1. El caso del científico aristócrata
—ESPERO por su bien, Watson, que la ciencia popular no corrompa el cerebro.
Levanté la vista de la revista científica ilustrada que estaba leyendo. Sherlock Holmes pasaba el rato frente a mí, sentado en el sillón más cómodo y sin hacer nada, excepto fumar su pipa.
—Estoy intentando ampliar un poco mis conocimientos —dije con cierta aspereza—. No cabe duda de que usted me considera incapaz de comprender las sutilezas…
—De ninguna manera, Watson. ¡Dios me libre! Simplemente estaba a punto de expresar que espero que su artículo no esté escrito al estilo de una conferencia, como a veces sucede, sino que contenga la información suficiente para permitirle a un lector inteligente como usted formarse sus propias opiniones.
Los ojos de Holmes repasaron la portada.
—De hecho ¿qué artículo está leyendo? ¿El de la naturaleza de las estrellas? ¿Ese sobre el origen de la Tierra?
Sentí que me sonrojaba.
—Bueno, Holmes, de hecho, actualmente la revista también está publicando por entregas uno de los trabajos de Herbert George Wells, La máquina del tiempo, y simplemente le estaba echando un vistazo.
Mi amigo soltó un bufido.
—¡De verdad, Holmes, estoy haciendo todo lo que puedo! —grité—. Pero si usted está intentando educarme, debe hacer algunas concesiones.
En primer lugar, los misterios de las matemáticas están fuera de mi alcance.
Holmes sonrió, luego levantó su mano derecha solemnemente con la palma dirigida hacia mí.
—De acuerdo, Watson, tiene mi palabra: cualquier cosa que busque para hacer trabajar su cerebro, definitivamente no serán las matemáticas. De hecho, los detalles de las ciencias exactas suelen ser secundarios respecto a la lógica de la investigación científica. Lo importante es comprender los principios, no los cálculos.
—Mi otro problema, Holmes, es que el tema en cuestión realmente podría ser un poco pesado. Ya sabe que siento predilección por las relaciones humanas y sus conflictos, por insignificantes que puedan ser en el gran proyecto cósmico.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted, Watson, y mi propia elección de trabajo debería demostrárselo. Pero siempre es posible…
En cualquier caso, en ese momento fuimos interrumpidos bruscamente. Habíamos estado demasiado concentrados en nuestra conversación como para prestar atención a los ruidos del piso de abajo; ahora la puerta se abría de golpe y un joven elegantemente vestido pero con la mirada enfurecida se nos echaba encima violentamente.
—¿El señor Sherlock Holmes? Tiene que ayudarme, señor, se lo suplico. Se trata de mi padre. Debemos ir con él enseguida.
Me puse en pie de un salto.
—¿Está enfermo? —pregunté.
—¡Está muerto! ¡Y, señores, la única persona que podría haberlo hecho, la persona que la policía está segura que lo ha hecho, soy yo!
Sherlock Holmes levantó las cejas.
—¿Y quién es usted, por favor?
—Soy el vizconde Forleigh. Mi padre es Lord Forleigh. Seguramente habrán oído hablar de él. Hace tiempo fue famoso como estudioso de los clásicos y más recientemente como filántropo. Su gran proyecto es el Planetarium Universal, que está a punto de terminarse y que se halla aproximadamente a tres kilómetros de aquí.
Ambos asentimos con la cabeza. Ningún habitante de Londres podía haber dejado de ver la impresionante estructura que había estado en construcción en la orilla sur del Támesis. Se trataba de una enorme cúpula de cristal verde, que podía competir en tamaño con la catedral de St. Paul, situada en el otro lado del río, aunque los críticos poco compasivos más bien la habían comparado con una estación de tren demasiado grande. El edificio tenía que albergar una exposición de aparatos y modelos científicos destinada a ampliar los conocimientos del público, pero la naturaleza específica de los objetos expuestos seguía siendo un secreto celosamente guardado.
—Como sin duda ustedes saben —prosiguió el vizconde—, mi padre deseaba que el contenido del edificio fuera una sorpresa hasta el momento de su inauguración oficial, programada para dentro de un par de días. Con este propósito, los trabajadores han tenido que jurar que guardarían el secreto y, además, sólo hay dos llaves de la puerta principal del edificio. Una estaba en poder de mi padre y la otra, en el mío. Las otras entradas han permanecido bloqueadas, por lo que uno de nosotros dos debía estar siempre presente al comienzo y al término de la jornada de trabajo para permitir el acceso a los artesanos y, luego, cerrar cuando todos hubiesen salido.
Aunque hoy es sábado, mi padre estaba en el Planetarium llevando a cabo una última inspección. Me había pedido que me reuniera con él al mediodía. He llegado unos minutos antes y me he encontrado con la puerta principal cerrada. La he abierto para entrar y la he vuelto a cerrar tras de mí. Me he adentrado en el recinto llamándole en voz alta. No ha habido respuesta. He supuesto que mi padre se había retrasado y he comenzado a inspeccionar la distribución de la exposición por mi cuenta. Todo parecía en orden. Entonces he girado una esquina y, tumbado boca abajo en el suelo frente a mí, con la parte de atrás de la cabeza hundida por algún fuerte golpe…
Se detuvo y sus hombros se estremecieron.
—¿Su padre? —preguntó Holmes suavemente.
—Sí. Evidentemente había sido golpeado con una porra, al estilo de los gángsters americanos, por alguien que había estado esperándole. El shock fue considerable, a pesar de que no le ocultaré, señor Holmes, que mi padre y yo ya no teníamos una relación muy amistosa. Yo no le había ocultado el hecho de que consideraba que estaba despilfarrando demasiado de la fortuna familiar, mi futura herencia, en sus distintos proyectos.
Así que caí en la cuenta de que las cosas se ponían bastante mal para mí. La cerradura del edificio es de diseño suizo, absolutamente a prueba de ganzúas. Por supuesto registré el local cuidadosamente, pero no encontré ningún signo de que hubieran forzado una entrada ni tampoco a ningún intruso. La única persona que podía haber accedido al edificio además de mi padre era yo. A propósito, la llave de mi padre seguía aún en la cadena que siempre llevaba alrededor del cuello.
He pensado que si acudía a la policía, me arrestarían sin remedio, por lo que he cerrado la cúpula de nuevo y he venido a verle.
Mi compañero se puso en pie frotándose las manos.
—Un enigma extraordinario —exclamó—. Con anterioridad ya he tenido que enfrentarme a asesinatos perpetrados en estancias o en áreas de acceso restringido, sin embargo lo cierto es que éste es mi primer caso en un museo cerrado al público. Antes o después tendremos que informar e involucrar a las autoridades, pero sin duda podemos ir primero allí y realizar nuestra propia inspección. Como usted dice, la policía puede ser poco imaginativa y yo no le desearía que sufriera la desagradable experiencia que resulta una detención.
A pesar de la prisa que teníamos, nuestro cliente insistió en pasar primero por el Colegio Universitario para hacerle saber al asesor científico jefe, un tal profesor Summerlee, lo que había ocurrido. Pero no encontramos a Summerlee y aún perdimos más tiempo, ya que decidió escribirle una nota. La manera más rápida de llegar al dique era ir en metro desde la estación de Euston, y eso fue lo que hicimos, pero había algún problema con las señalizaciones y estuvimos parados junto a otro tren durante algunos minutos en el oscuro túnel. Mientras tanto, nuestro cliente se mostraba cada vez más nervioso.
—!Ah, por fin nos movemos! —exclamé con alivio mientras las ventanas del otro convoy empezaban a pasar frente a las nuestras. Nadie me contradijo, pero poco después su último vagón pasó de largo y se hizo evidente que en realidad no nos movíamos: era el otro tren el que se había puesto en marcha. Comencé a disculparme por mi error.
—Es una equivocación en la que es fácil caer —dijo el vizconde— tanto si uno está en libertad en el Universo o si está dentro de un tren. En realidad, puesto que todas las estrellas y planetas atraviesan el firmamento a diferentes velocidades, en un sentido real no existe un estado absoluto de reposo o de movimiento. Usted ve Marte avanzando a decenas de kilómetros por segundo, pero un observador que se halle en ese planeta preferirá creer que él está en reposo y que es la Tierra la que se desplaza. Incluso podríamos decir que usted tenía razón, ya que se podría considerar que el otro tren permanecía inmóvil y el nuestro y la Tierra eran quienes se movían.
Pensé que el shock del asesinato debía haberle trastornado un poco. El tema podía tener cierta validez filosófica pueril, pero varios millones de londinenses, por motivos prácticos, estarían claramente de acuerdo sobre cuál era el tren que estaba parado. Sin embargo él prosiguió con su minuciosa explicación.
—Mi padre estaba convencido de la validez equitativa de los diferentes puntos de vista y sistemas del mundo. Él siempre pensó que el implacable reduccionismo de la ciencia occidental, es decir, la idea de que había una respuesta correcta y otra incorrecta bien definidas para cada cuestión científica, resultaba muy rígida e improbable.
También creía que deberíamos tener más respeto por la opinión de los antiguos. Por ejemplo, la filosofía griega era en muchos aspectos superior a la nuestra: no deberíamos desdeñarlos por el hecho de que carecían de los instrumentos de medida precisos que les hubieran permitido tener nuestra moderna perspectiva de la física. Ellos no creían en la experimentación sino en la lógica: sólo con la reflexión consiguieron hallar cuáles eran las hipótesis que llevaban a paradojas y contradicciones y, de este modo, llegaron a tener un criterio racional.
—Yo no creo que los defectos de la filosofía griega puedan achacarse únicamente a esos instrumentos inadecuados —dijo Holmes, quien, evidentemente, pensó que cualquier conversación que le pudiera distraer de su difícil situación sería buena para nuestro cliente—. Por ejemplo, pensemos en su teoría de que un objeto el doble de pesado que otro debe caer el doble de deprisa. Desde luego, ahora sabemos que, sin la fricción del aire, todos los objetos caen a la misma velocidad, independientemente de su tamaño y densidad. Suponga que algún filósofo griego hubiese querido probar esta creencia sin tener acceso a los experimentos actuales. Podría haber imaginado un sistema consistente en dos ladrillos unidos con cemento y dejados caer a una velocidad determinada.
Ahora suponga que usted elimina el cemento y deja caer los ladrillos uno junto al otro. Cada ladrillo pesaría exactamente la mitad que cuando estaban unidos. ¿Esperaría que cada uno cayera la mitad de deprisa que antes?
Además, también podríamos tener en cuenta la reductio ad absurdum. ¿Habría alguna diferencia si los dos ladrillos estuviesen unidos por un hilo tan fino como un cabello? ¡Una paradoja ridícula! No, por muy hábiles que fueran los griegos en filosofía y política, me temo que debemos aceptar sus limitaciones como pensadores científicos.
—Bueno, mi padre era un clasicista inteligente y renombrado y creo que respetaré su opinión y la tendré más en cuenta que la suya, señor Holmes —replicó el vizconde, bastante molesto con los comentarios.
Mi compañero no contestó. Permaneció sentado en silencio durante el resto del trayecto y sólo pareció volver a la realidad cuando nos detuvimos delante de las grandes puertas del Planetarium. El vizconde nos hizo pasar al interior y giró un enorme interruptor situado en la pared.
Se me escapó un suspiro involuntario. Las luces eléctricas aparecieron a lo largo de todo el techo formando un dibujo irregular. Un momento después descubrí que formaban los perfiles de las constelaciones más conocidas. Sin embargo, no estaban situadas en un cielo oscuro, sino en un brillante mural pintado que recubría la bóveda. Reconocí la constelación de Diana Cazadora, la de Escorpio, la de Cáncer: estaban todas las de los antiguos griegos. La exhibición era hermosa, aunque había algo desconcertantemente pagano en ella.
El pavimento de la cúpula estaba repleto de variados mecanismos, todos inmóviles, y de estructuras protegidas por muros. El vizconde nos llevó hacia el centro. Tanto Holmes como yo nos pusimos en tensión, como el gran objeto que de pronto apareció oscilando en nuestro campo visual.
—Les pido disculpas, no quería asustarles —dijo el vizconde—. Este es el gran péndulo que simboliza el tiempo.
A medida que nos acercábamos al centro, vimos el péndulo con más claridad. Estaba suspendido desde el medio de la cúpula, unos cincuenta metros por encima de nuestras cabezas, y se balanceaba pesadamente de un lado a otro y pasando a la altura de la cintura cuando cruzaba el centro del pavimento. Cerca de este punto, algunos caballetes pintados de un color llamativo habían sido repartidos a ambos lados: sin duda, habían sido dispuestos para que formasen un pasillo que evitase que los visitantes pasearan sin prestar atención por el recorrido del péndulo cuando el Planetarium estuviera abierto al público.
A unos diez metros del centro de la cúpula pudimos contemplar una visión muy siniestra. Un hombre yacía boca abajo, con los pies hacia el centro y la cabeza en la dirección opuesta. La parte de atrás de su cabeza estaba manchada de sangre. Me arrodillé a su lado. Sólo necesité unos pocos segundos para asegurarme de que llevaba muerto por lo menos seis horas.
Miramos a nuestro alrededor. A la vista había una colección de pesadas maquinarias, pero ninguna estaba lo suficientemente cerca como para ser la posible causante de un accidente. El culpable evidente, el péndulo, oscilaba en la dirección opuesta, es decir, norte-sur, pasando al menos a diez metros del cuerpo, que yacía aproximadamente hacia el este del centro. Incluso pensando que el impacto pudiese haber lanzado el cuerpo a cierta distancia, el péndulo se balanceaba en la dirección errónea como para haber sido la causa del fatal accidente.
Sherlock Holmes dio una vuelta, sin prisas, para examinar todos los artefactos.
—Ésta es una hermosa obra —observó deteniéndose junto a un globo terráqueo de unos dos metros de diámetro—. Tallado en relieve— si hasta puedo notar cómo el Himalaya sobresale bastantes milímetros de la superficie. Y muy bien equilibrado.
Entonces hizo girar ligeramente el globo sobre sus soportes y dijo:
—En cualquier caso, su único movimiento es rotar, de modo que difícilmente puede haber causado el accidente. Pero… ¿qué es esto?
Cerca del globo había una mesa circular, la mayor parte de ella pintada de azul. Las formas de los continentes habían sido grabadas en relieve sobre su superficie. En el centro, un casquete blanco coronaba un tubo prominente.
—Es la Tierra plana, señor Holmes, tal como la concebían los antiguos europeos —dijo el vizconde—. Cuando está en funcionamiento, el agua es bombeada desde el agujero que hay en el centro y fluye desde debajo del hielo del Polo Norte…
—Y cae por el borde del mundo formando una cascada continua y completa —terminó de decir Holmes—. Debe ser bonito verla en funcionamiento.
—Sin embargo, es una idea absurda y no habría que tenerla en cuenta, ya que de algún modo se debería percibir ese salto de agua —comenté sin poder resistirme.
El vizconde me contestó con frialdad:
—Muchos pueblos han creído que la Tierra era plana, doctor, ¿y quién es usted para negar la validez de sus culturas? Mi padre creyó hasta el último momento que la perspectiva del mundo de, por ejemplo, un indio americano o un aborigen australiano, tenía tanto derecho a ser respetada como la suya o la mía.
Mientras caminábamos, Holmes me habló al oído en voz baja:
—Si nuestro cliente estuviera navegando por el mar, con escasas provisiones, y descubriera que su oficial de navegación piensa que la Tierra es plana y por lo tanto está calculando el rumbo erróneamente, ¿cree usted que sería tan magnánimo? ¡Creo que eso le haría reflexionar acerca de la validez de las diferentes perspectivas del mundo! ¡Ah, la vanidad de los aristócratas con tendencias artísticas! ¿Pero qué tenemos aquí?
Se detuvo ante un expositor que tenía un cabestrante, o caja de engranajes, desde el que sobresalían, en todas direcciones, unos brazos horizontales de distintas medidas. Cada brazo, en su extremo, sujetaba una esfera de cristal tintado, aunque las esferas diferían enormemente en tamaño y color. Sobre el cabestrante había una potente bombilla eléctrica.
—Pues bien, Watson, es un planetario. Mire, la bombilla del centro es el Sol. El brazo más corto sujeta el globo rojo, que es Mercurio. El azul y verde representa la Tierra. La enorme bola multicolor —qué vidriero haría esto, ¡es una proeza!— es Júpiter. Los anillos de Saturno son un poco una traición. Ese más alejado debe ser Neptuno.
Luego inspeccionó el mecanismo desde más cerca.
—La caja de engranaje central parece algo más compleja que la de otros planetarios que he visto —comentó.
—Sí, señor Holmes, ésta tiene en cuenta el hecho de que las órbitas de los planetas son más elípticas que circulares y que la velocidad de cada planeta varía inversamente a su distancia del Sol —argumentó Forleigh—. Con un simple dispositivo de engranajes descentrados, se consigue una extraordinaria precisión con respecto a los movimientos planetarios actuales.
Para mi sorpresa, Holmes se metió entre los brazos del aparato y permaneció con la cabeza dentro del globo de cristal de la Tierra: evidentemente, para que eso se pudiese hacer, se había abierto un agujero en la base de la esfera.
—Muy bien, señor Holmes, ahora está viendo los planetas tal como se ven desde nuestra Tierra en este preciso momento. Así mismo, si lo desea, puede obtener una perspectiva desde Marte o desde Júpiter. El planetario puede girar hacia delante o hacia atrás a alta velocidad para mostrar los cielos, tal como eran o como serán dentro de muchos miles de años, de modo que en cierto sentido es una máquina para viajar tanto en el tiempo como en el espacio.
—¡Espero que invitará al señor Wells a su gran inauguración! —me atreví a sugerir.
Holmes se detuvo con cierta perplejidad frente al siguiente objeto exhibido. Aparentemente era similar al planetario, ya que en el centro tenía un gran taburete pintado con los continentes de la Tierra. Del taburete surgían brazos que sujetaban globos planetarios. Cada brazo estaba multiunido a cada articulación a través de un pequeño engranaje. El aparato daba muestras evidentes de haber sufrido muchas reparaciones y se veía claramente que todavía no estaba en funcionamiento.
El vizconde pareció turbado.
—Esto es un astrolabio, señor Holmes, pero de construcción más moderna que esos que usted suele ver.
La máquina de los epiciclos
Holmes se sentó en el taburete del centro.
—Ah, claro. Y, en efecto, la perspectiva es idéntica a la que se veía desde el globo terráqueo del planetario. Una ingeniosa demostración.
Se giró hacia mí y añadió:
—Recuerde, Watson, que antes del gran astrónomo Copérnico se creía que la Tierra se hallaba inmóvil en el centro del Universo. La esfera celestial, a la cual estaban pegadas las estrellas, también inmóviles, daba una vuelta completa al día y los planetas, la Luna y el Sol giraban alrededor de la Tierra. Se creía que las órbitas trazaban exactamente un círculo, algo que reflejaba la perfección divina.
Desafortunadamente, incluso las mediciones primitivas demostraron fácilmente que las aparentes órbitas de los planetas alrededor de la Tierra no eran en absoluto circulares. Pero el gran teórico Tolomeo fue capaz de corregir ese concepto con la introducción de los epiciclos.
Postuló que cada planeta giraba trazando un círculo perfecto alrededor de un punto invisible que, a su vez, se movía realizando también un círculo perfecto alrededor de la Tierra. Así, el movimiento combinado podría hacer que los planetas acelerasen o redujeran su velocidad en ciertos momentos, aunque todavía se basaba en la «perfecta armonía» del movimiento uniforme circular.
Mediciones más precisas demostraron que un epiciclo por planeta no era suficiente. Había que dar por cierto que existía un círculo alrededor de un punto, el cual se movía en círculos alrededor de un punto, el cual se movía a su vez en círculos… y así sucesivamente.
No obstante, la teoría del epiciclo nunca pudo ser refutada. Mediante la adición de más epiciclos, siempre se hizo posible seguir la trayectoria de los movimientos planetarios con la precisión que permitía la observación. Pero el concepto de epiciclo se volvió tan complejo y difícil de manejar que había una gran necesidad de idear un sistema más simple. Finalmente, el monje Copérnico afirmó que si se aceptaba que todos los planetas, incluida la Tierra, giraban alrededor del Sol y que la Tierra no sólo se movía, sino que también giraba sobre su eje, era posible desarrollar una idea mucho más simple.
—Parecen demasiadas ideas nuevas como para aceptarlas todas de una vez.
—Y en efecto, así fue. Copérnico ni siquiera intentó convencer a la gente de que la Tierra realmente giraba alrededor del Sol. Simplemente sugirió que si se aceptaba ese hecho simplemente como una conveniencia matemática, igual que se hace con los trucos aritméticos utilizados a menudo para simplificar cálculos difíciles, entonces las predicciones celestiales podrían hacerse con más facilidad y con resultados mucho más precisos.
—Una prudente precaución.
—Así es. Cuando Galileo expuso con más firmeza la teoría del sistema solar con el Sol como centro, el Papa le obligó a retractarse, so pena de ser torturado por los inquisidores. En aquellos tiempos, igual que sucede ahora, cualquier desafío a los conocimientos y sabiduría de las autoridades se consideraba un agravio. Incluso a día de hoy, la Iglesia Católica tiene todavía que disculparse y confirmar que Galileo y Copérnico estaban en lo cierto en sus teorías. No quisiera parecer cínico, pero quizás hasta dentro de un siglo no podamos esperar tener un Papa más liberal que sea capaz de hacer frente a esa cuestión.
El vizconde Forleigh tosió para llamar nuestra atención.
—El aparato que ven frente a nosotros es, sin duda, el mecanismo del que mi padre estaba más orgulloso. Él pensaba que la vieja perspectiva del Universo, la anterior a Copérnico, merecía tener un sitio respetable en el recuerdo de los hombres, y se propuso inventar un nuevo sistema de epiciclos.
Me temo que nuestro asesor científico, el profesor Summerlee, casi se mofó de la máquina. No pudo negar que el aparato ofrecía perfectos y precisos resultados, pero no dejó de indicar pequeñas discrepancias que obligaron a añadir más epiciclos, hasta que los engranajes y las tuercas se hicieron tan numerosos y delicados que fue imposible continuar con el experimento.
Holmes permaneció inmóvil, aparentemente ensimismado en profundos pensamientos, mientras el vizconde se movía inquieto arriba y abajo. Yo señalé el astrolabio con cierto entusiasmo:
—Miren el brazo que sostiene a Neptuno —dije—. En este instante los segmentos están más o menos doblados y unidos, pero en algún momento tienen que señalar todos en la misma dirección.
Tuve una visión en la que al astrolabio se le hacía girar violentamente hacia una fecha futura, o quizás funcionaba defectuosamente: el brazo salía volando y el globo golpeaba a Lord Forleigh mientras éste se hallaba de pie ajeno a todo lo que sucedía.
—Es difícil, Watson: hay demasiada distancia y, además, pienso que el impacto no habría dejado el globo intacto. No, me temo que por agradable que sea su hijo, debemos dejar de lado las pistas falsas y enfrentarnos a las evidencias mundanas —señaló Holmes secamente.
Luego se acercó hacia el joven vizconde y le dijo:
—Han pasado algunas horas desde el accidente, caballero. Continuaré con mis investigaciones si usted lo desea, pero me temo que ahora debemos informar a la policía y dejar el asunto en sus manos.
La cara del vizconde se puso blanca de repente, pero antes de que pudiera articular alguna palabra se oyeron unos fuertes golpes procedentes de las puertas exteriores. Se giró hacia el lugar de donde provenía el ruido.
—¡No, quédese aquí, vizconde! Watson, agarre sus llaves. Me parece que nuestros colegas oficiales están aquí —dijo Holmes rápidamente.
Pero al abrir la puerta, me encontré frente a un hombre delgado y mayor.
—Soy el profesor Summerlee, el director de este proyecto. Déjeme entrar, se lo exijo.
Con una rapidez que contrastaba con su edad, me esquivó y entró en la cúpula. En un instante se percató de los hechos.
—¡Un péndulo de Foucault! —gritó—. ¡Ah, sí tan sólo su señoría hubiese creído conveniente aceptar un consejo profesional en lugar de fiarse de su equivocado parecer!
Le hizo un ademán imperioso a Holmes, quien sujetaba al vizconde suavemente, pero de un modo que yo sabía que podía convertirse al instante en una llave de judo si el hombre intentaba escapar.
—Suéltelo, caballero, aquí no ha habido ningún crimen —dijo mientras nos miraba—. Si usted deja oscilar un péndulo —añadió como si hablara con niños pequeños—, éste continuará oscilando en la misma dirección en la que se inició el movimiento, ¿no es así?
—Claro que sí —contesté—, y es precisamente por eso por lo que lo hemos eliminado de nuestras indagaciones.
Summerlee soltó un bufido.
—Y la Tierra… ¿mantiene también una orientación constante?
Holmes soltó una maldición y se golpeó en la frente, pero sin duda mi expresión mostraba toda la perplejidad que yo sentía en aquel momento.
—Pensemos en un caso sencillo —dijo Summerlee mientras caminaba hacia el gigantesco globo terráqueo—. Coloco un péndulo que oscila de un lado a otro en el Polo Norte. Se mueve en la dirección que va de Pegaso a Virgo —añadió mirando brevemente hacia arriba, donde estaba la cúpula— y continúa así. El tiempo pasa, la Tierra gira…
—La dirección aparente del péndulo cambia —exclamé.
—Exactamente. Al cabo de seis horas estaría oscilando en ángulo recto con respecto a la dirección original, algo que percibiría un insecto que se hallase en la superficie.
Luego entornó los ojos en mi dirección, en lugar de mirar al globo y añadió:
—La geometría es un poco más complicada si el péndulo no está situado en el Polo sino en alguna latitud intermedia, aunque en cualquier caso, el principio es el mismo: la dirección relativa del movimiento del péndulo cambia al tiempo que la Tierra gira.
—Yo sabía que Lord Forleigh tenía alguna idea nueva con respecto a la cúpula. Tenía la costumbre infantil de ocultarme detalles, posiblemente como resultado de las pequeñas, aunque buenas, críticas que le hacía de vez en cuando. Ayer por la noche debió de arreglar el péndulo y ponerlo en movimiento, y esta mañana habrá vuelto para inspeccionar los otros preparativos. Sin embargo, durante la noche el péndulo ha ido variando su trayectoria y ha desplazado hacia un lado las hileras de caballetes que él había colocado como barreras de seguridad a lo largo del recorrido originario del péndulo. Y mientras él admiraba su obra…
—¡El péndulo le ha golpeado en la parte de atrás de la cabeza y lo ha matado instantáneamente mientras él permanecía en un lugar que creía seguro! —exclamé—. Pero luego, con el paso de las horas, la trayectoria del péndulo ha ido girando, de modo que cuando hemos llegado ya estaba lejos del cuerpo y por eso hemos deducido que no podía tener nada que ver.
Summerlee movió la cabeza con tristeza.
—Estoy seguro de que el accidente sucedió porque su señoría, aunque a su manera era un hombre inteligente, sólo creía a medias en sus propias teorías sobre la validez de las viejas creencias —dijo—. Pero mientras que el movimiento lineal es quizás una cuestión relativa —en ese momento me acordé del ejemplo de los trenes—, la rotación es una magnitud absoluta. Incluso si viviésemos en cuevas profundas y nunca hubiésemos visto las estrellas, ni tuviéramos idea de la existencia del Sistema Solar, aun así, tendríamos una docena de maneras de explicar que la Tierra gira sobre su propio eje, y a qué velocidad.
—¿Entonces no es algo que se pueda demostrar únicamente a través de la conducta de los péndulos? —pregunté.
—¡Rigurosamente no! Tomemos en consideración el giroscopio, por ejemplo: un disco instalado en un soporte de brújula seguirá apuntando en la misma dirección independientemente del movimiento de su base. Sin embargo, el comportamiento de un péndulo es más fácil de entender, ya que, en la práctica, en un giroscopio las fuerzas son difíciles de medir y bastante complicado de calcular matemáticamente, como resultado de lo cual se han escrito muchos sin sentidos sobre estos aparatos.
La rotación también proporciona un aumento de los efectos eléctricos. Por ejemplo, el giro de un cuerpo cargado eléctricamente genera un campo magnético detectable. Y podría darles más ejemplos. Caballero, sólo un ignorante podría hoy día argumentar el concepto de una Tierra que no gira.
Mientras los cuatro caminábamos hacia la comisaría de policía de Vauxhall para dar parte del trágico accidente, estuve tentado de desafiar su arrogancia.
—Dando por sentado que la Tierra gira —dije con cautela—, ¿no es posible que por otra parte esté inmóvil en el espacio y que el Sol y los planetas giren efectivamente a su alrededor en epiciclos? Seguramente nunca podríamos saber la diferencia.
—Podemos detectar directamente el movimiento de la Tierra con respecto a las estrellas más cercanas, cuyas aparentes posiciones en el cielo se desplazan a una distancia lo suficientemente grande como para poder detectarse a través de un telescopio mientras la Tierra sigue su órbita —replicó Summerlee desdeñosamente—. Pero incluso sin estas mediciones, no vacilaría en desestimar los epiciclos, ya que no existe un modelo esencial. Se tiene que elaborar un conjunto arbitrario para cada planeta. Si se presenta un nuevo cuerpo celeste, por ejemplo, un cometa, como sucede de vez en cuando, en principio no habría manera de utilizar los epiciclos para predecir su movimiento. Mientras que entendiendo que ese nuevo cuerpo celeste se halla en realidad en la órbita solar, es decir, bajo la atracción del Sol, ese pronóstico se puede realizar con mucha rapidez.
El problema con los epiciclos es que utilizando un número suficientemente grande de ellos, se puede inventar un conjunto para describir cualquier movimiento arbitrario. Si yo le diese un gráfico de los merodeos de un borracho por Picadilly, usted podría definir la trayectoria con epiciclos. Pero su esfuerzo no le produciría nada útil. El principio de la navaja de Occam, caballero, es esencial para la ciencia: adopte siempre la hipótesis más simple, la que requiera el mínimo número de supuestos y sea capaz de describir los hechos conocidos. Sin este principio director, podríamos llenar nuestras cabezas con toda clase de conceptos insensatos y caprichosos que nunca podrían ser probados o refutados utilizando la capacidad mental que, me temo, en algunos de nosotros es más bien escasa.
Nos miró con desdén y se marchó.
—Bueno, hoy he aprendido algo, Watson —comentó Holmes mientras paseábamos de vuelta a la calle Baker bajo el brillante sol de las primeras horas de la tarde.
—¿Que la Tierra gira?
—No, algo un poco más general que eso. Poco después de conocernos, le gasté la broma de que nunca había oído hablar de la teoría de Copérnico.
—Lo recuerdo bien, escribí sobre ello en Estudio en escarlata.
—Y en verdad, el hecho de que la Tierra se mueve alrededor del Sol y no al revés, lo consideraba algo de poca relevancia para mí. Sin embargo, hoy mi ignorancia podría haber hecho que un hombre inocente fuese enviado a la horca. De ahora en adelante, Watson, mi mente estará un poco más abierta a los asuntos científicos.