17
—Esta es la opción más segura —dijo Sátiro.
Estaba tendido a la luz de una pequeña fogata, con la lira de viaje de Anaxágoras en las manos. Había tocado la pieza que interpretaba mejor y nadie se había impresionado demasiado.
—¿Más segura que qué? ¿El suicidio? —preguntó Anaxágoras.
—No podemos regresar navegando a través de los Dardanelos —dijo Sátiro.
—De acuerdo —respondió Apolodoro—. Fue disparatado intentarlo la otra vez.
Jubal asintió, dio un mordisco a una manzana y le guiñó el ojo.
—Transcurrirán dos meses antes de que Lisímaco haya llevado el ejército a Sardis —dijo Sátiro.
—Por eso lo más lógico es que vayamos a unirnos a Seleuco —agregó Cármides.
Todos se echaron a reír.
La voz juvenil de Cármides se alzó sobre las risas.
—Es como un diálogo de Platón, en el que solo se argumenta debidamente una opinión.
—Nosotros conocemos el terreno y él no —respondió Sátiro, insistiendo—. Si Antígono va en su busca quedará aislado en las montañas, al este de Magnesia.
—Admítelo, Miriam te desafió —dijo Anaxágoras.
Volvieron a reír hasta que Sátiro cogió un puñado de arena y se lo tiró a Anaxágoras a través del fuego.
Apolodoro apuró su odre de vino, se levantó y se alejó del grupo.
—Tengo que encontrar una roca que necesite una libación —dijo.
Cármides fue a dar una vuelta sin prisa por el pequeño valle y Sátiro lo vio recoger ramas secas a la luz casi extinta del sol. Jubal fue a echarle una mano. No tenían esclavos, criados ni hipaspistas. Así lo habían decidido en Rodas.
—¿Por qué, en realidad? —preguntó Anaxágoras.
—No supone un gran riesgo. Y, si quieres que te sea franco, este invierno hubo dos casos de envenenamiento en Tanais. Otra intentona en Olbia; uno de los esclavos de Eumenes. Estratocles me dijo que me mantuviera alejado de Heraclea.
—Por algo lo diría —dijo Anaxágoras. Era el único del círculo más cercano a Sátiro que apreciaba al ateniense.
La yegua castaña recién comprada de Sátiro dio un bufido y Sátiro se levantó, derramando el vino de su copa de asta al hacerlo.
—Heracles —dijo en voz baja.
Todavía podía ver a su yegua, que sacudía la cabeza y tiraba de su estaca. Era nueva para él; había dejado todos sus mejores caballos a cargo de su hermana para que viajaran con la manada. Pero aquello era alguna clase de señal. Por desgracia, siendo un caballo que no conocía, podía significar cualquier cosa, desde un dolor de vientre a ganas de comer, pasando por miedo a los perros o los lobos.
—Calla, bonita —le dijo, caminando hacia ella. La garró de la brida y la bestia se paralizó, con la cabeza alta, mostrando los dientes y respirando trabajosamente.
El arco. Oyó la voz con la misma claridad que si el dios hubiese estado a su lado, donde apenas llegaba la luz de la fogata. Su arco colgaba en su gorytos del árbol al que estaba atada la yegua. Fue en su busca, pues nunca debía cuestionarse a un dios, y se agachó para abrochar la hebilla de la cincha.
Anaxágoras estaba de pie, iluminado por las llamas.
—Abajo —dijo Sátiro.
Anaxágoras se echó cuerpo a tierra.
Sátiro tenía una flecha en el arco, con el culatín de asta bien encajado en la cuerda.
Algo se movió en la penumbra.
Mientras levantaba el arco, Sátiro recordó que Apolodoro andaba por allí.
«Descuidado», pensó.
Siguió vigilando. Oyó reír a Cármides y Jubal. Sátiro no sabía si dar la voz de alarma o permanecer oculto. Pero a medida que la espera se fue prolongando, su determinación se debilitó.
—¡Alarma! —rugió.
El resultado fue espectacular.
Justo al otro lado de los caballos, un hombre se puso de pie con un arco. Podía tirar a bocajarro pero, por suerte, el árbol que había sostenido el gorytos de Sátiro se interponía parcialmente entre ellos, de modo que hizo una pausa para asegurarse de efectuar un buen tiro.
Anaxágoras se levantó entre las rocas que había a la izquierda de Sátiro. Su única arma era una piedra, pero su lanzamiento fue certero.
El arquero se ladeó para esquivar la piedra, que le dio en el hombro mientras tiraba; su flecha se desvió. Sátiro lo alcanzó en el costado, se encontraba a tan poca distancia que difícilmente podía fallar, y el intento de esquivar la piedra de Anaxágoras había dejado al descubierto su torso.
La flecha siguiente llegó desde muy a la izquierda de Sátiro, desde el otro lado de Anaxágoras, que volvía a estar escondido entre las rocas, y se clavó en el estuche de su arco, perforó el bronce y dos capas de cuero, partió una flecha por la mitad y alcanzó el muslo de Sátiro.
Puso otra flecha en el arco pero ni siquiera veía al segundo arquero.
—¡Alarma! —bramó.
Sacó dos jabalinas de caza de su caja y las lanzó con cuidado, sin exponerse, hacia las rocas donde estaba escondido Anaxágoras.
Vio que una de ellas se clavaba y acto seguido descubrió que había un tercer hombre en medio de los caballos. El último resplandor rojo del sol arrojaba una luz confusa, pero algo brilló.
Sátiro tenía frío y calor alternativamente, pero lo embargaba la eudaimonia y tensó su siguiente saeta hasta que las remeras le tocaron la mejilla, se dejó caer de espaldas y tiró entre las patas de los caballos. Un caballo piafó, arrancando su estaca del suelo… y un hombre gritó, con la flecha clavada en la pierna, justo encima del tobillo.
Sátiro tuvo que contonearse para sacar otra flecha. Necesitó un poco de tiempo y la poca luz que todavía quedaba. El hombre derribado seguía gritando.
Sátiro se dio cuenta de que tenía que incorporarse para poder tirar ora vez. Y sabía que cuando se incorporase quedaría a la vista de cualquiera que lo estuviera vigilando desde un punto más alto de la ladera. Se arrastró sobre la espalda, cortándose con la grava, a fin de situarse detrás del árbol. La oscuridad caía como una cortina; ya no veía el monte vecino, que solo quedaba a seis estadios. En algún lugar se oían los cencerros de un rebaño de ovejas.
De pronto tuvo la espalda sobre un lecho de pinaza. Debía de estar cerca del árbol.
Movimiento en lo alto de la ladera, ruidos de escarbar y gruñidos como los de una jauría de perros salvajes, y luego ruido de rocas rodando.
Y, más cerca, un movimiento justo detrás de su árbol.
El hombre que había alcanzado gritó otra vez.
La flecha que sostenía entre sus dedos le pareció poco adecuada. Demasiado pesada. Pero no se atrevió a apartar los ojos.
Se incorporó; el asesino escondido en la maleza tiró; Sátiro tiró; se oyó un chillido, su yegua gruñó y la lanza de Anaxágoras voló entre los caballos y se hizo el silencio.
Mientras buscaba a tientas otra flecha, Sátiro se dio cuenta de que el primer chillido había sido el silbido de su flecha. Había tirado una flecha de señales.
Artemis debía estar riendo con ganas.
Oyó movimiento, avanzó pegado al árbol, maldiciendo el daño que le hacía la pierna izquierda, y Anaxágoras apareció de entre la oscuridad, empuñando una segunda jabalina.
—He fallado. ¿Quiénes son? —preguntó el músico.
—¿Bandoleros? ¿Quién sabe? —Sátiro se frotó el muslo y soltó una palabrota. Había mucha sangre—. Me han dado.
Los arbustos se movieron un par de veces durante la hora siguiente. Sátiro fue dejando de sentir la pierna izquierda; estaba tumbado encima de ella, y la sensación de hormigueo le decía que debía moverse, pero no se atrevió.
—Si se llevan los caballos, estamos perdidos —susurró Sátiro.
Anaxágoras se agachó.
—Voy a sacarte esa flecha.
—No, ni hablar. —Sátiro tenía frío y dolor pero conservaba la sensatez—. Los dos quedaríamos fuera de combate.
Un silencio prolongado. El hombre con la flecha en la pierna ya no gritaba.
Sátiro quiso comprobar qué hacía su yegua. Estaba pastando hierba.
—Me parece que se han ido —dijo.
—¿Jubal? —llamó Anaxágoras.
—Estoy aquí —contestó. Estaba junto a la fogata, al lado de las armas.
—¿Cármides? —llamó.
—¡Aquí! —respondió su voz juvenil. También junto al fuego.
—¿Apolodoro?
Silencio.
—¿Apolodoro? —llamó Anaxágoras.
—Aquí mismo —dijo el infante de marina. Salió de entre los caballos. Incluso a oscuras presentaba muy mal aspecto, le corría sangre por la cara y tenía rajados los nudillos de ambas manos.
Cármides montó guardia, y Anaxágoras abrió su bolsa de cuero y alivió las heridas de Apolodoro, dos cortes largos en los brazos, mientras Jubal le limpiaba la sangre y le untaba ungüento.
Después Anaxágoras avivó el fuego mientras Jubal y Cármides se apostaban en la oscuridad, al otro lado de los caballos, para establecer una zona de seguridad. Peinaron toda la circunferencia del campamento y regresaron con tres cadáveres: un hombre aporreado con una piedra, otro con el cuello rebanado y una flecha entre las piernas, y un tercero con una flecha en el costado.
Apolodoro estuvo de acuerdo con el cómputo.
—Ese cabrón me atacó mientras estaba… ocupado —dijo—. Oí el grito de alarma. Me hizo un tajo. —Negó con la cabeza—. Era fuerte como un toro. —Se encogió de hombros, una figura ensangrentada a la luz de las llamas—. Yo lo he sido más.
Anaxágoras le dio más vino.
—Esto, señor, te dolerá lo indecible por la mañana. No lo empeores con una resaca. Tengo amapola…
Apolodoro negó con la cabeza.
—He tomado demasiada. Igual que Sátiro.
Anaxágoras añadió dos haces de ramas a la fogata. Ahora hacía demasiado calor donde Sátiro estaba tumbado, y en el claro parecía que fuese de día.
Anaxágoras chasqueó la lengua.
—Veneno —dijo—. Me temo.
Sostenía una pequeña herramienta muy extraña, un artilugio siniestro con una cuchara plegable.
—Esto te dolerá mucho —avisó—. Es una cuchara para flechas. Tengo que meterla en la herida para extraer la flecha, porque es barbada. Y luego tengo que intentar retirar el veneno. ¿Lo entiendes?
Sátiro miró a su amigo.
—Sí —contestó.
—Bien —dijo Anaxágoras—. En realidad es la primera vez que lo hago —agregó, y estas fueron las últimas palabras que Sátiro oyó.
Llegó el dolor, y él se desvaneció.