22
Hacía una noche de verano perfecta, y los campamentos se extendían desde los cerros del flanco oriental hasta el río en el oeste, y ninguno de los presentes había visto jamás semejante enfrentamiento; ni en Gaza ni cuando Alejandro todavía pisaba la faz de la tierra.
Sátiro informó a Fobos, que hizo que el simposio se desarrollara como si cada día se encargara de servir vino a doscientos invitados; tal vez lo hacía.
Había sakje. Era imposible invitar solo a unos cuantos sakje, desconocían el concepto de invitación. Una fiesta era para beber. El primer hombre a lomos de un poni llegó al pabellón de Sátiro una hora antes del ocaso, mientras Fobos y sus esclavos todavía apilaban la leña para cuatro grandes hogueras. Otros esclavos trajeron corderos, cabritos, un par de vacas y un toro.
Fobos, ahora aceptado por todos como parte de la casa militar de Sátiro, se encontró con que Draco, a su entender un buen servidor aunque bebedor empedernido y fornicador peligroso, ya estaba tonteando con los esclavos. Fobos llamó la atención del asesino.
—Señor, hay un recado que solo un caballero puede hacer por mí.
Draco hizo un esfuerzo para apartar los ojos de un complaciente cómplice de su lujuria.
—Lo que necesites, colega.
La palabra «caballero» le había subido a la cabeza. Fobos sabía manejarse bien entre los soldados.
—Necesito un sacerdote… un sacerdote respetable, un griego civilizado. De lo contrario el señor Sátiro hará los sacrificios él mismo, cosa que no resulta decorosa.
Draco rio por lo bajo.
—Hay que ver de qué cosas te preocupas, Fobos. Pero… este es tu trabajo, no el mío. Antíoco tiene un sacerdote de Zeus. Es ateniense. Lo conocí ayer.
—¿Tendrías la amabilidad? —preguntó Fobos, al tiempo que entregaba al macedonio su capa limpia de polvo y planchada.
Draco asintió y se fue a través del campamento. Tomó un caballo y, como tenía que ir al sector de la caballería, se llevó una espada. Y cuando pensó a quién iba abordar, se detuvo y también se cambió de quitón.
Bastante antes de que oscureciera, Fobos planteó a Sátiro otro dilema. Habiendo invitado a sus amigos, que también eran los amigos de su padre, y a los sakje, ahora había ciertos oficiales que deseaban acudir al simposio sin invitación. La visión de una hilera de jarras de vino tan larga como ancha era una falange, y un conjunto de hogueras como la pira funeraria de Patroclo, y un rebaño de carne expiatoria suficiente para alimentar a un ejército entero…
—El señor Antíoco desea asistir —dijo Fobos—. El rey de Babilonia. El rey de Tracia. El strategos de Macedonia.
Sátiro frunció el ceño.
—No es la fiesta que tenía en mente.
Melita negó con la cabeza.
—Claro que lo es. Si madre y padre estuvieran aquí, ¿no harían precisamente esto? ¿Qué puede alentar más al ejército que ver a sus jefes juntos en la devoción y la cordialidad?
Sátiro sonrió.
—Muy bien. Acojamos a todo el mundo.
—Perfecto —respondió Fobos—. Ya me he tomado la libertad de invitarlos.
Todavía no era noche cerrada y los sakje clamaban que se encendieran las hogueras. Había bastantes saka orientales con los reclutas de las satrapías, y ahora doscientos hombres inundaban la zona dispuesta para el simposio. En su mayoría habían tenido el atino de llevar vino y camastros para tenderse.
Un hombre alto y guapo con la nariz grande y una hermosa tez morena como la mejor madera hizo una profunda reverencia a Sátiro.
—No me conoces —dijo. Tenía la voz de un actor griego interpretando a un persa.
—Darío —dijo Sátiro.
Se abrazaron, y Darío abrazó también a Melita.
—¿Dónde está León? —preguntó.
—En el mar, cubriendo nuestro flanco —contestó Sátiro.
—Ah. Lo apenará haberse perdido esto. —Darío miró a los saka y los sakje—. Mis disculpas; muchos son míos, persas y saka. De modo que he traído un poco de vino y unas cuantas manos para ayudar a servir.
De hecho, cada uno de los hombres que tenía detrás llevaba una ánfora de vino; una verdadera fortuna.
—No soy pobre —dijo con una sonrisa—. Seleuco me ha dado un rango alto.
—Lo serás por la mañana si nos bebemos todo eso —señaló Melita.
—¿Y este hombre tan apuesto? —preguntó Darío.
—Mi amigo Anaxágoras —contestó Sátiro.
Melita se rio.
—Mi marido, cuando se digne a pedírmelo.
Sátiro tuvo el placer de ver sonrojarse de consternación a Anaxágoras.
Viejos amigos se aglomeraron a su alrededor para dar sus felicitaciones, pero Melita soltó su grito de guerra y se callaron.
—Antes tiene que pedírmelo —dijo—. Mi corazón es tan griego que no puedo pedírselo yo.
Anaxágoras sonrió, hizo una reverencia y… se esfumó.
Sátiro se preguntó si estaría enojado. No era fácil ofender a Anaxágoras, tal vez no le había gustado aquel desenlace en público.
Costaba saberlo.
Los viejos amigos se arrimaron una vez más, y Sátiro lo olvidó todo en un torbellino de remembranzas.
Sófocles tenía que salir del recinto y escapar a toda prisa. Lo sabía todo, todo lo útil de lo que cabía enterarse.
Había pasado la jornada engatusando al médico de Seleuco, un hombre que nunca había estado en Atenas y que necesitaba toda la ayuda que se le pudiera brindar. Sófocles le dio buenos consejos, le dio a conocer dos de sus mejores fármacos, sin cobrar, y conversó sobre vendajes y venenos. A cambio solo le pidió que se apostara junto a la tienda de mando y escuchara.
No le gustaba lo confiados que estaban los seléucidas, pero tenía bien grabados en la cabeza los puntos flacos de su coalición. Ahora podría decirle a Nerón qué sátrapas sería fácil sobornar; se había enterado por boca del propio Seleuco.
Hizo una reverencia a todos y salió presuroso del complejo de tiendas que hacía las veces de palacio, pero se dio demasiada prisa, de modo que los centinelas del cordón exterior lo detuvieron. Era el tipo de error que más odiaba. Se juró no volver a cometerlo otra vez.
Draco desmontó junto al vallado de los oficiales, cerca de las tiendas del rey de Babilonia. Su caballo detestaba el olor de los elefantes, y lo ató a la argolla de una estaca. Luego caminó hasta los centinelas, sacudiéndose la arena de las manos.
Había un hombre bastante apuesto bordeando el palacio de tiendas, pero caminaba demasiado deprisa. A los soldados no les gustó y lo detuvieron para preguntarle qué andaba haciendo. Draco aplaudió su profesionalidad y de repente tuvo la impresión de reconocer aquella voz. Paró en seco.
Cuando aquel hombre finalmente pasó el control, Draco lo siguió por las calles de detrás del palacio de tiendas, donde acampaban los Compañeros de caballería y la infantería.
Draco era cualquier cosa menos indeciso. Observó los andares de aquel sujeto y estuvo seguro.
Fue tras él por la avenida principal de la infantería, y después a lo largo de una calle lateral, pasando por delante de las tabernas improvisadas y los tenderetes que vendían aceite de oliva y sartenes nuevas a los soldados.
Lo siguió hasta llegar a la puerta de su tienda, y allí, sin dejar de caminar, le hundió la espada en la espalda.
Luego le dio la vuelta. Tenía los ojos vidriosos.
—¿Sabes quién soy? —preguntó Draco—. Espero que sí. Toma, cómete esto, malnacido.
Le clavó la espada en la boca con tal ímpetu que la punta le salió por el cogote. Draco imprimió más fuerza a la punta y le partió las vértebras con un chasquido, movió la hoja de un lado a otro y lo decapitó. Suspiró al recordar que llevaba su mejor capa, pero envolvió la cabeza con ella.
Empujó el cadáver para que se desangrara en la puerta de la tienda.
Recogió la cabeza y se fue en busca del sacerdote de Zeus.
Anaxágoras regresó a la fiesta como un rayo. Iba montado y llevaba ni más ni menos que a Scopasis y a Thyrsis consigo, y cabalgaron a través de la reunión como una carga enemiga, dispersando a los invitados, aunque nadie resultó herido. Fue toda una proeza ecuestre, y todavía fue mejor por la agilidad con la que Anaxágoras arrancó a la Reina de los Masagetas de la conversación que mantenía con Safo y la joven Thais, la concubina de Antíoco, así como con Lucio y Estratocles. Estaba hablando con ellos y de súbito se vio cargada como un saco a lomos del caballo de Anaxágoras, alejándose a medio galope.
Anaxágoras tenía fuerza en los brazos y la agarraba como una mano de bronce.
—¿Te casas conmigo? —preguntó.
La risa de Melita cascabeleó por encima del ruido de los cascos del caballo, llegando a oídos de los invitados.
Fue una manera estupenda de iniciar la celebración, sobre todo cuando regresaron, desmontaron y, más formalmente, anunciaron su compromiso. Fobos fulminó con la mirada a Draco, que entró con la ropa arrugada, sucio y con pinta de estar borracho, pero lo cierto era que había llevado al sacerdote, que se apresuró a cumplir el mandato de su señor.
No obstante, Sátiro insistió, como anfitrión, en sacrificar él mismo el toro.
Incluso los sakje guardaron silencio.
Ningún hombre, ya sea devoto, sacerdote o un pío aristócrata, sacrifica un toro a la ligera. No es una cuestión de dinero sino de tajar bien. Los sacerdotes bien podían cortar el cuello del toro con un cuchillo afilado, pero de un soldado se esperaba que lo hiciera a la antigua usanza.
Sátiro era fiel a la antigua usanza. Subió al altar y le dio la cuerda a Anaxágoras, que la sostuvo bien tensa, estirando el cuello del animal sobre la losa de piedra. A la antigua usanza.
Sátiro levantó la vista al cielo, hacia la última luz del día, y le pareció ver un águila allí arriba, o quizás un cuervo, alejándose en espirales en el propicio lado derecho del cielo y, solo por un instante, deseó ser él quien estuviera en el cielo, muy por encima de las necesidades de los hombres y mujeres.
Envió sus pensamientos al Olimpo, a Heracles, y desenvainó; giró las caderas y dio el mandoble.
No era su espada de combate, era la espada más pesada que le habían podido prestar. Y Tiké estuvo con él: la hoja pasó entre las vértebras del cuello como si el propio dios tuviera su mano en la empuñadura.
El toro se desplomó, el último trozo de carne se desgarró con el peso del cuerpo, y la cabeza rodó, cayendo a los pies de Anaxágoras.
El rugido de los soldados fue como una avalancha de sonido.
Seleuco, el circunspecto y refinado Seleuco, le dio una palmada en la espalda como si fueran bebedores empedernidos.
—¡Espectacular! —gritó Seleuco por encima del gentío.
Sátiro limpió la hoja e hizo una reverencia al sacerdote, que lo miró como un hombre al que le han puesto muy alto el listón.
Pero el sacerdote hizo una faena competente, sacrificando a su manera corderos y cabritos, y el charco de sangre bajo el altar se fue haciendo cada vez más profundo; se vertieron libaciones, y el humo ascendió a los cielos desde los largos huesos envueltos en grasa y dispuestos sobre los fuegos del altar. Un par de acólitos cortó la carne y se la pasó a Fobos, un digno Fobos con un reluciente quitón rojo, que la cortó en tajadas con una destreza y rapidez que hizo que la desolladura pareciera arte de magia.
Sátiro, completado su acto piadoso, se sintió como un héroe y vertió una libación especial, y después se unió a sus amigos, pasándoles una copa de vino aguado, sin dejar de observar a los sacerdotes; un sacrificio a Atenea, un sacrificio a Hera, un sacrificio a Afrodita…
Seleuco se aproximó a Sátiro.
—Gracias, rey de Tanais. Esto ha sido un acierto, una manera apropiada de hacer que los hombres muestren su respeto a los dioses la víspera de una batalla. Una demostración oportuna de que somos helenos en esta tierra de bárbaros.
Sátiro estaba mirando un grupo de saka de Darío que se había congregado en torno a Melita, y sonrió. Pero se dio cuenta de que Seleuco estaba intentando ser simpático, superar su reserva habitual; y, además, ambos habían estado juntos en la corte de Tolomeo.
—Gran rey, tus elogios son miel para mis oídos —dijo Sátiro.
—Nunca me llamo a mí mismo gran rey —respondió Seleuco.
«Pero lo harás», pensó Sátiro.
—¿Hay novedades sobre las flotas? —preguntó.
Seleuco asintió.
—Nuestras flotas ya se están dispersando. La flota de Demetrio está en Atenas y Corinto. Hubo dos acciones; Plistias rehusó en ambas ocasiones. Tengo entendido que tu amigo Abraham, el judío, ¡qué bien lo recuerdo de Alejandría, siempre el más guapo de entre los jóvenes!, se distinguió en los Dardanelos. Pero cada vez que le presentaron batalla, Plistias remó hacia atrás e intentó sembrar el caos en nuestra flota.
Seleuco se encogió de hombros.
Antíoco, su hijo, sonrió.
—El señor León insistió en que la flota remara en todo momento. Nunca permitió que se izaran las velas, ni siquiera con viento por la aleta en la travesía desde Alejandría hasta Chipre. Y León se aseguró de que los remeros cobraran puntualmente en la luna llena de cada mes. Remeros fuertes y bien pagados; eso es todo lo que hay que saber sobre táctica naval.
Sátiro asintió.
—León fue uno de los hombres de mi padre, y todos están reunidos aquí. Confiaba en que tuviera ocasión de venir por las montañas.
Antíoco negó con la cabeza.
—El señor León, el judío Abraham y tu Aekes; ¡qué tripulación tan políglota forma tu gente! Es un ilota espartano, ¿verdad?
—Me parece que ahora es navarco en la flota del Bósforo —respondió Sátiro.
Antíoco no se ofendió.
—Oh, por supuesto. En cualquier caso, tomaron una ciudad de la Propóntide hace menos de una semana; la última plaza fuerte de Plistias. De modo que ahora las flotas de grano pueden navegar sin contratiempos y nuestros aliados controlan ambas orillas de la Propóntide. Deben de estar a mil doscientos estadios de aquí.
Lisímaco se acercó y ofreció vino a Sátiro en una copa de oro; vino sin aguar. Sátiro tomó un sorbo.
—Gracias por hacer esto, Sátiro. La tropa agradece las muestras de devoción. Hace más fácil tragarse la perspectiva de la batalla, ¿eh?
Sonrió y bebió.
El sacerdote estaba sacrificando el último carnero; uno negro, para el dios que muchos llamaban Plutón, dios de la buena fortuna. No obstante, todos los helenos sabían que en realidad invocaba a Hades, el dios del inframundo.
Derramó un gran fiale de vino sobre el altar, y con la acre fragancia cobreña de la sangre, el rico aroma de la grasa al cocer y los vapores de vino especiado que emanaban de los huesos chisporroteantes, el aire estaba cargado de olores de los dioses.
—Plutón, dios de la buena fortuna; marido de Perséfone, que nos trae la primavera en toda su abundancia, amorosa hija de Deméter; hermano de Zeus, todopoderoso bajo la tierra, envíanos a tu hija Tiké y prívanos de tu mano. Y permite que los espíritus de nuestros amigos beban de estas libaciones de vino y sangre, y se acuerden de cuando eran hombres y pisaban la faz de la tierra bajo el beso del sol.
El sol se estaba poniendo; una bola roja de fuego en el remoto horizonte de los cerros occidentales.
Coeno estaba allí. Había nacido en el seno de una de las familias más antiguas de Grecia, que sostenía descender del propio Zeus, o eso contaban los poetas, y los reyes macedonios lo dejaban indiferente.
Seleuco alargó el brazo. Coeno había sido íntimo de Tolomeo en Alejandría, y ambos se conocían bien. Se dieron la mano, y Coeno abrazó a Diodoro, que había hecho carrera con el rey de Babilonia.
—Ojalá levante a todos los espíritus —dijo Coeno, y había lágrimas en sus ojos.
Seleuco asintió.
—Todos los hombres que Alejandro llevó al Gránico, a Iso, a Arabela, al río Jaxartes y al Hidaspes, a Persépolis, Babilonia, India. Debe de haber cinco ejércitos ahí abajo.
Lisímaco solía mostrar un aire de ironía, como si no se tomara nada en serio, ni la vida ni la muerte, el peligro o el desdén, ni siquiera la derrota. Pero cuando el sol se hundió detrás del horizonte, negó con la cabeza.
—¿Por qué ha dicho eso el sacerdote? Esos espíritus superarán en número a todos los hombres de ambos ejércitos que hay aquí.
Coeno asintió.
—Tal vez la víspera de una batalla sea el mejor momento para recordar a los caídos, pues mañana quizá nos sumemos a ellos. Cuando estéis pelados de frío y podridos en la tierra, hermanos, ¿no querríais pensar que de vez en cuando otros hombres derramarán vino en vuestra memoria y que brindarán por todas vuestras gestas y os elogiarán?
Para entonces se había formado un gran círculo de hombres y mujeres en torno a los altares. El sol iba descendiendo y arrojó un último resplandor broncíneo sobre todas las cosas.
Espontáneamente, un macedonio tomó la palabra.
—Recuerdo el Gránico —dijo—. Recuerdo que intentábamos subir el ribazo y que Menón y todos sus malditos hoplitas estaban arriba, matándonos. Mi hermano cayó allí.
Docenas, quizá centenares de voces se alzaron en la oscuridad.
—¡Sí! —gritaron, y dijeron en voz alta los nombres de los hombres que habían conocido y caído allí.
Diodoro alzó su copa de vino.
—Recuerdo Queronea, hermanos. Luché con Atenas contra Macedonia y vi el cadáver de mi padre, y dos de mis amigos de infancia murieron allí.
Y de nuevo, el coro de voces; más reducido esta vez. De nuevo los nombres a voz en cuello.
Coeno tomó la copa.
—Recuerdo Iso. Iba con la caballería aliada. Clístenes cayó allí, cuando derrotamos a los nobles persas.
En esta ocasión el coro surgido de la oscuridad sonó más fuerte, cientos de voces se alzaron, y la lista de nombres gritados se prolongó el tiempo que tarda un hombre en beber una copa de vino, o en pasar una velada bajo las estrellas.
—Recuerdo Arabela —dijo Seleuco—. Estaba con los Compañeros cuando ganamos Asia. Muchos amigos míos cayeron allí…
Y de nuevo, y más alto, cientos de voces, cientos de nombres.
—¡Ecbatana! —gritó un piquero.
—¡El combate en los desfiladeros de Persépolis! —gritó otro.
—¡El Hidaspes! —gritó un oficial del estado mayor de Seleuco—. ¡La batalla con elefantes!
Y el coro ya había devenido un grito ronco.
Los nombres de batallas siguieron brotando en la creciente penumbra que rodeaba las hogueras mientras el sol finalmente se escondía detrás del horizonte; el sitio de Tiro y la Guerra Lamiaca, citados en orden por Estratocles, las primeras contiendas de los diádocos… Escaramuzas de las que Sátiro ni siquiera había oído hablar.
Su hermana se acercó y su mano encallecida tomó la de Sátiro. Los nombres surgían de la oscuridad; nunca en estricto orden cronológico, sino a medida que los hombres se armaban de valor para gritarlos; batallas y escaramuzas famosas, una eterna letanía de guerras y víctimas de guerras. Y a veces la voces que brotaban en la negrura eran voces de mujer.
Eumenes de Olbia alzó la copa.
—El vado del Río Dios —dijo.
Los sakje rugieron en señal de aprobación.
Lisímaco negó con la cabeza.
—Allí murieron Zopirión y cuatro mil labriegos y veteranos macedonios y tracios; no ha sido muy oportuno mencionarlo.
—¡El río Jaxartes! —gritó Melita a la oscuridad, y de nuevo los sakje rugieron, así como todos los saka y muchos de los bactrianos y persas.
—¡Allí cayó Kineas, venciendo a Alejandro! —gritó Melita otra vez.
Lisímaco gruñó y en cambio Seleuco asintió al ver que los saka se envalentonaban para agregar a sus muertos. Sin embargo, Heracles, el hijo de Alejandro, miraba el fuego. Lucio rodeó los hombros del muchacho con el brazo y se lo llevó a un aparte, por si acaso lo reconocían y aclamaban, o algo peor.
Ya era noche cerrada, las hogueras ardían con fuerza y su fuego sustituía al del sol.
Y los veteranos de cien batallas siguieron gritando los nombres de sus combates y los de sus amigos ausentes; Rafah, el río Tanais, Chipre, Gaza; combates terrestres y combates navales, escaramuzas y batallas, y ahora el coro de voces era un rugido de mil leones que llenaba la noche.
El sacerdote de Zeus fue al encuentro de Seleuco y le hizo una reverencia.
—Mi señor… No tenía ni idea… Mis disculpas. No tenía intención de provocar esto.
Seleuco tiró al suelo un poco de vino de la copa que Fobos le puso en la mano.
—Noto su presencia; y no soy supersticioso, sacerdote.
Apolodoro, envalentonado por el vino, gritó a los comandantes:
—¡Vosotros ayudasteis a crear los espíritus! ¡Ahora soportadlos!
Y cientos de voces rugieron su aprobación.
La competición entre batallas y la amargura por los amigos perdidos podrían haber causado peleas. Allí había persas junto a hombres que habían matado a sus padres, y también macedonios junto a los saka que habían combatido contra ellos en todos los campos de batalla.
Empero Fobos hizo que el vino corriera, una legión de esclavos llevaba las ánforas hasta donde llegaba la luz de las hogueras, con crateras que durante el día eran meros cuencos de madera o cacerolas del comedor de oficiales o simples vasijas de arcilla cocida que tenían un tacto pegajoso y se manchaban de negro con el vino; y los sakje las compartieron con los persas, los macedonios y los griegos, los jonios y los asirios, el vino fue pasando de mano en mano, y con él, parte del miedo.
Entonces Anaxágoras se puso a tocar.
Bien podría llevar una hora tocando; el sonido de la lira no es lo bastante fuerte para competir con quinientos hombres, pero poco a poco se fue haciendo un silencio, respetuoso y cansado, y la melodía de su lira se alzó en la noche sobre los susurros.
Y cuando estuvo seguro de contar con la atención general, tocó el Peán de Apolo.
De entre todas las canciones de los helenos, el Peán de Apolo era una de las pocas que también conocían los sakje y los saka. Lisímaco comenzó a cantar, y se le sumaron Prepalao y Diodoro, Andrónico y Seleuco, Coeno y Apolodoro, Melita y Scopasis, Cármides y Thyrsis y Draco y Fobos; incluso los esclavos cantaron, de modo que el cántico se adueñó de la noche junto con el vino y la sangre.
Un poco apartado de las hogueras, Estratocles lloraba. Lucio lo rodeó con un brazo.
—Al menos esta vez estamos a este lado de la línea —dijo.
Estratocles rio con lágrimas en los ojos.
A cuatro estadios de allí, Demetrio contemplaba el resplandor que se divisaba en el sureste; el extremo izquierdo del campamento de su enemigo. Un rugido tras otro llegaron desde aquel resplandor, y ahora oía el inconfundible sonido del Peán.
Un hombre surgió de la oscuridad, un oficial bajo y fornido cuyo pelo rubio brillaba a la luz de la llamas.
—Señor —preguntó—, ¿cuál es la contraseña para esta noche?
Demetrio no reconoció al oficial pero tampoco le preocupaba demasiado que se produjera un ataque nocturno.
—Zeus y Victoria —respondió.
El oficial se detuvo a escuchar el sonido del Peán.
—Vaya —dijo, como si lo decepcionase.
Dio media vuelta y emprendió el regreso hacia las hogueras distantes, y Demetrio se preguntó quién sería. Mas cuando se volvió para llamarlo, allí no había ni un alma.
Se encogió de hombros y fue al pabellón de su padre. Antígono estaba apagado; tomó una buena cena pero no estuvo procaz ni desdeñoso de sus enemigos; en absoluto su típica actuación antes de una batalla, pensó Demetrio.
—Estas últimas noches he soñado mucho —dijo Antígono.
—Sospecho que se debería a algo que comiste —respondió Demetrio. Negó con la cabeza—. Padre, una batalla más. Los tenemos donde queríamos; a todos excepto a Tolomeo.
Antígono levantó la cabeza, y su media sonrisa y su mirada maliciosa fueron las que Demetrio había visto toda su vida.
—Sí, muchacho. Los tenemos a todos en la cesta; pero empiezo a preguntarme: ¿puede una manada de hienas convertirse en una de leones? ¿Has oído el alboroto de su campamento? —Negó con la cabeza—. ¿Y dónde, en el gran círculo de la Madre Tierra, ha encontrado Seleuco tantos elefantes?
Demetrio nunca había tenido que tranquilizar a su padre; le resultó raro.
—Calma, padre. ¿No eres tú quien siempre me dice que los elefantes son un truco? ¿Que apenas surten efecto en una batalla?
—Doscientos elefantes surtirán un efecto tremendo —respondió Antígono—. Tengo intención de situar a todos los nuestros en la línea de frente; separados en intervalos para dar más peso a nuestra avanzadilla e intimidar a sus elefantes.
Demetrio se encogió de hombros.
—Ahí lo tienes, entonces. Asumiré el mando del flanco derecho de la caballería…
—Tendrás el de casi toda la buena caballería. He planeado una pequeña sorpresa para mañana por la mañana.
Antígono bebió un poco de vino. Demetrio asintió.
—¿Cuál? —preguntó.
—¿Qué pasa, tienes miedo de no oír los toques de trompeta, chico? —preguntó Antígono—. Que sea viejo no significa que esté para el arrastre. Recibirás mis órdenes igual que los demás oficiales, por la mañana.
Bebió un sorbo de vino. A cuatro estadios de su pabellón, estaban cantando otra vez. Antígono negó con la cabeza.
—No me gusta lo que oigo —dijo.
Cármides cantó la Ilíada; buena parte del libro primero, La cólera de Aquiles, como recordatorio de cómo el orgullo y la ira podían dividir a un ejército de aliados. Su voz era bella, sus posturas, nobles, y las notas de Anaxágoras surgían de su lira como las llamas de un fuego, encendiendo la imaginación, apaciguando los miedos, y Cármides entonó las palabras del poeta hasta quedarse sin voz.
Sátiro cantó un poema de Safo y, cuando cantó, lo hizo pensando en Miriam, que estaba a mil estadios de allí.
Melita cantó una canción de Teognis un tanto subida de tono, sobre un hombre que amaba en demasía a los muchachos, más divertida que nunca en boca de una mujer, y los griegos se golpearon los muslos y rieron. Después cantó una canción sakje sobre una doncella que vengaba la muerte de su amante matando a sus asesinos uno por uno, y los saka soltaron sus estridentes gritos de guerra.
Safo se acercó al fuego, vertió una libación y permaneció quieta un buen rato. Luego fue a sentarse con Diodoro, Crax, Antíoco y todos los «ancianos» que habían servido con Kineas y Apolodoro.
Sátiro se encontró llorando. Vio cómo Safo abrazaba a Diodoro y observó cómo Apolodoro sacrificaba un cordero, salmodiando un himno en honor de Kineas con medio centenar de hombres más.
—¿Venceremos mañana? —preguntó Sátiro a Coeno.
Coeno se encogió de hombros.
—No soy comandante —dijo—, pero estos hombres tienen la moral muy alta.
Estratocles, que estaba conversando con Antíoco, conspirando, sospechó Sátiro, de pronto dejó de hablar, se acercó y ofreció su copa de asta llena de vino a Coeno.
—Presiento que venceremos —dijo Estratocles.
Seleuco se zafó de Prepalao, que había bebido demasiado.
—No perderemos —sentenció—. Tenemos un buen ejército y una retirada segura, y esta velada ha contribuido a fortalecer los lazos de nuestro ejército.
Sátiro torció el gesto.
—No me conformo con evitar la derrota —dijo—. Tal vez el vino me haya vuelto presuntuoso, pero no estoy en esta guerra para evitar una derrota. Estoy en esta guerra para ponerle fin. Tengo veintiocho años…
—Te falta un mes —terció su hermana gemela.
—Tengo casi veintiocho años y llevo guerreando desde los doce. Los hombres que hay en torno a estas hogueras no han conocido otra vida. Merecen que esto se acabe.
Sátiro cruzó los brazos, habiendo dicho más de lo que pretendía.
Anaxágoras sonrió. Cogió la copa de vino y bebió un buen trago.
—Tocar tanto rato es como una competición de atletismo —dijo—. Escucha, Sátiro, estoy de acuerdo en que esta guerra debería terminar, pero ten en cuenta lo siguiente, por favor. Hay cincuenta mil hombres en torno a estas hogueras, y los soldados enemigos suman la misma cantidad. Y los últimos treinta años, ¡por todos los dioses, Sátiro, treinta años!, han acostumbrado a los hombres a estar en guerra. Los helenos han perdido los hábitos propios de la paz. Todo lo solucionan mediante guerras. Una batalla no cambiará eso. Los perdedores morderán el polvo pero reharán su vida, los vencedores se pelearán entre sí.
Estratocles asintió.
—¿Cómo se ganarán la vida estos hombres, Sátiro? La guerra es una profesión honorable. ¿Acaso deberían ser bandoleros? Y los caballeros, ¿adónde irán? ¿De vuelta a las ciudades que los exiliaron, de vuelta a sus granjas arruinadas y a sus familias muertas? Los hombres modestos, ¿qué encontrarán a su regreso? Los cobardes que se quedaron en casa, los jóvenes que se quedaron con los telares, con los tornos de los alfareros, con las fraguas de los herreros son los que ocupan todos los trabajos. Prosperan con el comercio. ¿Qué podrá hacer exactamente un hombre que ha sido jefe de hilera durante veinte años cuando regrese a Corinto? ¿Ponerse a teñir telas? ¿Ser el aprendiz de un hombre diez años más joven?
Sátiro cogió la copa de vino, recién llenada por el propio Fobos, y bebió. Agua pura con un poco de vinagre. Fobos les estaba diciendo a todos que ya era hora de acostarse. Asintió.
Melita estuvo de acuerdo.
—Nunca hubiese venido aquí, pero mi hermano insistió en que inclináramos la balanza para que los aliados pudieran poner fin a este estúpido sueño de un imperio universal y que cada cual pudiera regresar a su pradera.
Anaxágoras le sonrió pero negó con la cabeza.
—Se ha puesto de moda culpar de todo al rey Alejandro —le dijo—, pero soy estudiante de historia, y digo que Ashniburnipal, Darío y Jerjes, Agamenón y Príamo, Sargón… El sueño de una conquista universal se encuentra en todas partes. No lo inventó Alejandro.
Seleuco asintió.
—Aprendí esos nombres en Babilonia —dijo—. Sargón; eres un hombre culto. Pero Alejandro hizo más que cualquier hombre anterior a él.
Anaxágoras asintió.
—Tal vez, pero acabar con Antígono no acabará con las inquietas ganas de conquistar. Y tú, señor rey —prosiguió, mirando a Sátiro—, no renunciarás a tus tierras ganadas a punta de espada, como tampoco Tolomeo, Lisímaco ni Casandro.
Seleuco asintió.
—Es cierto.
—La guerra es el rey y el padre de todos —dijo Anaxágoras. Se encogió de hombros—. No sé cómo lograr que los hombres hagan la paz. A decir verdad, ni siquiera estoy seguro de que sea buena idea.
Sátiro pasó la copa de agua con vinagre.
—Yo estoy seguro de que para mí es una buena idea —dijo.
Se sirvió agua a los juerguistas, y Sátiro fue de grupo en grupo mientras se dispersaban, con su hermana y sus amigos, estrechando manos y deseando buena suerte. Encontró a Draco entreteniendo con un cuento a un grupo de macedonios.
—A la cama —dijo Sátiro. Draco estaba tan borracho que tenía el rostro sonrojado, tan sonrojado que era visible a la tenue luz del rescoldo.
—¡Maté al maldito médico! —dijo Draco, echando los brazos al cuello de Sátiro.
Los pensamientos de Sátiro estaban muy lejos de allí. No sabía de qué le estaba hablando el veterano borracho.
—¿A quién? —preguntó.
Draco llevaba una capa enrollada debajo del brazo, y se desternilló de risa.
—Un momento —dijo, y siguió riendo a carcajadas. Desenrolló la capa con un diestro tirón y los macedonios maldijeron cuando vieron lo que había envuelto entre los pliegues, pero se rieron.
Melita no se inmutó. Agarró la cabeza por el pelo.
—Sófocles —dijo, con satisfacción.
Sátiro escupió para no vomitar.
—¿Dónde lo has encontrado?
Draco seguía descoyuntándose de risa.
—Vagando por el campamento como el espía que era.
Sátiro negó con la cabeza.
—No quiero ni pensar cuántos más espías tiene Antígono entre nosotros —dijo—. Estratocles, ¿has visto esto?
El ateniense se quedó mirando la cabeza un buen rato. Luego la cogió de la mano de Melita.
—Lo conocía —dijo, con una franqueza inusual en él—. Incluso fuimos camaradas, en ciertos momentos. ¿Puedo llevarme esto para enterrarlo?
Draco asintió.
—Claro. Oye, puedo llevarte hasta donde está su cuerpo. Lo dejé en su tienda.
Se rio una vez más.
Anaxágoras observó cómo se perdían juntos en la oscuridad.
—¿Qué les tiene reservado la paz? —preguntó.
Sátiro negó con la cabeza.
—Entiendo lo que quieres decir —respondió—, pero tiene que haber algo. Draco es más una ruina de hombre que un hombre cabal.
—No hablo así porque ame la guerra —dijo Anaxágoras—, aunque confieso que tiene sus alegrías, como por ejemplo el amor. Lo hago fundamentándome en lo que observo. Draco vive aquí, tal como un granjero vive en su granja. Y ha matado a ese asesino. Sin él…
Sátiro asintió. Y suspiró y estrechó la mano de su hermana. Fueron juntos hasta una hoguera y derramaron libaciones; una por su padre, otra por su madre y una última por Filocles. Sátiro percibía su presencia allí mismo, en medio de la oscuridad.
Una hora después, Draco y Estratocles fueron a las hogueras. Se habían consumido, pero los montones de brasas eran tan altos como los muslos de un hombre. Draco desapareció en la negrura y regresó con Fobos y un fila de esclavos, y apilaron troncos para alimentar una de las hogueras; troncos de cedro viejo, procedentes de una empalizada que había valle arriba. Y entonces el macedonio cogió en brazos el cuerpo del médico ateniense y lo echó al fuego, quemándose la pierna al hacerlo. Estratocles puso la cabeza junto al cuerpo y vertió vino y aceite sobre el fuego. Después quiso untar aceite en las quemaduras del macedonio, pero Draco ya se estaba alejando, dando traspiés.
Lucio encontró a Estratocles sentado a solas, envuelto en su clámide, contemplando cómo ardía la hoguera.
—No era amigo tuyo —dijo Lucio.
Estratocles asintió.
—¡Por los dioses! ¿No estaría trabajando para ti, verdad? —inquirió Lucio—. Somos… Creía que habías optado por un bando —agregó con súbita desconfianza.
—Y lo he hecho —respondió Estratocles. Parecía cansado—. He optado por un bando. Y mañana formaré en primera línea de mi falange y haré lo posible por derrotar a Antígono. Pero Sófocles y yo… —Miró hacia otro lado—. Comenzamos juntos. Terminamos de maneras distintas. Y, sentado aquí, me preguntaba si mañana mi cuerpo acabará en una fosa; toda una vida de intrigas, unos instantes de brutalidad. —Negó con la cabeza y alargó el brazo para coger la cantimplora de Lucio, que se la había ofrecido, llena de espeso vino dulce—. Comenzamos juntos. No creo que sea demasiado tarde para que terminemos juntos.
Bebió.
Lucio recuperó la cantimplora y tomó un trago.
—Estratocles, has sido un buen jefe. Y he ganado dinero… mucho dinero. Pero, ganemos o perdamos, mañana es el final. He tenido suficiente con un par de años… para regresar y pagar mi exilio con dinero. —Se encogió de hombros y se recostó—. Dejémonos de sensiblerías y disfrutemos de mañana.
—¿Una vez más? —dijo Estratocles—. ¿Velarás por mi vida?
—¿Alguna vez te he fallado? —preguntó Lucio—. Estás vivo, ¿verdad, griego ingrato?
Se echaron a reír.