XII

(Donde describo mi segundo encuentro con Cordelia)

 

 

7 de marzo

 

Cuando la primera luz de la amanecida iluminó el cielo, toqué la frente de Lucien y noté que la fiebre ya remitía y el buen color volvía a su rostro. El francés descansaba respirando con placidez, de modo que no le importuné y salí al exterior del monasterio con el primer frío de la mañana. En la plaza, la hermana cillera y el guardabosque del distrito forestal (un cazador de sarrios de Héas) ya me aguardaban para acompañarme a inspeccionar los predios y las merindades de titularidad de la orden. Durante el camino, solicité permiso a mis dos acompañantes para llegarme hasta la ermita donde vivían Jal y su madre con la intención de devolverle los dibujos al muchacho. No tuve ocasión de hacerlo; esperé cuanto me fue posible, pero al ver que no venían, me marché confiado en que quizás a mi vuelta tendría mejor suerte.

Con alguna dificultad por estar aún la nieve helada, cruzamos las montañas por el Portillo y divisamos Bielsa desde lo alto del puerto. Aquel día solo dedicaríamos media mañana para recorrer el valle de Pineta, donde tomé la siguiente nota en mi cuaderno de trabajo:

«De cara a las futuras subastas de estas tierras, hago constar que las lindes de la ribera del río son muy aptas para repartir en suertes, pues con ello, cada nuevo propietario tomaría cuidado de asegurar su parcela haciéndose gran prevención de cara a posibles crecidas del río, que constituyen un mal frecuente en estos valles».

A mediodía, la hermana cillera y el guardabosque se volvieron desandando el mismo camino del Portillo en dirección al monasterio y yo me dirigí a Bielsa, donde las fiestas de carnaval alcanzaban su tercer día de celebraciones. Por el camino, y del modo más inesperado que cabría imaginarse –porque mis pensamientos estaban puestos en ella en todo momento– me topé con Cordelia. El corazón me dio un vuelco cuando vi su silueta recortarse tras los cáñamos de la ribera. Me quedé quieto, mirándola anonadado como quien mira las ascuas del fuego una noche de abrigo o las gamas del crepúsculo en un frío atardecer de otoño: elegante, natural, distinguida…; la hija de la tierra y de los ríos, la ninfa de los paisajes plasmados por los pinceles de Jal, la misma natura perfumada en su sentido más puro y más simple estaba allí en forma de mujer. Ella sola se bastaba para imprimir vida a aquel paisaje dormido que el hielo invernal arropaba en un vestido de exquisita fragilidad. Andaba ajena a mi presencia con su rubia melena desparramada sobre una pelliza de piel de cordero, portando en su mano una cesta de mimbre llena de plantas silvestres y ricos panales de miel.

Me acerqué conteniendo el vapor de mi aliento, intentando por todos los medios controlar aquella turbación que me asaltaba siempre que la veía.

–¡Cordelia! –le grité levantando mi mano para saludarla.

Ella se volvió un tanto sorprendida y al reconocerme sonrió. Su sonrisa desató en mi interior una tormenta de esperanzas desbocadas.

–¿Dónde está Lucien? –me soltó apenas verme llegar.

Mi fuelle perdió fuerza (ni siquiera preguntó por mi fiebre).

–Está convaleciente en el monasterio –le expliqué.

–¿Por qué? –me preguntó dilatando mucho sus ojos grises

Yo le referí con detalle lo sucedido durante la noche, poniendo especial cuidado en explicarle que el francés ya estaba fuera de peligro.

–¿Y por qué lo has dejado solo? –me dijo con un lamento que en cierto modo sonó a reproche.

Esta segunda estocada sobre mi amor propio aún fue más dolorosa que la primera, pero a toda costa me rehíce.

–Tenía que inspeccionar las tierras del monasterio para catalogarlas –le dije con un punto de desaire– recuerda que, a diferencia de Lucien, yo estoy aquí por trabajo.

Cordelia me miró un largo rato sin decir nada. Sentí que notaba mi desánimo, que captaba mi frustración y que, pese a ello, se recreaba sustentándola sin hacer nada.

–¿Quieres ayudarme a recoger miel? –dijo sonriéndome de nuevo.

–Claro que sí.

Cordelia tomó el capacho y se agachó junto a un colmenar que ya daba indicios de haber sido trabajado.

–Estos panales suelen cortarse a mitad del otoño, para los días de las ánimas –dijo la chica– Aquí, como el tiempo ha sido malo, se ha dejado la recolección de la miel para el invierno.

Al ver que dudaba en acercarme, Cordelia me llamó.

–¡Anda, no tengas miedo! –me gritó– Si no les da el sol, no salen a volar. Con la nieve se deslumbran, se atontan, y se caen al suelo. Entonces se quedan atrapadas en la nieve, muy quietecitas, hasta que mueren de frío.

Puesta en cuclillas vi cómo iba cogiendo las abejitas que caían del panal de miel sobre la capa helada. Lo hacía con extremada delicadeza y a cada una de ellas les decía algún consejo.

«Tú te tendrías que quedar con tu mamá, que aún eres pequeñita para salir de fiesta» o «A ti ya es la segunda vez que te recojo, retraviesa», y luego, con toda la ternura del mundo, las introducía con sus deditos dentro del cilindro de mimbre y cerraba su entrada con la tapa.

Huele muy bien –dije acercándome al capacho.

–¿Quieres un poco? –me obsequió ofreciéndome un pedazo de panel cortado que rezumaba miel brillante y fresca por todas partes.

Yo me hubiese comido al panal y a ella a la vez.

Los dos comenzamos a caminar por un sendero que serpenteaba siguiendo la vereda del río. De vez en cuando, un matojo estrechaba la trocha obligándome a tener que andar detrás de ella. Ni un solo movimiento de su cuerpo escapaba entonces a mi atención: su cintura estrecha, su tallo esbelto y grácil como el de una gacela, sus brazos largos y elegantes… Creo que nunca en mi vida presté tanta atención y memoricé tan pronto los nombres de las plantas como en ese paseo en el que Cordelia me inició acerca de las distintas especies botánicas.

–Mira –dijo deteniéndose delante de una planta adornada con bonitas flores blancas ligeramente acampanadas– es la rosa de Navidad. Si se echa pulverizada sobre las ascuas del hogar, se podrán evocar a las divinidades espirituales de las personas queridas que se han ido.

No pude evitar sonreír al oírla decir aquello tan convencida, y aun cuando ella se dio cuenta de mi escepticismo, no pareció darse por vencida.

–Esta otra es la zatanea –continuó entreabriendo los labios con pícara malicia–. Sus granos en infusión curan los ardores de la carne y calman la lujuria…

Me encantó el modo en que me dijo eso.

–¡Oh! –exclamó casi a continuación emocionada–. Aquí tenemos un maravilloso ramo de émulas.

–¿Para qué sirven éstas? –le pregunté

–¿De verdad quieres saberlo?

–Sí.

Cordelia se me acercó mucho, casi de un modo peligroso, y adquirió una inconsistente timidez.

–Deben recogerse en el solsticio de verano, justo al dar las doce de la noche. Después de secarlas y triturarlas, se les añadirá unas gotas de ámbar gris y se pondrá todo en una bolsita de seda verde. Esta bolsa se llevará prendida sobre el corazón durante nueve días.

–¿Y qué sucederá después?

–Si se ponen en contacto estos polvos con la piel de la persona que se ama sin que esta se aperciba de ello…

–¿Qué?…

–Pues… se despertará en ella un amor irresistible hacia la persona que se los haya puesto.

La miré a los ojos en silencio.

–… ¿Cuánto me pedirías por uno de esos sacos?

Ella se puso a reír como una loca y por primera vez sentí que me tentaba, que jugaba a provocarme, que me probaba como hombre…

– ¡Vamos! –dijo tirando de mi manga con fuerza– Aún tenemos tiempo suficiente para enseñarte dónde nacen las flores de nieve.

La seguí por aquel mundo salvaje en el que ella era la única dueña y, sin darme cuenta, yo mismo noté que parte de ese paisaje me reconocía y me alentaba a tomarlo con las manos abiertas. Vimos las doce cascadas de Liris desprenderse entre mares de musgo verde y, más adelante, rebaños de sarrios escalando las cortadas de Izans bajo los haces de sol. Tras un esfuerzo considerable, alcanzamos una cima abierta al valle, en cuya cúspide se hallaba un extraño edificio. Era una especie de pérgola de piedra formada por cuatro columnas abiertas al cielo y cubiertas por una cúpula. Desde allí, la vista se prodigaba hacia un horizonte inabarcable de elevaciones espantosas, cada una revestida de una costra de nieves eternas.

–¿Qué es este lugar? –le pregunté.

–Es un esconjuradero –dijo protegiéndose con su pelliza del frío–. El cura del pueblo lo utiliza para espantar las tormentas cuando vienen a destiempo.

–¿Y cómo demonios las espanta?

–Pues recitándoles conjuros en voz alta desde este lugar.

–¿Le habla a las tormentas para que se marchen?

–Claro –afirmó la muchacha casi indignada de que no lo supiera.

Los dos permanecimos un largo rato recreándonos en las maravillas de aquellas vistas. Pese a que la mañana era muy clara, de vez en cuando un banco de niebla se desgajaba de las cumbres del Monte Perdido precipitándose valle abajo como un iceberg desprendido de su casquete polar. Los sonidos de las esquilas del ganado que pastaba en los prados bajos llegaban hasta nosotros bucólicos, eternos, con esa carencia de ruidos arrítmicos que parecen arrullar al aire que los transmite y los oídos que los escuchan. Y en la blancura de las montañas iluminadas se fueron adormeciendo nuestras miradas, como si el cansancio de nuestros corazones hubiera encontrado en el paisaje la excusa de una complicidad muda.

Llegó un momento en que Cordelia se quedó mirando hacia un punto perdido en el horizonte y toda su figura adquirió la rigidez del cristal de hielo.

–Mira, es la Doncella Negra – me susurró.

Volví mi vista hacia ese lugar y vi cómo los rayos de sol, atravesando el campo de nubes que cubrían el valle, perfilaban otra vez la imagen del torso labrado en el tozal de roca. Durante un instante supremo las montañas del circo enmudecieron de pura envidia mientras los rayos teñían de oro y negro las paredes del farallón. Cordelia se estremeció; un sutil temblor agitó su cuerpo.

–Nunca me marcharé de aquí –dijo sin volverse.

Yo me aproximé con cautela y la abracé por detrás haciendo que su espalda y su nuca descansaran suavemente contra mi pecho. Ella ni se movió.

Cuando el último rayo de luz se extinguió ahogado por la nube, el efecto óptico se desvaneció borrando la imagen de la mujer esculpida en el monolito.

Entonces Cordelia se dio la vuelta y me besó.