8

—¡Aparta en nombre de la Roma Imperial!

Ulrika no reconocía al extraño que estaba exigiendo pasar.

—¿Quiénes sois?

—Agentes de Claudio César. Estás escondiendo a alguien.

—No escondo a nadie. Somos una caravana comercial que se dirige a los puestos de avanzada del norte. Habla con Sebastiano Gallo, el jefe de la caravana. Es inconfundible. Alto, de pelo broncíneo, voz profunda y autoritaria y un porte que no pasa desapercibido. Está soltero, aunque no entiendo por qué, pues es sumamente atractivo, muy guapo, de hecho…

Ulrika abrió los ojos en medio de la oscuridad y se descubrió tendida en la cama. ¿Dónde se hallaba? ¿Con quién había estado hablando?

«Otro de mis sueños…».

Conteniendo la respiración, aguzó el oído y oyó tras las paredes de lona de su pequeña tienda caballos galopando por el campamento. Hombres vociferando. Mujeres gritando.

Frunció el entrecejo. Apenas había amanecido. Todavía faltaban dos horas para levantar el campamento.

Ciñéndose el chal al cuello, con la melena caída sobre los hombros, salió y escudriñó el exterior: había una niebla densa y humo. Figuras de aspecto inquietante recorrían el campamento blandiendo espadas y aullando órdenes. Legionarios romanos despertaban a la gente, perturbaban desayunos e interrumpían rezos.

Mientras observaba la conmoción bajo la débil luz del alba, Timónides se acercó.

—¿Qué ocurre? —preguntó con la boca llena. En la mano sostenía una grasienta chuleta de cordero a la que le faltaba un bocado; la miel de las tortas de trigo caía por su túnica en forma de churretones. Para el corpulento griego, que había descubierto la alegría de volver a comer, esa era la primera de sus muchas comidas del día.

—No lo sé —murmuró Ulrika.

El astrólogo arrugó la nariz cuando vio a los legionarios con sus capas coloradas recorrer el concurrido campamento irrumpiendo en tiendas y carromatos, derribando balas de heno a patadas y atravesando toneles y fardos de mercancías con la espada.

—Parece que están buscando algo —dijo antes de hincar los dientes en la chuleta.

«O a alguien», pensó Ulrika.

—¿Dónde está tu señor? —preguntó a Timónides mientras veía a los legionarios sacar bruscamente a la gente de las tiendas, acercar una antorcha a sus caras para examinarlas y, a renglón seguido, apartarlas de un empujón.

—Sebastiano no tardará en venir. Vuelve a tu tienda, señora. Con esos cabellos claros y ese símbolo que pende de tu cuello…

Ulrika se llevó la mano al pecho, donde descansaba la cruz germana de Odín, y dirigió la vista al Rin, un río ancho, liso y plateado que adquiría un aire irreal con la bruma de la mañana. Naves romanas patrullaban las aguas, grandes embarcaciones avanzando por el impulso del velamen o de rítmicos remos, un recordatorio constante de la presencia imperial y poderosa de Roma en aquellas tierras del norte. Al otro lado del río, bosques de color verde oscuro repletos de secretos ancestrales se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

Ulrika devolvió su atención al campamento y los intrusos. La caravana de Sebastiano Gallo se había detenido, junto con caravanas de menor tamaño y grupos de comerciantes y viajeros, en una plaza llamada Fuerte Bonna, a un día de viaje de Colonia, el lugar de nacimiento de la emperatriz Agripina y la causa del nuevo estallido bélico en la región. Desde que la caravana abandonara Lugdunum, en la Galia, para seguir el camino del este que circundaba las estribaciones alpinas, se respiraba cierto nerviosismo e inquietud en el ambiente. Lugdunum era un importante centro comercial, una ciudad cosmopolita de torres de mármol, fortalezas y calzadas que se extendían como los radios de una rueda de carro. Y por dichas calzadas viajaban hombres que traían rumores no confirmados sobre combates en el este, aunque ninguno de ellos podía decir con certeza qué estaba ocurriendo —o iba a ocurrir, o ya había ocurrido— en la Baja Germania.

En ese momento, tras varios días de creciente aprensión, la caravana se hallaba a quince millas del destino de Ulrika. El corazón le latía deprisa. ¿Dónde estaban Gaio Vatinio y sus legiones? Todo el mundo contaba que estaba dirigiendo sus tropas a través de los Alpes, una ruta más peligrosa que la elegida por las caravanas pero también más directa: miles de hombres avanzando hacia el norte como una marea mortal, introduciendo caballos, armas y máquinas de guerra en los bosques prístinos del pueblo del padre de Ulrika. ¿A cuántas millas se hallaban las legiones? ¿Cuánto tiempo le quedaba para encontrar a su padre y ponerle sobre aviso?

Sin perder de vista a los soldados que irrumpían en la intimidad de la gente con estruendo de corazas y aporreando el suelo con sus sandalias de tachuelas, Ulrika se preguntó dónde estaba Sebastiano. Dirigió una mirada fugaz a su tienda. Se hallaba a oscuras y vacía, como de costumbre. Tampoco esa noche había dormido en su lecho.

«¿Adónde va cada noche?».

A lo largo de la concurrida ruta entre Roma y Massilia, entre Lugdunum y el Rin, Ulrika había visto a Sebastiano interactuar con mercaderes, comerciantes y viajeros, a quienes invitaba a compartir fogata y comida. En cada lugar de acampada se realizaban operaciones comerciales, se extraían ábacos, se contaban monedas, cestas y fardos de mercancía cambiaban de manos, y Gallo supervisaba cada acuerdo. Finalizada la actividad comercial, se bañaba en su tienda, se ponía una túnica y una capa limpias, salía del campamento, generalmente con presentes, en dirección al pueblo o la ciudad, y regresaba a la mañana siguiente.

Aunque se preguntaba qué hacía cuando se ausentaba del campamento —se preguntaba muchas cosas sobre el jefe de su caravana—, una cosa sí conocía de él: su pasión por las estrellas.

Ulrika había averiguado que Sebastiano Gallo no era un hombre religioso en el sentido tradicional de la palabra. No erigía un pequeño altar cada vez que acampaban ni ofrecía comida o vino a los dioses. En lugar de eso, consultaba las estrellas a través de Timónides y sus cartas astrales.

Pensó en el brazalete de oro que lucía en la muñeca. Era una joya hermosa, delicadamente grabada con motivos intrincados. Destacaba un fragmento de piedra más bien feo incrustado en el centro, ni agradable a la vista ni valioso en apariencia, una piedra prosaica encontrada en cualquier calle. Se preguntó cuál era su significado.

Mientras observaba a los legionarios avanzar hacia su tienda al tiempo que Timónides permanecía nervioso a su lado, Ulrika pensó en los lugareños que la caravana había encontrado a lo largo del camino: germanos que no eran esclavos —como estaba acostumbrada a ver— sino hombres y mujeres libres que trabajaban su propia tierra, participaban en artes y oficios y se acercaban a la caravana para comerciar. A Ulrika le fascinaba observar a aquella raza en su propio entorno de bosques, suaves colinas y valles brumosos. Las mujeres con blusas y faldas largas, y el cabello recogido en trenzas. Los hombres con túnicas y mallas, el pelo largo y casi todos barbudos, lo que recordaba a Ulrika que el término «bárbaro» significaba literalmente «barbudo», aun cuando en los últimos tiempos hubiera terminado por aplicarse a cualquier persona incivilizada.

Se estremeció al pensar en lo cerca que se hallaba de la tierra de su padre. Le llenaba de orgullo saber que no lejos de allí, cuarenta y cinco años atrás, tres legiones comandadas por Quintilio Varo fueron derrotadas por el héroe germánico Arminio. ¡El abuelo de Ulrika! Pero también le apenaba no haberse despedido de su madre. Además, en su corazón albergaba el temor a que la enfermedad de su infancia no tuviera cura, a que fuera a pasarse el resto de su vida acosada por sueños demasiado reales y vívidos para ser meros sueños.

Cuando dos legionarios echaron a andar hacia su tienda se puso en guardia.

Ulrika estaba al corriente del clima político de la región. Bajo la pax romana del imperio, varias tribus germánicas importantes trabajaban pacíficamente con Roma y no parecían molestas por la presencia de fuertes y guarniciones imperiales en su territorio. De hecho, tan pacífica era la región que Claudio se había visto obligado a retirar las ociosas tropas del Rin y darles algo que hacer: invadir Britania. Pero había surgido un nuevo problema: un guerrero germano de nombre desconocido estaba enardeciendo a las tribus y uniéndolas contra Roma por primera vez en cuarenta años.

Y Ulrika tenía la certeza de que ese guerrero era su padre.

Cuando los dos legionarios estuvieron cerca, se ciñó el chal a los hombros y enderezó la espalda, decidida a hacerles frente. No iba a permitir que registraran su tienda. No tenía nada que ocultar, pero era una cuestión de principios.

En la zona más alejada del campamento, donde comenzaba el bosque del oeste, un centurión de rostro curtido se rascaba los testículos y observaba el ajetreo con cara de hastío. Veterano de campañas en el extranjero, el maduro soldado estaba deseando retirarse con su oronda esposa a un viñedo del sur de la península itálica, donde esperaba vivir el resto de sus días haraganeando al sol y contando batallitas a sus nietos. Esa búsqueda de bárbaros insurgentes —¡en una caravana comercial!— era una pérdida de tiempo. De hecho, según su avezado parecer, toda la ofensiva militar contra el norte de los Alpes lo era. Germania era demasiado grande y sus gentes eran demasiado orgullosas para dejarse conquistar. Pero el centurión jamás ponía en duda una orden. Hacía lo que le mandaban y cada mes recibía su paga.

Se puso tenso. Su experimentado ojo le dijo que se avecinaban problemas.

—¿Qué ocurre aquí? —bramó Sebastiano Gallo apareciendo entre los árboles al galope. Saltó de la yegua y se acercó al centurión—. ¿Qué hacen aquí esos soldados?

—Estamos buscando rebeldes, señor —respondió el centurión al reconocer en el joven de cabello broncíneo, túnica blanca y magnífica capa azul a un hombre de elevada posición.

Sebastiano contempló la caótica escena con expresión ceñuda. Necesitaría una hora para restaurar el orden y otra para levantar el campamento y poner en marcha la caravana. Tenía que llegar a Colonia antes del anochecer.

—¿Quién lo ordena? —espetó—. ¿Y por qué no he sido informado?

—El comandante Vatinio, señor —respondió cansinamente el centurión recordando el viñedo y los cálidos días italianos—. Ordenó un registro sorpresa, lo mejor para encontrar fugitivos. Al no estar prevenidos, no tienen oportunidad de huir.

—Aquí no escondemos a nadie —gruñó Sebastiano antes de alejarse a grandes zancadas.

El inesperado alboroto en el campamento era la única causa de su mal humor. Había pasado la noche en una granja cercana invitado por un granjero romano al que conocía desde hacía años, pero no había dormido bien. Por culpa de la muchacha, de Ulrika. El día previo había anunciado su intención de abandonar la caravana en cuanto llegara a Colonia para emprender la búsqueda del pueblo de su padre. La noticia le había cogido por sorpresa. Sebastiano había imaginado que la ayudaría a reunir un grupo de guías, escoltas y esclavos germanos. El séquito más seguro posible.

Pero ¿partir sola? ¿Se había vuelto loca? ¿Hasta ese punto ignoraba el peligro que corría?

Lamentaba haberla aceptado como pasajera, pero Timónides había insistido en que las estrellas mostraban el camino de Ulrika alineado con el suyo. Y en cada horóscopo diario ahí estaba ella, ligada al destino de Sebastiano. «¿Cuándo se separarán nuestros caminos?», preguntó a Timónides en el campamento de Lugdunum. El astrólogo simplemente se encogió de hombros y respondió: «Los dioses nos lo harán saber».

Aunque le había preocupado que una muchacha sola en la caravana pudiera acarrear problemas, Ulrika no había causado el más mínimo conflicto. Se había mantenido discreta y callada, leyendo, dando paseos, siempre con la palla echada modestamente sobre el cabello y los brazos. Había viajado sin queja en un carromato tirado por dos caballos por senderos pedregosos que siempre provocaban las protestas de los pasajeros al final de la jornada. Pero Ulrika nunca decía nada cuando buscaba un lugar frente a la fogata mientras los esclavos de Sebastiano le montaban la tienda.

En cierto modo había sido una ayuda valiosa. Sebastiano la había visto curar a gente. Una simple muchacha de presencia serena y discreta que poseía una curiosa caja repleta de remedios mágicos. Escuchaba el problema de la persona y luego decía: «Esto va más allá de mi competencia» o «Puedo ayudar».

Había contado que había aprendido de su madre algunas artes curativas. Sebastiano, no obstante, sospechaba que su talento no era el resultado del mero aprendizaje, pues las personas a las que había ayudado aseguraban que la muchacha había sabido qué tenían incluso cuando eran incapaces de describirle debidamente sus males.

Mientras atravesaba el trastornado campamento calmando a la gente y afirmando que los soldados no tardarían en marcharse, Sebastiano miró entre el humo y la bruma y la vislumbró frente a su pequeña tienda hablando con Timónides. Le sorprendió verla con la larga melena caída sobre la espalda. Normalmente la llevaba recogida en un moño griego y oculta bajo el velo.

Pero más le sorprendió sentir una punzada de deseo sexual.

Apartándola de sus pensamientos —después de todo, al día siguiente tomarían caminos diferentes—, recorrió el campamento tranquilizando a sus esclavos y trabajadores y a quienes viajaban bajo su protección, deteniéndose por el camino a enderezar balas de heno, aplacar nervios y restablecer el orden. Pero no podía dejar de pensar. Normalmente tardaba sesenta días en llegar a Fuerte Bonna y esta vez lo había hecho en solo cuarenta y cinco. Había apretado el ritmo y no se había entretenido en sus habituales tratos comerciales en los pueblos y ciudades que visitaba. Según sus cálculos, si conseguía hacer un raudo giro en Colonia, podría tener la caravana de vuelta en Roma en otros cuarenta y cinco días, con una excelente probabilidad de llegar antes que los otros cuatro mercaderes a la meta, que era el palacio imperial y una audiencia con el emperador Claudio.

Por desgracia, llegar el primero no bastaba. Sebastiano todavía tenía que encontrar la manera de distinguirse ante el emperador. ¿Qué obsequio podía llevar a Roma que lo hiciera destacar por encima de Badru, Sahir, Adon y Gaspar, quienes seguro que se presentarían ante Claudio con espléndidos trofeos?

Mientras supervisaba el campamento evaluando daños y estados de ánimo vio que dos legionarios se dirigían a la tienda de Ulrika, donde aguardaba firme y erguida. Rápidamente, se abrió paso hacia ella y le oyó decir:

—En esta tienda no hay nadie.

—Lo siento, señorita, pero debemos comprobarlo personalmente.

Ulrika no se movió.

—Yo no doy refugio a criminales.

—Apártate.

Alzó el mentón.

—¿De quién obedecéis órdenes?

—¿Es el comandante Vatinio lo bastante bueno para ti? Ahora…

Ulrika dejó caer las manos.

—¿Quién has dicho? ¿El comandante Vatinio? Si todavía se encuentra a muchas millas de aquí…

—El comandante está en Colonia con sus legiones.

Ulrika ahogó un grito.

—¿Vatinio está aquí? ¿Ya?

Sebastiano vio que su cara perdía el color. Antes de que pudiera intervenir, ella le sorprendió haciéndose a un lado y diciendo a los soldados:

—Buscad. No encontraréis nada.

Ulrika aguardó a que los legionarios efectuaran el registro retorciéndose las manos. Sebastiano nunca la había visto tan nerviosa.

—Estás preocupada por la familia de tu padre —le dijo, lamentando no poder hacer más por ella. Sabía poco de la legión recién guarnecida en Colonia. Había escuchado testimonios contradictorios, información basada más en rumores que en hechos reales.

Ulrika le miró y Sebastiano vio miedo en sus ojos.

—Tengo que avisarles —susurró.

—¿Avisarles?

Los legionarios salieron de la tienda y Ulrika entró sin decir otra palabra. Sebastiano se quedó clavado unos instantes, presa del desconcierto. Luego giró sobre sus talones y fue en busca de Timónides.

Al ver a su señor entrar en el campamento y detenerse a hablar con el centurión, Timónides había soltado la chuleta de cordero y corrido hasta la tienda que compartía con su hijo Néstor con el fin de prepararse para la lectura astral de la mañana. Era el primer asunto que su señor atendía cuando regresaba, antes incluso que el desayuno. Cuando Sebastiano le llamara, él tendría el horóscopo listo.

Estaba inclinado sobre sus cartas astrales a la luz de una lámpara de aceite, manejando sus instrumentos y garabateando ecuaciones en una hoja de papiro, cuando sintió una punzada de culpa por las falsedades que había pronunciado en las últimas semanas. Aunque le parecían invenciones inofensivas, nunca antes había utilizado su sagrado puesto de astrólogo en beneficio propio. Pero quería que la muchacha siguiera con ellos por si la mandíbula volvía a darle problemas o contraía alguna otra enfermedad. Trató de tranquilizar su conciencia recordándose que en todos los años que había servido a los dioses y las estrellas jamás había pedido nada a cambio. Seguro que no daban importancia a esa pequeña recompensa por su leal servicio, pero el sentimiento de culpa…

Se interrumpió bruscamente. Algo no iba bien.

Releyó sus anotaciones, recolocó el transportador, comprobó los grados, las casas y los ascendentes. Y notó que la sangre se le helaba. Gran Zeus. No había duda. El día anterior el horóscopo de su señor había sido tan claro y apacible como un día de verano. Sin embargo ahora, de repente…

Se avecinaba una catástrofe. Algo grande y aterrador que no había estado ahí los días previos. Timónides se humedeció los labios. ¿Por qué ahora? ¿Qué había cambiado? ¿Tenía que ver con el registro del campamento?

«¿O es mi castigo por falsear las lecturas?».

Empezó a sudar profusamente. Sabía que cuando le transmitiera esta lectura, Sebastiano querría saber por qué su horóscopo había cambiado de manera tan súbita. Si Timónides le contaba la verdad, si le contaba que en Roma había mentido en lo relativo a la muchacha, ¿qué castigo le impondría Sebastiano? El astrólogo no estaba preocupado por él; ya era viejo, había tenido una buena vida y estaba dispuesto a aceptar cualquier castigo dentro de lo razonable. Quien le preocupaba era Néstor. Debía estar en buenas relaciones con su señor por el bien de su hijo. Regordete y con cara de torta, con el dulce temperamento de los ángeles y la inocencia de las palomas, Néstor no podría apañárselas solo.

Timónides forcejeó con el remordimiento y la indecisión.

El día en que le colocaron al recién nacido en los brazos, la cara de asco de la comadrona, los comentarios de sus hermanas y primas de que sería preferible para el niño dejarlo en una pila de basura… Timónides casi se dejó convencer, hasta que sintió la delicada piel, los diminutos huesos, la completa indefensión de la criatura. En ese momento el corazón le dio un vuelco y supo que no podía hacerle al pequeño lo mismo que le habían hecho a él. Y se quedó con su hijo, el cual había llegado tarde en la vida para el griego y su esposa, una sorpresa, de hecho, pues Damaris ya no se creía en edad de procrear. Y cuando Damaris falleció, teniendo Néstor apenas diez años, Timónides volvió a jurarse que cuidaría del muchacho costara lo que costase.

Ahora, veinte años después, los dioses le estaban poniendo a prueba. Y no había duda. No podía contarle a su señor la verdad, esto es, que se avecinaba una gran catástrofe porque su fiel astrólogo había cometido sacrilegio al falsificar los horóscopos. Por el bien de Néstor, Timónides debía crear otra mentira.

Frotándose la panza y lamentando haber sumergido sus chuletas de cordero en tanta salsa de ajo, salió a la bruma de la mañana para hacer entrega de la lectura.

Encontró a Sebastiano sentado a una mesa instalada frente a la tienda donde el acaudalado mercader nunca dormía, con un pergamino repleto de informes comerciales delante y el acostumbrado ábaco en la mano. El joven olía a jabón y vestía una túnica limpia. Se había recortado la barba y lavado a conciencia las manos y los pies. Al verlo con la capa azul atada al cuello, Timónides supo que estaba listo para levantar el campamento y salvar la última etapa del viaje.

—Las estrellas tienen un mensaje nuevo esta mañana, señor. Está a punto de sucederte algo grande.

Sebastiano arqueó las cejas.

—¿Grande? ¿De qué estás hablando? No mencionaste nada de eso en la lectura de anoche.

—Las cosas han cambiado —repuso Timónides desviando la mirada.

—¿Cambiado? —Sebastiano lo meditó—. Los soldados —dijo. Se volvió hacia la tienda de Ulrika, donde podía adivinar su silueta trajinando en el interior, y un nuevo pensamiento empezó a formarse en su mente.

Los soldados…

Algo relacionado con los soldados y la muchacha llamada Ulrika.

«Tengo que avisarles», había dicho.

¿Qué había querido decir con eso? ¿Avisar de qué? Sebastiano creía que simplemente se dirigía a su tierra. Era cuanto ella le había contado.

No obstante…, en las últimas semanas, una palabra aquí, un comentario allá. «Las tierras de mi gente rodean un valle sagrado y oculto, abrazado por dos ríos pequeños con forma de media luna. En el corazón de dicho valle descansa un bosque de robles sagrado donde dicen que la diosa Freya vertía lágrimas de oro». Y en otra ocasión, con gran orgullo: «La mía es una tribu de guerreros».

En ese momento, recordando su reacción al oír que el comandante Vatinio estaba en Colonia, se preguntó: ¿era su tribu la impulsora del nuevo levantamiento? ¿Eran ellos los rebeldes a los que Vatinio debía derrotar de una vez por todas?

¿Y estaban esos insurgentes en ese momento acampados en el valle oculto del que Ulrika le había hablado?

Sebastiano se puso en pie y, al tiempo que nuevas ideas brotaban en su mente, eligió cuidadosamente sus palabras.

—Viejo amigo —dijo a Timónides—, ese gran suceso del que hablas, ¿podría significar que estoy a punto de conocer a alguien muy importante?

Timónides titubeó. En nombre del Gran Zeus, ¿de qué diantre hablaba su señor? El viejo griego lo ignoraba, pero de pronto vislumbró una chispa de esperanza, incluso de entusiasmo, en los ojos de su señor.

—Exacto, eso es —dijo, asintiendo enérgicamente y detestándose por semejante mentira, por semejante sacrilegio. Mas no podía hacer otra cosa. Si los dioses acababan con su vida ahí mismo, no se lo reprocharía—. Te dispones a conocer a alguien muy importante que cambiará tu vida.

Sebastiano sintió de repente una poderosa agitación. ¡Solo podía ser Gaio Vatinio, comandante de seis legiones! ¿Acaso había alguien más importante que él en aquella región? «Y poseo una información de inestimable valor. ¡Sé dónde se esconden los insurgentes bárbaros!».

Sabía que con esa información Gaio Vatinio tendría asegurada la victoria. Y que el emperador Claudio otorgaría una generosa recompensa al hombre que se la había facilitado. El diploma imperial para la ruta de la China.

«Partiré de inmediato hacia el norte para hablar al comandante de un valle oculto abrazado por dos ríos con forma de media luna…».

Ulrika se recogió apresuradamente el cabello y cogió sus bártulos. Había decidido que no esperaría a llegar a Colonia. Debía partir de inmediato. Vatinio ya se encontraba allí, y solo ella estaba al tanto de la trampa que planeaba tender a su gente.

Se quitó el camisón, eligió un práctico vestido de viaje de algodón blanco con una palla a juego, y mientras se vestía pensó en la miríada de embarcaciones pequeñas que había visto en el Rin: comerciantes locales que recorrían el río con su mercancía bajo la mirada atenta de las galeras romanas. Ulrika hablaba su dialecto y sabía que contaba con monedas suficientes para pagar el cruce hasta la otra orilla.

Envolvió pan y queso en una tela y pensó en Sebastiano Gallo. Debería informarle de que tenía intención de dejar la caravana ese mismo día. Entonces cayó en la cuenta de que él podría impedir que se marchara, podría incluso asignarle un escolta para que velara por su seguridad hasta dejarla sana y salva en Colonia, tal como habían acordado.

Tras despedirse mentalmente de él, dudando de que volvieran a verse, salió de la tienda y se encaminó hacia el Rin.