IX

(Donde cuento lo que ocurrió en la antigua cocina del cenobio y refiero mi primer contacto con el Sepulcri Memoriae)

 

 

Tras mostrarme mi celda para que dejara las cosas, la madre Beatriz de San Juan se ofreció a guiarme por las diferentes dependencias del cenobio. La característica común en todas ellas era la falta de luz. Todo el convento era una especie de santuario rupestre en el que lo natural y lo artificial cohabitaba en perfecta armonía. Las cuevas mantenían una temperatura constante y resguardaban a las religiosas de las ventiscas heladas procedentes de los glaciares del circo. El agua de los manantiales subterráneos brotaba y corría por las cavidades remansándose en marmitas cristalinas que inducían al recogimiento del cuerpo y de la mente. El silencio lo presidía todo, a excepción de un goteo continuado y persistente cuyo sonido latente se amplificaba en virtud de la morfología rocosa actuando como una caja de resonancia.

Para pasar de una cueva a otra, existían galerías internas excavadas a modo de pasajes por dentro de la roca, o bien pasos exteriores formados por escalones de piedra tallados en las paredes de la cortada. El claustro en particular me pareció uno de los rincones más hermosos y un regalo para los sentidos. Para acceder a él era necesario recorrer un túnel excavado que desaguaba en una sima interior hundida y descubierta al cielo. Las cuatro galerías que flanqueaban este espacio expedito a la luz natural estaban construidas a golpe de pico sobre la misma roca madre, de manera que las columnas y los arcos ruiniformes que las sostenían se incrustaban en la geología natural de la roca pasando a formar parte de la misma. De esta manera la arquitectura era montaña y la montaña arquitectura. Por ellas trepaban el musgo y la enredadera y comulgaban las caricias del viento, el sonido de las fuentes y el aroma de las plantas.

– ¿Y eso qué es? –pregunté señalando una gran llave de paso redonda y oxidada que se hallaba situada a media altura de un muro.

–Es la manivela para abrir o cerrar la esclusa de la acequia –me explicó la monja–. Como habrá tenido ocasión de comprobar, el monasterio está lleno de canalillos y de fuentes que discurren por la mayoría de dependencias. Durante la noche cerramos el paso del agua para posibilitar que la acequia se llene con el manantial. A primera hora de la mañana, después de que se haya colmado hasta arriba, la abrimos y el agua vuelve a circular tal y como la ve usted ahora.

–Muy ingenioso –comenté–¿Debo deducir entonces que durante las noches, el monasterio se queda desabastecido de agua?

– ¡Durante las noches se duerme! –volvió a corregirme con brusquedad.

Guardé silencio por precaución dejando que en lo sucesivo fuera ella quien hablara. La luz del cielo iba languideciendo, adquiriendo un fulgor mortecino visible solo a través de las oquedades de las paredes confeccionadas con mampuestos que, al oxidarse con el paso de los años, iban tomando tonalidades cálidas, entre anaranjadas y rojizas.

–Esta es la antigua cocina – dijo la madre superiora al pasar por delante de una estancia cerrada–. Ahora ya no se utiliza.

Miré la puerta maciza de roble con remaches de hierro. Sobre el dintel aparecía labrado en relieve un grabado que representaba un reloj de arena y la célebre frase del poeta Horacio inscrita bajo él:

«Carpe diem, quam minimum credula postero.25»

– ¿Es aquí donde se encuentra el pozo de los ilergetes? –pregunté.

La freila Beatriz me miró extrañada.

–Sí. ¿Cómo lo sabe?

–Don Joaquín Castán, el procurador de Bielsa, me lo dijo. Me comentó que era un lugar de culto primitivo utilizado en la antigüedad por estas tribus.

–Ese don Joaquín es un excéntrico –murmuró la madre a despecho de mi comentario.

– ¿Por qué cerraron la dependencia?

–Antes, el monasterio se abastecía con el agua del pozo, pero suponía un esfuerzo terrible baldear el líquido hasta arriba debido a su gran profundidad, de manera que cuando se construyó la nueva cisterna, el pozo se cerró.

– ¿Puedo verlo? –pregunté

– ¿Para qué?

–Bueno… Simple curiosidad.

La freila hizo un gesto de contrariedad que no se molestó en disimular. La carta real que investía mis atribuciones como delegado directo del gobierno me daba un poder casi absoluto sobre la comunidad, y la monja lo sabía tan bien como yo, de modo que sacó de su argolla una gran llave de hierro y procedió a satisfacer mi demanda con resignación mal asumida.

– ¿Qué sentido tiene la inscripción que hay sobre la puerta? –pregunté mientras la mujer descorría los cerrojos.

–No lo sé –respondió lacónica–. Es una alegoría del tiempo. Está ahí desde los primeros orígenes del monasterio; el paso de los años se ha llevado la esencia de su sentido.

Cuando la puerta cedió, noté cómo una corriente de aire gélido huía precipitadamente de la estancia dejándome pasmado. Al entrar, me quedé un tanto sorprendido. La dependencia era circular, en forma de cúpula, y el pozo objeto de mi curiosidad se hallaba ubicado en su centro geométrico. Una inmensa estatua erigida junto a su brocal parecía custodiarlo en silencio. Era de una mujer en éxtasis, que recordaba a la escultura que Lorenzo Bernini había moldeado para el cardenal Cornaro, y que yo había tenido la oportunidad de ver en uno de mis viajes a Roma26. Aunque bastante más burda que esta, tenía también los ojos entornados, la cabeza ladeada sobre el hombro y los labios entreabiertos. Una de las manos reposaba plácidamente sobre el pecho acariciándose un seno; la otra se aferraba sobre el muro que circundaba el pozo.

– ¿Qué representa esa estatua? –pregunté a la abadesa.

–Eso depende de lo que quiera ver en ella –me contestó–. Si sus impulsos son puros y nobles, verá en sus formas el amor por la devoción y la fe. Si son los bajos instintos los que le iluminan, vera la libinosidad y el pecado de la carne representados en forma de súcubo27. La estatua está ahí desde los tiempos en que los romanos explotaban la cueva para sacar metales; la dejaron cuando se marcharon como un homenaje al lugar.

Me acerqué hasta la efigie despacio; el temblor de mi vela parecía turbar su comprometedora expresión confiriéndole un atisbo de vida inanimada

–A mí no me sugiere ninguna de las dos cosas –murmuré.

– ¿Ah, no? –restañó la madre muy atenta.

–No.

– ¿Qué os sugiere, entonces?

–Soledad –barrunté sin poder dejar de mirarla.

Siguiendo la blanca mano de la escultura me asomé al pozo: era un orificio monstruoso que impresionaba por el tamaño de su diámetro. El agujero circular tendría seis buenas varas de extremo a extremo y estaba circundado por un brocal de piedra que llegaba a la altura del pecho. Justo en la vertical del pozo, en la bóveda acombada que le servía de dombo, podían distinguirse una suerte de signos extraños labrados sobre la piedra del techo. Estos signos eran un sol y una luna enfrentados y estaban circunscritos en un pentáculo rodeado por números que parecían representar años bisiestos.

–Parecen signos astronómicos –comenté a la madre superiora sin dejar de mirarlos.

La monja no me contestó

– ¿Y esa reja? –comenté señalando una gruesa oquedad cerrada con una puerta de barrotes de hierro que, aparte de la entrada principal, era el único elemento que rompía la monotonía circular de la bóveda de piedra.

–Es la del acceso a la antigua mina –dijo la madre Beatriz–. En otro tiempo, se utilizaba para descender hasta el fondo del pozo y descegarlo. Hace años que nadie se ha adentrado por él, ignoro si aún es practicable.

–Debe de bajar a mucha profundidad –observé yo.

–La misma que tiene el pozo –aseveró la madre–.Yo nunca la he utilizado, pero quienes lo han hecho aseguran que baja hasta una profundidad aterradora, y que a medida que se desciende por ella, se va bifurcando en innumerables corredores que se pierden a lo largo de un laberinto infinito. Como ya le he dicho, hace muchos siglos se explotaron yacimientos de hierro y plata ahí abajo. Hay quienes dicen que si sumáramos las longitudes de todas sus ramificaciones, obtendríamos una distancia similar a la que separa Jaca de la ciudad de Madrid.

– ¿Y el pozo atraviesa verticalmente todo ese sistema de pasadizos y galerías? –le pregunté.

–Así es –constató asomándose a su embocadura–. Si arrojásemos una piedra por este orificio, tardaría unos veinte segundos en alcanzar el fondo. Eso puede darle una idea aproximada del complejo subterráneo que se abre bajo nuestros pies.

–Es increíble –dije asombrado.

La voz de la madre y la mía retumbaron en el abismo descendiendo en espiral hasta extinguirse en la negrura del fondo del pozo. De su rugosa pared interior, rezumaban un sinfín de hilillos de agua filtrada que, serpenteando vivamente a través de las junturas de los bloques, descendían por su superficie como el riego sanguíneo desciende a través de un organismo vivo.

En el momento en que ambos nos disponíamos a abandonar la sala, una especie de sonido gorgoteante se elevó desde sus profundidades ascendiendo rápidamente por su esófago hasta alcanzar la boca del orificio.

Aquel sonido era algo extrañísimo; durante algunos segundos afloró como un lamento apagado que en cierto modo recordaba el llanto de una ballena.

El sonido se sostuvo en el aire con la intensidad constante de una o dos octavas y luego comenzó a perder fuerza, ahogándose en su propio tono hasta extinguirse por completo

– ¿Qué ha sido eso? –pregunté volviéndome hacia el pozo.

– ¿El qué?… –respondió la freila con una expresión más inquieta que sorprendida.

– ¿Es que no habéis oído nada?

–Ah eso… Son solo corrientes de aire subterráneas. A veces sucede que, al igual que un órgano, el viento y los orificios de la mina se combinan originando extraños fenómenos acústicos.

La madre abrió la puerta y, con maneras un tanto apresuradas, me invitó a abandonar la antigua cocina. Cuando salimos al atrio, se volvió y cerró la puerta con dos vueltas de llave, tras lo cual, la escondió en un bolsillo de su hábito.

–Supongo que lo que de verdad os interesa está en el Scriptorium –dijo ya más calmada–. Allí guardamos todas las escrituras de las tierras y los inventarios de bienes. Si tenéis la bondad de seguirme, yo misma os ayudaré a consultarlos.

Sin mediar más palabra, haciendo nuestro el silencio y el recogimiento que impregnaba el lugar, nos desplazamos por un largo túnel horadado dentro de la tierra. La madre portaba una palmatoria de cera encendida que refractaba nuestras siluetas en las paredes, de manera que las sombras se curvaban de un modo grotesco a medida que avanzábamos por la madriguera. Sor Beatriz de San Juan andaba encorvada, y sus pies descalzos y cubiertos de mugre renqueaban cada dos o tres pasos haciendo que su silueta se asemejara a la de una criatura tosca y primitiva. Al poco rato salimos a una dependencia más bien reducida en la cual había un habitáculo repleto de anaqueles y estantes con libros y documentos.

–Todo cuanto pueda necesitar está aquí –me dijo volcando su vela sobre una lámpara de aceite para alumbrar la habitación.

La penumbra iluminó un acantilado de carpetas amontonadas sin orden ni concierto. Muchos documentos estaban cubiertos de polvo o rejuntados por la humedad y los hongos en función de su ubicación en la sala. Otros estaban rebozados por el serrín que los termes expulsaban del mobiliario al agrandar sus orificios de entrada en las maderas. Había un par de vitrinas con los cristales grasientos y cerrados bajo llave en el que descansaban –como si de un viejo café se tratara– un grupo de cartapacios atados con cordel y lacrados. En el suelo había una gran cantidad de botellas de cristal pertenecientes a envases vacíos de vino, gaseosas, licores y fórmulas magistrales farmacéuticas que las monjas debieron de ir recogiendo a lo largo de los años para darles otras aplicaciones, como la de certificar los lindes28.

–Esas escrituras corresponden a los predios y a las donaciones del cabildo–me advirtió la freila–. Las hay que se remontan hasta el siglo X después de Cristo.

–¿Habla usted latín?

–Perfectamente –observé tomando una de las escrituras entre mis manos para ojearla.

–La documentación que necesita se halla en esta pila. El resto de papeles conciernen a asuntos de índole doméstica o a actas del obispado. No es necesario que se moleste en consultarlas. Pertenecen a la Aljafería de Zaragoza.

–Gracias, madre –le agradecí.

–Bien, yo tengo que volver al claustro –me dijo recuperando su vela de la mesa–. Confío en que recordará el camino a su habitación.

–Sí, no se preocupe.

–La cena se sirve a las ocho. Media hora después, cerramos la llave de la acequia para que la represa que la nutre se llene por la noche. Esto hace que el monasterio quede desabastecido de agua. Téngalo presente antes de acostarse y… procure ser puntual.

La madre se dio la vuelta y comenzó a alejarse por el pasadizo arrebujada en su nimbo de luz. La seguí con la mirada hasta que se convirtió en un diminuto punto palpitante que terminó extinguiéndose.

Durante tres horas inventarié las escrituras que hacían referencia a los bienes del monasterio y a los donados. Hubiera podido proceder con mayor rapidez de no haber sido porque la documentación –aparte de encontrarse en pésimo estado de conservación– estaba desordenada y mezclada con otras actas notariales que no venían al caso. Lo que más me sorprendió fue descubrir que tampoco aquí existía correspondencia de ninguna clase con la filial desde hacía casi cincuenta años. Durante la preparación de mi viaje, ya me había dado cuenta de esta particularidad al examinar los archivos del ministerio. La ausencia de supervisores apuntaba a que la comunidad hubiera dejado de existir a efectos administrativos o se hubiera refundado en otra orden nueva desvinculada de la matriz. El único documento que encontré ligado a un administrador general arrancaba del año 1640 y refería una declaración de recursos y de rentas muy antigua:

«…200 cántaros de vino, 200 libras de carne, 15 arrobas de abadejo, 20 cahices de trigo, 30 libras jaquesas para cera, 30 iguales de aceite, 10 para pago de medicinas, 10 para vestuario, 25 para el administrador general que había de ser de Ainsa y nombrado por la ciudad de Huesca, y todos los derivados de la concesión de colgar pellejos en los molinos de aceite…».

Cuando terminé mi trabajo, y teniendo en cuenta que aún faltaba una hora para la cena, me decidí a estudiar otros documentos presentes en la estancia contraviniendo los consejos de la madre superiora. Como buen secretario, sentía una sana curiosidad por analizar las características y las fechas de registro de lo que ahora se me antojaban como auténticas reliquias patrimoniales. Guiado por este deseo que hace de la profesión algo más que un oficio, me subí al tamborete y asalté la vitrina cerrada en la que se encontraban los cartapacios bajo llave. Por desgracia las portezuelas de cristal estaban cerradas, y la llave no estaba puesta en el cerrojo ni sobre el mueble. Aun con todo, pegué mi nariz y mi vela a la vitrina y observé con atención lo que escondía su interior. Enseguida hubo un objeto que llamó mi atención; su formato y su volumen lo diferenciaban con claridad del resto de carpetas. Se trataba de un antiguo manuscrito revestido con tapas de piel bien trabajadas cuyo título era Sepulcri Memoriae29. Supuse que se trataba de un compendio referente a las actas de defunción del monasterio y no pude evitar que los sucesos referidos por don Joaquín en la biblioteca de su casa acerca de las extrañas decapitaciones acudieran a mi mente.

¿Estaría todo explicado en ese libro? me pregunté mientras intentaba forzar la deteriorada puerta del mueble.

Al ver que era imposible abrirla, cejé en mi intento y sonreí… ¡Qué no hubiera dado don Joaquín por tener aquel libro entre sus manos!