XXXI
(Donde refiero lo que vi cuando volví a la conciencia)
10 de marzo
Fetra se levantó de la cama entrada la madrugada y salió al exterior de la casa. Había tenido un mal pálpito y ese presentimiento no la dejaba dormir. Algo ocurría en el monasterio, estaba segura de ello.
Subió hasta el prado y miró en dirección a la senda para ver si conseguía ver algo. ¡Imposible! La noche era muy cerrada; ni tan solo los arbustos aislados del camino se diferenciaban entre el manto de oscuridad.
Volvió a la casa y despertó al muchacho que dormía junto a las brasas del hogar.
–Jal, Jal, despierta
El zagal se revolvió en las sábanas.
–¿Qué pasa, madre?
–Me marcho.
–¿A estas horas?
–Sí, me voy al monasterio; algo no marcha bien.
–¿Qué es lo que sucede?
–Ha habido lluvia de estrellas esta noche. Alguien ha entrado en el pozo.
El joven se despojó de las mantas y encendió una vela.
– ¿Fernando?
Aún no lo sé.
–¿Te acompaño, madre?
–No, pero tenlo todo preparado por si tienes que ayudarme. Voy a buscar a esos dos hombres para cerciorarme de que siguen bien.
–Ten mucho cuidado, ya sabes el odio que te tienen esas monjas.
–Sé cuidarme. Mantén el fuego encendido y una cama preparada por si se hace necesario traer a alguien. Si no he vuelto antes de la amanecida, ya sabes qué has de hacer.
Jal se quedó muy quieto.
–Entendido, madre.
•••
Cuando por efecto de la poderosa pócima volví
en mí, abrí los ojos y me encontré tendido en el camastro de mi
celda. Una innumerable cantidad de velas dispuestas de manera
circular ardían alrededor de mi cama. La totalidad de las monjas
estaban sentadas a ambos lados y a los pies del catre con sus
rostros descubiertos. Salmodiaban una especie de rezo delirante que
se sucedía en versículos. Una hermana pronunciaba en voz alta el
primer estribillo de cada verso y las demás lo repetían a coro
produciendo un murmullo aterrador. La celda estaba anegada de humos
aromáticos que enrarecían la visibilidad. Me di cuenta de que
aquellas mujeres obraban a contra corazón; sus expresiones drogadas
eran de profundo dolor y de atrición. Tenía la sensación de que
odiaban hacer aquello, de que sufrían lo indecible; como si una
parte de sus almas fuera perdiéndose en el proceso. Por primera vez
las vi más como víctimas que como instigadoras del mismo. Sus
cabezas ladeadas, sus rostros abandonados y desprovistos de la
toca, sus cabellos cayendo desparramados sobre las mejillas
impregnadas de sudor, sus miradas perdidas en el desespero daban fe
de ello.
De manera instintiva volví mi cabeza hacia un lado para ver el catre que ocupaba Lucien en la celda. El francés estaba lívido como la cera. La sangre de su cuerpo había sido movilizada por acción de la gravedad hacia las partes más declives, de modo que en la porción de su cuerpo que mantenía contacto con la superficie de apoyo, aún conservaba el color natural, mientras que en el resto iba adquiriendo las características tonalidades blancas cerúleas que empiezan a manifestarse con el rigor mortis. Su brazo derecho estaba extendido hacia mí. Permanecía flácido, inconsistente. La totalidad de la extremidad mostraba un sinfín de cortes a lo largo de su longitud. Estos cortes estaban cicatrizados por la coagulación de la sangre que había manado a raudales por las sábanas y el orinal. ¡Estaba muerto! ¡Lucien estaba muerto! Y el color apagado de sus ojos azules, antaño tan hermosos y llenos de vida, me miraba con tristeza resignada.
Dando un grito de terror, gateé de espaldas hacia el cabezal de la cama para ovillarme contra la pared. La mano extendida de Lucien mostraba parte del dedo amputado que él mismo se había cercenado en la cueva para intentar despertar de la pesadilla. El resto del miembro yacía tirado dentro de un orinal situado en el suelo.
–¿Quiénes son ustedes? ¿Qué es este lugar? –grité aterrado de espanto.
Al girar la cabeza hacia el otro lado de la cama, vi a la niña oblata a un palmo de mi cara. Estaba de pie, a mi lado, y sus ojos gigantescos me miraban con fijeza repitiendo los condenados salmos de las monjas. La empujé al suelo y salté de la cama. Llevándome la mano a la sien di vueltas por la celda tropezando contra los distintos elementos. Intentaba establecer asociaciones entre la cueva y lo que ahora veía, pero el estado de excitación al que la pócima y las visiones me habían conducido hacía harto difícil que pudiera alcanzar un punto de clarividencia.
Presa del pánico, intenté escapar del lugar. Ya nada podía hacer por Lucien. La visión de una sierra al pie de la cama destinada a cortar la cabeza de nuestros cuerpos me hizo recordar hasta qué punto la locura de la leyenda seguía vigente. El tacto de mis piernas y de mis brazos regresaba con lentitud; los sentía dormidos e hinchados, presos de un hormigueo que dificultaba la coordinación, de modo que los movimientos de mi cuerpo aún eran torpes y sus reflejos peores. A grandes zancadas, salí de aquel cuarto infernal con la esperanza de encontrar la puerta abierta y poder escapar del convento. La sorpresa de las monjas ante mi “retorno” –algo que sin duda no esperaban– las pilló en pleno trance y no reaccionaron de inmediato. Siguieron rezando ante el catre vacío como si mi cuerpo en tránsito aún permaneciera allí. Al pasar por delante de la vieja cocina, vi el pozo de refilón con los tablones de madera extendidos sobre él, y me detuve para observarlo. El brocal estaba lleno de platos con comida que parecían ofrendas destinadas a calmar el dolor de las almas. Una fuerza desconocida me empujó a desmontar los maderos, asomarme por su orificio y mirar hacia abajo. Todo estaba negro, no se podía ver nada, solo el ruido de los hilillos de agua serpenteando entre los bloques de piedra para descender hasta las negruras daba fe de algo latente. En ese preciso momento sucedió lo más terrible que quepa imaginarse: otro grito indescifrable –a mi juicio de Lucien– emergió por su embocadura desde sus profundidades y se propaló por el pasadizo extinguiéndose como una exhalación póstuma. El grito sonó igual que los otros, con ese tono desnaturalizado similar a un llanto de cetáceo en la noche antártica. Sentí ganas de devolver. ¡Era una llamada de ayuda! Vomité una y otra vez de repugnancia y turbación mientras me alejaba por el pasillo dando bandazos y gritando como un endemoniado (aquel lamento perdurará en la memoria hasta el final de mis días).
Alcancé la puerta del monasterio pero estaba cerrada con llave. Intenté forzarla tirando hacia mí con ambas manos pero me era del todo imposible abrirla. Vi que los reflejos de las velas avanzaban por el pasillo. Con toda certeza, las monjas empezaban a salir del estado de trance al que las sumían las drogas del rito y, al constatar que uno de los dos jergones permanecía vacío, se habían movilizado para seguirme. Dejé la puerta y aceleré la carrera hacia el claustro. Trepé por una inmensa madreselva que ascendía por la roca y me dejé caer al otro lado sin reparar en el dolor de la sacudida.
Recuerdo que corrí tan aprisa como pude para alejarme del miedo. Al cruzar la cascada Isuala perdí un zapato sin que me diera tiempo a recuperarlo. Cuando alcancé el barranco de la Sarra, me detuve exhausto de cansancio y caí de rodillas sobre el lecho del río helado. Rompí la costra de hielo con una piedra y sumergí mi cabeza dentro. Después agarré dos puñados de tierra y me los restregué por la cara para sentir su tacto. Quería fundirme con todos los elementos que me rodeaban para constatar que estaba vivo, que había salido del infierno. Respiré muy hondo llenando mis pulmones de aire fresco y, poco a poco, fui tranquilizándome. Tan pronto creía recuperar la serenidad como la perdía de pronto arrastrado por arrebatos de llanto que se reproducían al recordar los terribles sucesos.
Cuando Fetra me encontró, estaba casi en trance, sentado sobre una piedra, con la vista perdida en la inmensa garganta que la luz del cielo apenas llegaba a perfilar. Miraba sin ver nada; el eco del abismo aún retumbaba en mi interior. La resaca de lo vivido pesaba demasiado…
–¿Y Lucien? –me preguntó Fetra.
Yo alcé la cabeza para mirarla.
–Se quedó dentro.
–¿Cuánto rato hace de eso?
–No puedo precisarlo, pero oí su voz ascender desde el fondo del pozo hace solo un momento –le confesé.
–Entonces ya no hay nada que hacer –se lamentó.
–Venga –me dijo tomándome del brazo para instarme a levantarme– No es aconsejable permanecer aquí. Quizás decidan volver a buscarle. Saben que está débil y que no llegará lejos sin ayuda.
–Antes de eso, tendrán que matarme –me revolví–. Jamás me llevarán allí otra vez. ¡Lo juro!
La fuerza física de Fetra, su nervio y tesón para salir adelante de cualquier penuria bastaron para levantarme del suelo. Pasándome su brazo por debajo de mi axila me reincorporó y me puso en pie. Apoyado de este modo, recorrimos lo que restaba de camino hasta alcanzar la ermita sin problemas. Jal ya lo tenía todo dispuesto, de modo que al llegar me tendieron sobre la cama y me dieron de beber unos brebajes que la coja guardaba en un tarro del estante más alto.
–¿Cómo ha conseguido salir del pozo? –me preguntó.
Yo le enseñé el frasco que aún mantenía en mi bolsillo y ella se lo llevó a la nariz para olerlo. Después introdujo un dedo dentro de la botella y se lo llevó a la lengua para catarlo.
–Muy buena elección –dijo sorprendida al descifrar la naturaleza del preparado–. Yo iba a darle algo muy parecido.
La madre de Jal me miró los globos oculares estirándome el parpado hacia abajo.
–¿Siente esto? –me preguntó.
–¿El qué?
–¿Y ahora? –dijo apretándome los ganglios del cuello.
–Ahora un poco.
–Eso es buena señal; después de todo aún podremos sacarle a usted de una pieza. Esta noche permanecerá aquí –agregó cerrando las ventanas y la puerta de la casa para convertirla en un fortín–. Aquí dentro estará a salvo; nada ha de temer ya.
–¿Qué fue lo que vi ahí abajo, Fetra? –me aventuré a preguntarle con el temor en carne viva.
–Algo que jamás podrá olvidar ni contar a nadie durante el resto de su vida.
–¿Pero qué era ese lugar horrible?
–Cada salón del pozo es diferente según el huésped. Podríamos decir que está personalizado. Lo que vio en el fondo del pozo es intrínseco a la naturaleza de su alma; de algún modo está ligado a ella, es un espejo, un reflejo. Por eso conviene saber extraer del mismo las conclusiones precisas. Usted ha podido regresar; que al menos le sirva para ser, en adelante, otra persona mejor de lo que haya podido ser.
–¿Mejor? –Murmuré con amargura– ¿Acaso se puede seguir viviendo como si nada hubiese sucedido después de lo que he visto? ¿Y Lucien? ¿Qué ha sido del pobre Lucien?
–Deberá aprender a sobrellevarlo, a convivir con ello sin que le afecte su futura conducta.
– ¿Qué quieres decir, Fetra?
–Quiero decir que, en ocasiones, es propio de hombres juiciosos volver la espalda a determinados acontecimientos que nos sobrepasan, sin que haya por ello motivo alguno de cobardía o de debilidad. Más bien todo lo contrario. Tenga presente que si Dios o el mismo diablo son los causantes de que su amigo se encuentre allí, ¡motivos habrá! Y en esos motivos ni usted ni yo, ni nadie deben interferir. Si, por el contrario, se trata de cualquier otra circunstancia, mañana, la luz del sol la redimirá por sí misma.
–Sí –dije valorando su observación con calma–. Supongo que es lo más sensato. Ya habrá tiempo de saber qué es lo que ha pasado aquí cuando todo esto se aclare.
–Ahora intente descansar.
Cerré los ojos, pero al ver la oscuridad, el terror de la cueva me atenazó de inmediato causándome un sobresalto.
–Pronto amanecerá ¿No es así? –le pregunté.
–Aún faltan dos buenas horas para que rompa el alba.
–Necesito ver a Cordelia –añadí– descansaré unos minutos y bajaré al pueblo a buscarla.
–No sea cabezón –se enfadó la coja–. Ya empiezo a cansarme de tener que ir salvándole. Quédese aquí quietecito y mañana baje con la luz del día. El paso aún está helado a estas horas.
–Quiero abandonar el valle de inmediato, Me vuelvo a Segovia. Y me vuelvo con ella, Fetra. Se acabó el estar solo. He estado solo demasiado tiempo; ahora veo claro que lo que vi en la caverna es el símbolo de una realidad que, de algún modo, ha vivido en mí desde siempre sin que lo supiera. Pienso agarrar la vida con las manos y exprimirla para vivirla; y a ser posible, voy a hacerlo con ella.
Fetra suspiró.
–Supongo que nadie le ha dicho que Cordelia ha marchado a servir.
Yo la contemplé incrédulo.
–¿A servir? ¿Qué quiere decir?
–Marchó con la caravana de los catalanes. Don Joaquín tomó esa decisión al poco de que usted se fuera. La ha emancipado de la casa; le ha retirado su condición de donada42.
–¿¡Pero qué me dices, mujer!? – la abordé reincorporándome de golpe del jergón– ¿Cuándo se ha marchado? ¿Dónde se ha ido?
–No lo sé con seguridad. Oí decírselo a un grupo de mujeres en la tienda de víveres. Algunas decían que a Lyon, otras, que a Tarbes… Qué quiere que le diga…
Llamé a Jal a gritos. El muchacho –que andaba muy agitado– entró a la casa asustado.
–Jal –le pregunté apenas verle–. ¿Le entregaste la carta a Cordelia?
–Sí, señor.
–¿Y no te dijo nada?
–No, señor.
(Imagino que el hecho de verme tan alterado disuadió al mozo de decirme la verdad).
–He de marcharme enseguida –sentencié sin atender a más razonamientos –.Tengo que encontrarla.
–Quizás ya sea tarde –resopló la coja.
–O quizás aún no lo sea –repliqué por mi parte–. Alcanzarla o perderla para siempre puede depender de que sea capaz de ganar un solo minuto...
Observé mi situación: había dejado mi bolsa de dinero y mi equipaje en el monasterio; mi caballo andaba perdido por los páramos de Bielsa; mis zapatos, bajo la cascada de agua; la mayoría de mis ropas de abrigo estaban en casa de don Joaquín. Era evidente que así no podría llegar a ninguna parte.
–Está bien –instruyó Fetra percatándose de lo que precisaba–. Coja estas botas de Jal; el chico es de pie grande, de manera que no creo que tenga problemas para calzárselas.
Sin dudarlo, tome las polainas y me las enfundé
–Póngase también esta piel de oso –añadió–. Pertenecía a uno de los tres carabineros que me violaron. Estaba tan borracho que se marchó sin cogerla.
Al echármela a la espalda, me di cuenta de que la piel tenía un orificio en su parte posterior; un orificio que asemejaba un desgarro producido por una puñalada de arma blanca. Evidentemente me abstuve de comentarlo. Si era lo que parecía, el canalla lo tenía bien merecido.
–Por fortuna no le maté –comentó ella al advertir que me había apercibido de la señal– aunque juro que en ese momento llegué a desearlo con toda mi alma.
No dije nada. Tenía muy claro que Fetra no era una mala persona. Era de esa clase de mujeres que jamás se rinden sin luchar. En cierto modo, la admiraba.
Una vez me hube equipado con las prendas de abrigo, ella extendió su mano para hacerme entrega de algo escondido en su puño. Yo lo cogí; era el dinero que le había entregado la víspera en pago por sus cuidados.
–Mejor será que se los quede usted –dijo invitándome a cogerlos–. No llegará a ninguna parte con los bolsillos vacíos. Además –añadió a renglón seguido– a nosotros aquí el dinero no nos sirve de nada.
Tomé las monedas a buen recaudo y me dirigí a la puerta. Al pasar por delante de la alacena vi que el mueble tenía las puertas abiertas y en su interior había un relicario, un grial y una talla de una virgen adornados con flores. De inmediato me volví hacia Fetra interrogándola con los ojos.
–Eran de la iglesia del monasterio –se adelantó antes de esperar mi pregunta–. Yo fui la última madre superiora de la orden antes de que la casa de Dios dejara de serlo.
Asentí una vez más y crucé la puerta. Fuera me esperaba Jal con una mula. El muchacho estaba equipado con un farolillo de luz y sendas ropas de abrigo.
–¿Adónde crees que vas tú? –le interrogué al verle tan dispuesto.
–Jal le acompañará hasta que amanezca –intervino Fetra–. Conoce la montaña mejor que cualquier pastor. Estaré más tranquila sabiendo que le deja en Bielsa sano y salvo.
Subí a la mula. He de reconocer que me costó lo mío, pues las fuerzas aún flojeaban.
–Supongo que no volveré a verla nunca más –me despedí mirándola con tristeza.
–Nunca es mucho tiempo.
–Tiene razón…
Fetra fijó su mirada en el sendero. Al fondo se divisaba una hilera discontinua de antorchas que de manera intermitente se desplazaba entre los arbustos.
–Márchese ya –me conminó–. Parece que las monjas ya se han decidido a salir en su busca.
–¿Y usted?
–No tema por mí. Yo ya he aprendido a cuidarme sola después de tantos años.
Saludé, espoleé la mula y ambos nos pusimos en camino.