XXIII
(Donde refiero mi regreso al monasterio y mi reencuentro con Lucien)
8 de marzo
La mano clara de la alborada se introdujo en el cuarto rescatando mi conciencia adormecida. Me reincorporé secándome las legañas de los ojos y permanecí un rato ausente, mirando a mí alrededor para situarme. Mi memoria aún se aferraba al vértigo de las imágenes de la vigilia. El ruido de los mirlos correteando bajo las tejas de la techumbre me devolvieron al mundo de las realidades. Comprobé la estancia: el fuego de la chimenea se había extinguido por completo y un mar de cenizas muertas se había llevado todas sus palabras, palabras disecadas como esas flores apresadas en vasijas de cristal que ya no eran sino un reflejo mudo de sí mismas…
Me aseé la cara y salí al exterior. La atmósfera parecía limpia y serena, sin una sola mácula que enturbiara el hermoso día de primavera que se intuía. A medida que la marca de luz fuera trepando hacia su cenit, los rayos fundirían la nieva caída durante la noche en las montañas abriendo de nuevo las trochas y los caminos. El deshielo había comenzado. Pensé que no tendría mayores dificultades para proseguir mi viaje y me propuse estar a mediodía en el monasterio.
Jal y Fetra no estaban en la casa. Seguramente habrían salido a primera hora de la mañana para recoger agua del río. Mientras esperaba su regreso, se me ocurrió escribirle una carta a Cordelia, en la confianza de que esa misma mañana, cuando bajaran el orujo para venderlo en las fiestas, pudieran entregársela en mano. He de reconocer que aquella fue una buena idea. Por un motivo u otro, ya fuera el entorno, la hora del día o las circunstancias que la rodeaban, la creatividad estuvo de mi lado, y sin apenas correcciones ni cambios, inspiré uno de los escritos más hermosos que haya hecho nunca. En dicha carta le manifestaba mi amor –pese a ser consciente del poco tiempo que llevábamos juntos– y mi deseo de llevarla conmigo a Segovia para presentársela a mis padres. Le hablaba acerca de mi licenciatura y de mis ingresos en el ministerio, y de la posibilidad de poder llegar a trabajar en Palacio a medio plazo. Incluso de que, si ella lo estimaba conveniente y accedía en convertirse en mi esposa, no tendría objeción en que los festejos de la ceremonia se realizaran en Bielsa.
No sé por qué, mis ganas escribían más aprisa
que mi razón, y cuando quise darme cuenta, ya había decidido con
ella prácticamente la mitad de nuestra vida futura. Al releerla y
tomar conciencia de esta realidad, se me antojó cómica, pero
preferí dejarla tal cual, sin modificarla, creyendo de corazón que
las cosas son más auténticas y sinceras cuando se conservan con la
misma frescura con que vinieron al mundo, y de que Cordelia se
reiría lo mismo que yo al leerla (Menuda una era ella para esto).
Junto a la carta, enrollé también la acuarela de Jal donde se hacía
visible su retrato. La misma que le había enseñado en la plaza y
que había prometido regalarle en cuando fuera mía.
A las diez de la mañana, Jal y su madre regresaron del río con dos barricas de agua cargadas sobre las algaderas37 de la mula. Esperé a que se acercaran para ayudarles a descargarlas, y una vez hubimos llenado la cisterna de la ermita, acompañé al muchacho a los establos para desensillar al animal.
–Jal –le dije tras sacar el arnés y la silla del lomo de la acémila– ¿Bajarás esta mañana también al pueblo?
–Claro –dijo él–. Durante estos días es cuando hacemos más negocio. Da lo mismo que llevemos un pellejo de orujo que cinco. Los mozos del pueblo se lo beben todo indistintamente.
–¿Bajará tu madre contigo?
–Hoy sí. Tiene que amañar la pata de una mula de los catalanes. Es de la caravana de don Famades, que todos los años paran aquí antes de seguir viaje a Francia. El animal tropezó en el congosto de las Devotas cuando subían las mercancías.
–Entonces me gustaría que me hicieras un favor –le dije–. Tengo aquí una carta que me gustaría que entregaras a Cordelia. ¿Piensas que podrás hacerlo?
–Ningún problema –respondió el muchacho tomando de mi mano el sobre con el escudo del ministerio– ¿Has puesto el retrato también ahí dentro?
–Sí –sonreí.
–No sé si el dibujo está del todo bien. A veces pienso que le falta un toque de intensidad en los ojos.
–Está perfecto, Jal – asentí.
Él se sonrió como si estuviera encantado de participar en aquello.
Miré hacia la casa y vi que Fetra volvía a salir con un barreño circular lleno de cenizas del hogar.
–¿Adónde va ahora tu madre?
–Marcha a la acequia para fabricar
lejía38.
Me acerqué hasta la coja. Quería agradecerle cuanto había hecho por mí, pero no sabía con exactitud cómo hacerlo.
–Me marcho al monasterio –me despedí.
Fetra dejó en el suelo el barreño de agua y me contempló con tristeza. Los mechones deshilachados de su pelo se alborotaban bajo el pañuelo agitados por la brisa de la mañana.
–Supongo que no serviría de nada que le dijera que no vaya allí –tanteó.
–Lo que he de hacer es muy importante –le confesé intentando que ella también me comprendiera a mí.
–Entonces, dígame al menos que tendrá cuidado.
–Lo tendré –sonreí–. Esto es para usted y para Jal –añadí a continuación entregándole algunos reales en pago a sus servicios.
Fetra los cogió sin decir nada y yo empecé a caminar alejándome de la casa en dirección al bosque.
–¡Fernando! –me gritó cuando ya me marchaba.
–¿Qué?
–Ya sé que usted piensa que cuanto le he contado son solo monsergas aldeanas, pero… prométame que mientras este ahí, no beberá agua del interior del pozo. Solamente le pido eso. ¿Lo hará usted por esta pobre coja?
Respiré para inhalar otra dosis de paciencia
–Se lo prometo, mujer –dije para tranquilizarla.
Ella no dejó de mirarme hasta que me perdí en la senda. Intuía que no me tomaba en serio sus advertencias y eso la descorazonaba. Supongo que, en el fondo, solo intentaba protegerme.
•••
Tomé el camino hacia el monasterio como si fuera un paseo, sin imprimir a mis pasos el ímpetu ni la constancia a los que los tenía habituados. Los arrendajos, con sus graznidos escandalosos, iban advirtiendo a los demás animales del bosque de mi presencia, mientras un sinfín de escorrentías descendía por los barrancos confluyendo en veneros y charcas cristalinas. Por todas partes había carrascas partidas que habían cedido al peso de la nieve, o grupos de pinos agrupados derribados por el vendaval. Al otro lado de la cortada, sobre las planicies de Escuain, se oían los gritos lejanos de los rematantes azuzando a los machos para el desembosque de la madera. Las copas de algunos pinos silvestres se estremecían en un espasmo y caían sobre la fronda de copas desapareciendo bajo el vuelo. Voces y gritos de los picadores39 retumbaban de barranco en barranco con un eco bucólico.
Recuerdo que algunos de los troncos verdes de esta parte de la vertiente habían sido cortados a un metro de altura de la raíz, de modo que aparecían retorcidos y llenos de muñones que les daban un aspecto trágico y desolado. Este proceder no era casual, y estaba ligado a la fabricación de teas resinosas tan comunes en las zonas del alto Aragón. Las chimeneas ennegrecidas por una llama incierta y vacilante tenían su origen en este tipo de combustible. Al dejar la raíz del árbol intacta, la savia seguía ascendiendo hacia el tronco decapitado acumulando las resinas en su base. Tras secarse, a los pocos meses, los lugareños arrancaban estas raíces, las troceaban, y con ellas fabricaban las teas resinosas: unas astillas de gran poder calorífico que a medida que ardían ennegrecían las cuevas y las paredes de un modo especialmente siniestro.
El monasterio y la ermita se hallaban distanciados por hora y media de camino muy malo. En un punto, era preciso descender hasta el fondo del barranco y caminar por su lecho con los pies sumergidos en el agua. Aquí los rayos rampantes de la primavera no tenían acceso, y el invierno se aferraba a su reinado hasta casi entrado mayo. Los carámbanos y las surgencias heladas solidificaban el agua en las paredes de roca con poca corriente, esculpiendo esculturas de hielo que asemejaban formas caprichosas: guardianes o elfos de la estación fría apresados en aquel reducto y condenados a perecer en el devenir estacional pese a su tenacidad.
Después de cruzar el barranco de la Sarra, seguí el sendero que, pegado a la roca, ascendía por la umbría hasta alcanzar los corrales donde se guardaba el ganado del monasterio. La naturaleza se había encargado de defender este acceso con las malezas, arbustos y peñascos que tan penoso hacían el tránsito. Me detuve al pie de la oquedad para observar a los animales: estaban tendidos en el suelo y sus balidos resonaban en la gruta, cuyo acceso cerraba una cerca de postes de enebro. Los más pequeños llamaban con insistencia a sus madres, que debían de haber salido a pastar para buscar entre la nieve alguna brizna. Me fijé en una gran oveja negra que siempre estaba presente en los rebaños de estas comarcas, y cuya finalidad era, según me habían contado, la de actuar como talismán para abortar la caída de rayos sobre los rebaños. Sin perder tiempo, rodeé el saliente hasta alcanzar el barranco siguiente y empecé a ascender por su vertiente derecha por una senda espantosa. Media hora después, alcancé a la centinela Isuala y volví a detenerme para esperar a que el viento del barranco ascendiera desde la parte baja del valle y apartara su flujo del camino. El agua llegaba al suelo muy difuminada, irisada por un arcoíris espléndido que los rayos de luz plasmaban en un velo de vapor de agua cristalino. La catarata producía un bramido vigoroso y suave que invitaba al regocijo del espíritu y al descanso.
Cuando llegué al santuario volvió a sorprenderme su extraña sencillez. Admiré su situación al abrigo del asilo formado por un inmenso monolito de roca, cuya cima coronaban, a manera de penachos, arbustos seculares que transmitían al que los contemplaba un sentimiento de venerable antigüedad. Por primera vez me pregunté si estaba bien lo que íbamos a hacer. Si era lícito despojar a las religiosas de sus posesiones para subastarlas en suertes al mejor postor, que en la mayoría de los casos las despacharía del lugar sin tardanza o las mantendría en el más vergonzoso usufructo. Me dije si, además del derecho jurídico, me asistía también el derecho moral para arrebatarles cuanto tenían y venderlo en lotes, como se vendieron las vestiduras de Cristo…
Dos años atrás, había efectuado mi primer trabajo en el monasterio de Sijena. El recuerdo de una de las jóvenes monjas aún se me aparece evocando el cántico desconsolador de Jeremías durante la destrucción de Jerusalén:
«Inconsolable llora toda la noche, e hilo a hilo, corren las lágrimas por sus mejillas. Entre todos sus amantes, no hay quien la consuele: todos sus amigos la han despreciado, y se han vuelto enemigos suyos».
Yo la oí recitar estos versos en los pasillos desolados de un convento que en otro tiempo habitaron tres reinas. La casa y sus sepulcros profanados, las celdas abandonadas, los claustros y las capillas puestas a merced del ganado ¿Acaso era mi destino asistir al funeral de todo lo pasado? ¿Ser su sepulturero?
Enseguida arrinconé estos pensamientos. Aquel era un terreno muy peligroso en el que no debía tomar partido si quería mantener la cabeza lúcida. Todas las iniciativas eran a favor del progreso y del pueblo, pensar lo contrario era traicionar mis convicciones.
Atravesé la puerta del atrio y quedé atrapado en su penumbra de frescor. Seguramente, en verano sería un vuelo constante de moscas que buscaban refugiarse del calor estival. A mi derecha dormían dos hileras de sepulcros sobrepuestos en las hendiduras de la catacumba. Estaban adornados con molduras toscas sostenidas por cuadros de tablero de estilo bizantino. Grandes de la tierra, abades ilustres, chancilleres, los rudos y sencillos guerreros de la primera época… Algunos con el escudo de armas esculpido sobre la piedra; otros, con la venerada señal del lábaro ornamentado su friso. El polvo de sus huesos debía de yacer allí dentro desde tiempo inmemorial quién sabe procedente de qué lugares; y por un instante, tuve la sensación de que me maldecían.
Caminé hacia la derecha por un angosto pasaje que daba al claustro. En ningún momento vi a nadie. Un fantasma de soledad acompañaba mis pasos velando su recorrido por las escarchas del alma. La naturaleza era aquí la verdadera dueña del lugar y la instigadora de los sentidos. El claustro constituía el espacio donde mejor se plasmaban estos atributos: la natural disposición de la peña hacía que una grieta le sirviese de techo, provocando que la luz natural que daba al mismo fuera opaca a causa del poco espacio que aquella le permitía y lo cansada que llegaba hasta allí. Fuentes y veneros brotaban y corrían por mil canalillos cubiertos de musgo. La gran llave de hierro de forma circular abría la represa por la mañana para que el agua corriese a discreción por todo el monasterio, y se cerraba por la noche con un candado para que la acequia se llenase de nuevo. Las aguas de esos canales diurnos arrastraban los primeros pétalos de almendro caídos por la inflorescencia temprana, y todo se aderezaba por innumerables fragancias de plantas medicinales y por los cantos risueños de las aves insectívoras.
De nuevo penetré en la catacumba tomando de la entrada una palmatoria dispuesta al efecto. La Madre Beatriz de San Juan debió de ver la luz y se apresuró a salir a mi encuentro para evitar que vagara por el cenobio a mi antojo. Fue como tocar el hilo invisible de una telaraña; la criatura se escurrió de su oscuro agujero y se presentó ante mí sin apenas darme cuenta de su presencia.
– ¿No sabe que hay un címbalo en la puerta para llamar? –me reprendió.