IV
(Donde describo mi llegada a Bielsa y cómo fui recibido por el secretario del Cabildo y administrador de rentas Don Joaquín Castán)
Dejamos a un lado el camino que ascendía hacia los Oscuros de Arpan y vimos las sierras de agua que rodeaban el pueblo (conté tres sierras hidráulicas, dos batanes y cinco molinos harineros que anoté a los efectos9).
También vi dos fargas o fundiciones de hierro llamadas aquí «desaimas» y una fábrica de aguardientes con sus correspondientes almacenes.
Carlons se despidió de mí en este lugar. Llevaba las albardas de la mula llenas de grano para cambiarlo por cucharas de boj.
–Si no le importa, yo me quedo aquí –me dijo deteniéndose delante de uno de los molinos.
– ¿Pero cómo? ¿Es que ni siquiera piensas entrar en el pueblo para descansarte?
–Prefiero volverme en cuanto haya apañado lo mío.
–Pero hombre de Dios ¿A qué tanta prisa?
Carlons levantó la cabeza hacia el cielo y oteó las nubes pardas.
–Tiempo que viene despacio en irse también es reacio –murmuró–. Mañana he de pasar otra recua de cuarenta mulos por el congosto y no quiero que la tarde me coja con niebla.
– ¿Cuarenta mulos dices?
–Sí, señor. Es la caravana de los catalanes. Cada año pasan por estas fechas para llevar el anís a Francia.
Vacilé. Me sabía mal separarme de aquel montañés después de lo que habíamos pasado juntos, pero no deseaba importunarle.
–Entonces te pagaré ahora los sueldos que te debo por tu servicio –le dije.
–Págueme mejor en siete días –me corrigió–.
Cuando haga la vuelta para recogerle y llevarlo de regreso a La
Infortunada ya saldaremos cuentas. Hasta entonces –dijo
sonriéndose– procure no tomar mal.
–Sea pues –me despedí.
Hubo un apretón de manos. El Boñudo, cargado con el grano y sin mediar más palabra que un adiós, me dio la espalda y se adentró en el molino para atender sus asuntos. Quedé solo. Volví despacio mi caballo hacia el camino y me encaminé en dirección a uno de los dos puentes –uno de piedra y el otro de madera– que conducían al corazón del pueblo. (Nota al margen: en tiempos del emperador Juliano, París no tenía más).
Las casas de Bielsa se apretujaban unas contra otras, y su conjunto, muy denso, estaba surcado por estrechas callejuelas en zigzag que confluían en encrucijadas triangulares. Estaban adornadas con guirnaldas de colores por motivo del carnaval. Las casas eran todas de piedra y sus tejados, de tableta10 y pallazo (fajuelos confeccionados con paja de centeno). Me llamó la atención ver que muchos de los soportes esquineros de los voladizos estaban tallados reproduciendo figuras mitológicas, como águilas o demonios que recordaban las viejas sagas escandinavas. Algunas puertas de acceso a las viviendas tenían clavadas garras de rapaces en sus tablones. Sobre las chimeneas cilíndricas, se disponían unas figurillas de barro que, según supe más tarde, tenían por cometido disuadir a los malos espíritus de entrar por los tiros.
Cerca de la plaza mayor, vi pasar un rebaño lanar del común que, al entrar en el lugar, cada oveja buscaba su casa. Me detuve para preguntar por la casa de Don Joaquín Castán, a quien previamente había hecho llegar misiva anunciándole mi llegada para estas fechas. Enseguida me indicaron una casona señorial de piedra, de dos plantas, con un escudo heráldico coronando el pórtico de la entrada y una formidable ventana de dos ojivas lanceadas y gemelas sostenidas por un solo capitel en su centro. La puerta estaba fortificada con numerosos clavos de hierro cuadrangulares que recordaban el origen medieval de la villa.
– ¿Qué cosa que no se oye misa? –pregunté al percatarme de que la iglesia permanecía cerrada a la hora del oficio del mediodía.
El informante me miró con una expresión extraña y sin responderme se marchó desapareciendo por una esquina. Miré a mí alrededor. La aldea tenía, según los registros del censo, cerca de ciento cincuenta fuegos11 y ochocientas cabezas de ganado, y sin embargo, parecíame a todos los efectos desierta. Solo un monigote de paja, un espantajo horrible confeccionado por los mozos del lugar con ropa vieja y forrajes, pendía de una soga del reloj de sol del consistorio. La ventisca de copos lo hacía oscilar de un lado a otro como un ahorcado. Sobre su cuello colgaba una tablilla de madera con el nombre de Cornelio.
Me encomendé para que no fuera ninguna alusión a mi llegada.
•••
Don Joaquín Castán me recibió en su casona recia con gran amabilidad y dispendio. Era este hombre ilustrado, de unos sesenta años de edad, gran conversador y dotado de una mente moderna y despejada. Cuando me presenté ante él, vestía el tradicional calzón con chaleco negro y una faja morada con bordados de hilo que le distinguían de entre las demás gentes del lugar. Era delgado y alto, con perilla aristocrática y facciones finas no exentas de firmeza.
Junto a Joaquín Castán conocí también a otros huéspedes. Uno en particular –de nacionalidad francesa– estaba hospedado allí por cortesía del administrador. Su nombre era Lucien de Charbonnières y poseía el título de barón de Saint–Saud. Su profesión era la de montañero y espeleólogo, y estaba trabajando en una memoria geológica del valle. El resto de los huéspedes eran gentes principales de la aldea que habían sido convocados para homenajearme: el preceptor de gramática, el boticario, el capitán del puesto de carabineros, y una joven preciosa que no supe ubicar en ese momento.
Apenas colgar mi abrigo, fui invitado a sentarme en la mesa del salón. Se me designó el puesto preferente, justo en el extremo opuesto que ocupaba mi anfitrión. El ambiente de la casona era distendido y familiar; el ama de llaves y las gentes del servicio se desenvolvían por entre los invitados conversando con familiaridad. A través de los grandes ventanales azotados por la ventisca se distinguían las cordilleras del macizo cubiertas de nieve. Esa sensación de desamparo, de severidad, contrastaba con el calor que reinaba en el interior, donde la lumbre ardía generosa y los aromas de la comida ya llamaban al apetito.
– ¿Cómo le fue por el paso? –me preguntó Don Joaquín anudándose la servilleta alrededor del cuello.
–Fue una pesadilla –dije yo–. De no ser por mi guía, dudo que hubiese podido llegar hasta aquí solo.
–Este valle está aislado por la parte española –dijo mi anfitrión sirviéndose un cucharón de la sopera que la mujer joven sostenía entre sus manos–. Es por eso que tenemos más trato aquí con los franceses que con ustedes. Y conste que los pasos que atraviesan las montañas por la parte francesa tienen ahora ocho palmos de nieve. Lucien de Charbonnières –aquí Don Joaquín se volvió hacia el montañero francés para presentármelo– es un claro ejemplo de esta realidad. Lleva con nosotros casi seis meses para hacer una prospección geológica de toda la cordillera, algo así como un mapa de cuevas similar al que hizo el Abate Palassou hace medio siglo y que plasmó en su extraordinaria Minéralogie des Monts Pyréneés.
Miré al francés y vi que tenía los ojos fijos
en la muchacha rubia. Yo no pude evitarlo e, inconscientemente,
también la miré. Era una preciosidad: esbelta, elegante, con una
cascada de pelo rubio y rizado cayéndole hasta media espalda. Iba
ataviada con una gargantilla de cuentas rojas, pañolón de colores
sobre los hombros, un delicioso corpiño ajustado a su torso felino,
zuecos de tacón blancos y una saya con mucho vuelo que a cada
movimiento acentuaba las curvas de su cintura.
–No sé si le he presentado a Cordelia –dijo Don Joaquín al percatarse de que no conseguía retener mi atención–. Ella está con nosotros desde mucho tiempo antes que monsieur Lucien de Charbonnières. De hecho, era la hija de la antigua ama de llaves; se ha criado aquí desde niña.
–Pensé que era su hija –dije turbado por su hermosura.
–En cierto modo es como si lo fuera; al menos la he criado como tal. Con el tiempo será una camarera de lujo de las mejores. Yo la he desbastado aquí para que pueda servir en las casas principales de Huesca o Madrid, incluso podría hacerlo en París. Le he enseñado hasta francés.
La sirvienta tomó con descaro una cereza silvestre del platillo de su señor y con un ademán sutil se la llevó a los labios.
Aquello me turbó y me puso en guardia para ser prudente. Intuía que la casa entera iba a ser un laboratorio de mis observaciones.
Leonor, la vieja cocinera de la casa y ama de llaves, entró en el comedor y depositó sobre la mesa una plata repleta de truchas aderezadas con tacos de queso, manteca fundida y chiretas de maíz.
–Más vino –le dijo el amo–, que el mozo suba dos botellas de vino de Capella.
La cocinera asintió y se retiró.
–Y decidme, Don Fernando ¿Qué asuntos traen a un funcionario real del ministerio a un lugar como este? –me interrogó acto seguido.
–Vengo para hacer cumplir las disposiciones del Real Decreto de Desamortización. El gobierno quiere confiscar las tierras improductivas del clero para que el pueblo pueda beneficiarse de ellas y con él, la nación entera.
– ¿Vamos a quitarles las tierras a los curas?
–Y a repartirlas entre los agricultores – puntualicé
– ¡Vaya! –se congratuló Don Joaquín–. Tenemos aquí a otro ilustrado. Estoy seguro –dijo mirando otra vez al francés– de que harán ustedes muy buenas migas.
El barón de Chaummereis alzó su copa de cristal con comedida elegancia y brindó a mi salud.
–Aunque tagde, veo que los espagnoles también hasen suya la Révolution – me obsequió.
Yo correspondí a su saludo y alcé también mi copa.
Fue entonces cuando reparé en él de un modo más detenido.
Lucien de Charbonnières era un joven bien parecido y varonil de unos treinta años de edad. Sus facciones eran agradables: mentón cuadrado, cuello ancho asentado bajo una mandíbula resolutiva, rostro bronceado por la nieve, dientes blancos, cabello liso y dorado como el sol, ojos grises y reposados… Un caballero sin miedo y sin reproche, y un deportista desde todos los puntos de vista. En cierto modo, un adversario dispuesto a disputarme mi privilegiado rango de huésped de honor en la casa.
–Imagino que no es usted creyente –quiso saber Don Joaquín sirviéndose una trucha de la bandeja
–La verdad es que no.
–Ya lo supuse.
– ¿Por qué lo supuso? –dije sorprendido
–Bueno, de no ser así, le resultaría muy difícil llevar a cabo la tarea que le han asignado desde el ministerio. Despojar a los religiosos de sus bienes no parece un trabajo apropiado para quien comulga con la Iglesia.
–Precisamente hablando de eso –hice notar a los presentes– me sorprendió encontrar a mi llegada la iglesia del pueblo cerrada. ¿A qué responde esta particularidad?
Castán miró al teniente de carabineros y al preceptor de gramática con complicidad.
–Difícilmente encontrará por estas fechas a un sacerdote en veinte leguas a la redonda –me aclaró–. El carnaval los ahuyenta como el azufre a las serpientes. El párroco del pueblo ha marchado a La Ainsa y no volverá a aparecer por aquí hasta después de las fiestas. Cada año hace lo mismo.
Los invitados rieron con ganas. El boticario se llevó la copa de cristal a sus labios en forma de ojo de cerradura y sorbió el caldo con devoción.
–Delicioso vino –se congratuló.
– ¿Por qué se marcha el cura del pueblo durante el carnaval? –dije yo sin acabar de comprender el motivo de sus risas.
–El clero no es bienvenido en este valle –me instruyó don Joaquín– Nosotros teníamos nuestra religión y nuestras leyes mucho antes que esos fariseos vinieran a imponernos las suyas.
– ¿Ustedes?…
–Bien –apostilló – me refería a nuestros antepasados. El carnaval que verá esta noche es un testimonio viviente del paganismo que aún perdura aquí. La impermeabilidad del valle ha mantenido la cultura de esta comunidad virgen de influencias extranjeras hasta la fecha. Ese monasterio situado en los Oscuros de Arpan no es más que una úlcera molesta en un cuerpo que goza de perfecta salud.
–Pensé que era una comunidad con cierto poder e influencia sobre la comarca. – Puntualicé
–En absoluto –me corrigió el administrador–. Esas monjas no tienen más que cincuenta cabezas de ganado y algunos centenares de fanegas de bosques y prados distribuidas entre el valle de Pineta y el del Yaga. Todo su patrimonio junto no vale más de trescientos mil reales.
– ¿Cuántas religiosas integran la comunidad?
–Menos de diez. Créame si le digo que es mayor el esfuerzo que tendrá que emplear en llegar hasta allí que el beneficio que pueda sacar el gobierno con el expolio de sus bienes.
De nuevo rieron los comensales.
Enseguida comprendí que la comunidad de monjas no estaba integrada en la aldea, sino que sobrevivía apuntalada en lo alto del valle como un fuerte aferrado a una posición tomada por la fuerza.
–No tenía noticias de que hubieran trinitarias tan al norte –observé a los presentes– Cuando recibí los historiales del ministerio relativos a los “Oscuros de Arpan” me sorprendió su singular independencia. El convento está exento de toda jurisdicción episcopal sin que conste su filial ni sus derechos de visita. Mientras estudiaba su documentación tuve la sensación de que debía de tratarse de una congregación abandonada o de una casa de postulantas12.
–Eso se debe, sin duda, a su inaccesibilidad –dijo Don Joaquín–. El monasterio al que piensa subir mañana está asentado sobre un antiguo pozo que data de la época de los ilergetes. En ese pozo, nuestros ancestros realizaban ritos de iniciación a la vida y a la fecundidad. Se consideraba que sus aguas subterráneas tenían unas cualidades terapéuticas mágicas. Cuando llegaron los primeros frailes a esta tierra derribaron los menhires que lo circundaban y encerraron su orificio entre los muros del cenobio. Quisieron tapar la vergüenza contraponiendo su religión a las tradiciones paganas que habían persistido desde tiempo inmemorial. Llegaron a hacerlo con tanta vehemencia que el pozo quedo apresado por el edificio del mismo modo que la carne del cuerpo fagocita un tumor.
– ¿Quiere usted decir que ese pozo profano aún existe en el interior del monasterio?
–Desde luego. Está ubicado en el centro de la vieja cocina. Si tiene ocasión, podrá comprobarlo usted mismo cuando suba mañana allí.
–Muy ilustrativo –advertí buscando por el trasfondo de la ventana un monasterio invisible del que lo ignoraba todo.
•••
La tarde languidecía y la luz menguaba al mismo tiempo que lo hacía la intensidad de la llama en el fogaril. Cordelia se había sentado sobre las rodillas de Lucien y coqueteaba con el francés intentando hacerle repetir las palabras en lengua belsetana que ella le iba enseñando. A la doncella le hacía gracia aquel juego inocente. Su juventud derrochaba hermosura y feminidad dominando el juego de la picardía y del embeleso. Los botones nacarados de la parte trasera de su corpiño brillaban como perlas al calor de las brasas y la cascada de su pelo dorado y alborotado asemejaba el mismo sol de la vida. En ese momento, ella volvió la cabeza hacia mí (como si supiera perfectamente que me encontraría mirándola) y me contempló con una mirada tranquila, puramente animal.
–Pozos mágicos, coros fantasmales de doncellas en los fondos de los barrancos –comenté trastocado por su hermosura–. Veo que esta región aún vive sumida en la superstición.
–No se equivoque usted, señor funcionario –puntualizó Don Joaquín–. Más allá del ámbito de la palabrería popular y supersticiosa, existen episodios ciertos y constatados que han fundamentado la desconfianza hacia ese monasterio.
– ¿A qué episodios se refiere?
–Creo que será mejor que tratemos esa cuestión en el salón. ¡Leonor! –mandó Don Joaquín levantándose de la mesa–. Vamos a pasar a la biblioteca; tenga la bondad de traernos los postres allí…