—¿Y escapó? —preguntó Demetrio. Su tono era afable, y el capitán hipaspista estaba obviamente aterrorizado.

El filarco masculló alguna clase de respuesta.

—¿Puedes repetir eso? —dijo Demetrio. Un esclavo le dio un vaso de zumo de granada. Nerón, su jefe de espionaje, estaba a su lado. Llevaba yelmo y thorax de bronce, ambos con mellas recientes. Demetrio había combatido, cuerpo a cuerpo, en el momento álgido del ataque con picas, y había estado rugiendo en la línea de frente cuando aplastaron a los macedonios de Casandro.

—¿Quizás ha muerto? —sugirió el filarco, aunque la mayoría de hombres habría tomado su voz por un susurro.

Demetrio se levantó de un salto de su banqueta, se desabrochó la mentonera y arrojó el yelmo a un esclavo.

—Perdona, ¿has dicho muerto?

Uno de sus strategoi estaba intentando llamarle la atención. Demetrio apartó su mirada ligeramente demente del aterrorizado hipaspista e inclinó la cabeza hacia Filipo, hijo de Alejandro.

—Buen combate, señor.

El strategos se sonrojó ante el elogio.

—Gracias, señor. Tenemos prisioneros; miles. El ejército entero de Prepalao debe de estar viniéndose abajo.

El rostro de Demetrio se iluminó de satisfacción.

—¡Ya lo tenemos! —dijo, y dio un palmetazo en la espalda al otro hombre—. Por Heracles, Filipo, si Prepalao se viene abajo hemos ganado. Marchamos sobre Asia con nuestras sarisas y salvamos a mi padre. Por los dioses, nunca creí que este momento llegaría. —Se volvió de nuevo hacia el filarco—. Muchacho, estás omitiendo algo. Habla. Estoy de un humor benevolente.

El filarco balbuceó, farfulló. Se calló.

—Encontramos al capitán de la guardia —dijo finalmente con bastante claridad—. Muerto.

Demetrio notó que se le encogía el estómago.

—¿Y? —preguntó. Tenía la impresión de que los dioses habían intercambiado a Sátiro por su victoria. Qué manera tan estúpida de morir para un héroe. Pobre Sátiro. Se merecía algo mejor aunque hubiese elegido el bando equivocado; tal vez precisamente porque había elegido el bando equivocado. Demetrio lo quería, incluso como contendiente.

—¿Y el señor Sátiro? —preguntó armado de paciencia. Como amo de Grecia, de repente tenía tiempo de ser paciente.

El hombre comenzó a farfullar, y Nerón le dio una bofetada.

Más tarde, cuando Nerón regresó con una copa de vino, el jefe de espionaje negó con la cabeza cansinamente.

—La verdad, no sé discernir la realidad de la ficción —dijo. Se sentó en la banqueta de marfil de Demetrio sin pedir permiso. Nerón era uno de los pocos, de los muy pocos que tenía semejantes derechos.

—Cuéntamelo todo —dijo Demetrio.

—Parece que la huida de Sátiro fue una trampa desde el principio, una emboscada para matarlo. —Nerón se encogió de hombros—. Tengo una idea que me irrita; un reparo, si quieres. Ese filarco está omitiendo algo, algo que le da demasiado miedo divulgar. Voy a suponer que el cuerpo que encontró no era el de Sátiro.

Demetrio se incorporó en su kline.

—Tú… ¡Por Heracles! ¡Eso sería maravilloso!

Nerón sacudió las manos, se restregó los ojos con las palmas, meneó la cabeza como para quitarse la fatiga de encima.

—Me alegro por ti, señor. Tú lo aprecias. Pero es un oponente astuto y, si se ha librado, ha sido un golpe maestro.

—Tonterías —respondió Demetrio—. ¿Qué podemos hacer? Tenemos la flota, tenemos el ejército, al ejército de Casandro a mi merced, y puedo marchar sobre Asia con mis picas mañana mismo, si quiero.

—Si está muerto… —Nerón respiró profundamente—. Si está muerto, su hermana combatirá contra ti en la Propóntide.

Demetrio adoptó una actitud desdeñosa.

—Que lo haga. Llamaremos a las escuadras efesias, allí hay sesenta naves, y trasladaremos nuestras tropas directamente a Asia, evitando la Propóntide.

Nerón asintió.

—Tu padre está en apuros —dijo—. Tenemos que movernos deprisa. Pero todo esto ya lo sabes.

Demetrio se terminó el zumo.

—Hoy he luchado bien.

Nerón enarcó una ceja.

—Ha llegado la hora de poner fin a eso, señor. Estamos así de cerca de la victoria; así de cerca. —Separó los dedos la anchura de una moneda—. Si te hieren, estamos perdidos.

Demetrio se encogió de hombros.

—Voy a ser un dios —dijo—. No sufro heridas.

Nerón suspiró.

—Lo que tú digas. ¿Mis últimas noticias? Tengo un mensajero que dice que Sátiro tiene quince naves en Egina. Ahora mismo. Una barca de pesca las vio en el puerto.

Demetrio frunció el ceño.

—Si Sátiro está vivo y libre, a estas alturas ya estará a bordo —dijo Nerón, y se encogió de hombros.

—¿Qué puede hacer? —preguntó Demetrio—. ¿Luchar contra mi flota del istmo con una desventaja de cuatro a uno?

—¿Una incursión naval? —respondió Nerón, impaciente—. ¿Desbaratar nuestro traslado de tropas? ¿Salvar al ejército de Prepalao cubriéndole el flanco?

—Con quince naves, no. Tal vez con cincuenta. Si está vivo hará algo. Y bien que hará. Prepalao era demasiado fácil. Indigno.

La voz de Nerón se volvió dura, crítica.

—No te equivoques, señor. Si Prepalao hubiese sido más duro, ahora estaríamos desesperados.

Demetrio sonrió.

—Anímate. Aunque llevas razón, lo admito. Venga, bebe un poco de vino.

Nerón suspiró.

—Gracias. —Nerón alzó su copa—. Si Sátiro vive, que navegue hacia su casa.

Demetrio negó con la cabeza.

—¡Ni hablar! Si vive, que lo encuentre en la punta de mi espada.

—Lo maté —dijo Sófocles. Un esclavo le ofreció vino, y lo aceptó.

Casandro soltó un prolongado suspiro. Seguía siendo un hombre apuesto pero la edad comenzaba a hacerse notar; la edad y más de quince años de constantes campañas, traiciones y venganzas.

—La única noticia buena de esta semana —dijo Casandro.

El médico asintió.

—Me he enterado. Y sean cuales sean los informes que hayas recibido, las cosas van peor de lo que te han dicho.

Casandro enarcó una ceja con gesto cansado y se toqueteó las sandalias.

—Estuve allí, cerca del flanco de la caballería de Demetrio cuando comenzó la huida en desbandada. No pude evitarlo, hay pocos caminos para salir de Acaya. Tu caballería desertó, Demetrio aplastó a tu infantería, y ahora casi todos se han pasado a su bando. Demetrio debe haber duplicado sus efectivos.

Casandro tenía los ojos inyectados en sangre. Gruñó.

—Tienes razón. Nadie me ha dicho que las cosas estuvieran tan mal.

El médico fingió terminarse el vino. En realidad no lo había probado; había vertido toda la copa en un orinal mientras Casandro se miraba las sandalias. Pero aparentó paladearlo apreciativamente.

—Prepalao ha dejado de existir como fuerza de combate. Demetrio o bien viene a por ti, o bien acude en ayuda de su padre. En cualquier caso, aquí ha vencido. ¿Qué piensas hacer?

Se agachó cuando la copa de oro macizo que había estado usando Casandro pasó volando junto a su cabeza.

El médico sonrió, recogió su pesado morral y se retiró.

—Todo el mundo culpa al mensajero —dijo.

Fiale salió de la tienda que hacía las veces de antecámara.

—Eso significa que hemos terminado con ese maldito cabrón —dijo con despiadada satisfacción.

—¿Terminado? —preguntó Casandro.

—Le puse veneno en el vino —contestó Fiale—. Mató a Sátiro, y yo lo maté a él. Me parece… equilibrado.

—¡Yo no he terminado con él! —dijo Casandro—. Necesito… un acto de los dioses. Necesito que muera Demetrio. O Antígono. —Respiró profundamente y de repente fue un anciano, un anciano pálido y alterado—. Necesito un golpe de suerte.

—Tócame para que te dé suerte —dijo Fiale, rodeándole la cabeza con un brazo—. Y veré si puedo encargarme de Demetrio.

—¡Llevaba armadura! ¡Sirviendo contra Casandro! ¡Con el maldito Demetrio y su amante mariquita! —vociferó Tolomeo—. ¡Mi jefe de espionaje dice que pasaron días y noches juntos en Corinto!

León suspiró. Sus espías decían lo mismo. Decían que Sátiro de Tanais había resultado herido al servicio de Demetrio y que se estaba recuperando en la tienda palacio.

—¿Qué debo pensar? —inquirió Tolomeo—. ¡Casandro se está viniendo abajo y Sátiro está ayudando a que suceda! ¡Zeus Soter, León!

El señor de Egipto también llevaba armadura. Estaba sentado en el borde de un banco de madera en su tienda dormitorio. Fuera, el largo ocaso asirio estaba cediendo el paso a la noche, y el zumbido de los insectos competía con el rítmico mascar de los miles de caballos que comían la buena hierba del valle de la Bekaa.

El mercader nubio había venido campo traviesa desde Tiro, donde sus naves aguardaban con la flota de Tolomeo, protegiendo su flanco de las escuadras cada vez más confiadas y agresivas de Antígono y Demetrio, estacionadas cerca de Éfeso.

—Que nosotros sepamos, Casandro intentó que lo mataran —dijo León. Se pasó los dedos por la barba—. Si lo sabe es posible que, en efecto, haya decidido servir a Demetrio. —Negó con la cabeza—. Pero lo dudo.

Tolomeo parecía estar totalmente agotado. Su cauta invasión de Palestina y la Asiria inferior era una guerra de cuidadosas maniobras y asedios puntuales en la que las fuerzas de Antígono respondían con energía. Tan solo tres meses antes, habían parecido estar al borde del colapso pero ahora… Ahora Antígono parecía haber reencontrado su juventud.

—¿Cómo pudo ser tan estúpido? —preguntó Tolomeo.

—¿Sátiro? —preguntó León.

—El inútil de Casandro. Ese malnacido intentó matarme, ¿recuerdas? Y ahora, a Sátiro. ¿Por qué? —Tolomeo negó con la cabeza—. Si tuviéramos su flota, todavía estaríamos en el tablero de juego.

—¿Tan mal están las cosas? —preguntó León—. He estado en el mar.

Tolomeo se encogió de hombros.

—A decir verdad, no. Las cosas no están tan mal. Nuca han estado tan mal como cuando Pérdicas tuvo el ejército de Alejandro en los fuertes del Nilo y yo solo contaba con un puñado de mercenarios para detenerlo. Como tampoco tan mal como cuando el Niño Bonito nos atacó en Gaza. Estamos en Asiria. Sobra espacio para batirse en retirada.

—Y este parece ser un buen ejército —comentó León.

—El mejor que se puede comprar con dinero —dijo Tolomeo con un toque de su viejo sentido del humor—. Pero si Casandro se viene abajo, y el muy cabrón se vendrá abajo, entonces todos vendrán a por mí.

—¿Lisímaco? —preguntó León.

—No resistirá lo suficiente para que Seleuco llegue hasta él, pues no hay nada que impida a Demetrio trasladar sus soldados a Asia. Se mueve más deprisa que Lisímaco. —Tolomeo volvió a negar con la cabeza—. No está hecho de bronce. Pero no voy a salvarlo. No puedo vencer a Antígono, tú yo lo sabemos. Si tuviera a Eumenes… Si tuviera a cualquiera de los muchachos de los viejos tiempos… Pero no los tengo, y dudo que pueda confiar en que este ejército se enfrente al viejo Tuerto.

León suspiró.

—Debería regresar. Si llevas razón, tendremos que cubrir tu retirada.

Tolomeo se rio.

—Sí, si tenemos mucha suerte, tendremos que combatir con ellos, después de todo. —Su sarcasmo fue evidente—. Soy demasiado viejo para esta mierda.

León asintió.

—Piensa en el Tuerto. Debe de tener ochenta años.

Tolomeo asintió.

—Pienso en él constantemente. Creo que si muriera estaríamos salvados.

Los últimos vientos de la tormenta seguían soplando con tanta fuerza que a un falangista le costaría lo suyo mantener enhiesta la lanza. Casi todas las tiendas del ejército estaban derribadas, y los esclavos habían dejado de intentar plantarlas de nuevo.

Lisímaco estaba en la playa, desnudo, intentando rescatar hombres del mar con todos los demás soldados de su ejército. Había tantos cadáveres que las olas parecían estar hechas de hombres muertos.

La mitad de su ejército aniquilada una tarde de borrasca en el Euxino. Cinco mil veteranos yacían en el fondo del mar. Desde Heraclea hasta Sinope, las playas estaban sembradas de cadáveres, y aún había más hundiéndose bajo las olas o flotando, hinchados, pestilentes y renegridos como troncos podridos en la estela de la borrasca. Su flota, naufragada.

Lisímaco continuó buscando hombres vivos en la marea de cadáveres. Y al cabo de unas horas, pues la macabra tarea parecía eterna, encontró a Amastris y a sus mujeres junto a sus hombres. Su esposa, en quien apenas pensaba en ella aquellos días, nadaba de acá para allá, agarrando hombres por el pelo y tirando de ellos hacia la orilla.

Hasta entonces Amastris solo había sido un instrumento para satisfacer sus deseos; el deseo de conquistar, el deseo de tener un hijo suyo, de adueñarse de su ciudad para tener un puerto en Asia.

Pero al verla atreviéndose a desafiar la resaca para arrebatar de las garras de Poseidón a un campesino macedonio sonrió, a pesar del desastre que acababa de ocurrir.

Kalias, su principal strategos, negaba con la cabeza.

—Estamos acabados —dijo—. Primero Casandro y ahora esto.

Lisímaco contempló a su esposa un minuto más. Era guapa y valiente. Digna, en realidad.

—Sandeces —dijo—. Todavía no estoy acabado. —Se quitó el quitón por la cabeza—. ¿Ves a esas mujeres que están en el agua? ¿Son mejores que nosotros?

Corrió entre los cadáveres y se zambulló de cabeza, dirigiéndose veloz hacia un hombre al que había visto agitar la mano.

A lo largo de toda la playa, soldados agotados y empapados se pusieron de pie, se quitaron el equipo y se metieron en el oleaje.

Lisímaco alcanzó a su hombre. No sabía a ciencia cierta si estaba vivo o muerto, pero hizo lo que había visto hacer a Amastris; agarró el pelo del hombre con una mano, metió su trasero debajo de su espalda y nadó hacia la orilla.

Estaba más lejos de la playa de lo que había creído. Levantó la cabeza y vio que estaba a una sorprendente distancia mar adentro, y a pesar de nadar, parecía que cada vez estuviera más lejos. Nadó con más ímpetu. Comenzó a sentir pánico y lo combatió con la prolongada experiencia de un guerreo veterano que conoce el pánico tan bien como conoce el cuerpo de su amante.

En un momento dado a Lisímaco se le ocurrió soltar el cuerpo, pero tuvo la certeza de que todavía había espíritu en él y, por algún motivo, quizá gracias a un inefable mensaje de los dioses, Lisímaco había decidido que si lograba salvar a aquel hombre, si aquel hombre sobrevivía, su ejército también viviría, su causa viviría y él salvaría su honor. Y si no conseguía salvar a aquel hombre, le parecía justo morir allí, tragando agua, víctima de Poseidón.

Era una lucha sencilla: Lisímaco contra el mar. Lisímaco era fuerte, y su voluntad era tan grande como su cuerpo. No era un gran nadador. Pero no se rendiría a las olas ni soltaría al hombre que arrastraba cogido del pelo.

Fue una lucha larga.

Se le llenó la garganta de agua de mar, se le tapó la nariz, la sal le escocía en la laringe, y combatió el pánico una vez más, saliendo a la superficie del agua. Cambió la manera de cargar con el cuerpo en la espalda; para entonces casi seguro que ya era un cadáver.

Un remolino en el agua junto a su cabeza.

Cerró los ojos. Los abrió y vio una sirena.

—Vas en dirección contraria —dijo Amastris. Estaba serena y en forma como una diosa, e igual de hermosa—. Ven, dámelo a mí.

Agarró el pelo del náufrago y tuvo energía suficiente para sumergirse debajo de él, meterle los dedos en la boca y tirar de él hasta su hombro.

—Sigue vivo —dijo, contenta.

Uno al lado del otro, nadaron hacia la playa.

Antígono leyó los despachos de su hijo sin disimular su regocijo. Su único ojo recorría la pulcra letra de escriba cual vigía atento a la aparición de naves en una costa amenazada.

—¡Ni siquiera sabe que Lisímaco ha naufragado! —Antígono se rio—. Por todos los dioses. ¡Por todos los dioses, caballeros! ¡Tolomeo está solo! ¡Lisímaco ha naufragado en una tormenta, Casandro está derrotado, Seleuco demasiado lejos, Sátiro muerto! —Volvió a reírse—. Y yo que estaba al borde de la desesperación.

—Tolomeo todavía tiene un ejército poderoso —señaló su jefe de espionaje, un siciliota llamado Creón.

—Lo compraremos. Le ofreceremos una tregua generosa, aplastaremos al resto de ellos y la próxima primavera iremos a por él. Ares, hacía años que no me sentía tan joven. Tráeme una chica.

Creón se rio por lo bajo.

—No te hagas daño, señor.

—Maldito seas, Creón. Estoy viejo, no muerto. —Antígono se rio a carcajadas—. Por los dioses. Hemos vencido. Nunca pensé que un día diría estas palabras.

Creón se amilanó.

—Todavía no hemos terminado. Siguen con vida. Lisímaco aún tiene tropas, más o menos la mitad de su ejército, y todos los recursos de Heraclea. Tengo entendido que está marchando. —Miró a su patrón—. Seleuco es poderoso.

—¿Ese cachorro? ¿Qué puede hacer? —dijo Antígono—. Su ejército es una cuarta parte del mío y no tiene flota.

—¿Unir fuerzas con Lisímaco o con Tolomeo? —dijo Creón.

—Sería preciso un milagro —respondió Antígono, y se rio entre dientes.

Miriam estaba haciendo ejercicios cuando oyó el rugido de enojo de su hermano. Terminó sus pasos de baile, pues su hermano estaba de mal humor y más valía no alimentárselo, y luego se puso un quitón por la cabeza y salió de su habitación al jardín central.

No eran esclavos, ni mucho menos. Habían regresado a un cómodo cautiverio, aunque la amenaza de la esclavitud y la muerte pendía sobre sus cabezas todos los días. Vivían confinados en una espaciosa residencia privada que estaba pegada a las murallas de la ciudad, y había cincuenta soldados para vigilar a los cuarenta prisioneros rodios de las casas vecinas.

Abraham, cuando Miriam lo encontró, estaba llorando.

Miriam se sentó a su lado en el banco.

—Nuestro padre ha muerto —dijo Abraham, y se arrancó pelos de la barba.

Miriam notó que los ojos se le arrasaban en lágrimas; lágrimas dolorosas. No había llegado a hacer las paces con el anciano. Ahora nunca podría hacerlas. Pero decir que no lo amaba sería mentir. Comenzó a sollozar, pero fue como si otra persona estuviera llorando porque su mente seguía discurriendo, serena y clara, mientras oía su vergonzoso exabrupto.

Abraham le tomó las dos manos.

—Y Sátiro es posible que haya muerto —dijo—. Demetrio ha conseguido una aplastante victoria en Grecia, y Casandro está acabado. Demetrio y Antígono han vencido.

Permaneció callado un buen rato y Miriam descubrió que no le importaba nada en absoluto la derrota de su bando.

—Sátiro no está muerto —dijo entre sollozos. Ella lo sabría, pensó. Aunque hubiera resuelto decirle que no se iría con él a Tanais, aunque Éfeso le había dejado claro que era judía y no helena, no sería ni su amante ni su esposa.

Lo había decidido. Pero si Sátiro muriera, Miriam lo notaría en su cuerpo.

Si Abraham la había oído, no le hizo el menor caso.

—Demetrio hizo que lo mataran —dijo Abraham, y se le quebró la voz.

Miriam levantó la cabeza.

—Sátiro está vivo —sentenció.

Abraham se quedó mudo de asombro y, de repente, viendo los ojos de su hermana y su postura, lo entendió.

Abraham lo entendió y quiso montar en cólera, enfurecerse por la traición de su hermana a su… ¿viudez?

Lo único que encontró fue el hondo pesar por la muerte de su padre.

—¿Amas a Sátiro? —preguntó.

Miriam bajó la cabeza.

—No me casaré con él.

Abraham entendió lo que encerraban aquellas palabras y la estrechó entre sus brazos.

—Oh —dijo—. Oh, querida hermana.