11. El extraño caso del gato de la señora Hudson
EL golpecito en la puerta fue tan suave que al principio creí que era solamente el viento y lo ignoré. Pero sonó de nuevo ligeramente más fuerte y abrí la puerta para encontrarme con la hija de la señora Hudson, Ángela, que parecía estar un tanto angustiada.
—Doctor, mi madre está muy disgustada —gritó—. Me pregunto si usted me puede ayudar de alguna manera.
Me quedé desolado. Realmente, Sherlock Holmes debía de ser el inquilino más difícil y cuando la generosa tolerancia de la señora Hudson se agotaba, generalmente me tocaba a mí actuar como mediador. Aquella tarde Holmes había salido, por tanto no cabía la posibilidad de que tuviera que enfrentarse a las consecuencias de su comportamiento.
—Sí, por supuesto, si es que puedo —le dije—. ¿Cuál es el problema?
—Esos condenados gatos callejeros —empezó a contarme—. Henrietta está en celo y todos los gatos de Londres parecen estar merodeando por nuestro tejado. Cada vez que arañan las ventanas le dan a mi madre un susto de muerte. Está muy nerviosa.
Me sentí liberado al oír que, por una vez, parecía que Holmes no podía estar implicado en el problema.
—¿Quiere que le recete un tónico para los nervios? —dije.
—¡Oh, no, doctor! Mi madre no es partidaria de eso. Pero, sabe, el problema es que los gatos suben al tejado de la cocina justo por esa ventana —explicó indicando la ventana trasera.
Fuimos hacia allí y nos esforzamos por ver a través de la espesa niebla amarilla que se extendía sobre Londres desde el día anterior. Efectivamente, dos gatos merodeadores se agazapaban en medio del tejado, a pocos metros de la ventana iluminada del salón privado de la señora Hudson. Ángela dio una palmada y gritó y los gatos desaparecieron como por arte de magia.
—Si no es mucho trastorno, ¿le importaría vigilarlos y ahuyentarlos?
—En absoluto —dije caballerosamente—. Vaya corriendo y dígale a su madre que no tenga miedo. Vigilaré nuestro pequeño castillo de la mejor manera posible.
Se me ocurrió que un modo de asustar a los gatos sería esperar justo hasta que estuvieran en la ventana iluminada, que era su objetivo, y entonces pegarles tal susto que les sirviese de escarmiento. De acuerdo con esta idea, fui a buscar mi revólver y lo cargué con una bala de fogueo. Sintiéndome como un niño travieso, me situé al lado de la ventana y la abrí ligeramente, dejando que un penacho de niebla húmeda invadiera la habitación. Apoyé el revólver en el alféizar de la ventana y me puse a leer un libro con la intención de mirar hacia fuera de vez en cuando, entre página y página.
Pero quedó demostrado que es terriblemente difícil pillar a un gato con las manos en la masa, por decirlo así. Los gatos se habían retirado inicialmente hacia los aleros más bajos del tejado. Cada vez que miraba lo hacía con mucho sigilo, de manera que los gatos no pudieran verme. Los localicé en diferentes posiciones, siempre agazapados y moviéndose furtivamente hacia la parte más alta del edificio. Cada vez que miraba parecían colocarse de forma arbitraria en diferentes lugares, situándose tan pronto delante como detrás de los sitios que ocupaban anteriormente. Sin embargo, en cuanto descuidé mi puesto durante unos breves segundos para ir a buscar nuevo material de lectura, se produjo un tal alboroto que supe que ambos gatos habían alcanzado su objetivo. Corrí hacia la ventana con el revólver preparado.
—¡Dios Santo, Watson!, ¿qué está haciendo? —dijo Holmes, que estaba de pie en la puerta de entrada.
Me giré hacia él ligeramente avergonzado.
—No pasa nada, Holmes. Estaba a punto de disparar una bala de fogueo para asustar a unos gatos vagabundos que han estado molestando a nuestra casera.
—Bueno, si un gato vagabundo la asusta, ¡seguro que un disparo de revólver tendrá un efecto extraordinario para su tranquilidad mental!
Me retiré de la ventana.
—Me temo que a pesar de todo no he tenido mucho éxito. De verdad, Holmes, juraría que hay algo tenebroso o sobrenatural en los gatos. Cada vez que miro por la ventana están agazapados inocentemente en lo que parecen ser posiciones arbitrarias. Y en cuanto me despisto… ¡ya han llegado a su objetivo! Esto desafía las leyes de la probabilidad.
Holmes dio un bufido.
—Nada de eso, Watson —dijo—. Los sentidos de un gato están preparados para detectar a observadores escondidos en las sombras. ¿Realmente se imagina que puede mover la cabeza, que sobresale de una ventana situada a pocos centímetros de distancia, y no ser visto u oído? Los gatos simplemente tienen el instinto para no traicionarse revelando todo lo que saben. Sus movimientos han sido de todo menos casuales: sin duda han estado retirándose justo cada vez que usted volvía la cabeza para luego avanzar por zonas seguras.
Dicho esto, se dejó caer cansadamente en una silla.
—Esto me recuerda un problema que ha estado inquietando a Mycroft. Sírvame un trago, Watson. Yo también necesito un tónico, me he pasado la tarde escuchándole parlotear como una cotorra.
—¿Se está tramando algún problema a nivel internacional? —pregunté mientras me ocupaba de la jarra.
—No, Watson, desde luego no de un modo inmediato. En ese caso habría intentado mostrarme más amable. El problema es que cuando puedes ver las cosas con tanta antelación, como mi hermano Mycroft, los problemas de un futuro lejano, que a usted y a mí nos parecen remotos, a él le resultan muy reales.
Pero esta vez creo que ha ido demasiado lejos. Insiste en que puede prever problemas que surgirán en el nuevo siglo. Dice que fuerzas inexorables de la historia nos conducirán a la guerra, Watson, guerras entre las grandes potencias de unas proporciones que nunca antes se han visto.
Suspiré y dije:
—Bueno, Holmes, es algo trágico, pero la guerra no es realmente una novedad. No puedo imaginar a ningún corredor de apuestas ofreciéndome buenas condiciones de pago para la apuesta de que el mundo permanecerá en paz durante el próximo medio siglo.
Holmes sacudió la cabeza.
—Sus preocupaciones son mucho más profundas que todo eso —dijo Holmes moviendo la cabeza—. Predice que el desarrollo del conocimiento científico nos llevará a la fabricación de las armas más terribles que el hombre jamás podría imaginar. Sus visiones de lo que será la guerra del futuro van más allá de cualquiera de las espeluznantes ideas de ese tipo llamado Wells cuyas novelas científicas tanto le gustan a usted. Teme especialmente las consecuencias de la nueva física, de cuyo desarrollo hemos sido testigos nosotros mismos: la teoría de la relatividad y la teoría cuántica.
—Bueno, las paradojas del movimiento relativo y de la velocidad de la luz condujeron a esa espantosa bomba —dije estremeciéndome por el recuerdo del artilugio del tamaño de una pelota de fútbol que podía haber devastado Londres—. ¿Pero qué es la teoría cuántica?
—Es simplemente un término recientemente acuñado para definir la naturaleza de la luz y de la materia, tanto en forma de ondas como de partículas, descubierta en las últimas investigaciones de Challenger y Summerlee. En las pruebas de laboratorio, entidades o probabilidades en forma de ondas se transforman continuamente en elementos específicos y distintos, como electrones y fotones, cuya energía está estrictamente definida.
—No puedo imaginarme nada que pueda resultar amenazador si procede de una teoría que sólo resulta significativa para describir entidades microscópicas —comenté.
—Bueno, nada podría haber parecido más misterioso y abstracto que el intento de medir la velocidad de la luz que llevó a la relatividad —contestó Holmes—. Lo que realmente le preocupa a Mycroft es su conciencia de que nuestra comprensión de la teoría cuántica y, por tanto, de sus posibles consecuencias, es todavía muy pobre.
—Pero creí que los resultados de la teoría de las ondas ya habían sido demostrados con gran precisión —respondí sorprendido.
—Bajo el aspecto cuantitativo, sí. Pero por otra parte, la mecánica newtoniana estaba considerada muy precisa hasta que fue descubierta la relatividad, con consecuencias no solamente para los objetos que viajan a velocidades extremas, sino para todos aquellos que quieren evitar volar por los aires. Mycroft cree que la verdadera comprensión de la teoría, su interpretación, o si lo prefiere su visualización, de cómo una entidad puede ser a la vez partícula y onda, es de lo más imperfecta.
—Pero creía que Challenger había resuelto eso hábilmente con la descripción de la transmisión por ondas —señalé.
—Mycroft se muestra insatisfecho con esa explicación por dos motivos, Watson. En primer lugar, está esa cuestión de la transmisión de partículas que se mueven más deprisa que la luz. No queda demasiado claro si esto puede conducir a consecuencias paradójicas. En segundo lugar, está el asunto de que el simple proceso de la observación puede ser el acto que instantáneamente reduzca un creciente mar de posibilidades a un único y verdadero resultado.
Uno de los experimentos que describió me recuerda claramente su problema con los gatos. Al margen de los detalles técnicos, la esencia es ésta: se colocan los electrones en una trampa magnética; al principio permanecen en su estado de mínima energía en el fondo de la trampa, como los gatos en los aleros del tejado. Sin embargo, si no son observados, se manifiesta una inestabilidad en su posición, tal como predijo Summerlee con su teoría de la probabilidad. Pasado un tiempo suficientemente largo, si no han sido observados, algunos empiezan a escaparse de la trampa, como los gatos dirigiéndose hacia la ventana.
Pero he aquí lo extraño, Watson. Si periódicamente se observa su posición —simplemente observar, sin alterar nada—, entonces se mantienen muy cerca de su posición inicial en el fondo de la trampa: nunca ascienden lo suficiente como para escaparse.
No lo podía creer.
—¿De verdad insinúa que la simple presencia de un observador atento, del ojo humano en el microscopio, tiene ese efecto?
—No es tan sencillo como eso. Esas cosas no pueden ser observadas con un microscopio. El nivel de energía de los electrones es detectado disparando pequeños impulsos de luz. Es la presencia o ausencia de esos impulsos, más que un testigo real, lo que marca la diferencia.
Suspiré y dije:
—Realmente, Holmes, es exactamente lo mismo que mi problema con los gatos. Obviamente los impulsos de luz tienen una influencia física en los electrones; no tiene nada que ver con alguna clase de efecto físico debido a la presencia de un observador.
Holmes sonrió.
—Su sentido común es alentador, Watson —dijo—. Esto es lo que intentaba decirle a Mycroft, pero él insiste en que esos “efectos del observador” son importantes por su presencia en muchas situaciones, independientemente de los detalles de los medios de medición elegidos. La presencia de cualquier efecto que, en principio, podría ampliar el estado del quantum estudiado, alterando así el medio circundante de una manera que posteriormente podría ser medida, altera el comportamiento de ese sistema. Es como si la disponibilidad, o la toma, de simple información tuviera un efecto diferente, e inexplicable, en relación a otras leyes físicas.
En ese momento fuimos interrumpidos por algo parecido a un alboroto que provenía de la planta baja. Se oían voces en el pasillo, una de ellas con un tono elevado. Me acerqué a la puerta. La señora Hudson estaba poniéndose un abrigo y una bufanda; Ángela estaba entre ella y la puerta principal.
—¡Madre, no puedes salir fuera con esta niebla tan densa! Las calles no son un lugar seguro a estas horas y además puedes resfriarte.
Ángela me miró de manera suplicante y dijo:
—Henrietta se ha ido, doctor. Salió disparada por la puerta principal, que seguramente el señor Holmes no debió cerrar correctamente. Mi madre está decidida a salir a buscarla.
Evidentemente, Holmes y yo éramos responsables de esa situación: Holmes por su descuido y yo por mi negligencia como guardián.
—No se moleste, señora Hudson —le dije—. El señor Holmes y yo estábamos justamente buscando una excusa para dar un pequeño paseo; bueno, la búsqueda del gato justificará ese paseo.
Holmes vino a regañadientes, pero me alegró su presencia. Siempre hay algo inquietante en la niebla de Londres. Los sonidos se oyen amortiguados, se apagan a cortas distancias, de manera que tanto el sonido como la visión se limita a un pequeño hemisferio a tu alrededor. Un gato callejero merodeaba por allí. Las historias de fantasmas de Henry James se me pasaron por la mente. Se me ocurrió el pensamiento extravagante de que, al no ser observada, Henrietta podría no estar en ningún lugar específico, sino existiendo como una multitud de gatos fantasmas y esperando a que la observación humana la devolviera a la realidad una vez más ¿Era, en realidad, ese pensamiento tan extravagante? ¿No era eso justamente lo que las mentes más privilegiadas decían que implicaba la teoría cuántica?
Divisé a Henrietta justo cuando me llegó el aviso apagado de Holmes:
—¡Aquí está, Watson!
—No, está aquí. La he reconocido sin duda alguna —le contesté.
Me agaché para atrapar a la gata, pero me dio un bufido y se escapó velozmente. Cerca de allí se oyó una maldición de Holmes. Tropecé con él y vi que se estaba chupando un arañazo.
—¿Cuál de los dos tenía razón? —pregunté intentando ver en la niebla.
—Probablemente ninguno de los dos. Vaya encargo más absurdo, buscar en medio de la niebla de Londres, en una noche oscura, a un gato negro que además no desea ser encontrado. ¡Una tarea inigualable para alguien que se considera un detective! —gruñó—. Esperemos que Lestrade no se entere nunca de esto, Watson, o nunca dejaré de oír… ¡Ah, buenas noches, Lestrade! ¿Qué le trae por aquí en una noche tan horrible?
La figura vestida con una gabardina que acababa de surgir de la niebla y que casi chocó con nosotros no era otra que la del hombre de Scotland Yard.
—Vaya, venía a visitarle, señor Holmes, pero veo que ya ha salido a hacer algún recado.
Estaba a punto de darle una explicación, pero Holmes me hizo señas para que me callara.
—Estábamos ocupados en un pequeño experimento relacionado con el efecto de la niebla sobre la visión y el oído —dijo con firmeza—, pero ya casi habíamos concluido. Además, el calor del hogar nos llama. Vamos, Lestrade, veamos si podemos serle de ayuda.
En los escalones del número 212 estaba Henrietta. Holmes levantó a la gata del suelo, la puso entre sus brazos y se la entregó a la señora Hudson. Lestrade se quedó un tanto desconcertado ante las efusivas gracias de la señora, pero Holmes subió rápidamente las escaleras antes de que tuviera que dar ningún tipo de explicación. En breve estábamos los tres sentados confortablemente ante un fuego bien avivado y con nuestras bebidas en la mano. Lestrade se inclinó hacia delante un tanto incómodo.
—El problema no parece muy dramático, señor Holmes. No está al nivel de un asesinato o de un secuestro, pero tiene a los mejores cerebros del departamento totalmente desconcertados. Nuestro asesor científico —¡un hombre habituado al ingenio de los criminales!— declara que es uno de los casos más raros con los que se ha encontrado nunca. He aquí la causa de nuestros problemas.
Lestrade sacó de su bolsillo la tarjeta que se reproduce más abajo.
—Estas tarjetas han aparecido recientemente en los quioscos de todo Londres. Se venden a un chelín cada una y son una especie de rifa. Las instrucciones están impresas en la parte posterior.
Giró la tarjeta y la sostuvo de manera que pudiéramos leerla (véase la página siguiente).
Una tarjeta ganadora
Rifa de ganancias extraordinarias
1. Los ojos plateados de cada gato esconden un simple esquema de cuatro secciones de color blanco y negro alternadas, por ejemplo:
1. El ángulo en el que está fijado el esquema varía al azar de una carta a la otra, pero el ojo derecho e izquierdo son idénticos.
2. En cada ojo sólo se puede rascar la lámina de aluminio de uno de los círculos que están cerca del borde para descubrir el color que figura debajo. Cada círculo descubierto es totalmente negro o totalmente blanco.
3. Si los círculos elegidos sólo difieren en una posición y los colores destapados son diferentes, se puede ganar un premio de cinco chelines.
Aviso
¡Está absolutamente prohibido rascar más de un círculo en cada ojo!
—Veo que alguien ha ganado con esta tarjeta —comenté.
Ansioso por demostrar que no era menos perspicaz que Holmes, conté con los dedos y di mi diagnóstico:
—En cada ojo hay cuatro lugares en que los círculos blancos y negros son adyacentes y dieciséis posibles elecciones de pares de círculos adyacentes. Por tanto, la posibilidad de ganar es de cuatro veces sobre dieciséis, o de una entre cuatro. Por cada cuatro chelines que te gastas, como media ganas unos cinco. ¡Vaya, la compañía que dirige este proyecto debe querer regalar dinero!
Lestrade sonrió.
—La verdad, doctor, es que por toda la ciudad hombres tan astutos como usted han llegado a la misma conclusión y las tarjetas han tenido un éxito de ventas increíble. Sin embargo, señor Holmes, no se sorprenderá al saber que, en la práctica, las probabilidades de ganar no son tan favorables. En Scotland Yard hemos hecho la prueba con un gran número de tarjetas compradas al azar y hemos encontrado que la probabilidad real de ganar es sólo de una entre siete. El vendedor tiene asegurado un considerable beneficio.
Sherlock Holmes frunció el ceño.
—Probablemente después de cada jugada han rascado los círculos restantes de la tarjeta para comprobar si el esquema que hay debajo es el que se dice en las instrucciones ¿no es así?
Lestrade tosió un tanto incómodo y dijo:
—La verdad es que no. Las tarjetas han sido fabricadas por algún químico inteligente que ha conseguido que no se pueda realizar esa prueba. Pruébelo usted mismo y verá lo que quiero decir.
Mi amigo sacó un abrecartas y rascó el círculo situado en la parte superior del ojo izquierdo. En ese mismo momento, la tarjeta se inflamó y las llamas la transformaron en un montón de cenizas grises del que, desde luego, no se podía obtener ninguna información.
—No estamos seguros de cómo funciona el proceso —dijo Lestrade—, pero parece infalible. De ninguna de las maneras se puede conseguir más de un solo dato de cada ojo, tanto si el círculo es negro como si es blanco. Por tanto, no podemos descubrir cuál es el esquema que hay debajo de cada tarjeta y no podemos demostrar si la descripción que aparece al dorso es fraudulenta. El verdadero problema es que, a pesar de devanarnos los sesos, no podemos encontrar un esquema que se ajuste a los resultados que hemos observado.
No me pude reprimir más y dije:
—¡Dios santo, Lestrade, no veo que haya ningún misterio! Obviamente, los ojos están coloreados siguiendo una simple regla que produce los resultados que usted ha obtenido. Vamos, puedo deducir una yo mismo. En seis de cada siete tarjetas, ambos ojos son o completamente negros o completamente blancos. La séptima tarjeta tiene un ojo blanco y un ojo negro. Por tanto, cualquiera que sea el círculo que se elija, se gana una vez cada siete, tal como usted ha descubierto.
Lestrade sonrió.
—Esa fue nuestra primera hipótesis, doctor, pero hay varias pruebas que podemos realizar sin provocar que las tarjetas se autodestruyan. Un método consiste en rascar un círculo en la misma posición de cada ojo y observar el resultado. Lo hemos hecho con cientos de tarjetas y en todos los casos siempre ha salido el mismo color bajo ambos ojos. Así pues, la afirmación de que cada par de ojos es igual tiene que ser cierta y, por supuesto, no existe ningún gato que tenga un ojo totalmente blanco y uno totalmente negro.
Con aire pensativo, Sherlock Holmes dijo:
—Evidentemente, aunque sean idénticos, los esquemas de los cuatro segmentos tienen que seguir otro orden que no sea el alternado, al menos en algunos casos. El ejemplo me recuerda de forma muy particular a una pelota de playa vista de lado. Supongamos que, en general, la pelota se observa desde un ángulo elegido al azar, pero en tres dimensiones en lugar de dos. En ese caso, el esquema aparecerá algunas veces de forma bastante diferente.
A continuación hizo el dibujo que aparece en la página siguiente.
—En este caso, por ejemplo, hay solamente dos lugares donde los círculos negros y blancos son colindantes y, por tanto, esta tarjeta tan sólo proporcionaría una posibilidad entre ocho de ganar, algo que resulta suficiente para reducir las probabilidades a las que usted ha observado. Lo astuto de todo esto es que, la afirmación de la parte de atrás de la tarjeta podría ajustarse estrictamente a la verdad: no sería suficiente para poder llevar a cabo una acusación. Se podría decir que el creador de las tarjetas, si es que se le puede llamar así, es un caballero más ingenioso que malicioso.
—Bueno, señor Holmes, usted debe de estar acostumbrado a tratar con criminales caballerosos, pero, según mi experiencia, ¡el creador de este tipo de trampas está muy lejos de la rectitud! De cualquier modo, hemos descartado esa posibilidad. Hemos intentado rascar círculos, en ojos distintos por supuesto, que estaban separados por noventa grados: por ejemplo, el punto más alto en el ojo izquierdo y el punto más a la derecha del otro ojo. Si el esquema es realmente como acabamos de suponer, deberíamos ver un color diferente en cada caso. Con un solo ejemplo contrario hubiéramos tenido un pretexto para interrogar al bribón, pero en todos los casos el color era diferente.
La primera conjetura de Sherlock Holmes
—¡Entonces no hay duda de que esto demuestra que es cierto que los cuatro segmentos se alternan en el esquema! —grité.
Sherlock Holmes movió la cabeza con impaciencia.
—No, Watson, solamente prueba que tiene una cierta simetría cuádruple: tome un segmento de un cuarto del ojo, gírelo noventa grados e invierta sus colores —el negro en blanco y el blanco en negro— para crear el segmento adyacente. Gire e inviértalo otra vez para crear el tercer segmento y, por último, repita la operación una vez más para crear el cuarto segmento y completar el círculo. Por ejemplo, un posible esquema sería el siguiente.
Y dibujó la figura que aparece más abajo.
—Bien —dijo Lestrade con júbilo—, esa es una buena hipótesis, pero hay un pequeño problema con respecto a ese determinado esquema. Tiene no menos de doce lugares donde los círculos negros son adyacentes a los blancos y, por tanto, la posibilidad de ganar la lotería con una de esas tarjetas no sería de una entre siete, ¡sino de tres entre cuatro! ¡Estaré ansioso por conocer sus progresos, señor Holmes!
Acto seguido nos entregó un mazo de tarjetas intactas para que realizásemos distintos experimentos y se dirigió alegremente hacia la puerta. Me quedé sorprendido de ver a mi amigo quedarse con el ceño fruncido.
La segunda conjetura de Sherlock Holmes
—Vamos, Holmes —dije—, no puede haber paradojas en la vida real. Es cuestión de encontrar el esquema correcto.
—¡Cuidado, Watson! Ser incapaz de resolver una paradoja es una cosa, pero no ser capaz de percibir que existe una es imperdonable. Hagámoslo paso a paso. Sabemos que en cualquier caso, si giramos noventa grados un círculo negro, llegaremos a uno blanco y viceversa. Es obvio que debe haber al menos un lugar en ese arco de noventa grados —compuesto por cuatro círculos adyacentes— en el que un círculo blanco está al lado de uno negro.
—De acuerdo.
—Sabemos que cuando pasamos de un cuarto de ojo a otro también se produce un cambio de color, lo que significa que en el lugar de unión de los dos primeros cuartos hay dos círculos de colores opuestos. Lo mismo sucede con el tercer y cuarto cuartos, después del cual llegamos a nuestro punto de partida. Por tanto, hemos cruzado un mínimo de cuatro límites entre colores opuestos. Aparentemente hemos demostrado que para cualquier esquema que obedezca las pruebas de Lestrade realizadas con ángulos de noventa grados, tiene que haber al menos una posibilidad entre cuatro de ganar y no una entre siete, como se halló al realizar el experimento. ¡Un verdadero misterio!
Cuando me levanté a la mañana siguiente, pude contemplar a un Holmes con los ojos rojos sentado y todavía con la ropa arrugada del día anterior. Delante de él había un montón de tarjetas y de papel emborronado.
—Gracias a Dios que se ha levantado, Watson. Tengo una solución, pero necesito la ayuda de una persona para poder demostrar si es correcta.
Usted sabe que siempre he mantenido que cuando otras explicaciones son imposibles, entonces debería aceptarse lo meramente improbable. La única manera de explicar las reglas observadas, Watson, es que el esquema que figura debajo de los círculos no es fijo sino variable. También se podría decir que, en realidad, no existe ningún esquema hasta que se elige el círculo que se va a rascar y se descubre su color. La simple acción de rascar un determinado círculo de un ojo, tanto si se elige empezar por el izquierdo como por el derecho, determina el esquema que aparece en el otro. De ahí que no tenga sentido hacerse la pregunta ¿cuál es la pauta bajo los ojos?, ya que no tiene una respuesta concreta hasta que se ha observado el color del primer círculo que se rasca. El mecanismo requiere algún tipo de comunicación entre el ojo derecho y el izquierdo. Puesto que no creo en la llamada “acción a distancia”, se puede obstruir ese mecanismo separando ambos ojos. De acuerdo con esto, he preparado una gran cantidad de tarjetas cortándolas por la mitad. Por favor, lleve este mazo de la parte derecha de las tarjetas a su habitación y rasque aleatoriamente uno de los círculos de cada una de ellas, pero manteniéndolas en orden. Yo haré lo mismo aquí con el mazo de la parte izquierda. Cuando las pongamos juntas para compararlas, no sé bien con qué nos encontraremos, pero apostaría mi vida a que el resultado, de algún modo, será diferente al obtenido por Lestrade en sus observaciones.
Fue una suerte que no hubiera nadie más presente para hacerle cumplir su apuesta a mi amigo, ya que cuando acabamos con las comparaciones, las estadísticas eran exactamente iguales que antes.
—Quizás —sugerí—, hay algún elemento que funciona de forma aleatoria que no implica comunicación entre los ojos derecho e izquierdo. Tal vez, de alguna manera, el color del círculo se decide en el momento en que se rasca.
—No, eso no tiene que ver con la verdadera observación, que es donde está la base de nuestro problema, que es que en cada caso en que se rasca un círculo de cada ojo cuyas posiciones se corresponden, resultan ser del mismo color. Cualquier arbitrariedad tendría inevitablemente como resultado algún ejemplo contrario, a no ser que haya algún tipo de comunicación entre los dos ojos.
Sacudió la cabeza y dijo:
—Watson, estoy acostumbrado a quedarme perplejo ante la complejidad, pero es precisamente la sencillez de este problema la que me confunde. ¡Tenemos un resultado que contradice el más elemental sentido común!
Mientras desayunábamos, examiné su aspecto ojeroso y sentí pena por él.
—Holmes, ¿no está en realidad este tipo de problema científico un tanto fuera de su campo? Nunca me avergüenzo de llamar a un especialista cuando en mi práctica médica me encuentro con algo que no me resulta familiar.
Holmes meditó sombríamente durante unos momentos. Entonces, de repente, se rió y me contestó:
—Tiene razón, Watson. Es mi orgullo el que me lo impide. Realmente detesto que se me dé alguna solución sencilla y lógica que yo mismo podría haber deducido. Desayunemos a gusto y luego visitaremos a uno de nuestros amigos científicos. Sin duda obtendremos una explicación.
Cruzamos el parque paseando hasta el Imperial College, pero al llegar a las dependencias del profesor Challenger, nos dijeron que estaba ocupado en el laboratorio del sótano. Holmes no hizo caso de la sugerencia de que le esperáramos y bajamos directamente por una serie de escalones de piedra que resonaban a cada pisada. Abrí la puerta de par en par y me encontré con una gran oscuridad, solamente mitigada por un difuminado pero misterioso brillo azul procedente de un enorme aparato que estaba delante de nosotros. Nos llegó un bramido furioso:
—Cierren esa puerta. ¡Demonios, di instrucciones estrictas de que no se nos molestara!
Se encendió una luz que nos mostró a Challenger y a Summerlee de pie ante el aparato que he dibujado más abajo. Una especie de funda cerrada se había abierto para mostrar un banco con una bombilla en el centro, la fuente del brillo azulado. A cada extremo del banco había dos filtros de cristal idénticos, dispuestos de tal modo que podían girar con facilidad, y detrás de cada uno de ellos se hallaba un artilugio con una lente.
Detectando fotones a través de filtros polarizados
—Discúlpenme, profesores. Watson y yo tenemos un pequeño problema que nos tiene bastante desconcertados y tenemos grandes esperanzas de que su aguda percepción pueda resolverlo —dijo Holmes un tanto apesadumbrado.
Challenger suspiró. Vi que él y Summerlee no estaban en un estado mucho mejor que el de mi compañero: ambos tenían el aspecto de alguien que ha estado trabajando toda la noche y no se ha afeitado durante mucho tiempo, mucho más que las habituales veinticuatro horas.
—Bueno, francamente, ahora nos hallamos como en un callejón sin salida. Summerlee y yo hemos estado luchando para llevar a cabo un importante invento que se acaba de realizar en el continente. Ninguno de los dos creía en los informes, pero ha resultado demasiado sencillo reproducir un resultado bastante desconcertante. Quizás un descanso para resolver un problema más fácil refrescará nuestras mentes.
De los dos, Summerlee era el que tenía un aspecto menos abatido.
—Debe disculpar los modales de mi colega —dijo remilgadamente—. Está un poco molesto. Acabamos de derrumbar completamente su idea de mares invisibles cuyas irregularidades provocan temblores cuánticos localizados.
Challenger nos señaló unos taburetes altos y escuchó con atención cómo Holmes, sucintamente pero con claridad, describía la paradoja de las cartas. A medida que iba explicándola, tanto Challenger como Summerlee se quedaban cada vez más atónitos. De repente, Challenger dio un tremendo golpe con el puño sobre una mesa contigua y dijo:
—¿Ha venido aquí para burlarse de nosotros, caballero? —rugió.
Enseguida, por nuestra expresión, adivinó que no era ese nuestro propósito; movió la cabeza con disgusto y añadió:
—Parece que no han venido hasta aquí para eso. Parece increíble que el problema que ustedes describen sea tan similar al experimento que nos ha tenido desconcertados toda la noche.
Señaló el aparato y añadió:
—¿Conoce usted los problemas potenciales que tiene mi interpretación del movimiento de las ondas de la teoría cuántica? En primer lugar, el hecho de que las partículas parecen ir más deprisa que la luz en algunas ocasiones. En segundo lugar, que la observación —la simple obtención de información sobre el sistema cuántico— parece hacerla caer desde una superposición de posibles estados a una única realidad.
Ambos asentimos con la cabeza.
—Bien —continuó—, en Europa, un científico ha desarrollado un invento para esclarecer ambos problemas conjuntamente. Se trata quizás del experimento más ingenioso que he visto nunca, y el que ha dado los resultados más difíciles de explicar.
Una débil fuente de una clase especial de luz —dijo señalando la bombilla azul— emite parejas de fotones que viajan en direcciones opuestas. Esas parejas han sido emitidas mediante un proceso que garantiza que tienen propiedades idénticas, incluyendo, en particular, su polarización.
Tosí y dije:
—Disculpe mi ignorancia, pero no conozco esa palabra.
Challenger me miró con impaciencia y explicó:
—Está relacionada con una propiedad de los fotones que tienen una rotación análoga. Para el propósito que nos interesa, imagine que cada fotón es como un pequeño disco que avanza de lado, pero que puede inclinarse en cualquier ángulo. Ahora imagine que el disco se acerca a una rejilla, ¿de acuerdo?
Asentí y él continuó:
—Si el disco está alineado en paralelo con respecto a las barras de la rejilla, tenemos todas las posibilidades de que se deslice a través de ella. Si, por el contrario, resulta que está en ángulo recto con respecto a las barras, es seguro que rebotará. Podemos revestir un trozo de cristal para que se comporte justamente como la rejilla con respecto a los fotones: es lo que se denomina un filtro polarizador. Estos discos de cristal en cada uno de los extremos del banco son filtros de ese tipo y pueden rotar independientemente de manera que se hallen en ángulos similares o diferentes, según convenga.
Puesto que los dos fotones son idénticos, los discos análogos deben siempre considerarse inclinados en el mismo ángulo. De hecho, su momento angular aumenta hasta cero, por lo que si uno gira en el sentido de las agujas del reloj, el otro lo hace en el sentido contrario, pero ambos están en el mismo plano. Ahora dígame, ¿qué sucede cuando cada fotón alcanza su polarizador?
—Bueno, si resulta que está paralelo a la rejilla, pasa a través de ella; si está en ángulo recto, rebota —dije—, pero ¿qué pasa si está en algún ángulo intermedio?
Challenger respondió:
—Entonces es una cuestión de probabilidades. De hecho, la probabilidad de que pase a través de ella viene dada por el cuadrado del coseno del ángulo que forman la rejilla y el plano de polarización del fotón, pero —dijo levantando una mano para impedir mi protesta— no es necesario conocer la trigonometría para entender el problema.
Ahora bien —continuó mirándome con el ceño fruncido—, parecería evidente que no puede haber comunicación entre los dos fotones. Cada uno debe tomar su propia decisión, por decirlo de alguna manera, sobre si rebota o no.
—Claro, eso es obvio hasta para mí —dije—. De hecho, puesto que los fotones chocan con el filtro en momentos idénticos y ningún tipo de señal entre ellos puede viajar más rápido que la luz, evidentemente es posible que una colisión pueda afectar a la otra de algún modo.
Challenger me sonrió y contestó:
—Sí, pero entonces hasta que no se efectúe una medición de uno u otro, los fotones forman un sistema cuántico cuyo estado es indeterminado: es una mera superposición de probabilidades. O al menos eso es lo que nos dice la teoría estadística de Summerlee.
Examinemos lo que predice su teoría sin enredarnos con las matemáticas. Si los dos filtros están situados en ángulos idénticos, entonces los dos fotones siempre se comportan de la misma manera: o ambos pasan o ambos rebotan. Se podría decir que es como si el primer fotón, al golpear la rejilla, se colocase o bien justo en el ángulo con el que puede pasar a través de ella o bien justo en el ángulo opuesto, en ángulo recto con respecto a la rejilla, y que entonces el segundo fotón, debido a alguna extraña fuerza, se coloca en el mismo ángulo que el primero. Por tanto, ambos se comportan de manera idéntica.
—La verdad es que se me ocurre una forma mucho más simple para explicar esto —protesté—. Olvide su trigonometría: supongamos que un fotón siempre atraviesa la rejilla si su ángulo con ella es menor de cuarenta y cinco grados, mientras que en todos los demás casos rebota. ¡Ya no se necesita ninguna extraña relación para explicar esa imitación que se produce!
Challenger asintió:
—Muy bien, doctor —dijo—. Su hipótesis explica un segundo resultado que también se observa, es decir, el hecho de que cuando las rejillas se colocan en ángulo recto una con respecto a la otra, los fotones siempre se comportan de forma opuesta: uno atraviesa su rejilla y el otro rebota en la suya. Pero ahora —susurró—, ¿qué resultados esperaría si colocamos los filtros con un ángulo más pequeño, por ejemplo de veintidós grados y medio, que es justo un cuarto del ángulo recto?
Lo medité con especial atención.
—Bien, normalmente el resultado sería el mismo para cada fotón, aunque no siempre —dije—. En mi hipótesis, los fotones se comportarían de modo diferente una vez de cada cuatro.
—Así es. Entonces ¿cómo se explicaría —dijo gritando de tal modo que retrocedí asustado de una forma inconsciente—, caballero, que esa diferencia solamente se produce una vez cada siete?
El número de uno de cada siete parecía desencadenar algunos recuerdos de la noche anterior.
—Supongo que, después de todo, la fórmula debe ser más complicada —contesté débilmente.
Challenger sacudió su cabeza vigorosamente.
—No, caballero: ninguna fórmula, sea lo complicada que sea, puede explicar los resultados, a menos que los fotones estén de alguna manera incomunicados uno con el otro.
¿No lo ve? Es exactamente la misma paradoja que la de sus tarjetas de la lotería. Los dos fotones son como el ojo izquierdo y el ojo derecho del gato. Situar los dos ángulos para el filtro corresponde a elegir los círculos que se van a rascar. Colocar los filtros al mismo ángulo es como rascar el mismo círculo de cada ojo: colocarlos en ángulo recto corresponde a rascar círculos que están en los ángulos rectos, y así sucesivamente.
Dio un gruñido apagado y continuó.
—Esto no está solamente más allá de la comprensión, sino que también lo está del sentido común, incluso aunque se esté preparado para postular la hipótesis más absurda.
Me miró furiosamente y me dijo:
—Tiempos desesperados piden medidas desesperadas. Summerlee y yo hemos estado discutiendo si, después de todo, entre los fotones puede existir alguna comunicación que viaje a una velocidad más rápida que la de la luz.
Incluso entonces, estaría la cuestión de qué fotón afecta al otro, porque la relatividad nos explica que la secuencia aparente de sucesos es una cuestión de estructuras de referencia. Para un observador que está viajando hacia el este con respecto a este laboratorio, por ejemplo, ese fotón llega primero a su objetivo —dijo señalando hacia el extremo izquierdo del aparato—, pero para un observador que va hacia el oeste, el que está más a la derecha llega antes. Así pues, para uno de los observadores, el fotón izquierdo es el que primero tiene que decidir su acción y, luego, controla el comportamiento del otro. En cambio, para el otro observador, es el fotón de la derecha el que decide, y el de la izquierda el que actúa después. Realmente es una perspectiva que no parece muy lógica.
Consideremos también que esta clase de fenómenos no sólo afecta a los fotones, sino a cada partícula en cada interacción. Cuando se detecta un rayo cósmico, es decir, una partícula cargada que proviene de alguna estrella distante, ¿cambian de estado todos aquellos que en algún momento de la historia del Universo, desde su creación y en cualquier lugar del espacio, han interaccionado con él? ¡Esto es algo que resulta totalmente inverosímil!
Podía sentir que la cabeza empezaba a darme vueltas y por eso decidí volver a temas más prácticos.
—¿Pero entonces qué pasa con las tarjetas de la lotería? —pregunté.
Summerlee movió la mano con impaciencia.
—Es un trabajo inteligente, pero simplemente representan la utilización de este efecto cuántico. Por ejemplo, cada lado de la tarjeta puede contener un electrón incrustado cuyo giro se mantiene correlativo al de su gemelo. Algún ingenioso truco químico, que sin duda tiene que ver con una capa de película fotográfica o con algo similar, colorea el círculo rascado en función de una medición del giro del electrón.
Challenger elevó una mano enorme.
—Escúchate a ti mismo —bramó—. Puede que haya identificado el principio, pero la práctica no es ni mucho menos una gran capacidad de cualquier químico que yo conozca. Es evidente que hay alguien mucho más avanzado que nosotros en la utilización de esta nueva física, y presumiblemente en su comprensión también. Alguien que no coopera con el mundo científico y cuyas simpatías están más cerca de las actividades criminales e incluso de los anarquistas.
Se giró hacia Holmes y añadió:
—Pero tenemos con nosotros al investigador más práctico del mundo. ¿No estaría dentro de sus capacidades, caballero, localizar a la empresa que ha fabricado tantas tarjetas de lotería para inundar todo Londres?
Mi amigo sonrió. Challenger golpeó la mesa.
—Tengo verdaderas ganas de conocer a la persona que ha ideado esta rareza. Quizás podría ser Warped, aunque, sin embargo, se merece un respeto. No podré volver a dormir profundamente hasta que tengamos una respuesta para este enigma.
Fue cuando estábamos volviendo a cruzar el bosque que se me ocurrió una posibilidad increíble.
—Es una lástima que el señor Rolleman ya no esté con nosotros —dije—, porque, se crea o no en la teoría de la relatividad, sé que las tarjetas de lotería que ensucian nuestra habitación se podrían utilizar para mandar mensajes a una velocidad más rápida que la de la luz, de Londres a Chicago, o a algún otro lugar. Simplemente es necesario cortar una tarjeta por la mitad. Usted se lleva la mitad izquierda, por ejemplo, a Chicago y yo me quedo aquí en Londres.
—¿Y qué? —preguntó Holmes en voz baja.
—Vamos —dije, sorprendido por su torpeza—, a una hora programada cada uno de nosotros rasca un círculo. Usted siempre rasca el círculo de arriba y yo rascaré el de arriba si deseo que compre y el izquierdo si deseo que venda. Si su círculo es del mismo color que el mío, le he dicho que compre acciones.
—¿Y cómo sabré si mi círculo es del mismo color que el suyo estando a tres mil millas de distancia?
—Vamos, eso debería… —dije deteniéndome de golpe—. Bueno, entonces, quizás podríamos… no, eso tampoco funcionaría. Venga, ayúdeme, Holmes. Estoy seguro de que debe haber alguna salida.
Holmes suspiró.
—No funcionará ninguna estrategia —dijo—. El problema es que no se puede obligar a ningún círculo de su tarjeta a que sea negro o blanco. El color del mensaje que se manda está fuera de su control: la correlación entre nuestras tarjetas sólo se manifiesta cuando las ponemos juntas para compararlas. Es como si el diseñador de las tarjetas hubiese dispuesto cuidadosamente un mecanismo interno de comunicación que hace que funcionen de modo que están a salvo de manipuladores desconsiderados.
Parecía que estaba hablando medio en broma.
—Enviar señales a través del tiempo no está permitido, Watson. El Universo no es tan extraño, aunque sí parece bastante raro. Creo que ha sido una victoria un tanto pírrica para Summerlee: sus matemáticas han triunfado, pero han llevado a un resultado que nos ha dejado a todos perplejos.