14

Casandro estaba en la entrada de su pabellón, contemplando la llanura polvorienta hacia donde Demetrio había acampado, con la playa y sus naves detrás de él. Todavía era oscuro; veía las hogueras de sus adversarios.

—¿Hoy? —preguntó en voz alta a la mujer acostada en su cama—. Ares y Afrodita. Ese canalla puede acabar conmigo cuando le venga en gana. ¿Por qué aguardar?

Fiale yacía en la cama de Casandro, considerando sus opciones. No había esperado que Casandro fuese derrotado tan fácilmente. Seis meses antes era el capitán general de su alianza, al borde mismo de la victoria, y ahora estaban al borde mismo de la aniquilación, con sus ejércitos acosados en toda la Grecia continental y su flota totalmente destrozada.

—Pérfidas desagradecidas; Atenas, Corinto, Platea, Megara… Ninguna de ellas me respaldará. —Casandro cogió el vaso de zumo que le ofreció un esclavo—. Márchate —le ordenó.

Fiale se preguntó si Casandro se pondría… difícil. Los hombres derrotados causaban muchos problemas.

—Le ofrecí mi rendición absoluta si me dejaba como rey de Macedonia. Le ofrecí cambiar de bando y atacar a Tolomeo y a Lisímaco.

El sol comenzó a salir a espaldas de Casandro. Se veía viejo, viejo y malvado.

Fiale se encontró con que estaba acostada en la cama de un hombre viejo y malvado que había perdido una guerra. Suspiró. Casandro había perdido las ciudades griegas debido al maltrato gratuito que les había dispensado, pero aquel no era el mejor momento para decírselo.

Se preguntó si podría saltar de su cama a la de Demetrio.

¿Y si mataba a Casandro? Eso sin duda la congraciaría con Demetrio.

El sol asomaba en el horizonte. Fiale se desperezó. «Tengo treinta y cinco años —pensó—. Soy demasiado mayor para llevar esta vida. Y pronto mi cuerpo dejará de ser lo que todo hombre desea».

—¿Sabes que Sátiro de Tanais sigue vivo? —dijo Casandro con amargura—. Me pregunto si un astrólogo podría haberme ayudado. Todo lo que he emprendido este año se me ha ido de las manos.

Fiale se incorporó en la cama. Como estaba desnuda, atrajo su atención.

—Ah, eso te hace reaccionar, mi querida gata callejera.

Casandro se acercó a ella, le puso una mano en un pecho y le retorció el pezón con más crueldad que pasión.

—Tiéndete otra vez —ordenó.

Fiale no era cortesana porque sí, y obedeció lánguidamente. Atractivamente. Como si el deseo de Casandro la inflamara. Y mientras él la montaba pensó en él y lo odió, y saboreó su recién descubierto sentimiento hacia él. El sexo con odio no era nuevo para Fiale y, a su manera, resultaba gratificante.

Casandro no tardó mucho y, cuando hubo acabado, Fiale lo observó regresar a la entrada. El sol había salido; los gallos del campamento cacareaban. Y un mensajero corría hacia ellos cruzando el espacio abierto de enfrente del pabellón.

—¡Señor! —gritó el mensajero—. ¡Señor! ¡Demetrio se ha marchado!

—¡Ja! —exclamó Casandro, y regresó al interior y la besó en la cabeza, cosa que Fiale detestaba—. ¡Eres la piedra de toque de mi fortuna! ¡La hija de Tiké! ¡Haces el amor a Fiale y el mundo gira!

«Cuánto te odio», pensó Fiale. Y suspiró.

Demetrio fue el primero en saltar de la cubierta de su nave a la playa de Éfeso, pero no había hoplitas enemigos que matar ni heroicidades que hacer. Quienes aguardaban en la arena eran Filipo, el general de su padre, y doscientos hombres.

—Gracias a los dioses que estás aquí —dijo Filipo.

Demetrio puso los ojos en blanco.

—Tenía a Casandro. Lo tenía. ¿Qué ha sucedido?

Filipo puso los ojos en blanco.

—Teníamos a Lisímaco… y entonces el rey del Bósforo apareció en el mar con cincuenta naves, tomó Éfeso, ahuyentó a Plistias hacia el sur y salvó al maldito Lisímaco. Su flota controla la Propóntide, y sus ejércitos, que no pueden competir con el nuestro, se están retirando hacia Heraclea por las montañas. Tu padre quiere que te dirijas a la Propóntide y venzas a su armada.

Demetrio sonrió.

—Vaya, ¿Sátiro vivo?

Filipo se enojó.

—¡Claro que está vivo! —respondió.

Demetrio comenzó a caminar playa arriba.

—¿Habéis tomado la ciudadela? —preguntó.

—El comandante cogió sus naves y se marchó sin más. Una delegación de ciudadanos fue a nuestro encuentro en los desfiladeros y nos dijo que la ciudad estaba abierta para nosotros. —Filipo se encogió de hombros—. Sátiro los despojó de bestias de carga. Tu padre se ha quedado con todo su oro. Tengo que dotar a la ciudad de una guarnición y regresar contigo.

Demetrio negó con la cabeza.

—No, no. Creo que haré lo que sugieres y que daré caza a su flota en los Dardanelos. —Miro a Filipo a la cara—. ¿Y los rehenes? —preguntó.

Filipo se encogió de hombros otra vez.

—Los rodios los han recuperado —dijo.

Demetrio maldijo.

—Entonces no tenemos supremacía naval.

Todas las naves de Demetrio desembarcaron a sus hombres para que pudieran cocinar la cena y estirar las piernas. Desapercibidos en medio de la multitud, media docena de hombres con armadura se alejaron del campamento y enfilaron el camino de la ciudad hasta sus puertas. Al cabo de una hora habían comprado caballos o, mejor dicho, jamelgos, el tipo de animal que queda cuando un ejército ha pasado por una población.

Ahora Isocles contaba con sus propios hombres; hombres del tipo que él prefería, no afeminados de voz melindrosa como el médico ateniense sino hombres curtidos de clase baja que no se daban tono o que, si lo hacían, lo hacían de una manera que Isocles comprendía.

Él mismo iba a matar a Sátiro de Tanais. Y tenía un plan.

Cuatro días después Demetrio alcanzó a Diocles en las bocas de los Dardanelos, con sus naves en la playa. Diocles no sabía que hubiera una flota enemiga tan cerca y había concedido un día de descanso a sus remeros.

Demetrio llegó desde el sur, y las naves varadas en el norte de la playa tuvieron tiempo de hacerse a la mar y huir. Diocles puso su nave a flote; era la undécima en la playa, y los rezones de Demetrio ya estaban arrastrando a la octava.

Apolodoro era el duodécimo. Iba al mando de su reconstruido Maratón. Diocles lo veía en la popa, dando voces.

Diocles se volvió hacia su timonel.

—Velocidad de embestida —dijo.

Vio que la esperanza se apagaba en los ojos de su subordinado, pero Leónidas obedeció.

El Atlante de Diocles viró suavemente, cobrando impulso cuando los remeros hundieron más las palas en el agua. El timonel oriundo de Tarento sonrió forzadamente.

—Es Demetrio —dijo en voz baja.

Diocles vio la figura dorada junto al timonel de dos naves más allá, un enorme penteres cuyas máquinas ya estaban lanzando grandes proyectiles contra el Atlante. Diocles asintió.

—Tengo que ganar tiempo —dijo, excusándose.

Leónidas se encogió de hombros.

Diocles corrió a proa, donde ya había hombres muertos a causa de los pesados proyectiles que caían a bordo.

—¡Los muertos por la borda! —gritó. Se volvió hacia su capitán de infantería de marina—. Las sofisticadas armas de repetición de Jubal, al agua —dijo—. No pienso regalárselas a Demetrio.

Nautarco, su mejor infante de marina, sonrió.

—Por la borda, y lastradas —contestó.

—Pues entonces las vasijas de fuego; todo lo que tengamos —dijo.

—Los cadáveres por la borda, las máquinas de Jubal, las vasijas de fuego —repitió Nautarco—. Esto pinta mal, ¿eh?

—¿Sabes nadar? —preguntó Diocles.

—Sí, señor —respondió el infante.

—Bien, reza a Poseidón y no saltes al agua todavía —dijo Diocles, y le dio una palmada en la espalda. Acto seguido trepó a la proa, sobre el espolón, para observar las naves enemigas. El penteres de Demetrio estaba virando, tratando de decidir si su ataque era una finta o no. Estaba tan cerca del trirreme del otro lado que sus remos respectivos amenazaban con embarullarse, y si conseguían situarse a popa de Demetrio, Diocles podría ensartarle su espolón y ciar para alejarse.

Miró las siete naves que había perdido, que se mecían juntas sobre las olas. Se sintió idiota. Se sintió como si se estuviera clavando su propia espada, pero Diocles no tenía el menor interés en suicidarse.

Corrió a popa hasta el puesto del timonel. No todos sus remeros estaban en las bancadas correctas y solo entonces comenzaron a aflojar el ritmo de la estrepada. Un estrépito en proa al ser alcanzados por otro proyectil.

Más remeros muertos. Eso era lo que ocurría cuando una nave se precipitaba contra veinticinco. Treinta. Un buen número, en cualquier caso.

—Dale justo detrás de la proa. No puede maniobrar; mira el tamaño de esa bruja. ¿Quieres que tome los remos de gobierno?

Leónidas lo miró fijamente.

—Vamos a morir, ¿verdad? —preguntó.

Diocles asintió. En voz baja, contestó:

—Sí.

—Pues entonces deja que me vaya al Hades a mi manera. —Leónidas se irguió—. ¿Sabes quién colonizó Tarento, Diocles?

—Esparta. Me los has contado unas cincuenta veces.

Diocles pensó que tal vez disponían de cien segundos, siempre y cuando el enemigo no le arrancara la proa primero.

Vio cómo se hundía una de las máquinas de repetición de Jubal en el agua que dejaban atrás. Una cosa menos en mente.

Otro estrépito en proa. Sátiro se había llevado a todos los arqueros. Él no tenía con qué responder excepto su espolón.

El trirreme enemigo se había apartado del penteres; ya no iban a embarullar sus remos. Había faltado poco. Los trierarcas todavía se gritaban desde sus respectivas cubiertas de mando.

De todos modos, nunca se había presentado una oportunidad tan buena.

El penteres venía hacia él.

—Ataquemos el trirreme —dijo Leónidas—. No podemos fallar; todavía está virando.

—Y el penteres nos alcanza —dijo Diocles.

Leónidas asintió.

Diocles asintió.

El tarentino se apoyó sobre los remos de gobierno y la nave viró, levantando flecos de espuma en su proa. Diocles vio caer un proyectil al agua, un disparo fallido; el viraje les había granjeado eso, cuando menos.

Y entonces arremetieron. El espolón se clavó pocos palmos detrás de la serviola y destrozó la caja de remo en una explosión de astillas y gritos. El impacto fue tan fuerte, y el Atlante iba tan deprisa que empujó la nave alcanzada hacia abajo y atrás, y el agua formó espuma sobre su proa mientras se hundía. Su popa abordó la proa del trirreme siguiente, barriendo sus remos; más remeros gritando, hombros dislocados, hombres desollados por las astillas.

El penteres estaba sobre ellos, por supuesto, pero Diocles disponía de veinte segundos y los aprovechó.

—¡Lanzad las vasijas de fuego! —ordenó. Acto seguido rugió—: ¡Por la borda! ¡Salvaos a nado!

Los hombres saltaron de inmediato, habían estado aguardando la orden. Los infantes de marina se habían quitado la armadura y los remeros habían soltado los remos en cuanto colisionaron con el trirreme enemigo.

Leónidas se encaramó a la barandilla.

—¿Vienes? —preguntó. El trirreme enemigo estaba en llamas, y la proa de su consorte también había prendido.

—Después de ti —bromeó Diocles, y entonces la jabalina de un infante de marina enemigo le dio en la espalda, justo encima de los riñones, y lo atravesó de tal manera que llegó a entrever la brillante punta saliéndole del vientre. Y entonces cayó de cara al abrazo de Poseidón.