes de marina armados en Atenas.

—No. No quiero parecer una amenaza. De modo que la flota de combate no entrará en el puerto. De hecho, quiero ver cómo desaparecen todos los barcos de guerra en cuanto avistemos el Pireo. Daré la señal con mi escudo; todos vosotros iréis a Egina. Si todo va bien, me reuniré con vosotros dentro de tres días. En caso contrario, Apolodoro tiene el mando y debe hacer lo que considere oportuno. Nada de rescates; aunque Demetrio me detenga, solo será el preludio de una negociación posterior. —Miró a su alrededor—. Permitidme repetirlo, amigos: si Demetrio me detiene, no será un acto de guerra. Nada de capturar naves atenienses, nada de atacar a su flota en Corinto. ¿Me oís, amigos?

Todos gruñeron; todos, excepto Aekes, que se limitó a asentir. Sátiro miró a su alrededor.

—Si por algún motivo Demetrio hace que me maten… Bueno, quedáis eximidos de vuestro juramento, pero consideraré un favor que hagáis todo el daño posible a su flota estacionada en Corinto.

Sonrió. Nadie correspondió a su sonrisa.

—¿Tan mal están las cosas? —preguntó Apolodoro.

Sátiro negó con la cabeza.

—No —contestó—. Si no fuera por la profecía, no temería por mí en absoluto. Sería el colmo de la locura que Demetrio me atacara. Pero Apolo no habla a la ligera a los mortales.

Aekes negó con la cabeza.

—No tiene ningún sentido —dijo—. Si te toma prisionero, tú pierdes muy poco y Rodas es libre de romper el tratado.

—No mientras tenga a sus rehenes —contestó Sátiro—. Pero, aun así, estoy de acuerdo contigo, Aekes. He pensado en ello cada noche y no he logrado sacar nada en claro.

—¿Por qué no nos quedamos aquí? —preguntó Anaxilao—. Acampamos en esta playa, nosotros llevamos la flota mercante a Atenas, vendemos el grano y nos reunimos contigo aquí. Puedes entretenerte luchando con Cármides.

Todos se rieron. Sátiro negó con la cabeza.

—Tengo asuntos personales en Atenas —dijo.

—¿Asuntos con las piernas largas? —preguntó Aekes, aunque en voz muy baja—. Escucha, señor —dijo, más alto—. No soy un hombre piadoso, pero si el dios ha sido tan directo contigo, ¿por qué no lo obedeces? ¿Te quedas aquí? Dinos a quién quieres ver y te lo traeremos.

—Abraham es rehén de Demetrio —dijo Sátiro—. No podéis sacarlo de Atenas, y necesito verlo.

Sus capitanes lo miraron con algo parecido a la sospecha.

—Voy a ir a Atenas —insistió Sátiro.

—¿Sin tu flota? —preguntó Sandokes—. ¿No debería ser al revés? Si tienes que ir, ¿por qué no hacerlo con una demostración de fuerza?

—¿Podéis estar tres días armados y listos para combatir? —preguntó Sátiro—. ¿En medio de la flota ateniense? No. Confiad en mi criterio, amigos. Y obedeced; os pago el salario. Id a Egina y aguardad.

Sandokes estaba descontento y no tenía el menor interés en disimularlo.

—Señor, siempre obedecemos. Somos buenos capitanes y buenos combatientes, y la mayoría de nosotros llevamos unos cuantos años contigo. El tiempo suficiente para ganar el derecho a avisarte cuando te equivocas de plano. —Tomó aire—. Señor, te equivocas. Llévanos a Atenas; con diez naves llenas de combatientes nadie osará ponerte un dedo encima. O, mejor aún, quédate aquí, o ve tú a Egina y nosotros iremos a Atenas.

Sátiro se encogió de hombros, enojado.

—¿Todos pensáis lo mismo? —preguntó.

Sarpax negó con la cabeza.

—No —dijo—. Aekes y Sandokes tienen su parte de razón, pero yo te obedeceré. No sé exactamente cuál es tu relación con Demetrio, y tú sí. —Miró a los demás capitanes—. No lo sabemos.

Sandokes negó con la cabeza.

—Obedeceré, señor; aunque supongo que se me permite no estar de acuerdo.

Sátiro se mordió el labio. Superado el enojo, eligió sus palabras cuidadosamente.

—Agradezco que intentéis ayudarme. Espero que confiéis en que he pensado en esto tan detenidamente como he podido, y que tengo una visión más amplia de los factores en juego que cualquiera de vosotros.

Sandokes no se echó para atrás.

—Espero que te des cuenta de que en el fondo solo velamos por tus intereses, señor. Y que no deseamos buscar empleo en otra parte mientras tu cadáver se enfría. —Se encogió de hombros—. Nuestros remeros son cada día más duros, tenemos buenos timoneles y buenas naves con los fondos limpios. Apuesto a que podemos apresar veinte naves en esta agua. Nadie, nadie con dos dedos de frente, se meterá contigo mientras estemos en el puerto.

Sátiro esbozó una sonrisa forzada.

—Si lleváis razón, os autorizaré de buen grado a que me lo digáis —respondió.

Sandokes dio media vuelta. Aekes lo agarró del hombro.

—No voy a cambiar de parecer —dijo Sátiro.

Sandokes se encogió de hombros.

—Zarparemos hacia Egina cuando tú digas —dijo Aekes.

Sátiro no había tenido semejante premonición de un desastre en toda su vida. Estaba ignorando el consejo de un dios y el de todos sus mejores capitanes y navegaría hasta Atenas sin protección. Pero su intuición, la misma que lo ayudaba a bloquear una estocada en un combate, le decía que lo último que le convenía era provocar a Demetrio.

Se lo explicó a Anaxágoras mientras los remeros empujaban las naves al agua. Anaxágoras tan solo negó con la cabeza.

—Me siento como un idiota —dijo Sátiro—, pero no voy a cambiar de parecer.

Anaxágoras suspiró.

—Cuando estemos cerca del Pireo, pasaré al Miranda o a otra nave de carga. Quiero que te quedes con la flota —dijo Sátiro—. Por si acaso.

Anaxágoras recogió el petate de cuero que contenía su armadura y la pesada bolsa de lana con su ropa de navegar y su lira.

—Muy bien —dijo secamente.

—Piensas que soy un idiota —dijo Sátiro.

—Pienso que arriesgas tu vida y tu reino por ver a Miriam, y sabes perfectamente que no tienes por qué hacerlo. Miriam te ama. Te aguardará. De modo que sí, pienso que te estás portando como un idiota.

Sátiro entrecerró los ojos.

—Has preguntado —dijo Anaxágoras inocentemente, y se marchó.