I

(Llegada al desfiladero)

 

4 de marzo

 

Cierta tarde del año 1840, habiendo sido designado por el Real Instituto de Finanzas para confiscar los bienes de las órdenes religiosas en virtud de la primera ley de desamortización1, me adentré en esa región hostil y solitaria que se extiende al norte de la provincia aragonesa y que es conocida por los naturales del lugar con el nombre de Caldera de las Brujas o Monte Perdido.

Inútil sería tratar de referir la desolación que embargó mi alma cuando pisé por primera vez aquellos lares dejados de la mano del mundo. Tras abandonar Huesca el día 2 de marzo, y en una sucesión de recorridos demoledores a través de caminos de carro y sendas de leñadores, fui sumergiéndome progresivamente en un paisaje de fantasía irreal, constituido por congostos y hoyadas de una fiereza casi prehistórica, en cuyos fondales, saltando de peñascal en peñascal, bramaba el curso de las aguas heladas precipitándose invisibles bajo un manto de nieblas perpetuas.

Poco antes del anochecer y tras dos días de marcha agotadora, alcancé la última aldea que custodiaba la entrada al Paso. Allí debía reunirme con el guía de la región que me conduciría a través del cañón que se adentra en el macizo. El pueblo en sí –llamado La Infortunada2– no presentaba más que un par de casonas antiguas habilitadas como fonda y algunos cobertizos de piedra para estabular las monturas. Encerrado sobre sí mismo como un baluarte levantado contra el medio físico de sus entornos, semejaba un bastión de civilización perdida en estos confines de desolación blanca y brutal.

La Infortunada era el último punto habitado antes de adentrarse en el horrible paso que el curso del río Cinca hendía en las montañas; era parada obligada de resuello, tanto para las partidas de machos enteros que subían vino hacia Bielsa como para las que bajaban carbón y contrabando desde el otro lado del valle.

Agotado por el esfuerzo del viaje y sin apenas haber dormido, encaminé mi caballeriza hacia el establo cuando el posadero ya salía a mi encuentro para asistirme…

– ¡Rebufa, que a poco le coge la noche de camino! –imprecó el mayoral al verme descabalgar de la montura.

–Me pilló un aguacero cerca de la Espelunca de San Vitorian y tuve que tomar refugio en una balma –le expliqué–. Todo el camino he tenido un tiempo de demonios.

–Ya temíamos que le hubiera pasado algo –dijo el mayoral tomándome las riendas del caballo para conducirlo al establo.

– ¿Cómo está el paso? –le pregunté

–Abierto y con dos dedos de nieve

– ¿Podremos pasarlo mañana?

–Podremos, si el viento no trae más esta noche.

 

El posadero de la hacienda era un hombretón de pelo crespo y nariz aguileña que blandía en su frente un chichón de carne enquistada. Esta particularidad hacía que a La Infortunada se le conociera también como la Cantina del Boñudo.

–Tapa el caballo y ponle forraje –le dije al mayoral– ¿Hay algún otro viajero dentro de la casa?

–Ninguno, señor. Solo gentes de por aquí y Cipriana, mi mujer, que ya ha puesto a calentar un ponche de melocotones en la estufa para sacarle el frío de los huesos.

–Falta me hace! –aseveré frotándome las manos para desentumecerlas del frío.

–Ande, no se me entretenga y tome reposo en la lumbre. Está usted empapado, y el aire de estas horas no es bueno para la fatiga

Le dejé con el caballo y entré en la casa. La cocina de La Infortunada era oscura como boca de lobo, hasta el punto que la mesa de huéspedes cabía entera dentro de la campana del tiro. La hoguera del fogaril crepitaba dibujando mil sombras sobre los calderos de bronce colgados con cadenas de hierro y sobre las paredes ennegrecidas por el hollín. En realidad, no sé si se trataba de los reflejos de mi propia silueta o los de las almas de los difuntos que, al calor de las llamas, acudían desde los rincones más fríos de la casona para escuchar las novedades de mi llegada al lugar. Fuera, rugía el viento de las montañas.

Cipriana acudió al poco rato con el codiciado ponche de melocotón y un buen plato de guisado con trozos de longaniza. La mujer del mayoral era algo sorda y tanmenuda que sus piernas quedaban extendidas por entero sobre el mimbre de la silla sin llegar a doblarse por la rodilla. Era como un títere, una vieja muñeca de trapo ansiosa de cotilleo y de garnacha.

– ¿Y dice que vie de la capital? –preguntó la mujer, bien dispuesta a resarcirse con todo cuanto pudiera contarle.

Yo me llevé la cuchara a la boca y dejé que el ponche caliente abrasara mis labios.

–Esto esta riquísimo –comenté.

Cipriana me miró un instante sin decir nada y luego probó fortuna de nuevo.

– ¿Para qué ha veniu aquí? ¿Se quiere usted ir a la Francia?

–He venido aquí por asuntos de estado –repliqué confiando en que mi respuesta pondría coto a su curiosidad.

Cipriana volvió a permanecer en silencio, esta vez mirándome de soslayo, como si yo fuera algún ser sobrenatural o una criatura de otro mundo. Me dejaba perplejo que no tuviera el menor reparo en hacerlo con tanto descaro. Entendí que la simpleza de su condición de montañesa la empujaba a obrar de ese modo, sin ningún sentido de las maneras ni del disimulo.

– ¿Y ixos asuntos de que habla son importantes?…

–Sí, mujer –respondí a sabiendas de que sería inútil apercibirla de mi gusto por las cenas en soledad–. Estoy aquí para tratar cuestiones del gobierno que van a afectarles de modo directo también a ustedes.

– ¿A nosotros?…

–Sí, a ustedes.

– ¿A nosotros dice?

– ¡Deja en paz al señor! –rugió el Boñudo entrando en la cantina como un ogro.

La puerta se cerró tras él conteniendo una ventisca de diminutos copos de nieve que se arremolinó en la entrada. El hombretón portaba un fajo de ramones secos aplastados entre los sabañones de sus manos.

No haga caso a mi mullé –añadió acto seguido–. Si por ella fuera, le tendría a usted toda la noche en danza. Está medio sorda, y aunque le conteste, no le entenderá miaha.

–No me molesta, Boñudo –dije limpiándome los labios con la servilleta– De hecho, no me dirijo a Francia, sino a Bielsa. En cuanto haya atravesado el desfiladero me quedaré allí.

– ¿En Bielsa? –carraspeó el Boñudo, que no acertaba a comprender qué podía haber de interés para mí en un lugar como aquél.

 

No en vano, antes de iniciar mi viaje hacia el corazón del Pirineo, me había documentado acerca de este valle inhóspito que permanecía aislado del resto del país por el intransitable estrecho de las Devotas. La endogamia, tanto hereditaria como cultural, había creado una pequeña estirpe de pobladores que mantenían costumbres y ritos enraizados en las antípodas del cristianismo. Poseían una lengua endémica del valle y una tradición cultural propia que tenía su máximo exponente en su carnaval: una siniestra fiesta pagana que hendía sus raíces en la antigüedad más oscura. Los festejos se iniciarían al poco de mi llegada y se prolongarían durante una semana. Me había propuesto tomar notas en mi cuaderno de todo cuanto viera allí. Después, ascendería hacia los Oscuros de Arpan para conocer el monasterio de monjas trinitarias, cuyos bienes tenía que catalogar y confiscar.

–Si he de serle franco, no me satisface mucho llevarle allí mañana –dijo el mayoral midiendo mucho el tono de sus palabras para que no parecieran un desplante, sino una advertencia–. Los belsetanos son gente reservada que no gusta de forasteros. No espere ser bienvenido y menos en estas fechas, en las que, como sabrá, comienza su carnaval.

–La cuestión es que no pienso quedarme en Bielsa todos los días –maticé tomando un sorbo de vino.

La sombra sobredimensionada de un gato negro con la cola erizada se paseó sigilosa por el contorno de la pared del fogaril.

– ¿Ah, no? –ronroneó Cipriana anticipando una mala corazonada.

–No.

– ¿Ande va entonces?…

–Cerca de allí, a los Oscuros de Arpan –agregué haciendo que el nombre de ese lugar retumbara en la inmensa campana negra de la cocina de un modo extraño.

Al pronunciar aquel nombre, se formó un silencio sepulcral en toda la posada. Los hombres de las mesas –pastores de las cercanías que se reunían todas las noches tras encerrar el ganado para tomar un vino– levantaron las cabezas de los naipes y suspendieron sus miradas en el vacío mirándose los unos a los otros sin encontrarse. La mujer del mayoral se apresuró a recitar una especie de conjuro en un dialecto inteligible y saltando (esta expresión es literal) de la silla se alejó del comedor como alma que lleva el demonio. Hasta el rostro inamovible del propio Boñudo pareció descomponerse antes de tratar de persuadirme para que olvidara semejante idea.

– No es aconsejable adentrarse en esa parte del valle –arguyó meneando la cabeza de lado a lado.

– ¿Por qué no?

– Yo no sabría decirle, señor, pero… cuentan cosas… cosas extrañas.

Conocedor de las supersticiones de aquellas gentes montañesas no quise ahondar en el tema, pero dejé bien claro que si los trabajos de inventariación de bienes implicaban el reconocimiento de la zona, esta debería de llevarse a cabo en su totalidad, incluso a pesar de las «peculiaridades locales» que pudiesen persistir por tradición o por ignorancia.

–Este es un proyecto político de gran importancia –constaté imprimiendo a mis palabras ese tono solemne que tanto impresionaba a las gentes del campo–. He venido aquí para trabajar por el gobierno, no para escuchar monsergas y letanías de brujas, ¿entiendes? El nuevo gobierno quiere ayudar a la gente del pueblo, quiere ayudaros a vosotros. A ti también, Boñudo. Por eso ha decidido quitarle a la Iglesia sus propiedades y repartirlas entre quienes quieran y puedan trabajarlas.

–A mí me paice que la política es la madre de la confusión señor; por eso empieza por “p” porque si a la “p” das vueltas se convierte en la b, y luego en la q y al final en la d, y así no hay manera de saber lo que quiere decir de verdad

Reí ante la ocurrencia del posadero.

–No te falta razón en lo que dices, amigo mío, pero me temo que el gobierno ya ha decidido por ti y por los demás – constaté.

El mayoral, aún a pesar suyo, no puso ninguna otra objeción. Los dineros que mi estancia reportarían a su hacienda eran motivo más que suficiente para dejar a un lado cualquier otra consideración o prejuicio.

– Entonces haré que Cipriana suba a calentarle la cama y le prepare una muda para mañana –dijo levantándose de la silla.

Poco después, yo también me levanté retirándome a mi habitación para descansar.