9. El caso del sirviente desleal

«¡MISTERIOSA desaparición en el mar. Más extraña que la del Mary Celeste. Lea la historia completa!»

El vendedor de periódicos que ofrece a gritos su mercancía en la esquina de Baker Street es un buen ejemplo del talento que poseen quienes se dedican a esa profesión. Aunque los titulares de la última edición sean aburridos, siempre encuentra alguna frase ingeniosa que, al gritarla, hace que resulte difícil pasar de largo sin detenerse a comprarlo. Con el tiempo, he desarrollado cierta inmunidad hacia estos métodos, pero, desde que, cuando era niño, leí algo sobre el extraño caso del Mary Celeste, los misterios marítimos siempre me han causado cierta fascinación y resulta que hoy, mientras subo las escaleras hacia nuestros aposentos, he gastado una moneda y estoy leyendo atentamente y con todo detalle la primera página de uno de esos periódicos.

La historia tiene que ver con el guardacostas Alicia. Los hechos fueron desconcertantemente sencillos. Hace una semana, una mañana en que lucía el sol, el Alicia zarpó hacia una zona de neblina marina, vigilado a una distancia de unas cuatro leguas por otro barco patrulla, el Sea Eagle. Nunca salió de allí. Cuando la neblina se evaporó a causa del sol del mediodía, el Eagle recorrió de arriba a abajo la zona: no había señales del Alicia, aunque se recuperaron ciertos restos flotantes que indudablemente procedían de sus cubiertas, entre ellos, incluso un chaleco salvavidas con el nombre del barco. El Eagle acababa de llegar a puerto con su extraña historia.

—Tengo un interesante artículo para usted, Holmes —dije saludándole mientras entraba en casa.

Holmes echó un vistazo, pero no hojeó el periódico que le ofrecí.

—Ah, se refiere al misterio del Sea Eagle —dijo—. Salía esta mañana en el Times.

—No, Holmes, en el Times aparecen datos equivocados. Mientras imprimían el diario, han debido apresurarse para ofrecer una primerísima versión de la historia. El periódico de la tarde proporciona una descripción más precisa de los hechos. Comprobará que es el Alicia el barco que ha desaparecido: el Eagle ha sido un simple observador.

Holmes asintió.

—Eso es exactamente lo que explica el Times —dijo—, pero ¿qué barco experimentó el misterio: el observador o el observado? Después de todo, un barco perdido en alta mar es una tragedia, pero no algo inusual. Es la experiencia del Eagle la que resulta desconcertante.

—Pero es algo que sucedió de repente, en medio de un clima apacible y de aguas claras y profundas —protesté, pero inmediatamente el impacto de sus palabras me hizo reaccionar—. ¡No estará insinuando que el capitán y toda la tripulación del Eagle son… ¡cielo santo, Holmes! —grité.

Holmes sonrió.

—No tema Watson, no estoy sugiriendo que un respetable marino se haya convertido en pirata o que a su tripulación se le haya metido en la cabeza hundir a otro barco patrullero. Solamente estoy diciendo que es la diferencia entre las experiencias vividas por los dos barcos, más que el destino individual de cada uno de ellos, lo que resulta anómalo. Esta mañana, nuestro amigo, el profesor Challenger, pasó por aquí mientras usted se encontraba fuera y me dio una explicación muy razonable de los hechos.

Recalcó que se tienen datos e informaciones fiables de que, en distintas circunstancias, se han formado olas suficientemente grandes como para hundir y arrastrar al fondo del mar un barco de las dimensiones del Alicia. Por ejemplo, los tsunamis, provocados por terremotos marinos, las olas causadas por la interacción entre los flujos de las corrientes y canales o arrecifes que se hallan en el fondo del mar, o incluso olas que son simplemente el resultado de las probabilidades estadísticas.

—Pero el Eagle no se las tuvo que ver con ninguna clase de ola.

—La teoría de Challenger es que las olas son bastante diferentes de los objetos materiales en lo que se refiere al modo de unirse. Una manzana más otra manzana siempre serán dos manzanas. Pero considere dos olas que comparten el mismo espacio de mar. Pueden parecer dos olas separadas, pero, en un determinado momento, también pueden sobreponerse y parecer una única ola. Además, hay aún una posibilidad más sutil. Supongamos que el punto más alto de una ola coincide con la base de otra ola similar. El efecto global es que el nivel del mar es el normal: las olas se anulan.

Challenger afirma que dos o más olas podrían haberse cruzado, o superpuesto, de modo que la superficie del océano se mostrase casi inalterada en un determinado lugar, mientras que en otro punto, la unión de las crestas o las bases de las olas provocaron una turbulencia capaz de hundir un barco.

—La explicación me suena bastante artificiosa, Holmes, pero me doy cuenta de que, como siempre, nuestro vendedor de periódicos me ha vuelto a enredar: este caso no resulta ni mucho menos tan inexplicable como el del Mary Celeste. ¡Eso sí que fue un misterio! Pero no dudo de que hace ya mucho tiempo que usted logró descifrar la verdadera historia de ese barco.

Sherlock Holmes movió la cabeza y dijo:

—Puedo imaginar múltiples explicaciones para eso que llaman misterio. Un barco con una pequeña tripulación, la familia del capitán y pocos más, es hallado a la deriva sin el bote salvavidas ni los instrumentos precisos de navegación, pero con todas las provisiones y la carga intactas. Hay, por lo menos, siete explicaciones posibles.

Cuando oí la historia de pequeño, me motivó para que me interesara por la investigación práctica. En abstracto, el misterio resultaba difícil, pero si hubiera podido examinar el barco, me imagino que habría podido descubrir una gran cantidad de pistas. Actualmente estoy acostumbrado a sacar deducciones de un simple trozo de ropa o de algún objeto personal asociado con el crimen. ¡Imagínese lo que habría podido encontrar en un barco velero! La disposición de cada cuerda, de cada utensilio o de cada pieza del equipamiento habrían contado su historia por sí mismas. Incluso en esa época, si me hubieran dado la oportunidad, podría haber leído su historia como si fuese en un libro.

—De todos modos debería publicar sus deducciones, Holmes. Jamás he leído una hipótesis razonable sobre ese caso.

Holmes empezó a llenar la pipa.

—Una explicación que se ajusta perfectamente a las circunstancias tiene que ver con el hecho de que, oficialmente, su carga había sido inscrita como alcohol industrial. Pero puesto que…

En ese momento fue interrumpido por un atronador golpe en la puerta. Holmes se levantó y se acercó velozmente a la ventana para ver quién era.

—La primera pista para deducir el estatus de un visitante inesperado, Watson, es el vehículo en el que viene. Por ejemplo, un carruaje de cuatro caballos con la insignia real ocultada apresuradamente bajo unas lonas —¿qué le dice eso sobre el rango y la urgencia de quien nos visita si lo compara, digamos, con un elegante cabriolé? —dijo tranquilamente.

Me dirigí hacia la puerta y la abrí. Un hombre alto con porte militar y al que imaginé un tanto incómodo en ropas de civil, se hallaba de pie en el umbral. Le conduje hacia el interior.

Nos saludó con una rígida reverencia y dijo:

—Soy el capitán James Falkirk, de la Guardia Real.

Holmes levantó las cejas y preguntó:

—¿Nos trae alguna invitación real?

El capitán le miró fijamente.

—No se trata de eso. Estoy aquí por propia iniciativa. Caballeros, ¿puede cada uno de ustedes jurarme por su honor que son ciudadanos leales a la Corona y que guardarán absoluta discreción sobre lo que tengo que decirles?

Me sentí indignado por el hecho de que el capitán pensara que fuese necesario una demanda de ese tipo, pero Sherlock Holmes asintió inmediatamente, y yo seguí su ejemplo.

—Ha ocurrido un trágico suceso en palacio. Se ha producido una muerte violenta —explicó el capitán.

—No querrá decir… —dije sin poder contener un suspiro.

Él contesto que no moviendo la cabeza.

—Nadie de la familia ni ningún invitado de categoría. El muerto era un simple mozo de las caballerizas cuyos últimos actos habían estado a punto de acarrear alguna desgracia, incluso entre los de su baja clase social. Francamente, no se le echará mucho de menos.

El hombre, un tal Jenkins, era empleado nuestro desde hace unos diez años. El año pasado fue despedida una criada por un problema concreto… Ustedes, siendo hombres de mundo, adivinarán y entenderán… Ella se negó a identificar al hombre implicado y ahora ha salido a relucir que era Jenkins.

Parece ser que tenía un mínimo sentido de responsabilidad hacia la chica e intentó pagarle la manutención. Sus medios eran muy modestos, pero como tenía contactos en el mundo de la hípica, intentó aumentar sus ganancias apostando. El intento fracasó y pronto se encontró en una situación desesperada.

Fue entonces cuando se le ocurrió un plan, pero tan perverso que ustedes lo considerarán casi inimaginable. Se dirigió a tres de los más indignos y sensacionalistas periodicuchos de Fleet Street, ofreciéndose a vender historias de la vida de palacio a sus editores. Incluso insinuó que conocía algunos pequeños escándalos.

Sin embargo, esta mañana tuvo remordimientos de conciencia y decidió que no podía seguir con su plan. Vino a mí llorando y lo confesó todo. Me pidió que le perdonara. Por supuesto me negué, pero estuve de acuerdo en que, en vista de su arrepentimiento, nos haríamos cargo de su amante y del niño.

—Lástima que no se le ocurriera antes una solución tan compasiva —dijo Holmes secamente—. Si esta mañana se hubiese mostrado menos egoísta y más comprensivo se podrían haber evitado todos los problemas.

—Jamás habría podido aprobar esa conducta. Me avine a cumplir lo que el hombre pidió, aunque me pareció que la situación incluso podía llegar a ser un chantaje. Por supuesto, él mismo se iba a despedir y yo le dejé bien claro que nunca se le daría ningún tipo de referencias y que, una vez finalizado su trabajo en palacio, no iba a poder encontrar ningún trabajo respetable. Esta tarde se dirigió a una habitación contigua a los establos y se pegó un tiro en la cabeza.

—Un final digno, desde su punto de vista —dijo Holmes fríamente—. ¿Y mantendrá ahora su palabra en lo concerniente a la muchacha?

—¡Caballero, soy un hombre de palabra! La muchacha será trasladada a alguna lejana residencia real —se me ocurre ahora Balmoral— con la excusa de que es una viuda, algo que ahora se acerca a la realidad. Sin embargo, el asunto no ha tenido un final digno, ya que hay un pequeño problema relacionado con la muerte, que, si llegase a ser malinterpretado, podría causar un escándalo que ninguna Casa Real ha vivido jamás.

Holmes se inclinó hacia delante con interés.

—Le ruego que me explique el problema.

—¡El hombre fue desconsiderado hasta en su forma de morir! —dijo Falkirk con indignación—. En primer lugar, utilizó un arma de una marca muy rara, un artilugio alemán de la colección privada del príncipe que le regaló su primo prusiano. En segundo lugar, cometió su acción a pocos metros de la terraza donde la reina y el resto de anfitriones se habían reunido para recibir a sus invitados para la fiesta que se iba a celebrar por la tarde en los jardines reales.

—Entonces es difícil que su acción se mantenga en secreto —me atreví a comentar.

—No, no es difícil, ya que el arma que utilizó es un rifle de aire muy silencioso. Por lo visto, no parece que ningún invitado oyera el estallido, y de las personas que estaban en la terraza, sólo la reina y su invitado, el rey de Molstein, afirman que oyeron el disparo.

—¿Afirman que lo oyeron? —dijo Holmes bruscamente.

—Eso es lo curioso: otros dos invitados que estaban en la terraza, a la misma distancia de donde se produjo el disparo, dicen que no oyeron nada. ¿Se da cuenta de las consecuencias que podrían haber? La historia del mozo de cuadras, si realmente la hubiera vendido, podría haber puesto a la familia real en una delicada situación. Ciertamente se podría alegar que ese hombre no se había suicidado, sino que había sido asesinado, y que la reina y su invitado afirmaban que habían oído el disparo para que se estableciese una hora falsa de la muerte, ofreciéndole así una coartada perfecta al asesino.

Desde luego sería un claro disparate —añadió con énfasis—. La idea de que un criado cometiera el asesinato y que, después, la soberana lo protegiera de la justicia es inconcebible.

No pude evitar pensar que Thomas Becket se abría sorprendido al oír esto, aunque es verdad que ese episodio ocurrió hace varios siglos.

—Pero la simple sombra de la duda podría hacerle mucho daño a la familia real —continuó Falkirk—. Una investigación discreta, para establecer los hechos y disipar cualquier posible duda antes de que se haga cualquier comunicado público, sería de un valor inapreciable.

—Le entiendo perfectamente, caballero. No se preocupe, vendremos inmediatamente —dijo Holmes.

El capitán se puso de pie, con aire más relajado.

—¡Excelente! El carruaje nos espera abajo.

Holmes le contestó que no moviendo la cabeza.

—No resultaría muy discreto que fuese a palacio en un vehículo tan poco disimulado. No, usted regrese en él, nosotros iremos en un medio de transporte más humilde y nos reuniremos con usted en breve.

El capitán asintió, luego, cuando estaba en el umbral, pareció dudar y dijo:

—Si el carruaje es tan llamativo, mi viaje hasta aquí se habrá notado.

—No tema. Puede perfectamente relacionarse con un problema personal suyo, que no tiene nada que ver con los asuntos de palacio. Si me preguntan, simplemente les diré que tiene problemas con una criada y que está buscando mi consejo para silenciar el conflicto.

Holmes sonrió ante la cara de horror que puso nuestro visitante.

 

 

 

Media hora más tarde, entramos a palacio por una discreta puerta lateral. Nos llevaron a través de los pasillos de los criados y luego accedimos a una larga estancia cuya única luz procedía de dos ventanas estrechas que se hallaban en uno de sus extremos. En el extremo opuesto, acurrucado en la pared, yacía el cuerpo del infortunado mozo de cuadras, todavía agarrado a un rifle de extraño diseño. El suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra roja y de las paredes pendían algunos tapices: un hombre, que había vivido su vida en las estancias más humildes de los sirvientes, había entrado en una de las cámaras reales para acabar con ella.

Holmes se arrodilló al lado del cuerpo. Tiró del rifle suavemente para separarlo de la mano que todavía lo tenía agarrado.

—Reconozco el trabajo del gran armero ciego Von Herder. Un arma muy discreta. Se lo demostraré.

Comprobó que la recámara estaba vacía, la movió de arriba a abajo y disparó. Un sonido breve y profundo, como el de una explosión de un motor, fue la única respuesta. Holmes levantó la cabeza.

—Una nota casi pura de unos ciento sesenta y cinco ciclos por segundo. Este artilugio está tan espléndidamente fabricado que el sonido es casi como el del tubo de un órgano. Ciertamente menos estridente que un disparo normal silenciado, pero aun así perfectamente audible a través de estas ventanas, si estaban abiertas.

Caminó hacia las ventanas para examinarlas. Estaban equipadas con contraventanas a prueba de ladrones y ambas estaban abiertas de par en par.

—¿Estaban ambas como están ahora en el momento del disparo?

—Es muy probable —respondió Falkirk—, aunque el cuerpo fue descubierto por una criada que entró a limpiar la habitación y es posible que hubiera ajustado una o ambas ventanas antes de descubrir el cadáver. Todavía está bastante histérica y es difícil conseguir que nos dé alguna información coherente.

—Muy bien. Vayamos ahora a examinar la terraza —dijo Holmes. Falkirk nos condujo a través de una habitación contigua y, una vez fuera, nos llevó hasta la terraza, cuyas barandillas estaban dispuestas de modo que formasen un amplio balcón que se asomaba a un prado hermosamente cuidado y sembrado de eras.

—Cuando comienza una fiesta en el jardín real, los anfitriones se acercan a esta barandilla para dar la bienvenida a los invitados —explicó Falkirk—. Hoy había cuatro anfitriones oficiales: por orden de rango, la reina, su invitado de mayor edad el rey de Molstein, el arzobispo de York y Sir Oswald Launton.

Holmes sonrió.

—Un caballero, un arzobispo, un rey y una reina puestos en peligro por un hombre cuyo estatus social lo convirtió en un simple peón. Siempre me han encantado los problemas de ajedrez. ¿Puede mostrarme dónde se hallaba cada uno de los invitados cuando se oyó el disparo?

El capitán se mostró sorprendido por esta frivolidad, pero accedió. Señalando las baldosas, nos indicó las cuatro posiciones que he reproducido en la página 218, en un dibujo un tanto extravagante pero correcto en lo que se refiere a la disposición espacial.

—Los cuatro estaban detrás de la barandilla. La reina ocupaba una de las posiciones centrales, con Sir Oswald a su derecha y el arzobispo a su izquierda. El rey estaba a la izquierda del arzobispo. Si, en realidad, las ventanas estaban abiertas, resulta evidente pensar que los cuatro deberían haber oído el disparo claramente.

—Claro que una ventana podía haber estado cerrada —dijo Holmes pensativamente—. Si, por ejemplo, la de la derecha hubiese permanecido cerrada, el rey sería el que se hallase más alejado del lugar de emisión del sonido y podría no haberlo oído. Sin embargo, lo cierto es que tanto el rey como la reina oyeron el sonido con claridad, mientras que el caballero y el arzobispo no escucharon nada. Es una circunstancia realmente curiosa.

De repente se le iluminaron los ojos. De algún lugar sacó una cinta métrica de las que usan los sastres, procedió a determinar la separación entre las dos ventanas, que aparentemente era de tres metros, y la distancia desde la pared hasta la barandilla, que era de cuatro.

—Parece un comprador receloso inspeccionando una casa —comentó Falkirk en voz baja—. Me temo que se encontrará con que esta propiedad no está a la venta.

En ese momento Holmes se enderezó con un grito de triunfo.

—La nota que se oyó era de ciento sesenta y cinco ciclos por segundo —dijo con confianza—. ¿Se da cuenta, Watson, de que ese sonido es una onda y que las ondas viajan a unos trescientos treinta metros por segundo? Por tanto la longitud de la nota tendría que haber sido de…

—Dos metros —contesté rápidamente.

Algunas veces siento que Holmes me infravalora.

—Ahora bien, Watson, esta mañana estábamos discutiendo que una ola del mar puede cancelar o anular el efecto de otra si el punto más alto de una coincide con el punto más bajo de la otra. La naturaleza de las ondas del sonido no es muy diferente a la de las olas marinas: alternan de compresión y de rarefacción el aire. En este caso, la separación entre los sucesivos frentes de presión máxima, así como entre los sucesivos frentes de presión mínima, era de dos metros. ¿Le sugiere eso algo?

—Bueno, supongo que es posible que dos ondas del sonido puedan anularse entre sí cuando la zona de compresión de una coincide con la zona de rarefacción de la otra —comenté—, pero cómo determinar cuándo y dónde podría ocurrir este fenómeno es algo que está mucho más allá de mis posibilidades.

Holmes sonrió.

 

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La fiesta real

 

—Es muy sencillo, mi querido doctor —dijo—. La reina estaba de pie en un punto equidistante entre las dos ventanas: si los picos de las ondas hubiesen entrado al mismo tiempo por ambas ventanas, habrían llegado hasta aquí simultáneamente y el efecto se hubiera visto reforzado más que anulado.

Por otra parte, el caballero estaba cuatro metros por delante de la ventana derecha, es decir, la medida de dos longitudes de onda, pero a cinco de la izquierda, o sea, la medida de una confusa longitud de onda de dos y medio. Los picos de las ondas que entraron por la ventana derecha habrían coincidido con la parte inferior de las que entraron por la de la izquierda, y viceversa, anulando completamente el sonido. ¡He aquí que el caballero no oyó nada!

Nuestro anfitrión mantenía una expresión de creciente alivio.

—El arzobispo estaba a cuatro metros de la ventana izquierda y a cinco de la derecha, y no oyó nada precisamente por la misma razón que el caballero. La posición del rey es más interesante. Estaba a unos cuatro metros de la ventana izquierda y a seis de la derecha. En consecuencia, los sucesivos picos de presión le llegaron juntos. Este hecho hace que se refuercen entre sí y, por tanto, él también pudo oír el sonido claramente.

Relájese, Sir Oswald —nuestro anfitrión y yo nos sobresaltamos—; sí, por supuesto que había adivinado que estaba usando un nombre falso. No es necesario dudar de la palabra de su soberana, o considerar si debe poner en peligro su honor mintiendo para protegerla. Usted y el arzobispo no oyeron nada, la reina y el rey escucharon el disparo claramente, y no hay ninguna contradicción al respecto.

—Se merece que le feliciten, Holmes, por haber resuelto un problema tan alejado de su campo habitual —comenté mientras caminábamos de regreso en dirección norte a lo largo del agradable bulevar que se halla en Hyde Park frente a los hoteles de Park Lañe.

—No hasta el punto que usted cree, Watson —dijo Holmes moviendo la cabeza—. Cuando Challenger llamó esta mañana, me describió un experimento científico muy similar. De hecho, cree que ese fenómeno de una onda que se estorba a sí misma es tan importante que hará que finalmente se imponga en la larga disputa con el profesor Summerlee para determinar si la luz es en realidad una onda. El motivo de su llamada era invitarme a un debate público que tendrá lugar hoy a las cinco. Evidentemente desea que vayan personas cuya inteligencia le merezca respeto para que sean testigos de su ya anticipada victoria.

Holmes miró su reloj de bolsillo.

—El debate debe estar empezando ahora y supongo que estamos en deuda con él por habernos ayudado en nuestro caso, aunque por casualidad. Se celebra en el salón de actos de la Sociedad Real, en Burlington Place. Está cerca de aquí, ¿le parece bien que nos desviemos hacia allí?

Entramos en el auditorio cuando sonaba la voz alta y chillona de Summerlee. Aunque intentamos sentarnos sin hacernos notar, la sala era de ésas en las que el nivel de los asientos va subiendo progresivamente desde la parte inferior, así que se nos veía perfectamente desde el estrado. Challenger estaba cómodamente sentado a la derecha del atril, manteniendo una postura desgarbada e insolente; su mirada se dirigió hacia arriba cuando nos sentamos y nos hizo un guiño.

—Por tanto se ha demostrado que no existe algo parecido a un éter que transmita ondas electromagnéticas —decía Summerlee.

Yo asentí: pensé que los experimentos de la velocidad de la luz, de los que yo era ya un gran experto, lo habían demostrado de manera concluyente.

—Pero no dependo de esos argumentos teóricos para demostrar que mi punto de vista es correcto —continuó Summerlee—. Hay dos tipos de experimentos bien diferentes, ambos fáciles de llevar a cabo, que demuestran claramente que la luz está hecha de partículas, o fotones como yo les llamo, del mismo modo que la materia está compuesta de átomos.

En primer lugar, consideremos lo que sucede cuando se enfoca una luz sobre una superficie de metal adecuadamente preparada. La energía absorbida provoca que los electrones sean emitidos desde la superficie, y el número de esos electrones, así como su velocidad, pueden ser fácilmente medidos.

¿Qué sucede si doblamos la intensidad de la luz que cae sobre la superficie, manteniendo invariable su color? Intuitivamente, según la teoría de las ondas de mi colega, se podría esperar que tanto el número como la velocidad de los electrones aumentase. En realidad, se observa que la velocidad de los electrones permanece absolutamente invariable, pero su número se dobla, igual que se dobla el número de fotones incidentes.

Más revelador es lo que sucede cuando no variamos la intensidad, sino el color de la luz. Por ejemplo, podríamos doblar la temperatura del filamento de la bombilla de manera que el tono cambie de rojo pálido a azul-blanco. Challenger les haría creer que el cambio de color se debe a que la longitud de onda se ha reducido a la mitad, pero yo les digo que la razón es que se dobla la energía de cada fotón, es decir, de cada partícula de luz, que es emitida. Sé que tengo razón porque si dirijo la misma cantidad de energía —o sea, el mismo número de vatios— de luz hacia el metal, igual que hemos hecho antes, pero ahora con luz de color azul en vez de rojo, el número de electrones emitidos se reduce a la mitad, en cambio la energía de cada uno de ellos se dobla. Esto se puede explicar fácilmente si se piensa que cada fotón destruye a un único electrón: hay la mitad de fotones que había antes, cada uno con doble energía. Sin embargo, este resultado es prácticamente imposible de explicar en términos de ondas.

El segundo experimento es todavía más concluyente. Tiene que ver con una luz reflectante de un color bastante diferente —luz invisible en forma de radiación de rayos X— que sale de ciertos cristales. Sin duda saben que, desde luego, normalmente la luz reflectada es del mismo color que la luz incidente, pero ¿ocurre siempre lo mismo?

Sacó una pequeña pelota de goma de su bolsillo, la lanzó contra la pared del fondo de la sala y la volvió a recoger después de que hubiese rebotado en ella. Algunos estudiantes situados en las filas de atrás aplaudieron brevemente. Summerlee les miró con el ceño fruncido.

—Suponiendo que la bola fuera perfectamente elástica, ¿volvería a mi mano a la misma velocidad a la que fue lanzada?

Se alzó una mano y Summerlee le hizo un gesto con la cabeza a la persona que la había levantado. Habló con voz indecisa:

—Más lento, caballero. La pared no es absolutamente sólida ni totalmente rígida y, por tanto, retrocederá ligeramente robándole algo de energía a la pelota.

Summerlee asintió moviendo la cabeza. Luego agarró una pelota de fútbol que había junto al atril y se la dio a Challenger, que levantó sus pobladas cejas con asombro.

—Caballero, cuando pueda, ¿sería tan amable de lanzar la pelota uno o dos metros hacia arriba?

Challenger se encogió de hombros, pero lanzó la pelota tal como se lo habían pedido. Cuando estaba en su punto máximo de altura, Summerlee arrojó con gran fuerza la pelota de goma, que golpeó a la pelota de fútbol justamente en el centro. Por un momento, creímos estar viendo a un exultante jugador de bolos escolar transportado cincuenta años hacia delante. El impacto afectó notablemente a la pelota de fútbol, que cayó a un lado, mientras que la pelota de goma regresaba a la mano de Summerlee a una velocidad más lenta que la que tenía cuando la había lanzado. Hubo un gran estallido de aplausos, al que Challenger se unió irónicamente.

—Acabo de demostrar —dijo Summerlee seriamente— lo que ocurre cuando los rayos X chocan contra un cristal como el que he descrito. Los rayos X regresan con energía reducida, como si hubieran chocado con un objeto que hubiese retrocedido ligeramente.

El momento de las radiaciones electromagnéticas se puede calcular, y es muy pequeño como para hacer que todo el cristal, o incluso la capa de átomos que forma una de sus caras, retroceda de una forma significativa. Sin embargo, si damos por sentado que esta interacción consiste en el choque de cada uno de los fotones con un electrón distinto del cristal, entonces la pérdida de energía que se aprecia en los rayos X es exactamente la que se produciría si cada electrón fuese empujado hacia atrás. Por tanto, la radiación no es una onda: es una lluvia de fotones, cada uno de los cuales golpea a un electrón en concreto y rebota con menos fuerza mientras el electrón retrocede, igual que la pelota de fútbol.

Hubo otra oleada de aplausos, esta vez procedentes tanto de los hombres de barba gris de la primera fila como de los jóvenes estudiantes que componían el resto de la audiencia. Me pareció que, definitivamente, Summerlee había ganado el debate, pero cuando se sentó, Challenger se levantó majestuosamente con gesto y mirada imperturbables.

—Señores y señoras —dijo—, mi colega les ha ofrecido una explicación convincente. Ha demostrado que en ciertas interacciones entre luz y materia, la energía de la luz es absorbida o reflejada a través de distintos “choques”, cuya energía varía en función del color —o, desde mi punto de vista, de la longitud de onda o de la frecuencia— de la luz implicada. La deducción de que, por tanto, la luz consiste en distintos “choques” resulta tentadora, e incluso podría engañar a un hombre inteligente.

Sonrió mirando a su alrededor, mientras Summerlee estaba rígido en su asiento.

—Pero no es así en absoluto. Si me permiten, caballeros, emplearé una sencilla analogía que, sin duda, les resultará familiar a los estudiantes que se encuentran entre la audiencia: vayamos a un bar y observemos al dueño mientras saca cerveza del barril para servir a sus clientes. Vemos que la cerveza es extraída siempre en cantidades exactas de una pinta. ¿Llegamos por eso a la conclusión que la cerveza está compuesta por una sólida e indivisible cantidad de materia de ese volumen? No, puesto que es un fluido que, de hecho, se puede dividir en proporciones mucho más pequeñas.

—¡Seguro que no ha estado en la taberna del barrio! —gritó una joven voz de la audiencia. Inmediatamente se produjo una aclamación irónica que el profesor ignoró.

—Por tanto no nos molestaremos en refutar las palabras del profesor Summerlee, sino que simplemente las ignoraremos, ya que puedo mostrarles una prueba irrefutable de que, en realidad, la luz es una onda que se propaga a través de un ininterrumpido volumen de espacio.

Dicho esto, indicó un aparato que estaba en el foso del teatro. Estiré el cuello hacia adelante. Frente al estrado se hallaban las dos mesas de billar que he dibujado en la página siguiente. Una de ellas era normal, aunque sobre su superficie se habían colocado unos separadores de madera. La otra parecía idéntica, pero brillaba de una forma extraña: después de observarla con más detenimiento, se podía ver que la superficie estaba cubierta por una capa de unos cuatro o cinco centímetros de agua de color. Su imagen recordaba claramente a la de un bar de la facultad la primera noche después de que los exámenes finales han terminado. Challenger se colocó detrás de la mesa sin agua y agarró un taco de billar normal. En su lado de la mesa había un gran número de bolas.

—Bien, supongamos que golpeamos las bolas de forma arbitraria. Me gustaría invitar al profesor Summerlee a que haga los honores. Caballero, ¿le importaría golpear esas bolas hacia el extremo opuesto de la mesa? —dijo indicando los dos agujeros centrales formados por los separadores de madera. Sin duda, para pasar a través de ellos las bolas, éstas deberían ser golpeadas con gran precisión.

Summerlee se acercó de buen grado, y golpeó las bolas con rapidez y una detrás de otra, mientras Challenger se las iba pasando. Sin embargo, bien porque a Summerlee le había fallado la coordinación o bien porque las bolas y el taco habían sido saboteados de alguna manera, pareció que las bolas salían en direcciones absolutamente aleatorias. Me acordé de un divertido maleficio contra las trampas en el billar que aparecía en una ópera nueva de Gilbert y Sullivan a la que había asistido y que ellos debían hacer para jugar:

Sobre un tapete falso

Con un taco torcido

Y bolas de billar elípticas

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Las dos mesas de billar

 

La mayoría de las bolas chocaban con los separadores centrales y Challenger las retiraba rápidamente de la mesa. Algunas pasaron a través de los agujeros, pero incluso ésas eran desviadas al azar como si corrieran sobre charcos pegajosos de pintura azul y roja que hubiera sido depositada allí. El resultado fue que los sacos del extremo opuesto de la mesa se llenaron al azar, pero, al final, cada uno de ellos contenía, aproximadamente, el mismo número de bolas.

Challenger dio unos pasos hacia delante mientras Summerlee golpeaba la última bola:

—Sin saberlo, Summerlee ha estado haciendo un simulacro de un experimento muy antiguo en el que la luz es emitida desde una fuente para que pase a través de dos hendiduras. Lo ha estado reproduciendo de acuerdo con su teoría de los fotones de la luz. Observarán que ahora hay, más o menos, el mismo número de bolas, o fotones, en cada saco.

Ahora les pido que consideren qué habría sucedido si hubiera bloqueado una puerta, por ejemplo, la que está marcada con pintura azul. Las bolas manchadas de rojo tendrían la misma presencia que tienen ahora, pero no habría ninguna bola manchada de azul. Obviamente, el número total de bolas en cada bolsa sería menor, o al menos igual, del que ven ahora. Cerrar una de las puertas no tendría como consecuencia que hubiese un número mayor de bolas en cualquiera de los sacos, incluso aunque hubiese hecho alguna trampa en lo que se refiere al diseño de las bolas o de la mesa.

Permítanme ahora, caballeros, que les muestre un modelo alternativo.

Se dirigió hacia la mesa cubierta de agua y activó un pequeño mecanismo situado en uno de los extremos que empezó a moverse arriba y abajo golpeando el agua y haciendo que se empezase a formar una serie de pequeñas olas. Las olas se expandieron y pasaron a través de ambas puertas hasta llegar al otro extremo de la mesa, provocando que el nivel del agua en ese extremo oscilara arriba y abajo de un modo curioso. La banda estaba reforzada con papel de cera para que el agua no pudiera salirse. A intervalos regulares, la zona oscura alcanzaba una altura de dos centímetros, pero disminuía hasta desvanecerse completamente en los lugares que se hallaban entre esos puntos más elevados.

Sentí como si acabara de tener una revelación.

—¡Vaya, es exactamente el mismo fenómeno que se produjo en el suicidio ocurrido en Palacio, Holmes! El objeto que golpea el agua representa el arma, o fuente de sonido; la barrera central es la pared con sus dos ventanas.

Mi amigo asintió.

—De hecho, si colocáramos piezas de ajedrez en los puntos de la banda en los que las olas son más altas y más bajas, el modelo sería perfecto —replicó en voz baja.

Challenger tenía el aire de un mago a punto de representar la fase final de un difícil truco.

—Ahora observen cuidadosamente —dijo— lo que sucede cuando cierro una de las puertas. Miren uno de los puntos de la banda en el que el agua está ahora inmóvil.

Cuando cerró la puerta, la forma ondulada que tenía el agua en la banda situada en el extremo opuesto de la mesa desapareció y, entonces, todo el nivel del agua empezó a elevarse y descender conjuntamente mientras las olas iban pasando por la puerta todavía abierta.

—Como ven, caballeros, al cerrar la puerta ha aumentado el impacto en puntos anteriormente inactivos —dijo Challenger—, algo que de ningún modo podía suceder cuando se utilizaban las bolas de billar.

A continuación, se dirigió caminando hacia el final de la sala, donde había varias bandejas fotográficas cubiertas con una tela.

—Este mismo experimento se ha realizado en bastantes ocasiones con la luz. Cuando la luz pasa a través de un par de hendiduras, deja un patrón similar de marcas. En lenguaje técnico, las ondas interfieren unas con las otras.

Para acabar de resolver el tema, con la ayuda de una película fotográfica muy sensible diseñada por mi amigo el doctor Adams, repetí este experimento con una fuente de luz tan débil que, según los cálculos de Summerlee, como mucho sólo podía haber un único fotón en el aparato a cada emisión. De algún modo, este hecho elimina la posibilidad de que los fotones se empujen o se relacionen entre sí y, por tanto, no puedan producir un patrón similar al de las ondas.

Primero realicé el experimento con sólo una hendidura abierta —dijo destapando la placa que estaba más a la izquierda y que era de un color gris uniforme.

Como ven, la luz se expandió de una forma uniforme y con un amplio ángulo. Luego repetí el experimento con las dos hendiduras abiertas —afirmó destapando la segunda placa, que mostraba un contundente dibujo de bandas claras y oscuras—. Se ha producido una clara interferencia. En términos del profesor Summerlee, para llegar a producir ese dibujo, de algún modo cada uno de los fotones habría tenido que ser consciente de que ambas rendijas estaban abiertas, ya que ningún fotón ha golpeado ninguno de los puntos de la placa, que se caracterizan por el hecho de que su distancia con respecto a cada una de las dos hendiduras difiere respectivamente en la mitad de la longitud de onda de la luz.

Hizo una pausa, ya que en la sala se produjo una nueva oleada de aplausos, pero levantando la mano la acalló.

—Como ven, caballeros, cualquiera que sea su comportamiento cuando interactúa con la materia, la luz, en su verdadera esencia, es una onda. En cualquier caso, este experimento se llevó a cabo por primera vez a principios de siglo y, desde entonces, sus implicaciones han resultado evidentes para los hombres de pensamiento profundo —dijo mirando a Summerlee.

—No he accedido a estar hoy aquí para volver a tratar este viejo tema, sino para anunciar un nuevo descubrimiento que me atrevo a aventurar que sacudirá los cimientos del mundo científico.

En ese momento hizo una pausa en medio de un silencio total. Se me ocurrió que si no fuera un genio como científico, podría haber desarrollado una exitosa carrera como orador público.

—Pensé que sería interesante realizar el experimento de las dos hendiduras con partículas en lugar de hacerlo con la luz. Con un aparato adecuado, hoy día es posible producir una corriente de electrones, de átomos o incluso de moléculas, emitidos individualmente y en una proporción determinada. La película del doctor Adams es lo suficientemente sensible como para grabar el impacto de cada una de esas partículas como si fueran los fotones de luz de Summerlee. Debo confesar que esta vez esperaba ver un resultado como el producido por las bolas de billar de la mesa que tengo delante de mí. Después de todo, a diferencia de una onda, cada electrón tiene que pasar a través de una u otra hendidura. Para evitar la posibilidad de que los electrones se empujasen o chocasen unos con otros dando lugar a una conducta similar a la de las ondas, la corriente del aparato se mantuvo baja, de modo que, en cada determinado momento, sólo se hallase en movimiento un único electrón.

Con sólo una hendidura abierta, los electrones se diseminaban al azar y la placa quedaba uniformemente sombreada, pero dos veces más brillante. Eso es lo que descubrí.

Quitó la tela que recubría la tercera placa. Un murmullo colectivo surgió de la audiencia. Había un claro dibujo de bandas claras y oscuras, igual que las producidas por los fotones.

—Los resultados de muchos experimentos han demostrado que los electrones son partículas pequeñas e invisibles, pero este efecto muestra que, de alguna manera, cada electrón tiene que haber pasado por ambas rendijas. La única conclusión posible es que el electrón es una onda. Su presencia en un único punto concreto tiene que ser algo engañoso.

Repetí el experimento con átomos y luego con moléculas. En todos los casos se produjo el mismo patrón de comportamiento que el de las ondas. Caballeros, acabo de demostrar que cualquier tipo de materia sólida es una mera ilusión. El Universo está completamente compuesto de ondas. Incluso usted, caballero —dijo girándose hacia su colega profesor— no es en realidad un objeto sólido, sino un simple conjunto de ondas que se disuelve lentamente con el paso del tiempo, una pequeña perturbación en un mar infinito.

Dicho esto, le dio la espalda a Summerlee e hizo una solemne reverencia a la audiencia, hacia la derecha, hacia la izquierda y hacia el centro.

Por unos momentos el auditorio permaneció en silencio, pero luego estalló una atronadora oleada de aplausos. Sin embargo, me di cuenta de que muchos de los científicos profesionales que se hallaban presentes en la sala se habían unido a esa aclamación sin mucha convicción y mantenían el ceño fruncido como si estuvieran pensando y luchando por entender el concepto. Aun así, nadie parecía dispuesto a rebatir al temible profesor y la gente empezó a levantarse para salir de la sala. Holmes y yo nos unimos a la corriente de gente.

La paradoja de Einstein y otros misterios de la ciencia resueltos por Sherlock Holmes
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