ÚLTIMA

 

 

Me casé con Cordelia tres semanas después en la misma iglesia de Segovia donde fui bautizado yo, y donde más tarde bautizamos a los dos hijos que me dio. He sido feliz a su lado, y a la hora de cerrar este diario –a los cincuenta y cinco años de edad– sigo siéndolo con la misma intensidad, si cabe, que en mis años de juventud. A veces, cuando los relámpagos de alguna tormenta me despiertan a media noche y su luz eléctrica tiñe de azul la oscuridad de nuestra cámara, vuelvo a la cueva del pozo para ver a Lucien, y el fantasma del recuerdo resucita oscilando sobre mi conciencia como una espada de Damocles. En silencio, le pregunto si acaso no es cierto que todos supieron defender lo suyo excepto yo: si don Joaquín Castán no defendió el mundo sagrado al que se sentía tan ligado; si Fetra no defendió su dignidad de mujer, que era también la dignidad del hombre en su esencia; incluso, si las monjas no hicieron lo único que estaba en sus manos para retener, hasta el último momento, lo que en derecho les pertenecía y yo pretendía arrebatarles.

Cuando esos pensamientos vuelven, el mundo del desfiladero se recompone ante mí, tal cual se levantan los castillos de arena que el mar destruye eternamente, y mi espíritu regresa a los verdes valles de la juventud que conocí.

Los consejos de Fetra, induciéndome a ignorar el suceso y apartarlo de mi vida para siempre, han servido para dormirlo, pero no para eliminarlo por completo. Siempre que eso sucede, me giro hacia el cuerpo dormido de Cordelia y me paso un largo periodo de tiempo acariciándolo con dulzura sin que ella se dé cuenta, queriéndome llevar cada uno de esos instantes en mi bagaje personal por si algún día, Dios no lo quiera, deba volver al lugar donde un día estuve y del que logré salir por un venturoso milagro.

Ignoro cuál fue el significado real del pozo, qué realidad entrañaba, qué símbolo representaba o cuál era su mensaje. Pero en prevención de que esté más allá de la muerte, aguardando el instante de saldar cuentas conmigo, me he dispuesto a vivir la vida con las cosas que realmente importan, para llenarla de recuerdos que ya nadie, ni siquiera la soledad monstruosa de la cueva, puedan quitarme nunca. Jamás volveré allí con las manos vacías. Y cada caricia, cada abrazo, y cada instante pasado con ella será un tesoro que alimentará el devenir y confortará mi soledad en los momentos difíciles.

A veces, he pensado qué sería de mí si la naturaleza o la tragedia del destino la arrancaran de mis brazos antes de tiempo y quedara solo en este mundo. ¿No serían entonces mi vida y la cueva una misma cosa? ¿No sería yo un fantasma condenado en vida que deambularía esperando el final para volver a reunirme con mi compañera? Vivir más allá de los días: ese debe ser el camino, con esa traslúcida continuidad de esperanza que ignora toda pausa y toda intromisión.

Solo el presente importa …

Segovia, 21 de enero de 1865.