6. Tres casos de recelo familiar
CON una llamada respetuosa, la hija de la señora Hudson, Ángela, trajo el montón de periódicos que constituían nuestro encargo diario y los depositó en la parte de la mesa no ocupada por los útiles del desayuno. Se alejó haciendo una reverencia.
Sherlock Holmes hojeó los diarios con una mano y con la otra siguió mordiendo la tostada con mermelada.
—Bueno, Watson, lo que tenemos aquí es realmente una pobre y deslucida colección de artículos y noticias. Normalmente en esta época del año el editor jefe vuelve a su despacho tras unos refrescantes días de descanso y, por lo tanto, llega a su fin la tonta y aburrida época de las vacaciones estivales, período en que es su joven ayudante, ascendido temporalmente, el que escoge el tema de portada. Sinceramente habría esperado primicias algo más satisfactorias.
«Un calor intempestivo para esta época trae cosechas tempranas en Devon»…; «Ballena atorada en la costa en Brighton»…; «El príncipe Albert se reúne con la reina en Balmoral»… Bah, ¡qué puñado de trivialidades! Ah, pero mire, ¿qué tenemos aquí?
Sostuvo en alto la portada del Times. La cubierta, que normalmente aparecía inmaculada, mostraba signos de haber sido rehecha a toda prisa. Algunas columnas de anuncios de publicidad que suelen aparecer bajo la cabecera habían sido “arrastrados” y en el espacio que habían dejado libre aparecía un bloque de texto inclinado y, encima de él, un titular desproporcionadamente espaciado.
—Esto demuestra que en la sala de redacción se vivió verdadero pánico, Watson. La pesadilla de un editor atareado: una historia muy larga e importante, para la última columna, que llega justo cuando los tipos ya han sido colocados en las planchas y la imprenta ya está funcionando. No se puede hacer nada más que detener la impresión y colocar las letras a mano, allí mismo, en el suelo de la imprenta. ¡Ah, puedo ver claramente los signos de esa emergencia! Numerosas erratas de esas que se producen cuando un periodista intenta redactar utilizando directamente los caracteres de metal, que, por supuesto, la imagen refleja de las letras normales. ¿Cuál es la historia que ha provocado que este periódico tan serio haya sufrido todo este revuelo?
Leyó el artículo y su cara fue tomando un semblante serio; luego me pasó el diario.
—¡He hablado demasiado a la ligera, Watson! No es un asombroso suceso del día, como suelen ser la mayoría de titulares. Es un asunto que podría resultar un grave problema en Europa. En este momento, incluso mi hermano Mycroft estará ya en su despacho de la Secretaría de Estado disparando órdenes a los inquietos ministros. Y, si no me equivoco, pronto recibiremos una llamada suya. Vea qué le parece, Watson.
Leí el artículo en voz alta corrigiendo algunos pequeños errores de gramática y puntuación mientras iba leyendo.
—«Crisis de sucesión en Centroeuropa. Ullman II, soberano de Grolgaria durante treinta años, murió ayer inesperadamente en un accidente durante una cacería. Su caballo lo tiró de tal modo que se rompió el cuello y murió instantáneamente. Se desconoce la razón por la que el animal se comportó de esa manera, pero en el momento no hubo sospechas de que se tratara de algún accidente provocado.
El príncipe de la Corona y su esposa estaban regresando en ese momento de sus vacaciones estivales en el Mar Negro a bordo del Tren Real. Los miembros de la corte de más alto rango fueron a esperar la llegada del tren a la capital, pero cuando aún estaba a una hora de distancia, se produjo una doble explosión a bordo. Tanto el príncipe como su esposa murieron en el acto. En el momento de su muerte se hallaban en partes opuestas del tren, por lo que difícilmente pudo tratarse de un accidente.
No está claro quién tiene ahora el mejor motivo para reclamar el derecho al trono vacante. Normalmente, las normas de sucesión están bien definidas, pero la actual situación obliga a saber si murió primero el príncipe o su mujer. Si el príncipe falleció antes que su esposa, el hermano de ella la sucedería; si su mujer murió primero, el propio hermano menor del príncipe ascendería al trono. Hasta que la duda no se disipe, es muy previsible que se produzcan considerables tensiones en la región.»
Le devolví el diario a Holmes.
—Puedo imaginarme perfectamente el gran revuelo que esto ha provocado en la Secretaría de Estado —dije—. Pero ¿qué tiene que ver con usted?
—La mejor manera de paliar la crisis será encontrar rápidamente y de modo certero al asesino o a los asesinos que mataron al príncipe y a su esposa —dijo Holmes—. Y, por supuesto, verificar si la muerte del rey fue, en efecto, un accidente. La policía crolgariana no tiene los medios suficientes para llevar a cabo una investigación de esta índole y podrían dirigirse a Scotland Yard para que les ayuden. Sin embargo, eso es algo que resultaría embarazoso desde un punto de vista diplomático. Es mucho mejor enviar a una persona no oficial, que pueda vivir en la embajada sin llamar la atención y que entre y salga inadvertidamente. Ni siquiera voy a esperar la llamada de Mycroft, Watson: debería ir inmediatamente a la Secretaría de Estado. Ordénele a la señora Hudson que detenga un carruaje y que le diga al cochero que nos espere. Ahora ambos debemos cambiarnos, ya que en la Secretaría de Estado es casi obligado ir vestido elegantemente. Desde luego, es difícil que mi bata esté a la altura y en cuanto a usted, a pesar de que ya está vestido, si se cambia el sombrero y el frac, no hay duda de que nuestra imagen mejorará ostensiblemente.
El carruaje traqueteó en dirección sur por la calle Baker, pasó el Marble Arch y entró en la grandiosidad de Park Lane, con su espléndida vista sobre el paisaje de Serpentine, recientemente remodelado. Mi compañero permaneció ajeno a esas panorámicas y no hacía más que mirar fijamente al infinito con el ceño fruncido. Mientras bajábamos Constitution Hill, después de cruzar el palacio de Buckingham, vi la bandera a media asta por deferencia al monarca europeo recientemente fallecido. Cuando entramos en los alrededores del menos impresionante Birdcage Walk, a la altura de Wellington Barracks, Sherlock Holmes se movió para decirle al cochero que parara.
—¿Ve a ese vendedor de diarios, Watson? Acaba de recibir la última edición. Y estamos muy cerca de la calle Fleet: la tinta del papel todavía está húmeda. Sin duda Mycroft ya tendrá las últimas noticias en sus manos: demostrémosle que no hemos estado ganduleando.
El Tren Real
Resultaba difícil leer el periódico con las sacudidas del carruaje, pero, impreso en la portada, pude ver un diagrama ilustrado del Tren Real.
—Efectivamente, aquí hay más detalles del suceso —dijo Holmes—. Se ha confirmado que el príncipe iba en el primero de los siete vagones que constituían el tren; la princesa estaba en el último. En el vagón central viajaba la servidumbre. Se ha hecho público que dos bombas habían sido conectadas de antemano a un cable que se utilizaba para poder enviar avisos y órdenes desde el vagón del servicio a los vagones delantero y trasero, haciendo sonar al mismo tiempo un timbre en cada uno de estos dos últimos. El asesino quitó las conexiones de los timbres y conectó los extremos de los cables a unos detonadores eléctricos, envueltos en fardos de algodón pólvora.
¡Watson, si realmente el plan del asesinato ha sido urdido de este modo, la cuestión de determinar el orden de las muertes podría resultar un problema prácticamente imposible de resolver! Después de que la señal eléctrica fuese enviada desde el vagón central, incluso el pequeño retraso debido al desplazamiento de la chispa a través de los cables debió resultar idéntico en ambos casos, ya que la pólvora algodón detonó inmediatamente. El príncipe y su esposa debieron morir exactamente en el mismo momento, en la misma milésima de segundo. Por decirlo de alguna manera, unidos en la muerte mientras que en vida apenas lo estuvieron.
—He estado dándole vueltas a este asunto, Holmes. Parece extraño que, en el tren, ocupasen dos vagones separados que únicamente estaban conectados a través del vagón del servicio. Realmente no es lo más adecuado para mantener discretos encuentros conyugales.
Holmes suspiró.
—Era un secreto a voces que el matrimonio se había convertido en una absoluta hipocresía, Watson. Yo conozco los antecedentes. Es una historia que ya ha sucedido muchas veces y que no dudo que ocurrirá de nuevo mientras las monarquías persistan.
El príncipe de la corona había llegado a una edad madura sin haberse casado. Como es lógico, había tenido una serie de amistades con mujeres, pero ninguna había sido aceptada por la Corte como adecuada consorte real. Algunas relaciones eran sin duda meras frivolidades, pero por una determinada mujer mostró sentimientos más profundos. El matrimonio con ella se consideró imposible y el príncipe se volvió un amargado.
Finalmente, los miembros más antiguos de la Corte decidieron que se debía encontrar una pareja adecuada para el futuro monarca. Su principal y más importante requisito era que no podía ser que en el pasado la mujer hubiese tenido con algún hombre una relación que hubiese ido más allá de un trato puro e inocente.
La forma más sencilla de asegurarse de esto era escoger a una mujer muy joven, que no hubiera cumplido los veinte años. Se preparó la presentación. La chica era atractiva y, a su debido tiempo, se efectuó la proposición de matrimonio.
Por supuesto, la unión matrimonial de esa pareja fue desafortunada desde el principio, pero la historia subsiguiente depende de si hace caso de los amigos del príncipe o de los de su mujer. Los allegados de él aseguran que la mujer estaba siempre algo desequilibrada y que era incapaz de mantener con su marido una relación completa. Se volvió muy celosa y al final llegó a menoscabar la autoestima de su marido a causa de su rencor vengativo. Los amigos de ella dicen que, desde el principio, el príncipe se mostraba más bien frío y poco amable con ella, que pronto se interesó por otra mujer y que no tenía ninguna intención de tratarla con el respeto que merece una esposa real.
—¿Y usted qué cree, Holmes?
—Yo creo que uno no debe sacar conclusiones sin tener evidencias muy claras. En cualquier caso es muy difícil culpar a alguien por un matrimonio fallido sin equivocarse, incluso si se conoce bien a ambas partes.
De todos modos, supongo que entenderá por qué la pareja viajaba de este modo tan curioso. Debían permanecer juntos de cara al público, pero, en realidad, se aborrecían mutuamente. De aquí que tuviesen casas separadas y que se mantuviesen separados incluso en un viaje nocturno en tren.
—Nunca había oído nada de las malas relaciones de ese matrimonio —dije algo sorprendido.
—Afortunadamente para la dignidad de todos los que tienen vida pública, nuestros periódicos —incluso los más sensacionalistas— respetan el pacto de no comentar directamente estos temas. Detestaría vivir en un mundo en el que esta clase de detalles se airearan con demasiada libertad. Al fin y al cabo, en un mundo así, el éxito y la fama no serían una recompensa sino un verdadero castigo.
Mientras él hablaba, el carruaje entró en el camino particular del edificio de la Secretaría de Estado. Nos hicieron pasar al interior de un enorme vestíbulo, luego a una estancia más discreta pero decorada con mucha elegancia y, finalmente, a un despacho absolutamente modesto cuyos únicos lujos eran unos cómodos sillones y un colosal escritorio inclinado por el peso de los papeles que tenía encima.
Mycroft nos indicó con un gesto algo brusco que nos sentáramos, sin ofrecernos ni bebidas ni cigarros.
—Siempre me alegro de verles, Sherlock. ¡Ay, ésta es una mañana de mucho trabajo! ¿A qué debo el placer de esta visita?
Sherlock Holmes levantó las cejas.
—Me he anticipado a tu llamada, Mycroft —dijo.
—Ah, te refieres a ese asunto de Crolgaria. Comprendo. Afortunadamente, no necesitamos tu ayuda. Fui capaz de resolver el problema en unos cuantos segundos.
Sherlock Holmes no pareció creérselo.
—De verdad. Mycroft, respeto enormemente tus capacidades, pero debido a la confusión política de los Balcanes, hay más de una docena de facciones que podrían haber deseado asesinar a cualquiera de los tres fallecidos. No es posible que conozcas a ciencia cierta todos los detalles desde aquí, desde tu despacho de Londres.
Por su parte, Mycroft parecía sorprendido.
—¿Quieres decir identificar a los asesinos? No tengo ni idea de quiénes fueron y, francamente, no me importa nada. Me refería al problema de la sucesión real: la cuestión de si fue el príncipe o la princesa quien murió primero.
—Debes tener mejor información que yo, Mycroft. El informe que yo tengo aquí, recién salido de la imprenta, viene a decir que las muertes se produjeron exactamente al mismo tiempo.
Mycroft sacó un papel idéntico de su escritorio.
—Estoy trabajando con la misma información que tú, y está muy claro quién murió primero.
Mi amigo fue incapaz de ocultar una fugaz expresión de desconcierto.
—De verdad, Sherlock, deberías hacer más ejercicio mental. La solución se deduce a partir de la misma materia de la física que te estuve comentando la última vez que nos vimos —dijo Mycroft orgulloso—. Obviamente, el principio de la relatividad —el que dice que todos los sistemas de referencia son equivalentes y que no existe la inmovilidad absoluta— implica que nunca tiene sentido hablar de dos objetos que se hallan en el mismo lugar a menos que estén en ese lugar al mismo tiempo.
Sentí que debía ponerme del lado de Sherlock en este fraternal debate.
—Qué sin sentido —dije con vehemencia—. Recientemente estuve frente a la piedra que conmemora el asesinato de Thomas Becket en la catedral de Canterbury. El crimen se produjo hace unos setecientos años y, sin embargo, yo estuve de pie en el mismo lugar en el que él murió. Juro que pude sentir el aire, que me producía un cierto hormigueo en el cuello, como si hubiera una presencia fantasmal.
Mycroft sonrió.
—Otros observadores no considerarían que usted ha estado en el mismo lugar —añadió—. Déjenme que les explique claramente lo que quiero decir.
Tomó un trozo de papel: parecía ser un telegrama que tenía impresa la corona real. Le dio la vuelta y trazó unas líneas en la parte de atrás (ver la página siguiente).
Imaginemos dos planetas que, moviéndose a través del espacio, pasan a una corta distancia el uno del otro. El lugar situado diez mil kilómetros por encima del Polo Norte de uno de ellos, al que llamaremos Tierra, coincide en que está diez mil kilómetros por debajo del Polo Sur del otro, al que llamaremos Marte. Por supuesto, los planetas reales nunca se aproximan tanto unos a otros; utilizo estas cifras sólo para facilitar la explicación.
Bien, un año más tarde le pedimos a un habitante de la Tierra que nos indique ese mismo lugar. El apunta a un lugar situado diez mil kilómetros sobre el Polo Norte; Marte está ahora a millones de kilómetros de distancia. Le pedimos a un habitante de Marte que nos indique también ese lugar. El apunta a un lugar que está diez mil kilómetros más allá de su Polo Sur, que se encuentra a millones de kilómetros de la Tierra. El “mismo lugar” es absolutamente distinto desde cada una de las dos perspectivas.
—En realidad es algo trivial —dije.
—¡Así es! Pero el principio de la relatividad implica que de la misma forma que no podemos hablar sin ambigüedades del “mismo lugar”, tampoco podemos utilizar universalmente la frase “al mismo tiempo”.
Sea cierto o no, consideremos que el sirviente que se halla en el punto central del tren es quien aprieta el botón que manda al olvido a su señor y a su señora.
Supongamos que iba a emitir un destello de luz desde una antorcha. La luz viaja a la misma velocidad hacia delante que hacia atrás y, desde el punto de vista del sirviente, llega hasta el príncipe, que está delante, al mismo tiempo que hasta la princesa, que está detrás.
Ahora consideremos que, junto a la vía, hay un hombre de pie que presencia el destello de luz emitido justo cuando el sirviente pasa junto a él. Desde su punto de vista, el destello se producirá cuando el vagón delantero esté alejándose de él, mientras que el vagón trasero se le estará acercando. Por tanto, para él, el destello llegará antes al vagón trasero que al vagón delantero.
Asentí con la cabeza: era un hecho que parecía obvio. Sherlock Holmes estaba en un estado evidente de profundas reflexiones.
Dos planetas en tránsito
Haciendo señales a ambos extremos del tren
—Por supuesto, la situación no cambiaría si el destello de luz lo hubiese emitido el observador que se halla junto a la vía en lugar del sirviente —continuó Mycroft—. Dos sucesos que son simultáneos para el sirviente resultan claramente separados para el observador situado en la vía. Así pues, si desde el punto de vista de un observador que se encuentra en el tren los dos vagones explotaron a la vez, desde la perspectiva de nuestro hombre situado junto a la vía, el vagón trasero explotó antes.
Por supuesto, esa diferencia de tiempo depende del sistema de referencia del observador. Por ejemplo, imaginemos a un hombre que está viajando en otro tren más rápido que adelanta al primero por una vía paralela. Desde su punto de vista, la explosión del primer vagón se produce justo antes que la del segundo.
Mycroft sonrió ferozmente.
—En cualquier caso, mi querido Sherlock, nosotros y cualquier palacio de justicia que juzgue el asunto, nos hallamos inmóviles con respecto a la superficie de la Tierra. Desde nuestro particular punto de vista, la princesa murió antes que el príncipe. No hay ninguna duda, aunque sólo hubiese una diferencia de una pequeña fracción de segundo.
Yo me sentía visiblemente confundido, pero Holmes asentía pensativo. Parecía estar calculando: sus labios se movían en silencio.
—¡Pero es una cantidad ínfima, para un tren moviéndose a velocidades terrestres! —dijo—. Déjame ver, la diferencia real sería de alrededor de diez millonésimas de millonésimas de segundo. Hablando en lenguaje científico, diez elevado a menos trece.
Mycroft se cruzó de brazos bondadosamente.
—¿He mencionado que el hermano de la princesa es realmente perverso? Incluso mató a un sirviente porque se enfadó cuando el hombre le falló en alguna tarea sin importancia, y salió impune gracias a su protección real. Algunos piensan que está loco. Es totalmente incapaz de gobernar un país. Por el contrario, el hermano del príncipe, aunque no es un genio, se toma sus obligaciones reales con seriedad, es consciente de ellas y es muy probable que no haga las cosas peor que cualquier otro mortal escogido al azar.
Me han pedido que resuelva el asunto. Lo importante no es la diferencia de tiempo, sino el hecho de que puedo decir con la mano en el corazón que, en función de la información que me han dado, fue la princesa la que murió primero.
Miró a su hermano con presunción. Holmes asintió con la cabeza, pero yo sentí que era hora de que interviniera a favor de Sherlock y, tal vez, menoscabar un poco la autosuficiencia de Mycroft.
—Bueno, tal vez, lo que se ha resuelto sólo es un lapso de tiempo trivial y una cuestión también bastante trivial —dije—. El problema de la sucesión me parece una tormenta en una taza de té. Aquí en Londres, la línea de sucesión real de un lejano país de los Balcanes no puede tener tanta importancia. ¡Después de todo, no es probable que el asesinato de un rey por aquí o el de un archiduque por allá haga que se hunda el mundo!
Para mi sorpresa, Mycroft se puso totalmente pálido. Murmuró algo entre los dientes sobre las ventajas de ser ciego. Luego pareció tranquilizarse.
—Vengan, hoy no estoy siendo muy buen anfitrión. He olvidado totalmente ofrecerles un refrigerio.
Extendió un dedo regordete hacia el botón de una campanilla que había sobre su mesa, después miró su reloj y se detuvo.
—Por cierto, Sherlock, tengo un almuerzo de compromiso en el que ambos se podrán divertir, piénsenlo. Parece que a los profesores Challenger y Summerlee les ha surgido una pequeña cuestión que se adecúa a mis capacidades y Summerlee ha pedido que nos reunamos. Seguramente, no es de un asunto científico de lo quieren discutir, sino de algún problema de uno de sus estudiantes que tiene complejas implicaciones legales. Puede que ese asunto sea más de su campo que del mío. ¿Estás libre? ¿Y usted, doctor? ¡Estupendo! Si vamos dando un agradable paseo, deberíamos ponernos en marcha ahora mismo.
De hecho, aunque anduvimos tranquilamente a través del parque de St. James —el ejercicio físico no era desde luego el punto fuerte de Mycroft— llegamos algo pronto al restaurante de Queen's Walk. Estábamos examinando las cartas cuando Summerlee llegó corriendo. Nos saludó y se sentó en una silla, haciendo caso omiso de un camarero que intentaba ayudarle a sacarse su abrigo.
—Buenos días, señor Holmes —dijo hablándole a Mycroft e ignorándonos a Sherlock y a mí—. Estoy contento de que hayan podido venir. Ya saben que, al igual que mis obligaciones como profesor, me tomo mis deberes pastorales hacia mis alumnos con la mayor seriedad; no como otros colegas, debo añadir.
Lo dijo con cierta virulencia y yo no pude evitar sospechar que era al profesor Challenger a quien aludía.
—El joven en cuestión es un tal Alfred Smith y estudia física conmigo. Tiene un hermano gemelo llamado Arthur que también está en la universidad. En cualquier caso, estudia música, y de hecho, hasta hace poco, yo desconocía su existencia.
A pesar de que los hermanos son gemelos idénticos, tienen caracteres totalmente diferentes. Alfred es el más aventurero y enérgico de los dos. De hecho, ha tenido algunos problemas para concentrarse en sus estudios, provocados por todas las distracciones propias de la juventud, y el año pasado, con mi aprobación, solicitó un año sabático. Entendí que iba a utilizar esos meses para viajar alrededor del mundo en un crucero. El viaje puede haber afectado a sus finanzas, ya que sus padres murieron hace unos años y la familia no era acaudalada, a pesar de que son parientes lejanos de Lord Uxbridge.
En cualquier caso, el descanso pareció sentarle bien, pues ha estado mucho más atento en algunas de sus últimas clases, aunque ha sufrido algunos despistes ocasionales.
Frunció el ceño durante un momento y luego prosiguió:
—Sin duda esos despistes se han producido porque está pensando en la difícil situación que se le ha presentado.
Hace unas pocas semanas, precisamente después de que Alfred volviese a Londres, Lord Uxbridge murió inesperadamente. Al parecer fue asesinado por unos ladrones durante un robo bastante torpe que perpetraron en su mansión.
—Una gran coincidencia de fechas —remarcó Sherlock.
Summerlee vaciló.
—Bien, de hecho yo sé que la policía tiene ciertas sospechas sobre Alfred, ya que, según parece, en el pasado fue condenado por agresión. Tiene un temperamento inestable, en marcado contraste con la amabilidad de su hermano. Pero, en realidad, él no tiene nada que ver con este crimen, pues yo mismo fui el que le proporcionó una coartada. En efecto, le estaba dando clase en el momento en que, a muchos kilómetros de allí, ocurrió el suceso. Me temo que su profesión le ha vuelto extremadamente receloso, caballero.
Llegué a saber que Lord Uxbridge había hecho un testamento de lo más peculiar. Al no tener descendientes directos, le preocupaba que uno de sus parientes más lejanos heredase sus bienes.
Digo uno porque le horrorizaba que los bienes se dividieran. Creía que para tener alguna oportunidad de preservar la tradición familiar, debía heredar una sola persona. Parece que entre sus sobrinos y sobrinas todavía no tenía ningún favorito, ya que no conocía bien a ninguno de ellos. De acuerdo con lo que especifica el testamento, debería heredar el mayor de sus parientes, pero los más mayores de la familia son los gemelos y el testamento especificaba explícitamente que los bienes no se pueden dividir en ningún caso. Por tanto, se debe determinar qué gemelo es el mayor, aunque sea por muy poca diferencia, ya que ese gemelo recibirá toda la herencia.
—Así se podrá resolver la cuestión —dije lleno de confianza—. He asistido a los partos de varios gemelos y siempre llegan uno detrás de otro. Incluso a veces los nacimientos se producen con una separación de horas, por lo que parece que no habrá problema en tomar la decisión correcta.
—Desgraciadamente, por una razón extraordinaria, lo que usted dice no se puede aplicar al caso de Alfred y Arthur… —Summerlee dejó de hablar y se puso a mirar por la ventana más cercana—. Bien, ahí vienen. Por lo menos caminan uno junto al otro y da la impresión de que hablan bastante amigablemente.
En ese momento empezó a hablar más deprisa:
—Ellos deben explicarles el resto de la historia. Como pueden imaginar, el legado ha causado una profunda desavenencia entre ellos. Cada uno tiene un argumento bastante curioso sobre por qué debería heredar él solo.
Mi miedo es que acaben llevando el asunto hasta los tribunales. Para vergüenza de una noble familia, este tema se convertirá en pasto para los diarios sensacionalistas y, además, sea quien sea el que gane, la mayor parte de la herencia terminará sirviendo para pagar los honorarios de los abogados.
Por eso, caballeros, espero que ustedes puedan decidir cuál de sus distintas alegaciones es la más aceptable y, así, evitar unas consecuencias tan desastrosas. Ahora debo dejarles, ya que se me ha presentado otro asunto urgente que debo resolver.
Se puso en pie rechazando con un gesto de la mano el intento que hizo un camarero por ofrecerle la carta.
—Alfred, Arthur, debo presentaros al señor Mycroft Holmes, al señor Sherlock Holmes y al doctor Watson. Tengo muchas esperanzas de que estos sabios hombres os ayudaran a resolver vuestra disputa amigablemente.
Los jóvenes se sentaron y charlamos un poco mientras nos servían los entrantes.
—Es curioso que no se pueda distinguir a Alfred, ya que debería estar más moreno al haber navegado alrededor del mundo mientras su hermano permanecía aquí en el nublado Blighty —le apunté a Sherlock en voz baja.
Aunque ningunos gemelos adultos son absolutamente idénticos, ciertamente estos hermanos eran unos de los más parecidos que yo había visto nunca; ambos delgados y de rasgos estrechos y con el pelo oscuro, liso y corto.
—¿No ha oído el término coloquial posh, Watson? Significa “A babor la ida, a estribor la vuelta” y aparece estampado en los billetes de viaje de los pasajeros adinerados que se dirigen a la India. En el viaje de ida, el lado de babor está a la sombra; en cambio, en el de vuelta, es el de estribor. Por eso, los camarotes de esos lados del barco son los más populares en los viajes por zonas de clima tropical, y los que tienen la suerte de ocuparlos, si lo desean, pueden evitar completamente los rayos del sol.
Después de decir esto, se inclinó hacia delante y habló en voz más alta.
—Tengo entendido que, en su caso, la disposición de su tío abuelo de que el mayor de los gemelos debería ser el heredero no resuelve el conflicto. ¿Cómo puede ser?
Los dos comenzaron a hablar a la vez, pero Alfred se impuso a su hermano.
—Técnicamente lo que se denomina hermanos siameses, una auténtica rareza. En nuestro caso, afortunadamente para nosotros, estábamos unidos por un colgajo de piel, que pudo ser cortado fácilmente poco después del nacimiento.
Pero puesto que se esperaba un parto difícil, el hospital realizó una cesárea. Debido a que estábamos unidos en la matriz, se puede decir sin incurrir en ningún error que nacimos exactamente a la vez: de hecho nacimos como un ser único.
—Entonces no hay manera de decidir cuál es el mayor —dije con mi tono más paternal—. Está claro que debéis llegar a algún acuerdo amigable o intentar que las condiciones de este curioso testamento se puedan rectificar a través de una apelación.
—¡No es lógico, doctor! —gritó Alfred con vehemencia—. Nacimos juntos, es verdad. Pero no necesariamente se tiene que dar el caso de que hayamos envejecido al mismo ritmo desde entonces.
Me pareció que estaba loco, pero Mycroft le animó a continuar con un gesto de la cabeza.
—Verá, recientemente hice un viaje alrededor del mundo. Seis meses a bordo de un crucero, sin contar las varias escalas. Viajé en dirección este, a Cape Town, y desde allí a la India, pasando por Madagascar, y luego a Australia y a Panamá.
Resultó bastante difícil atravesar el istmo —¡un canal allí sería un enorme beneficio para el mundo!—, pero una vez en el Atlántico embarqué en un navío con destino a Londres.
—¡Ah, ya veo! —exclamé de repente.
Sherlock Holmes sonrió.
—El doctor Watson es un gran aficionado a la nueva novela científica —dijo—. Recientemente se ha graduado en Verne y en Wells, pero, sin duda, también ha leído La vuelta al mundo en ochenta días, el best-seller más famoso.
—Ciertamente, tu argumento es que a pesar de que tardaste unos doscientos días en rodear la Tierra, al final acabaste haciendo un giro más que nosotros que nos quedamos en casa.
Durante tus viajes, el mundo giró doscientas veces sobre su eje y la mayoría de personas que hay en su superficie experimentaron doscientos amaneceres y doscientas puestas de sol.
Pero mientras ibas desde el oeste hacia el este, hacia diferentes zonas horarias, tus días eran cada vez más cortos de lo normal. Por tanto, acabaste habiendo rodeado el centro de la Tierra doscientas una veces —el giro adicional se debe a tu propio movimiento— y experimentaste un amanecer y un ocaso más que tu hermano.
—Exactamente —gritó Alfred—. Y, por lo tanto, está claro que soy el mayor y que tengo derecho a exigir los bienes de mi tío abuelo fallecido.
Sherlock Holmes dijo que no moviendo firmemente la cabeza.
—No me convence este razonamiento. El número de segundos que han pasado desde vuestro nacimiento sigue siendo idéntico. También podrías evitar amaneceres y ocasos viviendo en una mina de carbón o yendo al Ártico, donde los días y las noches duran seis meses. Sin embargo, tu verdadera edad, es decir, la exacta duración del tiempo que has vivido, midiéndola en función de los latidos de tu corazón desde que naciste, no cambia de ninguna manera.
Alfred estaba a punto de replicar, pero Sherlock Holmes levantó su mano.
—Creo que también deberíamos escuchar el punto de vista de tu hermano —dijo.
Arthur habló con más suavidad, aunque con determinación.
—Yo sólo soy un estudiante de música —afirmó—, pero he estado siguiendo con interés los últimos descubrimientos sobre la naturaleza del espacio y del tiempo. El profesor Summerlee estaba tan impresionado por su reciente deducción —dijo señalando con la cabeza a Mycroft—, que recientemente se apartó de la materia de clase que había preparado para explicarnos ese asunto. Esa decisión provocó muchas discusiones entre los estudiantes de ciencias, incluyendo por supuesto a mi hermano, pero yo acudí a escuchar la explicación bastante detalladamente.
Aunque las matemáticas están lejos de mi comprensión, cualitativamente está totalmente claro que el tiempo transcurre más despacio para un objeto que se mueve que para otro que está inmóvil.
Durante los últimos meses, yo he permanecido inmóvil, por lo menos con respecto a la superficie de la Tierra, mientras que mi hermano ha estado en movimiento la mayoría del tiempo, aproximadamente a una velocidad de diez nudos, es decir, de unos cinco metros por segundo.
Tal vez sea muy poca velocidad comparada con la de la luz, pero aun así, él ha estado en movimiento y yo he permanecido inmóvil y, por tanto, podemos deducir que él debe haber envejecido un poco menos. Por consiguiente, ahora soy el mayor y la herencia es legítimamente mía.
Alfred agitó la cabeza con desdén.
—Cómo pueden ver, en el fondo mi hermano es músico y no físico —dijo con un tono compasivo—. Por supuesto, todo movimiento es relativo. Desde su punto de vista, yo he estado en movimiento, pero desde el mío, que es igual de válido, es él, y, de hecho, todas las Islas Británicas, quien ha estado en movimiento, mientras que yo he permanecido inmóvil. Yo puedo haber envejecido más lentamente con respecto a él, pero él ha crecido más despacio en relación a mí. La situación sigue siendo absolutamente simétrica.
Mycroft frunció el ceño pensativo.
—Eso tiene que ser un disparate —señaló—. Supongamos que tu viaje hubiese sido a alguna estrella lejana, a una considerable proporción de la velocidad de la luz y en algún fantástico artilugio de la imaginación del señor Verne. Al volver no serías una fracción de segundo más joven que tu hermano, sino algunos años. Él estaría encorvado y viejo y tú aún joven y sano. Lo contrario no se ajustaría a la realidad. ¡Después de todo, uno no puede tener barba de familia! Tiene que haber alguna asimetría escondida en toda esta situación.
Permaneció sentado, misteriosamente ensimismado, hasta que los camareros retiraron el segundo plato y trajeron los postres y el café. Se bebió todo el café —no cabe duda de que la cafeína, aunque es un veneno, a veces resulta un útil estimulante para el cerebro— y al fin su cara se iluminó.
—¡Claro! ¡Qué tonto soy! —dijo—. Vuestros relojes sólo serán igualmente válidos si ambos seguís ocupando un único marco inercial de referencia. Mientras una nave espacial lleva a cabo su viaje hacia las estrellas a una velocidad determinada, esa premisa es cierta para ambos, tanto para el viajero, como para sus amigos que se han quedado atrás.
Sin embargo, mientras la nave se desplaza, no se pueden hacer comparaciones válidas entre vuestros relojes, ya que están separados. No tiene sentido referirse a un momento concreto —por ejemplo, el momento en que la nave espacial llega a alguna estrella— como “simultáneo” para ambos observadores.
En ese caso concreto, el viajero percibe que el tiempo ha transcurrido más lentamente en la Tierra, mientras que los observadores terrestres perciben que el tiempo ha pasado más despacio para el viajero.
Pero para poder hacer una comparación directa de los relojes, el viajero debe regresar, y no podrá hacerlo permaneciendo en el mismo marco inercial. Debe cambiar la dirección y la velocidad, ya que, de lo contrario, sencillamente continuaría en línea recta hasta el final del Universo, hablando en sentido figurado, por supuesto, ya que dudo de que semejante lugar exista.
Si el viajero espacial vuelve a la Tierra, tiene que haber cambiado su dirección y, así, habrá ocupado dos marcos de referencia totalmente distintos. Por consiguiente, es él el que realmente se ha desplazado, por lo que ha envejecido más despacio que su gemelo, o sea, del que se ha quedado en casa.
Sherlock asintió con la cabeza y los gemelos también parecían impresionados. Yo aún no estaba convencido.
—Si desea considerarlo con más detalle, doctor —dijo Mycroft con impaciencia—, imagine que el gemelo que se ha quedado en la Tierra emite destellos de luz a intervalos regulares —digamos, uno por segundo— durante todo el tiempo que su gemelo está fuera. Piense en la proporción de tiempo que el destello tarda en ser visto por su hermano durante sus viajes de ida y de vuelta.
Al final, cuando los hermanos se reúnan, estarán de acuerdo en lo que se refiere al número exacto de destellos que se han emitido, pero para el que ha viajado, cada uno de ellos habrá tenido una duración total menor.
Miró a los gemelos pensativo.
—En cualquier caso, lo realmente importante no es el movimiento de Alfred, sino su posición. Por sencillez, simulemos por un momento que el centro de la Tierra está inmóvil en el espacio; es decir, que ocupa un único marco inercial.
Siendo así, los polos son los únicos puntos de la superficie del planeta que están realmente inmóviles, ya que la Tierra gira sobre su propio eje. Un punto situado en el ecuador se mueve a una velocidad de unos cuatrocientos ochenta metros por segundo, es decir, unos mil nudos. En comparación, la velocidad de diez nudos de un crucero resulta absolutamente insignificante. El movimiento giratorio está cambiando continuamente de dirección: no es inercial y, por lo tanto, no puede ser ignorado.
—La rotación es absoluta, en cambio el movimiento lineal es relativo —dije recordando nuestra aventura en el Planetarium y el péndulo de Foucault.
—Así es. Bien, Arthur ha estado viviendo aquí en Londres, es decir, en una latitud de unos cincuenta grados, y por lo tanto ha estado moviéndose a trescientos veinte metros por segundo durante seis meses, o sea, durante quince millones de segundos. Durante todo ese tiempo, su hermano ha estado cerca de la línea del ecuador, moviéndose a una velocidad 1,5 veces mayor.
A velocidades lentas, comparada con la de la luz, el retraso temporal es proporcional al cuadrado de su velocidad. Déjenme ver…
Sacó un lápiz y garabateó unas cifras sobre su servilleta de tela, algo que provocó la indignación de nuestro camarero.
—Sí, Arthur, según mis cálculos tú eres unas diez millonésimas de segundo mayor que tu hermano.
Por cierto, si tomásemos en consideración el movimiento de la Tierra alrededor del Sol, que es de treinta kilómetros por segundo, los cálculos serían más complicados, pero la idea cualitativa no cambiaría: Alfred ha viajado más lejos y por tanto ha gastado más tiempo, por decirlo de alguna manera.
Alfred, furioso, se puso en pie de un salto.
—¡Qué disparate! Ningún juez en la Tierra escuchará semejante tontería —gritó, y se fue de la sala a grandes zancadas.
Arthur también se levantó.
—Debo ir con él y ver si puedo calmarle. Siempre ha sido impulsivo. Bien, caballeros, parece que después de todo puedo heredar y, si es así, aseguraré el porvenir de mi hermano, por supuesto. Pero me temo que no será sin una considerable batalla legal y que habrá mucha mala voluntad.
La mirada de Sherlock Holmes parecía haberse iluminado.
—Espere un momento antes de irse —dijo—. Me temo que mi hermano ha olvidado un tema bastante importante.
Mycroft lo meditó.
—Creo que no —señaló con firmeza—. Estoy totalmente seguro de mi razonamiento.
—Es muy posible, pero aun así creo que se te ha pasado por alto un detalle —dijo Sherlock Holmes volviéndose hacia Arthur—. Para ser un estudiante de música, pareces muy bien informado en cuanto a las cuestiones físicas. He conocido a otros gemelos con anterioridad, ¿sería correcto suponer que Alfred te ha pedido alguna vez que asistas a conferencias en su lugar, que firmes en el registro y que, de hecho, te hagas pasar por él?
El joven se sonrojó.
—A Alfred le atraen mucho las numerosas posibilidades de diversión que hay en Londres —dijo—. Sí, lo he hecho, pero en pocas ocasiones. No ha habido ningún perjuicio en ello, ya que siempre he tomado apuntes para él de manera concienzuda.
—Incluso creo que podrías asistir en su lugar a su curso tutorial sin que nadie se diese cuenta —prosiguió Sherlock implacable—. No puedo imaginar que el profesor Summerlee sea un hombre muy observador en lo que se refiere a las facciones y gestos de sus estudiantes.
—Le prometo que sólo lo he hecho una vez. Alfred sufría una terrible resaca y…
—¿Por casualidad fue el día en que murió Lord Uxbridge? —preguntó Sherlock de pronto.
—Efectivamente, así es. ¿Cómo lo ha imaginado?
—Lo descubrirás muy pronto. Quizás sea mejor que ahora vayas con tu hermano.
El joven nos dejó. Mycroft se estaba sonrojando cada vez más intensamente; Sherlock nos sonrió a ambos mientras el camarero recogía la mesa.
—¿No se da cuenta, Watson? Alfred era sospechoso de la muerte de su tío abuelo. Resulta que, de manera absolutamente inocente, su coartada se la ha proporcionado ¡su gemelo! Desde luego es una coartada excelente: nadie pondría en duda la palabra del apreciado profesor Summerlee. Debemos llevar a cabo una pequeña investigación convencional para resolver el asunto, pero tengo alguna ligera sospecha sobre lo que descubriremos.
Se levantó y yo hice ademán de seguirle. Mycroft aún permanecía rígidamente sentado.
—Mi querido Sherlock —dijo fríamente—, por supuesto que me había dado cuenta del asunto de la coartada desde el principio, pero estaba tan preocupado con la paradoja que…
Sherlock Holmes sonrió con malicia.
—No hay necesidad de justificarse —añadió—. La ciencia es una disciplina fascinante, pero sí de todo este asunto podemos sacar una enseñanza, es que uno no debe dejarse cegar por cuestiones de simple interés humano, como los móviles y la ética.
Seguí a Sherlock afuera, hacia la luz del sol.
—A ninguno de nosotros nunca nos resulta perjudicial que nos recuerden que no somos más que seres humanos que pueden cometer errores, Watson —dijo con buen humor—. En este caso concreto, uno no va a poder aprovecharse de los beneficios de un crimen, ya que el infeliz Alfred se ha excluido él mismo de la herencia, incluso si se libra de la horca.
De hecho, su astuta observación sobre su carencia de bronceado debería haberle dado una pista a Mycroft, si es que se necesitaba alguna. A pesar de mis comentarios sobre babor y estribor, y aunque es posible atravesar los trópicos sin llegar a broncearse, es muy raro que eso le suceda a un hombre joven y activo. Tendría que haberse quedado a la sombra como un enfermo. La idea de la coartada debió de ocurrírsele por lo menos algunas semanas antes de que terminase su viaje. ¡Un crimen muy premeditado, Watson! Ahora procedamos a seguir la pista. Sea tan amable de ayudarme a llamar la atención de ese cochero.