Solo para venir a verte

Cordelia de mi vida…».

El tiempo pasó volando (suele suceder siempre que deseamos que sea al revés) y tomando a Cordelia de la mano, la arrastré lejos de la plaza para pasar a solas con ella los últimos instantes de mi estancia. Luchando por abrirnos paso en medio del bestiario de criaturas danzantes que atestaban la plaza, pasamos bajo el espantajo de Cornelio –que colgado de lo alto del ayuntamiento seguía presidiendo los festejos como un convidado de piedra– y conseguimos alejarnos del centro bajo la atenta mirada de don Joaquín, al que sin exponerse, nada parecía escapársele.

–Cordelia –le dije acorralándola con ambos brazos contra una esquina– Escucha, yo… he de volver al monasterio.

–¿Esta noche? –dijo sorprendida.

–Sí.

–¿Estás loco? ¿Piensas pasar el portillo de noche y solo? ¡Vas a helarte de frío o a perderte!

–No quiero quedarme en casa de Don Joaquín –le expliqué–. Además, debo interesarme por Lucien, no he sabido nada de él desde anoche.

–¿Y por qué no te marchas mañana? No creo que vaya a sucederle nada malo en ese tiempo.

–Ya he pasado el portillo dos veces –traté de tranquilizarla–. Hay una trocha abierta sobre la nieve, solo tengo que abrigarme bien y seguirla. Pasado mañana puedo estar aquí de regreso.

A Cordelia no le gustó demasiado mi idea.

–Pero yo no quiero que te marches –me siseó con dulzura entrelazando sus muñecas alrededor de mi nuca.

Nos besamos con calidez. Mis manos tomaron su cintura y, desde aquí, descendieron por debajo de su saya hasta sentir la pecadora suavidad de la seda que revestía sus jóvenes muslos. Sentí sus nalgas tersas amaneciendo a ambos extremos de las calzas que las ceñían. Ella se dejaba llevar ladeando su rubia melena hacia un lado para mostrarme sus hombros desnudos y su cuello de cisne se insinuaba sin pedirlo para atraer sobre él los mordiscos de mis labios. La abracé con virilidad. Cordelia manejaba a la perfección el arte de la seducción. Su temperamento –felino o candoroso según requiriera la ocasión– se alternaba con sutileza obligándome a tener que recapitular para no perder la cabeza.

–No puedo quedarme –le repetí.

–Claro que puedes –insistió rozando mi oreja con su dulce voz–. Solo has de quererlo…

Era evidente que ya casi me tenía.

–Espera aquí –le dije cuando por fin me decidí a complacerla–. Le diré a don Joaquín que pasaré la noche en su casa; luego volveré a buscarte. Podemos tener la noche entera para nosotros.

A Cordelia se le iluminó el rostro.

–¿Es necesario que tengas que pedírselo? Tú eres su huésped aquí; no tienes por qué tener tantos miramientos; puedes hacer lo que quieras.

–Aun así, prefiero hacerlo.

–Entonces hazlo enseguida.

Tomé su mano y nos pusimos en camino hacia la plaza. El bullicio y la algarada iban en aumento a medida que el cielo se oscurecía y las gentes de los pueblos vecinos se sumaban a la fiesta.

–Escúchame, Cordelia –le confesé mientras subíamos la cuesta de la calle–. Hay tres cosas que deseo preguntarte.

–¿Sólo tres?

–Te hablo en serio, mujer!

–Perdona –se disculpó sin poder aplacar del todo su sonrisa– Dime, por favor, ¿Cuáles son esas tres cosas?

–Bueno –vacilé–, lo primero que me gustaría saber es qué papel juega don Joaquín en tu vida.

La chica se sorprendió al oír mi pregunta y se detuvo en seco. Me miró directamente a los ojos tratando de intuir qué motivos se escondían detrás de mi pregunta.

–Verás –añadí enseguida– He notado que él te trata con mucha familiaridad, esas medias que te ha traído de Francia… por ejemplo.

–Joaquín es un padre para mí –trató de explicarme ella extrañada por mi desconfianza, o tal vez por el egoísmo implícito que mi pregunta escondía– Él se hizo cargo de mí cuando tan solo era una niña y me educó como tal. No tengo para él más que agradecimiento y consideración. Y si alguna vez me he sentido mimada por sus maneras o por sus atenciones, ha sido siempre con la certeza de que era el corazón quien le guiaba y no sus bajos instintos.

–No te enfades –dije como si de pronto me avergonzara de mi pregunta.

–No lo estoy –sonrió recuperando la afabilidad–. En el fondo, a todas las mujeres nos gusta veros un punto celosos. Ahora dime… ¿Cuál es la segunda pregunta?

Justo en ese momento divisé la figura de don Joaquín bajo las arcadas del porche del ayuntamiento. Su tez estaba seria, huraña, daba la impresión de que aquel afán por la fiesta de antaño hubiese perdido parte de su significado.

–Espérame aquí –dije a Cordelia– vuelvo enseguida.

–¿Y las otras preguntas?

–Cuando regrese te las diré.

A medida que me acercaba al porche del ayuntamiento, sentí cómo la mirada contrariada y fría del procurador se posaba sobre mí desde la distancia. Notaba que estaba enfadado al modo que se enfadan los caballeros: sin aspavientos, sin externalizaciones; solo con ese resentimiento contenido que habla a través de la expresión y que dice más que cualquier otro gesto o palabra.

–Estábamos buscándole –me dijo apenas acercarme con un tono de falsa connivencia–. No es aconsejable que dilate su estancia aquí por más tiempo. La nieve del paso ya ha comenzado a helarse. Le aconsejo que parta de inmediato hacia el monasterio. Me he permitido hacer que le preparen el caballo para no retrasar más su partida.

Comprendí que sería absurdo pedirle que me dejara pasar la noche en su casa cuando era él mismo quien me invitaba a abandonarla.

–Precisamente venía a por mis cosas –dije en un desquite de orgullo.

Don Joaquín me apuñalaba con su falsa cortesía ocultándome los verdaderos motivos de su cambio de actitud al tiempo que me lastraba con un poso de duda.

–Dele recuerdos al señor barón de mi parte –me despidió sin tenderme la mano.

Yo, por mi parte, le retiré la mía.

–Se los daré…

Me marché contrariado. Yo no era un vulgar maestro de pueblo que dependía de las invitaciones que le ofrecían las casas principales del pueblo para poder comer. Era un delegado del gobierno y estaba dispuesto a demostrárselo aunque para ello tuviera que atravesar la cordillera solo y de noche. Cuando todo terminara, estaba resuelto a mover la correspondencia necesaria para denunciar su falta de colaboración y poner en entredicho su hospitalidad. Yo era el brazo del ministerio y por tanto la representación del gobierno de la nación aquí.

Poco después volvía hacia donde se encontraba Cordelia con las riendas del caballo sujeto a mi mano y la ropa de abrigo calada en mi cuerpo.

–¿Qué ha pasado? –preguntó azorada al verme dispuesto a partir.

–Nada –dije yo– Lo mejor es que me marche ahora.

Ella intuyó que había sucedido algo con don Joaquín pero no se atrevió a preguntar. Quizás porque ahora era yo el que estaba tenso y contrariado tomó el camino de la prudencia para aligerar el peso de mi aflicción.

–Te acompañaré hasta la salida del pueblo –dijo tomándome del brazo.

–No es necesario que lo hagas, hace mucho frío.

–No me importa. Yo estoy más acostumbrada al frío que tú. Además, así podrás hacerme las dos preguntas que aún te quedan.

•••

Tomamos la senda del puente. El pueblo, la música y el calor de la fiesta fueron quedando a nuestra espalda atenuados por el rumor del río, pero yo sabía bien que no sentiría el destierro definitivo hasta el momento en que fuera ella la que se quedara atrás.

–Cordelia –le pregunté– ¿Tú conoces a Jal?

La muchacha asintió.

Te he traído un regalo, pero aún no puedo dártelo.

–¿Un regalo?¿De qué se trata?

–Es algo que pese a llevar encima todo el día aún no es mío. No estaría bien que te lo diera sin su permiso.

–¿Es uno de sus dibujos?

Abrí mi macuto y extraje la acuarela en la que aparecía el retrato de su rostro.

–Oh! –exclamó emocionada al verse –. ¿Cómo habrá podido dibujarlo sin estar yo delante?

Me quedé pensativo mirándola.

–Es muy fácil –le expliqué– Aunque yo no sé dibujar, te veo siempre con tan solo cerrar los ojos.

A ella le gustó lo que dije. Poniéndose de puntillas me besó la mejilla.

–Esperaré a que sea tuyo para aceptarlo.

–Lo será muy pronto. Te lo aseguro.

–Antes de irte debes hacerme la tercera pregunta. Y por lo que intuyo, creo que es para ti la más importante.

Dudé, pero no estaba dispuesto a separarme de ella otra vez sin conocer la verdad de lo sucedido en la alcoba.

–Cordelia –comencé a sincerarme–. Dime, ¿entraste tú en mi cámara la noche en que tuve las fiebres?

Ella me miró fijamente y en medio de la noche helada sus ojos centellearon como dos luceros del firmamento.

–Sí, entré.

–¿Hicimos el amor?…

–Cordelia posó sus dos manos en mis mejillas. Estaban frías como las de un ángel, pero aun así trasmitían paz y tranquilidad.

–Eso solo lo sabrás en el momento en que debas saberlo –susurró.

–Pero es que…

–Ssssshhhh –dijo entonces llevándose el índice hasta el extremo de su nariz para invitarme a callar–. Ahora eso no es lo más importante. Deja sencillamente que todo suceda a su debido tiempo.

–Pero…

–Deja que suceda –insistió tapándome la boca con la palma de su mano– La respuesta que buscas la encontrarás a su debido tiempo dentro de ti. Debes confiar en mí.

–Está bien –me rendí sin entender del todo su extraña reticencia a contarme lo sucedido. Estaba tan enamorado de ella que, aun sin entenderla, deseaba acatar su voluntad.

–Ahora toma tu parca de lana y abrígate bien con ella… te protegerá en los momentos de mayor frío.

Noté que al decirme aquello intentaba transmitirme algo entre líneas, quizás un doble significado sutil que no acerté a descifrar.

–Volveré en cuanto me sea posible.

–Sé que lo harás.

Nos abrazamos y nos besamos.

Luego, con un vacío y un dolor en el alma tremendos, le di la espalda y me alejé hacia el Camino de los Solteros en dirección al Portillo de Montinier.