XXIX
(En el que se explica la partida de Cordelia)
9 de marzo
A las diez de la mañana, tal y como estaba previsto, la gran caravana de los catalanes se concentró en la plaza mayor para disponer la partida. Eran casi diez cargas –cuarenta mulos si se prefiere–. Decían los ancianos del lugar que no se había visto nada semejante desde la guerra de Sucesión, cuando una partida de paqueteros pasó cien mulos por el Puerto Viejo con pólvora y fusiles para el Archiduque.
Don Famades despachaba los preparativos y las instrucciones de última hora con los hombres principales del pueblo y los carabineros. Su gente andaba ocupada aparejando los animales con los arneses y los cestos de carga en medio de un gran alboroto. Casi la totalidad de la villa se había concentrado en la plaza para ver la marcha de la comitiva y para despedir a Cordelia.
La muchacha no bajó a la calle hasta que todo estuvo dispuesto. Salió del portón como una novia que va a entregarse a un hombre que nunca ha visto. Estaba guapa pese a su tristeza. Leonor le había recogido el pelo con un juego de trenzas anudadas en un moño. Un pasador de flores blancas le sostenía el peinado, mientras su mano derecha sujetaba el hatillo con sus pertenencias básicas.
Cordelia miró por última vez las paredes y los objetos de la que hasta entonces había sido su casa, consciente de que ya no volvería a verlos nunca. Atravesó la calle engalanada con guirnaldas de colores, sorteó los excrementos de los mulos, y avanzando hacia la hilera de acémilas, se montó sobre uno de los animales.
Leonor la acompañó en todo momento para consolarla en esos terribles momentos de soledad. La vieja ama de llaves le hablaba todo el rato de cosas irrelevantes: de si se había acordado de coger esto o lo otro, o de cómo comportarse cuando llegara el momento de presentarse a su nuevo señor. Aquellos consejos eran, pese a todo, preferibles al silencio, quizás porque también la voz de la que fuera su segunda madre se perdería para siempre en el momento en que la caravana se pusiera en marcha.
La joven miró una última vez sobre la senda que conducía al camino de los solteros. Rezaba para que el milagro se produjera y mi silueta se hiciera visible en el último instante; aunque, a ser sincera, ni ella misma creía ya que eso fuera posible.
–Leonor –dijo bajando la cabeza–, tengo que pedirte un favor.
–Dime, chiqueta.
–He apuntado en este papel la dirección de la casa a la que voy a servir. Si mañana, o pasado, o el día que sea, Fernando pasa por aquí y pregunta por mí, dásela y no le digas que te he dicho nada. Sencillamente se la entregas. Él sabrá qué debe hacer.
–No pienses más en eso, mi niña –le dijo la vieja rechazando su ofrecimiento–.
Todo eso ya pasó, no te hagas más daño. Cuando antes tomes conciencia de tu nueva situación, menos dolorosa será la partida, créeme.
–Insisto –dijo Cordelia– tendiéndole el papel para que lo cogiera–. Hazlo por mí; es lo último que te pido.
En ese preciso instante, don Joaquín Castán apareció por detrás del ama de llaves, y tomando la nota a su recaudo, se la devolvió a la chica.
–Me temo que no podremos dársela– dijo el administrador
–¿Por qué…?
–Porque el funcionario se marchó esta misma mañana a primera hora.
A Cordelia se le fue la sangre de la cara.
–¿Esta mañana? –tartamudeó sin comprender– ¿Y no vino a despedirse? ¿No pasó por casa?
–Me dijo que le disculparas, pero que traía prisa y le urgía alcanzar Barbastro esta misma tarde. Me pidió que te diera esto como prueba de su amistad y que le perdonaras. Lo siento de verdad –añadió Don Joaquín acercándole el sobre con el sello del ministerio.
Cordelia lo abrió con cuidado y extrajo el retrato que había en su interior. Miró si alguna carta de despedida acompañaba el dibujo pero no había nada más dentro. Con la mano temblorosa y el corazón en un puño sacó el dibujo y lo observó. Una escueta dedicatoria acompañaba el retrato.
«Lo prometido es deuda, siempre te querré».
–Te seguro que me sabe muy mal que hayas tenido que enterarte así, Cordelia –añadió Don Joaquín –. La verdad es que no sabíamos si decírtelo o no, pero al final pensamos que sería mejor hacerlo.
El dibujo cayó de sus manos y fue a parar a los pies de las mulas. Ella ni siquiera se apercibió de este hecho y siguió manteniendo la mano cerrada como si sus dedos aún sujetaran un sueño. Su mente reprodujo en cuestión de segundos todos los episodios de nuestro idilio sin poder comprender las razones de mi traición. Después, desistió de toda resistencia y, bajando la cabeza, se rindió a la evidencia.
Por primera vez en su vida, la resignación pesaba más en el ánimo que su indolencia.
A las diez de la mañana, la comitiva estaba a
punto. Don Famades dio la orden de ponerse en marcha y la reata
comenzó a abandonar la plaza formando una inmensa procesión cargada
de pellejos y abalorios. A lado y lado de las calles se congregaban
gentes de todo el vecindario. Habían venido hombres y mujeres de
Javierre, de Espierba, de Parzán, de Chisagüés… Las fiestas de
carnaval –que alcanzaban su último día– les habían congregado allí
para cerrar los festejos y, de paso, animarles a vender o
intercambiar sus artículos con los comerciantes.
Con lentitud, la mula de Cordelia fue pasando por delante de los vecinos, de sus amigas y amigos, de sus seres queridos. Al principio nadie decía nada, pero pronto empezaron a escucharse voces aisladas –preferentemente de las mozas de su quinta– que la animaban a no desfallecer.
–¡Nunca te rindas, Cordelia! –se les oía gritar–. ¡Siempre estarás en nuestros corazones!
La muchacha se agarraba con fuerza a las riendas de su mula y se mordía los labios para no llorar. El golpe de mi supuesta partida furtiva le había dado una estocada de gracia definitiva.
–¡Escríbenos una carta! –suplicó una voz, a sabiendas de que ningún correo había llegado jamás al valle. Aquel sí fue un acto de amor y de fe que le alcanzó en lo más hondo.
Los gritos de despedida fueron en aumento; las mujeres de la aldea comenzaron a salir de las formaciones y a depositar semillas y pétalos de flores sobre su delantal; algunas le tomaban las dos manos y corrían junto a la mula un tramo para darle ánimos y desearle suerte. Pero la joven ya no era capaz de responderles. Inmensos ríos de lágrimas corrían por sus mejillas enrojecidas por semejante manifestación de cariño.
–¡Siempre estaré con vosotros! ¡Jamás os olvidaré! –. Tan solo fue capaz de decir.
Y aunque nadie la escuchó, sus palabras permanecieron sobre las calles del pueblo incluso cuando éstas se vaciaron de gente y se sumieron en la más desoladora quietud.