XX

(Donde describo lo que Fetra me enseñó en los establos y el significado que sus palabras tuvieron para mí)

 

 

Fuera, la tormenta de nieve ya se alejaba y las nubes dejaban ver grandes claros entreverados entre los que se asomaba una luna helada. El mastín seguía ladrando nervioso dirigiendo sus gruñidos hacia la oscuridad, y el ganado –que apenas reunía diez cabezas entre ovejas y cabras– parecía inquieto y balaba agrupándose contra la valla del cobertizo sin poder determinarse si lo hacía por causa del frío, o por temor a un ataque.

Fetra me invitó a que le acompañara dentro del corral donde se encontraba la cabra que tenía que parir. La había puesto junto a los mulos para que estuviera más protegida y más tranquila.

Con el candil de luz sujeto a su mano, rodeamos la barbacana rocosa y caminamos hacia el establo. Un cárabo se dejó caer de la rama de una encina cercana y planeó silencioso ante nosotros hasta perderse en la espesura del arbolado. Fue como ver pasar a un espíritu del bosque.

–¿Por qué el ganado está tan famélico? –le pregunté.

–Ha estado todo el invierno sin poder pastar –me explicó–. Las penurias de la nieve se han comido las colinas de grasa que redondeaban sus cuerpos. Cuando lo vea en verano, ya verá qué cambiado está.

La mujer se detuvo ante la puerta para advertirme a media voz:

–No haga ruido ahora.

Los dos entramos en el establo de piedra agachando la cabeza. El suelo estaba cubierto de paja y de heces, y el resplandor del candil procuraba una atmósfera soñolienta arropada por las telas de araña y el polvo de heno en suspensión. Había una gran cantidad de fajos de ramas con hojas secas que se empleaban para alimentar al ganado cuando este no podía salir, y también de palos de sabina para la confección de colmenas. Al pasar por detrás de una mula, esta se puso a orinar y defecar soltando sus residuos a discreción.

–Está dormida –me siseó Fetra.

–¡Pero si está de pie! –le aclaré con un gesto.

–Aun con todo, duerme –me susurró–. Es frecuente que tengan episodios de sonambulismo cuando la temperatura baja mucho. Eso hace que coman y hagan sus necesidades estando dormidas.

Rodeamos a los animales con sumo cuidado para no molestarlos y llegamos al corral en el que se hallaba tendida la cabra. Fetra se agachó junto a una esquina y revolvió un amasijo de excrementos y paja hasta sacar un matraz de cristal enterrado en el estiércol.

–¿Qué es eso? –le pregunté.

–Es un experimento de palinginesia –me expuso mostrándome el recipiente de cristal–. Hace más de tres años que estoy intentando reproducir el espíritu de las plantas en este recipiente.

Miré la redoma cubierta de excrementos y advertí que a través del cristal se percibía una leve fosforescencia verdosa. Lo primero que pensé fue que se trataba de una especie de hongo lumínico.

–¿Cómo pretende reproducir el espíritu de una planta ahí dentro? –dije tomándome la conversación como un nuevo y delicioso descenso al folclore popular.

–La orden Rosacruz conocía el arte de encerrar los fantasmas de las plantas dentro de sus redomas, de suerte que siempre que le parecía bien, hacía aparecer una planta determinada en un recipiente. Cada redoma poseía su arbusto con un poco de sustrato semejante a ceniza. Todo ello sellado herméticamente. Cuando quería exponerlo a la vista de alguien, calentaba suavemente la parte inferior de la redoma. El calor que penetraba en ella hacía salir del seno de la materia cenagosa un tallo, después unas ramas, luego hojas y flores, y esa visión permanecía completa a los ojos de los espectadores mientras duraba el calor excitante.

–¿La planta resucitaba dentro de la probeta por efecto del calor? –pregunté gozoso.

–No –dijo Fetra– Solo su caput mortumm. El fantasma vegetal, una forma de la misma planta sin el socorro de la tierra. Su yacimiento es algo que no tiene existencia más que para el ojo. No es más que un humo afectado, la forma de una substancia que no ofrece jamás presencia corpórea, es decir, algo inmaterial, que no es susceptible de impresionar al sentido del tacto y que, si se tocara con el dedo, se convertiría en agua.

Volví a mirar la probeta iluminada por el candil de luz.

–¿Cuál es el secreto para lograrlo? –le pregunté con curiosidad.

–¿De verdad quiere saberlo?

–¿Por qué no?

–Es necesario comulgar con el espíritu de la naturaleza para poder comprenderlo en toda su amplitud –me previno.

–Me gustaría probarlo –dije yo.

–Entonces, cierre los ojos y escuche con atención mis palabras intentando captar su significado más allá de los simples límites de la razón.

Yo obedecí y cerré los ojos…

–En primer lugar, hay que machacar cuatro libras de grano bien maduro de la planta de la cual se desea sacar el alma –empezó a ilustrarme Fetra–. Enseguida se procurará conservar la pasta que resulte de este cometido en el fondo de una vasija muy transparente y muy limpia. Un día, al atardecer, si la atmósfera se halla bien pura y el cielo se presenta muy sereno, se expondrá dicho producto a la humedad nocturna para que se impregne de la virtud vivificante que existe en el rocío. Se tendrá buen cuidado de recoger y filtrar una buena cantidad de dicho rocío, pero a condición de que sea antes de salir el sol, porque este aspira la parte más preciosa, la cual es extraordinariamente volátil.

»Acto seguido, se destilará el líquido filtrado. Del residuo de las heces, conviene saber extraer una sal «muy extraña pero muy agradable de ver», y se rociarán los granos con el producto de la expresada destilación previamente saturada con la sal en cuestión. Inmediatamente, se introducirá la vasija, herméticamente cerrada con bórax y vidrio machacado, entre el estiércol de una cuadra.

»Al cabo de un mes, el grano se habrá convertido en una especie de gelatina; el espíritu será como una piel de varios colores que flotará entre toda la materia. Entre la piel y la substancia cenagosa del fondo de la vasija, se observará una especie de rocío verdoso que representará un campo de mies.

»Cuando la fermentación se halle en este punto, la mezcla producida será expuesta de día a los ardores del sol, y de noche, a la irradiación lunar. Durante los periodos lluviosos, es necesario trasladar la vasija colocándola en un lugar seco y templado hasta la vuelta del buen tiempo. Para que la operación sea perfecta, han de transcurrir varios meses en dichas condiciones, mejor un año, hasta que se observe que la mezcla ha doblado su tamaño y que la película ha desaparecido. Entonces será señal de que el éxito no se hará esperar.

»La materia, en su último estado de elaboración, debe aparecer en polvo y de color azulado. Es por entre dicho polvo que se levantará el tallo, las hojas y las flores, en el instante de poner la vasija a fuego lento. Y así es como se obtendrá el Fenix vegetal de las semillas seleccionadas.

•••

Abrí los ojos y miré la redoma con atenta fascinación. No acerté a ver nada más que la ponzoña ligeramente fosforescente. Un rayo de luna incidió por la ventana de piedra del establo y tocó la vasija confiriéndole un resplandor casi mágico.

«Qué universo de fantasía tan hermoso» me dije subyugado por la poesía que vestía aquel mundo de conocimientos y creencias ancestrales. Semejante patrimonio cultural jamás debería perderse…

Fetra tomó la redoma y, con sumo cuidado, procedió a enterrarla de nuevo entre el estiércol de la cuadra.

–Es el amor que ponemos en nuestros actos y no las leyes de la ciencia lo que dota de sentido a las cosas –me reveló–. Si no quieres ver un sentimiento, hijo, nunca lo verás…

Por primera vez me sentí como un huérfano del saber de la montaña, porque mientras una parte de mí se reía a costa de toda aquella sabiduría cómica, la otra anhelaba conocerla e impregnarse de ella.

Tomé la horquilla y salí al exterior para vigilar que los lobos no se acercaran a la casa mientras Fetra atendía a la cabra. Al abandonar el establo, mis pensamientos volvieron a buscar a Cordelia entre la soledad de la noche. Me pregunté qué estaría haciendo ahora, si acaso estaría también pensando en mí desde las bulliciosas calles de Bielsa o desde la ribera del río donde recogía sus flores de nieve. Dejé seducirme por esta idea ingenua imaginando cómo nuestras mentes confluían entre los añiles deslavazados de aquel cielo fulgurante. El mastín se tumbó a mis pies con ademán reposado, y la luna refulgió como si me bautizara con una cascada de luz para acogerme en su seno. Entonces, una breve ráfaga de brisa me rozó sorprendiéndome con un beso furtivo y supe que había sido ella…