Prólogo
A finales del siglo pasado, se creía que la ciencia fundamental estaba llegando con éxito a sus últimas conclusiones. El Universo funcionaba de acuerdo a leyes sencillas e intuitivamente comprensibles que habían sido descritas con precisión. El noble Lord Kelvin incluso sugirió que los futuros investigadores tendrían que limitarse a llevar a cabo análisis cada vez más detallados sobre las mismas constantes fundamentales de la ciencia: no quedaba ningún nuevo territorio por explorar.
Sin embargo, todavía había algunas anomalías por resolver. Una de las paradojas concernía a la velocidad de la luz, que resultaba sorprendentemente constante fuese cual fuese el movimiento de la fuente y del observador. Otras se referían al mundo microscópico, que parecía resistirse extrañamente a ser descrito con exactitud. En las primeras décadas del pasado siglo XX, estos detalles no resueltos iban a resquebrajar la estable y rigurosa imagen del Universo que los científicos del siglo XIX habían articulado con tanta paciencia. En la actualidad, todavía no la hemos podido recomponer. Las paradojas que siguen pendientes de ser aclaradas resultan más fascinantes que cualquier rompecabezas ideado por los compositores de los puzzles humanos; ambos tienen todavía en común la tentadora sensación de que pueden ser resueltos con un arrebato ingenioso e intuitivo.
Dos razones me han llevado a relatar esta historia de un modo algo heterodoxo. La primera es que estoy de acuerdo con la petición de Watson que aparece en estas páginas: «Nada de matemáticas, Holmes: siento pavor por el álgebra». He querido exponer las aparentes paradojas de la teoría cuántica y de la relatividad en términos puramente visuales y lógicos, de modo que todos los lectores tengan una razonable oportunidad de pensar en ellas por sí mismos y formarse su propia opinión sobre si existe alguna alternativa a la extravagante descripción de la Naturaleza que han proporcionado los físicos. La segunda razón es tratar de que toda la información pueda ser asimilada de la mejor manera posible. Cuando hoy día entro en una librería, me quedo absolutamente intimidado por el gran número de libros científicos que se exhiben en las estanterías. Me convertiré en una mejor persona si leo éste, me digo, mientras ojeo algún excelente volumen informativo. Pero no soy una mejor persona: soy de las más perezosas, así que acabo dirigiéndome a las secciones menos serias de la tienda. En la actualidad, nos vemos abrumados por una gran cantidad de información y, por eso, he puesto todo mi esfuerzo en tratar de que estas historias no resulten más difíciles de leer que los libros de ficción más accesibles.
Quiero expresar mi agradecimiento a la señora Jean Conan Doyle por haberme permitido utilizar los famosos personajes de su padre. Sir Arthur poseía un talento especial para describir de manera muy creíble a los hombres fundamentalmente inteligentes: en la imaginación de todo el mundo, Sherlock Holmes ha prevalecido en su campo durante más de un siglo. Como sabemos, él se consideraba un científico. Muchos de sus famosos aforismos —el saber se adquiere primero a través de la observación y, después, de la deducción; no teorices antes de que se produzcan los hechos; acepta lo improbable una vez que lo imposible haya sido excluido; una excepción refuta la regla y no puede ser ignorada— describen exactamente esas reglas que tiene que seguir una buena investigación científica, con un lenguaje sencillo que debe de ser la envidia de muchos modernos filósofos de la ciencia. También me he apropiado del famoso profesor Challenger, personaje cariñosamente irascible y sin pelos en la lengua. En un mundo en el que demasiados científicos están aprendiendo el modo de actuar de los políticos —no cuestiones las opiniones de tus superiores y maestros; muéstrate correcto y evasivo cuando te inviten a comentar algún disparate— necesitamos urgentemente a alguien como él.
También quiero agradecer la colaboración de mi hermana Belinda y de mi editor Jeff Robbins, que leyeron el manuscrito a medida que lo iba escribiendo y me aportaron muchas y valiosas sugerencias.
Colin Bruce
Oxford
Abril de 1997