10

A Sátiro le habría gustado llevarse a Miriam en brazos, sin más dilación, hasta una alcoba con un diván, si los dioses hubiesen estado de humor para concederle sus deseos.

Pero el mando rara vez funciona a satisfacción del comandante y, habiendo tomado Éfeso, toda la ciudad excepto la ciudadela, y después de que el lugarteniente de Antígono le hubiese ofrecido rendirla a cambio de un sustancioso soborno, Sátiro solo tuvo tiempo de besar a Miriam, disculparse por mancharle de sangre el quitón y farfullar cuatro sandeces antes de que Cármides le ayudara a quitarse el thorax mientras Miriam y Estratocles, ni más ni menos, le echaban agua caliente en las partes del quitón que, empapadas en sangre, se le pegaban al cuerpo. La herida de debajo del brazo era menos profunda que la yema de un dedo, pero el dolor era intenso y sangraba periódicamente.

Mientras estaba de pie, casi desnudo, sobre el suelo embaldosado del cuarto de baño de la villa donde habían estado recluidos los rodios, acudieron varios oficiales. Primero Nicéforo, informando sobre la buena disposición de la ciudadela para rendirse, luego un mensaje de su hermana vía Coeno y, pisándole los talones, una delegación de oficiales rodios ansiosos por comprobar con sus propios ojos que sus rehenes hubiesen sido liberados.

Para cuando el quitón se le despegó de la piel, Sátiro recibió la rendición de la ciudadela y un parte de exploración de un mercenario de Estratocles, un lesbio que se había llevado consigo a un pelotón por el camino de Magnesia el día anterior, cuando Nicéforo desembarcó a sus soldados. La misión del lesbio había consistido en explorar el territorio que mediaba entre ellos y Antígono para evitar sorpresas; en la costa circulaba un rumor que situaba al Tuerto muy cerca, y Sátiro y sus comandantes quisieron corroborarlo.

Sátiro miró de hito en hito al explorador. Cubierto de polvo y con profundas ojeras, parecía que hubiese sido él, y no Sátiro, quien había estado luchando. Intentó recordar cómo se llamaba. ¿Likeles? ¿Policrates? ¿Llevaba el nombre de un orador? ¿Isocles?

—Pericles —recordó al fin.

El lesbio hizo una reverencia a Sátiro y otra a Estratocles.

—Mis señores —respondió el lesbio.

Estratocles estaba sentado en una banqueta, lavando cuidadosamente la herida de Sátiro mientras Cármides vertía vino en sus trapos y Miriam iba a buscar miel. Estratocles levantó la vista de su tarea.

—¿No se supone que deberías estar a cien estadios de aquí, cabalgando a toda prisa? Juraría que me prometiste que tú y tus hombres erais los jinetes más rápidos de Asia.

Estratocles enarcó una ceja.

—Señores, fuimos enviados en busca de Antígono; lo que encontramos fue el naufragio de Lisímaco. Está en el camino de Magnesia; Antígono lo ha derrotado y sus tropas huyen en desbandada. Os… os ruega que lo recibáis. —Pericles se encogió de hombros—. Esas fueron sus palabras, señor.

—¿A qué distancia se encuentra Antígono? —preguntó Sátiro.

—Su caballería no da respiro a Lisímaco —dijo Pericles—. No me entretuve en comprobar si era cierto, señor. Dejé a mi segundo y a casi todos mis hombres en lo alto del desfiladero.

Estratocles asintió.

—Lo has hecho bien —dijo—, pero ahora necesito saber qué revelaste.

Pericles se quedó acongojado.

—¿Revelar?

—Si Lisímaco nos suplica protección, le dirías que estamos aquí, ¿no?

El lesbio se sonrojó.

—Me detuvo una patrulla de caballería —dijo. Se encogió de hombros—. Culpa mía. Lo único que dije fue que tu flota —inclinó la cabeza hacia Sátiro— estaba en Lesbos y que podría venir a Asia.

Estratocles asintió.

—Bien dicho. Muy bien, puedes descansar.

A una seña suya, Miriam lo acompañó a la salida.

—¿Lisímaco? —preguntó Sátiro—. ¿No debería estar a quinientos estadios de aquí?

Estratocles se encogió de hombros.

—Es un gran general, pese a su conducta hacia mí. Vio lo mismo que nosotros, que la flota de Plistias era la clave. Atacó las ciudades asiáticas por tierra para desbaratar los planes de los antigónidas. Apuesto a que esa ha sido su intención. ¿Pero aquí? Se compromete a más de lo que puede asumir.

Sátiro se volvió y miró a Anaxágoras a los ojos.

—Necesito que vayas corriendo a buscar a Melita y que la traigas aquí. Trae también a Terón y a cualquier otro alto oficial que encuentres. Cármides… Menedemos acaba de entrar a ver a los rehenes. Le transmites mis saludos, y que tenga la bondad de atenderme dentro de una hora. Mis más distinguidos saludos, recuerda; somos aliados, no jefes supremos.

Se volvió hacia Miriam.

—Despoina, van a decirse palabras duras.

—No será la primera vez que las oiga —dijo Miriam, y lo miró detenidamente, con los ojos ocultos en buena medida por sus cejas.

—Bien, apreciaré tu consejo. De acuerdo, Estratocles, si has estado en nómina de Lisímaco todo este tiempo, ha llegado el momento de que me lo digas.

Sátiro buscó los ojos del ateniense y sus miradas se encontraron.

Estratocles no apartó la vista.

—Intentó matarme.

Sátiro asintió.

—Tal vez, pero resulta que Melita y yo, por pura casualidad, estamos aquí, con todas nuestras naves y todas nuestras tropas, justo en el momento oportuno para salvar a Lisímaco. Le has servido durante dos años y le vendiste a Amastris. ¿Ves la pauta?

Estratocles se encogió de hombros.

—Estoy de acuerdo. Le he resultado útil aunque no fuese esa mi intención. Lo juro por todos los dioses.

—Escucha, Estratocles, dentro de un momento llegará mi hermana. Entonces será demasiado tarde. Si hiciste que ocurriera esto, dímelo. No permitiré que te ocurra nada.

Sátiro se percató de que estaba de pie con un brazo levantado, y que aquel hombre en quien no confiaba le estaba envolviendo el torso cuidadosamente con un vendaje de lino. Se sintió muy vulnerable.

—Soy inocente —dio Estratocles en voz muy baja.

—Me cuesta trabajo creerte —respondió Sátiro.

Miriam se rio.

—¿Acaso importa? —preguntó.

Sátiro la miró y sonrió.

—Ah —dijo—. Sabía que eras algo más que una cara bonita.

Estratocles respiró profundamente.

—Pero…

Miriam le puso una mano en el brazo.

—Resulta que te creo, pero, en este caso, me parece que tu verdadera lealtad de nada sirve para resolver el problema que plantea Lisímaco, al menos desde el punto de vista de Sátiro y Melita.

—¿Crees lo que dice? —preguntó Sátiro.

—Si servía a Lisímaco, habría buscado una excusa para irse con los exploradores y tú se lo habrías permitido.

Empezaron a entrar soldados y Miriam cruzó los brazos, súbitamente consciente de ser la única mujer presente, vestida con una fina tela de lino, sin otra prenda debajo.

Sátiro interrogó con la mirada a Estratocles.

—Bien —dijo—, pues dame tu parecer.

Estratocles asintió.

—Permíteme una pregunta: ¿Qué deseas?

Sátiro se encogió de hombros.

—A Miriam —dijo—. Mi reino del Bósforo libre de guerras.

Estratocles asintió.

—Entonces deberías cargar tus naves y zarpar.

Sátiro asintió.

—Excepto… —Estratocles sonrió ante su propio sentido del drama—. Excepto que si no tomas parte en el último acto, no puedes esperar que se te incluya en el acuerdo, y todos codician tu reino. Lisímaco, Antígono, Casandro, Demetrio… todos ellos.

Sátiro asintió.

—Puedo defender a los míos —respondió.

Estratocles se encogió de hombros.

—Por supuesto que puedes. ¿Pero no sería mejor que no tuvieras que hacerlo? Si aguardas, la guerra irá en tu busca; de tus granjeros y tus viñedos. O puedes escoger a uno para vencer. Y me parece que ya has hecho tu elección al tomar esta ciudad. Puedes salvar a Lisímaco, salvar a su ejército, salvar a los aliados y pedir el precio que quieras.

Sátiro asintió.

—Eso también lo he pensado.

—Bien, pues ha llegado la hora de hacerlo. —Estratocles asintió—. Si decides largar amarras, me iré contigo. Pero si quieres que sea sincero —sonrió con ironía—, si decides salvar a Lisímaco, ruego que consideres autorizarme a ser el portador de la noticia. Me causaría un gran placer ser el artífice de su salvación.

Sátiro cruzó una mirada con Miriam.

—Estratocles en realidad es honesto —dijo Miriam—, de una manera terriblemente retorcida.

Estratocles le hizo una reverencia.

—Empiezo a comprender tu elección, Sátiro.

Alboroto en el portalón, y Melita llegó con Scopasis a su lado. Abrazó a su hermano y después a Miriam.

—¿Y bien? —dijo—. Me has enviado un mensajero muy guapo, hermano.

Anaxágoras se había desnudado para correr y estaba allí plantado como una estatua de Apolo.

—Creído —dijo Sátiro.

Anaxágoras se encogió de hombros.

—No puedo evitarlo. Hace calor, y me dijiste que corriera. —Señaló a Sátiro con el mentón—. ¿Cuál es tu excusa?

Melita se rio, acarició la espalda de su amante un momento y se contuvo, no fuese a perder la compostura.

—Cuéntame —dijo a su hermano.

Sátiro se la llevó a un aparte.

—Lisímaco ha perdido una batalla, quizá solo una escaramuza, pero su ejército está en las últimas y está viniendo desde Magnesia por el desfiladero. Nos pide auxilio.

Melita miró fijamente los ojos de su hermano.

—Tú decides, hermano —dijo—. Vine hasta aquí por ti. Dijiste: rescata a Miriam. —La mirada de Melita se posó un instante en la figura inmóvil de la mujer de pelo castaño—. Diría que ha sido rescatada. ¿Ahora quieres salvar a Lisímaco?

Se encogió de hombros.

Sátiro aceptó su punto de vista con una inclinación de cabeza.

—Comienzo a pensar que ha llegado la hora de elegir un bando y encargarme de que sea el vencedor.

—Elegimos bando en Egipto. —Melita se encogió de hombros como dando a entender que no les había hecho ningún bien—. Mi bando cabalga en las llanuras y le importa un comino esta guerra, ¿eh?

Sátiro asintió.

—Demetrio tiene intención de conquistar el mundo entero —dijo.

Melita sonrió.

—Pues que le cunda. El mundo se lo tragará. Nadie más que los sakje sabe cuánto mundo hay.

Sátiro se toqueteó la barba. En el umbral, Miriam se escabulló y Menedemos de Rodas le hizo una reverencia, sin quitarle los ojos de los pechos, antes de entrar. Cármides apareció con quitones sencillos de lana, dio uno a Anaxágoras y ofreció otro a Sátiro.

—¡Sátiro! —gritó Menedemos—. Esta vez te has superado.

Sátiro se encogió de hombros.

Melita enarcó una ceja.

—Que yo sepa, Estratocles lo planeó y yo libré todo el combate —dijo. Dedicó una sonrisa a Estratocles—. Quizá deba tenerte en mayor estima, ateniense. Como mínimo, prefiero tenerte en mi bando que en el del enemigo.

Estratocles se sonrojó con evidente placer, tan evidente que Melita se rio.

—¿Eres de arcilla en manos de cualquier mujer guapa? —le preguntó en voz baja, levantando la vista hacia él.

Estratocles suspiró.

—Mis secretos han sido descubiertos.

En el otro extremo de la habitación, Menedemos tomó del brazo a Sátiro, que dejó de intentar escuchar. Le explicó lo que ocurría con Lisímaco.

El rodio asintió.

—¿Y qué dices tú? —preguntó.

Sátiro miró alrededor. Nicéforo estaba entrando con Terón. Abraham le dirigió un gesto de asentimiento desde el umbral.

Sátiro carraspeó, dio unas palmadas y silenció la habitación.

—Amigos —dijo.

Todos pusieron fin a sus conversaciones y lo miraron.

«Esto es poder —pensó para sus adentros—. Me pregunto si alguna vez tendré más del que tengo hoy». Vio al joven Heracles al fondo y sonrió. El muchacho daba la impresión… de haber madurado un poco.

—En primer lugar, ¡gracias! —dijo Sátiro—. Todos habéis hecho un buen trabajo. Diocles, Apolodoro, ¿bajas?

Diocles sostenía una tablilla en la mano.

—El Maratón, siniestro total; dos perforaciones en el casco. El Artemis Efesia y el Pantecapea, daños graves. En el lado positivo, hemos capturado dieciséis buques utilizables: quince trirremes y un cuadrirreme. Dejando aparte las capturas, nos faltan unos seiscientos remeros por causas diversas: heridos, muertos, enfermedad y deserción. —Hizo una pausa—. Sandokes murió con el Maratón.

Sátiro echó un vistazo a Nicéforo, más que nada para decirle que era el siguiente, y volvió a mirar a Diocles.

—Por favor, transmite mis elogios a todos los remeros. Ha sido una acción brillante, ejecutada con un riesgo enorme y con todas las de perder. Y diles que hay botín de la ciudad y partes sobre el valor de las capturas; y págales un dracma de plata por barba esta misma noche.

Diocles sonrió con su vieja sonrisa de pirata.

—Me temo que eso será mejor que tus alabanzas, señor.

Sátiro correspondió a su sonrisa.

—Me consta. ¿Apolodoro?

El infante de marina se encogió de hombros.

—Hemos perdido entre una cuarta parte y un tercio de nuestros muchachos. Típico combate naval. Tengo quinientos infantes listos para combatir, y otros cien que necesitan una semana para recuperarse… o morir. Si decides tripular esas naves que capturaste, mis muchachos flaquearán.

Sátiro asintió.

—¿Cuándo podrían marchar tus hombres sanos?

Apolodoro frunció los labios.

—Mañana. No antes.

Sátiro miró a Nicéforo. El mercenario griego asintió.

—Dos muertos, seis heridos y trescientas lanzas desembarcando de las naves ahora mismo. —Se permitió esbozar una sonrisa—. Señor, tú y los tuyos os habéis llevado la peor parte. Mis chicos solo defendieron la puerta.

Sátiro tuvo una visión fugaz de Aquiles con la cabeza de Menón en su regazo.

—Sí —dijo. Suspiró—. ¿Menedemos?

—Nosotros apenas luchamos. Si tengo cinco muertos, me sorprenderé. El Rosa de Verano sufrió el ataque de un penteres pero estará en orden de combate esta misma noche. —Se encogió de hombros—. Mis infantes no participaron.

Sátiro miró en derredor. Su fatiga era tal que pensó que si cerraba los ojos caería dormido, y tenía tantos dolores que parecían formar un coro. En realidad no quería tomar decisiones, tampoco quería su admiración. Quería ir a ver a Aquiles y quería acostarse con Miriam… y dormir.

Miró a Melita, que asintió secamente.

—Mañana al amanecer marchamos al este —dijo Sátiro—. No era mi plan inicial pero dejaremos una guardia reducida en la ciudadela; infantes rodios, si Menedemos acepta el mando. Yo llevaré a todos mis hombres, infantería de marina y falange, a rescatar a Lisímaco. Melita se encargará de la flota. Enviaremos un mensajero a Tolomeo, mejor por mar. Que localice a León. Si logramos unir a Lisímaco y Tolomeo… —Sátiro hizo una pausa. Las suerte estaba echada—. Entonces podremos poner fin a esta guerra. Y he llegado a la conclusión de que esta guerra debe terminar.

El murmullo con que fueron recibidas sus palabras le dijo que había tomado una decisión popular, aunque quizá no la más acertada; al menos esa parecía ser la opinión de Apolodoro, que escupió y salió de la habitación, y de Estratocles, que lo miró a los ojos y encogió los hombros.

—¿Listo para cabalgar? —gritó Sátiro a Estratocles—. Llévate a tu explorador y… ¿Cármides, estás en forma para montar?

El joven sonrió de oreja a oreja.

—Para lo que convenga.

Estratocles asintió.

—Quisiera llevarme una buena escolta y a Heracles. —Sonrió—. Voy a humillar a Lisímaco.

Sátiro gruñó.

—No más de la cuenta —dijo—. Quiero que me ame.

Miriam reapareció, vestida como una matrona. Dedicó una sonrisa a Sátiro, que la atesoró y se mantuvo en pie, con un tremendo dolor en el costado, y se obligó a erguir bien la espalda.

—Hoy he perdido algunos hombres —dijo Sátiro, sin dirigirse a nadie en concreto—. Quiero verlos. Abraham, ¿servirás conmigo? Tengo naves que necesitan capitanes.

Abraham sonrió.

—Te serviré hasta que el Tuerto haya muerto, hasta que reine la paz. ¿Y luego qué? —Se encogió de hombros. Miró a Miriam—. Mi padre ha muerto. Soy el cabeza de familia. Mi vida no está a tu lado.

Sátiro sonrió.

—A lo mejor te sorprendo. ¿Por qué no compras una hermosa casa en Tanais? Podrías dirigir tu imperio desde allí.

Abraham ladeó la cabeza.

—¿Planeando el futuro?

Sátiro asintió.

—Me gustaría casarme con Miriam, si me aceptas. —La miró a través de la habitación—. Y si ella me acepta, por supuesto.

Se rio.

Abraham respiró profundamente.

—Si mi padre estuviera vivo… —dijo—. ¿Te convertirías en judío? —preguntó.

Sátiro suspiró.

—Ahora mismo no puedo hacerlo. No sé en qué consiste ser judío, Abraham. Digo esto sin prejuicios. Soy servidor de Heracles. Nunca rendiré culto a un dios de manera superficial. Pero nunca interferiré en la devoción de tu hermana.

Abraham frunció el ceño.

—Tienes razón, estos no son el momento ni el lugar. En nuestra religión, no puede casarse con alguien… que no sea de nuestra grey.

Sátiro se dio cuenta de que tenía los puños cerrados y los abrió.

—Bien —dijo—. Tengo cosas que hacer.

Tomó la clámide que le ofreció Anaxágoras, se colgó un cinto de espada al hombro y se dirigió hacia la puerta, con una punzada de dolor a cada paso.

—Vaya, vaya —dijo Anaxágoras.

—Heracles, ancestro mío, dame fuerzas —murmuró Sátiro—. Es mi amigo.

Anaxágoras apoyó una mano en el hombro de Sátiro.

—Lo hace con buena intención —dijo—. Tú eres un hombre piadoso que cumple las leyes de los dioses. ¿Preferirías que él fuese distinto?

Sátiro asintió.

—Sé que dices la verdad pero eso no ha sido desazón. Ha sido intransigencia. —Se encogió de hombros. Apolodoro estaba apoyado fuera, bebiendo vino.

—No te gusta mi decisión —dijo Sátiro.

Apolodoro se encogió de hombros.

—Estoy harto —respondió. Tomó otro trago.

Sátiro echó un brazo al cuello del menudo infante.

—Pues quitémonoslo todos de encima, entonces.

Apolodoro asintió.

—Por eso lucharé. Es casi lo único que queda por lo que lucharía, excepto mis amigos.

Sátiro miró a su alrededor.

—Sabrás dónde están los heridos —dijo.

Apolodoro asintió, vació de un trago otra copa de vino.

—En efecto. Vamos.

Los tres se pusieron en camino bajo el sol del atardecer, que amenazaba con achicharrarlos a través de sus ligeros quitones de lana como anchoas recién pescadas y asadas en un espetón de hierro.

Subieron al recinto de los templos. Los heridos estaban en el asclepeion. Sátiro deambuló entre ellos, procurando olvidar su fatiga. Dejó que un par de médicos echaran un vistazo a la herida que tenía debajo del brazo, y estrechó la mano de cincuenta heridos. Y por fin encontró a Aquiles, sentado con Ulises.

El de menor estatura llevaba un abultado vendaje en torno al vientre y sus ojos eran los ojos inexpresivos de un hombre con una gran cantidad de opio en el organismo.

Aquiles levantó la vista.

—Rey —dijo.

—Aquiles —respondió Sátiro—. Lo siento. Decidí abrir la puerta.

Aquiles asintió; un gesto breve, con toda una gama de significados.

—Menón ha muerto —dijo—. Ajax no ha vuelto en sí. Quizás esté muerto, quizás esté bien; ni puta idea. Y Ulises… Vi sus entrañas, y nunca he visto a un hombre recuperarse de eso.

No miró a Sátiro a los ojos.

Apolodoro puso una mano en el hombro del mercenario.

—No me conoces —dijo—. Soy Apolodoro de Olbia. Soy sacerdote del Héroe Kineas. Permíteme ayudar.

—Solo estábamos nosotros cuatro —dijo Aquiles, como si eso lo explicara todo.

Apolodoro miró a Sátiro, y su mirada le dijo que se marchara.

—Tú, Menón, Ulises y Ajax nos habéis salvado —dijo Sátiro.

Apolodoro asintió como diciendo: muy bien, ahora vete.

—¿Quién es ese Kineas, por cierto? —preguntó Aquiles.

—Kineas dijo que la nobleza del guerrero residía en ofrecerse a hacer un trabajo espantoso para que otros hombres no tuvieran que hacerlo —comenzó Apolodoro—. También dijo que, para los dioses, quienes más hacen son los de más valía. —Ahora no parecía ebrio; su mirada era firme, y sostenía a Aquiles por ambos hombros—. Tus amigos eran hombres de gran valía.

Aquiles se echó a llorar.

Sátiro se retiró hacia el anochecer.

—No hagas algo de lo que luego te arrepientas —dijo Anaxágoras a sus espaldas.

—Apreciaba a esos hombres, y ahora están muertos.

Sátiro fue hasta el borde del muro de contención. Encima de él se alzaba el templo de Artemis, y la ciudad de Éfeso se extendía debajo de sus sandalias.

—Eran soldados profesionales —dijo Anaxágoras—. Nos dijiste las probabilidades que había cuando planeaste quién iría dónde. Decidieron ir contigo… por dinero.

Sátiro se encogió de hombros.

—Ahora hay uno muerto, como mínimo.

Anaxágoras contempló las primeras estrellas.

—Me parece que estás más dolido por Apolodoro que por sus muertes —dijo.

Sátiro se volvió para mirarlo a la cara.

—¿Sabes una cosa? No siempre necesito que se me escupa toda la maldita verdad. Sí, ver que Apolodoro se emborracha para armarse de valor me duele, y sí, oírle decir que es un sacerdote de mi padre me asusta. Pero en realidad no tengo por qué hablar de ello. —Se volvió hacia la noche—. Han muerto para que yo pudiera tener lo quería: a Miriam. ¿Y si al final ha sido en balde?

—Haz que no lo sea. Salva a Lisímaco, derrota a Antígono, termina la guerra.

Anaxágoras se encogió de hombros.

—Haces que parezca fácil —dijo Sátiro.

—¿Sabes dónde estamos? —preguntó Anaxágoras—. En el pórtico del antiguo templo de Artemis. Donde enseñaba Heráclito. «La guerra es el padre y el rey de todas las cosas; unos hombres devienen reyes y otros son esclavizados. Toda la creación es intercambio: fuego por tierra, y tierra por fuego».

Sátiro sonrió.

—Eres un jodido pedante, ¿nadie te lo ha dicho?

Anaxágoras correspondió a su sonrisa.

—Iré un paso más allá y diré que si Abraham te hubiese garantizado tu boda, ni Aquiles ni Apolodoro habrían herido tus sentimientos. Te lo digo como amigo; ella te ama. Tú la amas. Sucederá.

Sátiro se sintió sucio; amargado, enojado y sucio. Y le constaba que Anaxágoras tenía razón. Tomó la mano de su amigo.

—¿He mencionado que eres un pedante insufrible? —dijo. Lo abrazó, y luego, sin que lo vieran el ejército ni la creciente horda de sus aduladores, entró con sigilo en el templo, hizo sacrificios a Artemis y a Heracles, a Atenea y a Afrodita, y después bajó de la colina hacia el ejército, hacia sus amigos, hacia la guerra que él había comenzado.

Sátiro entró en la casa casi sin ser visto, mediante el simple recurso de pasar confiadamente entre sus propios guardias para entrar en las dependencias de los esclavos. El andrón estaba lleno de oficiales; Cármides, perorando sobre los placeres como un bien en sí mismos; Diocles, disfrutando en silencio de una copa de vino; Scopasis, comiéndose con los ojos a Melita; y la reina de los sakje, aparentemente inconsciente de cómo su presencia afectaba a los demás, pontificando sobre tácticas navales. A primera vista, Sátiro reparó en que estaba un poco ebria y aburrida, intimidando más que informando a su público.

Sátiro siguió adelante.

No conocía la casa, pero todas las casas helénicas tenían su propia lógica, y en algún lugar detrás del andrón y cerca de la cocina habría una escalera que subiera a las dependencias de las mujeres. Había una torre de piedra, visible desde el exterior, tal vez un vestigio de un pasado prehelénico.

Los esclavos de la cocina se sorprendieron ante su llegada pero, a diferencia de los presentes en el andrón, en realidad no sabían quién era. En su mayoría, no estaban de servicio. Un hombre alto y calvo dejó su vaso de vino para levantarse y hacer una reverencia.

—¿Señor? —dijo, en griego asirio. Su acento no era muy marcado, parecía culto.

Sátiro levantó una mano a modo bendición y esbozó una sonrisa.

—Me parece que el grupo del andrón necesita más vino. Pero envía a un hombre, no a una mujer, ¿eh?

Sonrió para demostrar que estaba de su parte.

El esclavo calvo asintió con seriedad.

—También hay una mujer. Creo que no es lasciva.

Sátiro tuvo que hacer un esfuerzo para sofocar la risa.

—En absoluto lasciva, señor —dijo—. Es la Reina de los Masagetas. —Se rio para sus adentros al pensar lo que su hermana le haría a un hombre que la tomara por una flautista—. ¿Puedo tomar una copa de vino? —preguntó. Una muchacha se levantó de un salto para ir a buscársela. Por supuesto, había interrumpido su tardía cena, y la expresión del rostro de aquellos esclavos reflejaba el día que habían pasado. La ciudad, tomada; para los esclavos, podía ser un horror que ninguna persona libre sería capaz de imaginar. Que el horror todavía no hubiese llamado a su puerta era un hecho que aún estaba pendiente de ser demostrado.

Sátiro se tomó un tiempo para sentarse con el esclavo calvo, a quien había identificado como el mayordomo.

—Estás a cargo de la casa, me parece —dijo.

—Sí, señor. —Inclinó la cabeza—. Soy Fobos.

—Fobos, soy Sátiro de Tanais. Me encargaré de que tu oikos[11] no sufra daños.

Aceptó una copa de madera de vino.

Fobos lo miró titubeante.

—Sí, señor —dijo, pero sus palabras transmitían cualquier cosa menos certidumbre.

—¿De quién es esta casa, Fobos?

—Servimos al gran Demetrio, hijo de Antígono —dijo Fobos con cierto orgullo.

Sátiro sonrió.

—La próxima vez que lo veas, dile que insistí en que se respetaran sus posesiones. Si alguien atenta contra ti o los tuyos, te ruego que informes en persona. Demetrio y yo… —Sátiro buscó una palabra que definiera su relación—. Somos… hetairoi.

Fobos asintió rotundamente.

—Por supuesto, señor —contestó, como si no se creyera una palabra.

Sátiro se levantó.

—¿Sabes dónde está la señora Miriam? —preguntó. Era imposible tener secretos para los esclavos.

Fobos asintió.

—Está en su dormitorio. Ash, ¿está dormida la señora Miriam?

Otra muchacha se acercó. Negó con la cabeza.

—Haciendo el equipaje —dijo—. En medio de esta puñetera noche. Oh… Mis disculpas, señor.

Hizo un apresurada reverencia.

Sátiro sonrió tan plácidamente como pudo a los presentes en la habitación.

—Por favor, seguid cenando. Tengo cosas que hablar con la señora Miriam.

Con la copa de vino en la mano y siguiendo escalera arriba a la joven Ash —¿Ashniburnipal? ¿Ashlar? ¿Ashnabul? Era un prefijo bastante común en Asiria— llegó ante la puerta de Miriam. Las manos le temblaban.

—Gracias —dijo a la doncella, que hizo una reverencia y regresó corriendo al comedor.

Sátiro no sabía si llamar o entrar directamente, de modo que hizo una pausa, respiró hondo tres veces e hizo sonar las cuentas que colgaban de la cortina de la puerta.

—Adelante —dijo Miriam, más imperiosa de lo que Sátiro le hubiese oído dirigirse a él alguna vez.

Sátiro entró.

Miriam estaba entre dos canastas; grandes y recias canastas de mimbres, buena artesanía del lugar, fáciles de encontrar por pocos óbolos en el mercado. Una canasta estaba llena.

Ella lo miró.

Él la miró.

—Vine aquí sin nada —dijo, y se encogió de hombros—. No sé de dónde ha salido todo esto.

Sátiro sonrió.

—Nunca he pensado que fueras materialista —dijo.

Miriam correspondió a su sonrisa.

—No me conoces en absoluto —dijo, y acto seguido se le borró la sonrisa—. Oh —dijo.

—Miriam —dijo Sátiro, y se calló. El silencio entre ambos comenzó a prolongarse… incómodo, casi insoportable.

«¿Dónde está mi amada del sitio de Rodas?»., se preguntó Sátiro en su fuero interno.

—Te marchas —dijo, quizá con más aspereza de la que quería.

—Al menos podrías haberme traído una copa de vino —respondió Miriam. Respiró profundamente—. Pues sí, me marcho. Antes de que nos hagamos daño.

—Te amo —dijo Sátiro. Ahí lo tenía: la frase inoportuna, expresada de manera inoportuna y en el momento más inoportuno.

Miriam arrojó un lienzo de lino a la canasta; un tanto al azar, pensó Sátiro.

—Y yo te amo a ti —dijo. Se encogió de hombros—. Pero eso no es… importante… para nuestro problema.

Sátiro suspiró.

—¿El problema de que tú seas judía y yo gentil?

—Tú eres rey y yo la hija de un mercader extranjero. Tú eres heleno y yo no. Tú eres guerrero; yo no tengo tiempo para la guerra. Nuestros… sentimientos solo son fruto de un año de sitio. —Suspiró—. Tenía intención de escabullirme para que nos ahorráramos esta escena.

Sátiro se sentó en su cama.

—A lo mejor no me la quiero ahorrar —dijo.

Miriam negó con la cabeza.

—Lo siento, Sátiro. He tenido tiempo para pensar y…

Se había acercado tanto que lo único que tenía que hacer Sátiro era levantarse y tomarla entre sus brazos.

De modo que lo hizo.

—¡No! —protestó Miriam.

—¿En serio? —dijo Sátiro. La soltó, de modo que quedaron de pie, frente a frente, tocándose, pero con sus brazos caídos en los costados—. ¿De verdad que no?

Miriam volvió la cabeza pero su peso siguió apoyándose contra la cadera de Sátiro.

Sátiro suspiró.

—No solo te amo demasiado para dejar que te escabullas sino que, además, no pienso permitir que finjas que ha sido cosa mía. Si vuelves a decir que no, me marcharé. Y cuando me marche, me habré marchado para siempre.

—¡Basta! —dijo Miriam.

—No. He venido a decirte cuatro verdades y lo voy a hacer. Yo también he tenido tiempo para pensar. Y lo que pienso es que en mi reino hay tantos sabores extranjeros y bárbaros que puedes ser lo que quieras. Fundar una sinagoga. Convertirme al judaísmo. Por eso te digo que dejes de buscar excusas. Si me quieres, deberías tenerme. Si no me quieres, lo soportaré. Casi seguro que encontraré a otra a quien amar; así son las cosas entre los hombres y las mujeres, como dice el viejo Néstor en la Ilíada. Pero, por favor, no te engañes con una falsa devoción. Los dioses no esperan de nosotros que sacrifiquemos nuestra felicidad transitoria en nombre de una regla artificial; me niego a creerlo. ¿Qué clase de dios exigiría algo semejante? Lamento que tu padre haya muerto, porque, si estuviera vivo, quizá lo habría convencido, pero muerto es un obstáculo insalvable.

Miriam asintió. Alargó el brazo, le cogió la copa de la mano y se la bebió casi toda.

—Cuando abandoné a mi marido —dijo, e hizo una pausa—. Sabrás que tuve un marido —dijo.

—Sí —respondió Sátiro.

—Lo detestaba. No por algún pecado mortal; oh, era mayor que yo y engreído, pero no me pegaba. No se acostaba con mis siervas. Me daba dinero. —Se rio—. Era bastante apuesto —agregó—. Pero la idea de pasar a su lado el resto de mi vida me helaba la sangre en las venas. Tenía la sensación de ir haciéndome… más pequeña… cada día. Menos persona. Para él no era una persona; era un bien mueble, como su mejor lámpara de bronce y su almacén más grande. Solo hablaba de mí para aludir a mi padre. Me presentaba como la hija de Ben Israel, como si eso fuese un título. Me trataba con desdeñosa condescendencia.

Estaba temblando, y Sátiro volvió a dar un paso al frente y le tomó las manos.

—Lo abandoné y huí a casa de mi padre. Por increíble que parezca, mi madre no quiso saber nada de mí. Pero mi padre… no me entendía, pero aun así… se puso de mi parte. —Dio media vuelta—. Mi padre, cuya ley estaba quebrantando. Mi madre, que probablemente había sufrido lo mismo a manos de mi padre.

Se bebió el resto del vino.

—Recé para que muriera. Vino a casa y se me llevó de vuelta… con la misma condescendencia, como si hubiese escapado porque sufriera un trastorno femenino. —No podía mirar a Sátiro a los ojos—. Recé para que muriera. Y murió.

Sátiro deseó que hubiera más vino. No podía decir más, todo aquello ya lo sabía, tampoco consolarla ni reconvenirla.

Había alboroto en otra parte de la casa. Oyó que alguien gritaba su nombre, le pareció que era Apolodoro.

¡Sátiro!

Sátiro se levantó.

—Tendré que ser más breve de lo que quería. Miriam, voy a hacer la guerra hasta el final. El final. Tengo previsto ir a ver a Lisímaco esta misma mañana y hacerle una oferta de alianza, para luego respaldarlos a él y a Tolomeo hasta derrotar a los antigónidas. He pedido a tu hermano que sirva conmigo. Quisiera pedirte que consideres si acompañar a tu hermano o irte a Olbia a aguardar el resultado.

Miriam levantó el rostro.

—Nunca más voy a aguardar —dijo—. Seré un actor, no el público. —Se miró las manos—. Eso lo he aprendido muy bien.

En sus palabras, Sátiro encontró motivos de esperanza.

—Soy un mal hombre, pidiéndote que vengas conmigo a un campamento militar…

Miriam se encogió de hombros.

—Lo meditaré, Sátiro. Ahora vete. Y si huyo a Alejandría… no todo el mundo vive en una obra de Menandro. Si te elijo a ti… Oh, Sátiro, tengo que renunciar a toda mi vida para estar contigo. O puedo huir a Alejandría y lo único que pierdo eres tú. ¿Lo entiendes?

¡Sátiro!

—Creo… —Sátiro tenía otro argumento que exponer.

—Creo que debes cerrar el pico —le espetó Miriam. Puso la boca en la suya y respiró su aliento dos veces, un beso que por un instante desató los truenos de Zeus en su cuerpo. Lo apartó de un empujón y volvió a sus canastas.

—Llévate la copa —dijo. Le brillaban los ojos—. No es vino lo que necesito.

Entró en la cocina y encontró a Fobos reconviniendo a Cármides. Curioso: el esclavo lo había protegido, sin que le hubiese dado información alguna.

—Aquí estoy, Cármides —dijo.

—Estratocles te necesita —dijo el joven.

Sátiro cruzó presuroso la sala principal hasta más allá del andrón. En el porche, Estratocles y su lugarteniente latino, Lucio, estaban con un tercer hombre.

—Siento haberte despertado, señor —dijo Estratocles. Sonó tan petulante que Sátiro supo que no lo sentía en absoluto y que, además, dudaba que Sátiro hubiese estado durmiendo.

—Descuida. ¿Qué está ocurriendo? —preguntó.

—He tomado la ciudadela. Necesito tu visto bueno para que la ocupen Apolodoro y tus infantes de marina. El tiempo es crucial.

Estratocles miró a Apolodoro, que salió del corredor iluminado a la penumbra del pórtico; el pelo le brillaba bajo la lámpara que colgaba de la bóveda.

Sátiro asintió.

—¿Apolodoro? —preguntó.

—Listo —contestó Apolodoro. Había bebido más de la cuenta; saltaba a la vista.

—Cármides, acompaña a Apolodoro. Ayúdalo.

Puso una mano en el hombro del infante.

Apolodoro se encogió de hombros.

—No estoy borracho. Solo cabreado. Pensaba que habíamos terminado.

Sátiro permaneció cerca de él.

—La última vez vale por todas, Apolodoro. Tenemos que poner fin a esto, terminarlo.

Apolodoro le sostuvo la mirada, y había dureza en la suya; a la luz de la lámpara, los ojos le brillaban de una manera increíblemente parecida a como habían brillado los de Miriam pocos minutos antes.

—Muchos hombres buenos yacerán bocabajo en la arena para siempre a fin de que esto pueda terminar. —Eructó, y el olor a salsa de pescado flotó en el pórtico—. Si zarpamos hacia el Bósforo, estos caballeros seguirán con su guerra sin nosotros. Alguien vencerá y alguien perderá. Pero nosotros, este guapo muchacho, tú, yo, Anaxágoras, Abraham, Diocles, estaremos vivos. Draco será padre de varios hijos. A tus olbianos y a tus hombres de Tanais, ¿qué les importa? ¿Que el vencedor decide atacarnos? Qué más da. —Miró a Sátiro, y su mirada fue tan pesada como una rama llena de hojas cayendo en un bosque—. ¿Y tu hermana? ¿Qué pasa si muere? ¿Habrá merecido la pena?

Sátiro no tenía respuesta.

—Apolodoro —comenzó.

—¿La chica te ha rechazado? —preguntó Apolodoro—. Una buena guerra hará que te sientas mejor, ¿eh?

Sátiro había reprimido su genio durante mucho tiempo y en todo tipo de situaciones, y las instrucciones de Filocles sobre el tema estaban comenzando a resultar poco convincentes.

—Eres… —comenzó.

Se había plantado ante el rostro de su amigo, y el infante, pese a su inferior estatura, no se movió ni un dedo.

—¿Un estúpido? Por supuesto, señor. No soy un amotinado. Iré. Lucharé. Quizás incluso muera. Pero por todos los dioses y los héroes, y sobre todo por la memoria de tu padre, cuando te equivocas, tengo derecho a decírtelo. —Se encogió de hombros—. No sé si te equivocas, pero creo que está campaña está de más. —Dio un paso atrás—. He dicho. Me voy a la ciudadela. No te enamores de este cabrón —señaló con el pulgar a Estratocles— solo porque hayas perdido a la chica.

Se volvió hacia Cármides.

—Baja a la playa y busca el cuerpo de guardia. Tráelos aquí, los quiero en esta calle, frente a la casa, y entonces despierta al siguiente turno y les dices que se la envainen. Tomas el mando de ese turno de guardia, ¿entendido?

Cármides saludó.

Apolodoro regresó al interior.

Lucio se rio.

—Maldita sea, me cae bien.

Sátiro sonrió.

—A mí también. Y creo que me lo tenía merecido.

—Bien —dijo Lucio—, estoy al tanto de los pormenores. Iré a darle las órdenes.

Miró explícitamente a Estratocles, como diciendo «¿ves lo que hago por ti?»..

Estratocles aguardó a que Lucio se hubiese marchado.

—¿Tu strategos será un problema?

Sátiro sonrió con ironía.

—Solo si resulta que lleva razón. —Miró a la figura encapuchada que había al lado de Estratocles—. ¿Vas a presentarnos?

El hombre encapuchado apartó los pliegues de clámide que le cubrían la cabeza. Tenía el pelo negro y rizado y era extraordinariamente guapo; una especie de Cármides moreno.

—Soy Mitrídates de Bitinia —dijo.

Sátiro miró a Estratocles.

—Estaba en la ciudadela con los prisioneros especiales —explicó Estratocles.

—Iban a matarme —dijo Mitrídates—. Soborné a varios hombres y compré unos pocos días; y los dioses han provisto. —Sonrió, y la blancura de sus dientes centelleó a la luz de los múltiples pabilos de la lámpara.

—Bitinia —dijo Sátiro, mirando a Estratocles.

—Su tío, otro Mitrídates, ostenta el trono. Se lo dio Antígono cuando echaron a patadas a este joven vástago porque flirteaba con Lisímaco. —Estratocles sonrió—. Es una ficha importante que ha caído en nuestras manos. Si golpeamos deprisa, podemos derribar a su tío y restituirle el trono; y tendremos abiertos todos los pasos que van de aquí a Heraclea mediante una sola jugada política.

—No soy una ficha de juego —objetó el joven.

Sátiro se frotó el mentón.

—Estratocles, ¿hay algún momento en el que no estés conspirando? Llegado a cierto punto, ¿no tienes las manos demasiado llenas de fichas, como un hombre venciendo al poleis? Me tienes a mí y a Mitrídates, aquí presente, y a Heracles, a Banugul y a Lisímaco; si mueres, ¿se termina el mundo?

Estratocles lo miró y de pronto se echó a reír espontáneamente. Se rio un buen rato.

—Necesito una copa de vino —dijo—. Confieso que no te falta razón. Pero ahora no podemos detenernos, y si vamos a reunirnos con Lisímaco por la mañana, más vale que tengamos un plan.

Sátiro sonrió al joven persa.

—Tengo un plan. En buena medida es el mismo que el tuyo. Durmamos un poco.

Estratocles asintió.

—Podría ayudarte con la judía —dijo, en voz muy baja.

—No —respondió Sátiro con firmeza.

Estratocles se encogió de hombros.

—Pues entonces, vino —dijo.

Sátiro sonrió de nuevo al persa y luego se fue derecho a ver a Miriam, pero cuando llegó a su habitación, las canastas habían desaparecido y ella, también.

Se quedó contemplando la habitación vacía el tiempo que tardó su corazón en recobrar el pulso normal. Suspiró profundamente un par de veces.

De acuerdo. Suspiró una tercera vez. Intentó imaginar un futuro en el que Miriam no fuese parte de su vida y en el que nada le importara dónde estaba ni qué pensaba. En cuestión de un año compartiría el lecho de otra mujer, no le cabía la menor duda. Al cabo de dos años, estaría enamorado.

«No, y una mierda —pensó Sátiro—. No quiero entenderlo. ¡Quiero a Miriam!».

Unos pasos ligeros en la escalera interrumpieron sus pensamientos y el corazón volvió a palpitarle; regresaba, había cambiado de parecer.

—Hermano —dijo Melita. Sonrió y le puso una mano en el brazo—. Tienes muy mal aspecto.

—Estás borracha —replicó Sátiro.

—Es muy posible —dijo Melita, sonriendo con los ojos brillantes—, pero no estoy enamorada, de manera que estoy más lúcida que tú.

—Ya no estoy enamorado —dijo Sátiro, sin tratar de disimular su pesar.

—¿En serio? —preguntó Melita. Le tomó la mano y lo condujo por el pasillo, bajaron por la escalera de servicio hasta la exedra de las dependencias de las mujeres. Sátiro agarró una ánfora de vino de Quíos en la cocina, y el mayordomo, presuroso, cogió copas y un cuenco para mezclarlo y los siguió.

En la exedra había banquetas plegables como las de los campamentos militares. Sátiro abrió una y se sentó. El mayordomo sirvió vino y agua, los mezcló y se retiró.

—Estoy tentado de llevármelo para que gobierne mi casa —dijo Sátiro—. Ese hombre conoce bien su oficio.

—Me figuro que Demetrio ejecuta a quien no está a la altura de sus exigencias —dijo Melita.

—¿Sabes dónde está Miriam? —preguntó Sátiro.

Melita se encogió de hombros.

—Sí, pero no te lo voy a decir. Aunque en esto estoy de tu parte y no permitiré que olvide las ventajas de… una relación.

—Está en las naves —dijo Sátiro.

—Disculpa, hermano. Me gustaría hablar un momento con el rey del Bósforo. No con un Aquiles con mal de amores. —Melita cogió una copa de vino, la alzó hacia la estrella que llevaba el nombre de Afrodita y dijo—: Por el amor.

Sátiro vertió una libación y negó con la cabeza.

—Si al menos pudiera hablar con ella…

—Ya has hablado con ella. Ahora habla conmigo. ¿Estás decidido a reunirte con Lisímaco?

Se recostó, apoyando la espalda contra la barandilla de la exedra.

—Sí —dijo Sátiro.

—¿Por qué? —preguntó Melita—. ¿Por qué no limitarse a cargar la flota y zarpar? O sea, dejar atrás a Lisímaco y sus conspiraciones y a su niño rey. Que se queden con Éfeso. Además tiene un pequeño ejército, más de dos mil mercenarios que reclutó en Lesbos.

—Estoy decidido a humillar a Antígono —dijo Sátiro—. Y a Demetrio.

—Eso es hubris del más rancio, hermano. Eres el reyezuelo de unas pocas ciudades del Euxino, a varios miles de estadios de aquí. —Melita enarcó una ceja—. ¿Voy demasiado deprisa?

Sátiro bebió un poco de vino.

—Sé quién soy. Y sé lo que estoy haciendo.

Melita negó con la cabeza.

—No, creo que no lo sabes. Estás actuando como si fueses un jugador principal, como si fueras Lisímaco o Demetrio. Pero no lo eres. Y estás gastando dinero a espuertas. ¿Para qué? No estás impresionando a Miriam. No me impresionas a mí. Me importa un bledo Demetrio. Puedes tomártelo a pecho, te secuestró e intentó matarte, pero Estratocles ha intentado matarnos un montón de veces. Y ahora es tu aliado. Y si bien admito que hizo un buen trabajo con tu rescate, no es lo que alguien llamaría un hombre de fiar.

Sátiro intentó exponer sus argumentos… y no pudo. No ante el descarnado realismo de su hermana, tan semejante a la opinión de Apolodoro.

—Es mi cometido —dijo—. Soy un rey soldado. Y me gusta.

Melita negó con la cabeza.

—Te engañas a ti mismo, en eso. Dejó de gustarte después de Rodas. Rodas te arrebató el sentimiento de gloria. Quieres hacerlo porque así puedes evitar regresar a casa y, de paso, evitas gobernar el reino, cosa que te aburre. ¿Por qué tomamos el Bósforo, si ninguno de nosotros lo quiere? ¿Eh? ¿Es posible que en realidad Herón fuese mejor rey?

Sátiro la fulminó con la mirada.

—No.

—Bien, lo admito, todavía no hemos comenzado a matar a nuestros agricultores, pero este año el impuesto sobre el grano, para poder traer la flota aquí, ha empezado a suscitar serias quejas.

Sátiro estaba dolido por la precisión de sus declaraciones y la futilidad de la vida, según la veía en ese momento. Pero respiró profundamente para sobreponerse.

—Ahora mismo, por más triviales que tú y yo seamos en la gran partida, estamos en posesión de una ciudad poderosa y del equilibrio de fuerzas entre Lisímaco y Antígono. Si me marcho, Antígono triunfará.

Melita asintió.

—Y si te quedas, triunfará igualmente. Si te quedas, no me quedaré contigo. Mis clanes me necesitan. Lo creas o no, en las llanuras hay gente que no me ama y que me busca problemas, y aquí estoy yo, rescatándote. Tomando parte en tus ambiciosas estrategias. Y con este son dos veranos seguidos. Me marcharé y me llevaré la flota; al menos la parte de la flota que se paga con mi oro.

—Anaxágoras se pondrá triste —dijo Sátiro.

—Y, sin embargo, me marcharé —respondió Melita. Se encogió de hombros.

—¿Le has pedido que se vaya contigo? —preguntó Sátiro.

—Dijo que haría lo que tú hicieras —contestó Melita.

Sátiro se sentó, apoyando la espalda contra la pared de la casa, bebió un sorbo de vino y contempló las estrellas.

—Si vienes conmigo, en Tanais tendrás tiempo para hablar con Miriam; allí tenemos un hogar, un palacio, arroyos y montañas y lugares para hacer el amor. Ven, hermano. Regresa al mundo real. Deja la guerra a los hombres que la desean.

Apuró su copa de vino y se levantó, un tanto vacilante.

Sátiro estaba enojado, emoción rara en él.

—¿Y si te digo que no es asunto tuyo? —preguntó—. No necesito que me rescaten. No necesito que me ayudes con Miriam, que ha roto conmigo. Tal vez, con el tiempo, puedas encontrarme una señora sakje bien guapa con una dote de mil caballos.

Melita negó con la cabeza.

—Te he hecho enojar.

Sátiro suspiró.

—No, ya estaba enojado antes de que comenzaras. Sigo estando enojado. Estoy de acuerdo en muchas cosas, pero voy a llevar esto hasta el final, y nuestro reino, todos los reinos estarán mejor gracias a ello. Esta noche he escuchado a Apolodoro; ha hablado como sacerdote de Kineas. ¿Lo sabías? Y ha citado algo que dijo nuestro padre, que la única virtud de un soldado es que hace lo que hace para que otros no tengan que hacerlo. Llevo meditándolo toda la noche. Ayudaré a Lisímaco a terminar con Antígono… para que otros no tengan que hacerlo. Mantendré la guerra aquí. Nunca permitiré que se extienda al norte.

Melita se encogió de hombros.

—Ya me figuraba que dirías esto. En cuanto a mí, dudo que alguna vez se extienda al norte, ocurra lo que ocurra. Pienso que Demetrio perdió su oportunidad en Rodas. Tú has desempeñado tu papel. Yo he desempeñado el mío. Abandonemos el escenario.

Sátiro se encogió de hombros a su vez.

—¿Es esto lo que aprendimos de Filocles y de nuestra madre? ¿De Terón y de Coeno? ¿A marcharnos? ¿Esto es excelencia, Melita?

Melita se dirigió hacia la puerta.

—Tal vez no, pero tú y yo podríamos envejecer y morir en la cama, rodeados de personas que nos amen, habiendo construido algo duradero. O puedes morir aquí, luchando contra Antígono. ¿Eso es excelente?

En cuanto lo hubo dicho, Sátiro vio que Melita se arrepentía.

—No es lo que quería decir —dijo Melita. Se encogió de hombros una vez más—. Además, ¿qué es eso sino la elección de Aquiles?

—Y mira de qué le sirvió —dijo Sátiro—. ¿Has tenido sueños?

Melita miró hacia otra parte.

—Premoniciones, sí.

Sátiro asintió.

—Entonces gobierna bien cuando haya muerto, hermana. Nombra rey a Anaxágoras. Será un buen soberano. Tienes un hijo; es mi heredero tanto como el tuyo. Iré a reunirme con Lisímaco. Si dices que voy a morir, bien, tal vez muera. Pues por Heracles mi ancestro que estoy decidido a hacerlo.

Melita se detuvo en la puerta.

—Idiota. Eres tú quien está rompiendo nuestro juramento. ¡Nuestro juramento sagrado! ¡Pronunciado en Heraclea, rodeados por todos los dioses y las furias! Te estás aliando con Casandro y Estratocles, que mató a nuestra madre, contra Antígono y Demetrio. ¡Claro que vas a morir! ¡Estás luchando contra las furias!

Abrió la cortina y desapareció.

Sátiro se quedó contemplando el mar el rato que tardó en beber otra copa de vino.